—¡Espera! —Inger Johanne agarró la mano de Yngvar y la estrujó—. El móvil no tiene por qué estar en perjudicar a Vibeke o a Vegard —dijo ella de nuevo, emocionada y con prisa, como para forzar a aparecer a un pensamiento que se le había escapado—. Pueden haber sido elegidos por el simple motivo de que eran famosos. ¡El asesino quería que los crímenes llamaran la atención, como hizo el primero, el asesinato de Fiona Helle! Este caso tiene…
—Vegard Krogh no era famoso —la interrumpió Sigmund—. Yo, por ejemplo, no tenía ni idea de quién era hasta que lo mataron.
Inger Johanne soltó la mano de Yngvar. Se puso las gafas sobre la nariz. Alzó la copa de vino y bebió.
—Tienes razón —dijo—. Tienes toda la razón. No entiendo bien cómo…
—En algunos círculos sí era bastante conocido —dijo Yngvar—. Había salido en la tele y…
—Sigmund tiene algo de razón —dijo Inger Johanne—. El que Vegard Krogh no fuera más famoso es un punto débil de mi teoría. Por otro lado…
Se interrumpió a sí misma con expresión pensativa, como si estuviera intentando agarrar algo que era demasiado débil y difuso como para compartirlo con los demás.
—Pero el móvil —repitió Yngvar—. Si la intención inicial no era dañar a Vibeke o a Vegard, ¿qué intenciones tenía? ¿Jugar con nosotros?
—¡Shh! ¡Shh! —Inger Johanne volvía a estar despierta y alerta—. ¿Lo habéis oído? ¿Venía de…?
—Sólo es Kristiane —dijo Yngvar levantándose—. Voy yo.
—No. Déjame a mí.
Inger Johanne procuró no hacer ruido al salir al pasillo; Ragnhild aún podía dormir una hora más antes de volver a comer. Del cuarto de Kristiane salían sonidos que Inger Johanne no entendía.
—¿Qué estás haciendo, mi niña?
Susurró al abrir la puerta.
Kristiane estaba sentada en medio de la cama. Se había puesto los leotardos y el jersey de esquiar. Sobre la cabeza llevaba un sombrero de fieltro; un sombrero tirolés verde y con una pluma que le había traído Yngvar de Munich. Sobre la cama, en torno a ella, había cinco muñecas Barbie. En la mano la niña sostenía un cuchillo y sonreía en dirección a la madre.
—Pero… ¡Kristiane! ¿Qué es lo que estás…? —Inger Johanne se sentó en la cama y le quitó con cuidado el cuchillo a su hija—. No puedes… Es peligroso…
Hasta ese momento no se había fijado en las cabezas de las muñecas. Las Barbies estaban decapitadas. Y el pelo estaba cortado y esparcido por el edredón como bolitas de adornos de Navidad viejos.
—¿Qué es lo que estás…? —Inger Johanne tartamudeaba—. ¿Por qué has destrozado tus muñecas?
La voz le salió más enfadada de lo que había pensado. Kristiane rompió a llorar.
—Por nada, mamá. Es que me aburría.
Inger Johanne dejó el cuchillo en el suelo. Cogió a su hija, se la puso sobre el regazo, le quitó el ridículo sombrero y la apretó contra su cuerpo. La meció de lado a lado. La besó en el pelo revuelto.
—No tienes que hacer cosas así, tesoro. Que no se te ocurra hacer cosas como éstas.
—Es que me aburría muchísimo, mamá.
La ventana estaba abierta. El cuarto helado. Inger Johanne se notaba la piel de gallina por todo el cuerpo. Después lanzó los restos de las muñecas a un rincón, empujó el cuchillo más adentro bajo la cama y levantó el edredón. Se acostó junto a la niña, con la tripa pegada a la espalda de su hija. Así se quedó tumbada Inger Johanne, susurrando palabras de cariño en el oído de Kristiane, hasta que el sueño por fin venció a la niña llorosa.
A Kari Mundal no se le daban bien las cuentas. Pero era aguda de cabeza y tenía un desarrollado sentido común, y además sabía más o menos lo que estaba buscando. No porque nadie se lo hubiera dicho, sino porque en las semanas que siguieron a la muerte de Vibeke Heinerback había empleado sus largos paseos matutinos, desde las seis y diez en punto hasta que, cincuenta minutos más tarde, retornaba junto a su marido y el café recién hecho para pensar.
Vibeke Heinerback había sido, en origen, un proyecto de Kari Mundal. Era la mujer mayor quien había descubierto el talento de la muchacha, cuando Vibeke no tenía más de diecisiete años. Los últimos quince años habían aparecido y desaparecido candidatos a la sucesión en el liderazgo del partido. Ninguno había mantenido lo que había prometido. Un par de ellos habían actuado abiertamente a espaldas del viejo monarca Kjell Mundal. Fuera con ellos. Otros habían caído en el liberalismo extremo, imposible de conciliar con el enérgico esfuerzo del partido por convertirse en el nuevo partido del pueblo; con una regulación estatal estricta para ámbitos vitales de la sociedad. Como la inmigración.
Fuera también los neoliberales, y sólo quedaba Vibeke Heinerback.
Fue Kari Mundal quien la descubrió. La diecisieteañera del suburbio de Grorud masticaba chicle y llevaba el pelo decolorado en una ridícula coleta. Pero la mirada era azul y despierta, y la cabeza rápida. Además, se puso guapa cuando Kari Mundal le consiguió un nuevo peinado y le hizo deshacerse de su vestuario color rosa pastel.
Y era leal a Kjell; inquebrantablemente leal. Siempre.
No era fácil acercarse a Vibeke. A pesar de que durante una década se habían visto prácticamente a diario, en realidad Kari y Vibeke nunca llegaron a ser confidentes. No en el plano personal. Quizá fuera la diferencia de edad lo que lo complicaba tanto. Por otro lado, Vibeke Heinerback apenas abría su corazón a nadie, así lo veía Kari Mundal. Ni siquiera al guaperas de novio que se había echado. El chico no tenía virtudes, opinaba la señora Mundal, pero sabiamente mantuvo la boca cerrada.
Al menos tenían un aspecto estupendo cuando estaban juntos. Eso era mejor que nada.
Políticamente el caso era distinto. En la escasa medida en que Vibeke Heinerback revelaba algo sobre cómo veía el futuro del partido y el suyo propio, lo veía junto a Kari y Kjell Mundal. Hacía mucho que entre los tres habían trazado una estrategia a largo plazo para el partido; por detrás del programa, a espaldas del aparato directivo de la organización. Alcanzaron parte de sus objetivos cuando Vibeke fue aclamada sucesora de Kjell Mundal como líder del partido. Tras las elecciones generales del 2005, el partido iba a coger posiciones por primera vez en su historia, y el Viejo haría su reaparición política como consejero de Estado. En el 2009 la nación debería estar lista para que la primera ministra, aún joven, fuera de su partido.
Rudolf Fjord podría haber sido un problema.
Ya se habían dado cuenta el verano anterior, cuando una inquietante ola de favor rompió sobre el joven procedente del aparato de la organización. Era popular en los distritos. Viajaba mucho y la política municipal era su terreno. Era fácil prometer miles de millones en transferencias estando en la oposición, y Rudolf Fjord era un artista en eso. Durante un tiempo pareció que la competición de los dos candidatos por el liderazgo podría ser más ajustada de lo que hubiera querido el matrimonio Mundal. Pero Kari le puso remedio. Susurró unas palabras bien elegidas en los oídos adecuados sobre la relación de Rudolf con las mujeres, y ya estaba hecho. El hombre parecía completamente incapaz de atarse a nadie. Había algo oscuro en el modo en que aparecía en los estrenos y en las fiestas de famoseo, siempre con una mujer distinta agarrada del brazo. Aquello simplemente no pegaba para un hombre de su edad.
Pero Vibeke pensaba que Rudolf era necesario para el partido y, a pesar de todo, dio la impresión de alegrarse de tenerlo de segundo a bordo. Kari Mundal, con un afilada nariz, entrenada y afinada a lo largo de una eternidad como la más cercana consejera de Kjell, comprendió de todos modos que Vibeke se estaba guardando algo. Daba la impresión de que se ponía alerta cuando Rudolf estaba cerca. Un brillo en los ojos; una atención que Kari nunca llegó a comprender del todo, y que Vibeke rehuyó explicarle en las dos ocasiones en que Kari le había preguntado por el asunto.
—Debería darse por satisfecho con que todo el mundo esté tan feliz con el nuevo edificio, y que a nadie se le ocurra estudiar los entresijos —había dicho Vibeke la última vez que hablaron—. ¡Rudolf ha hecho un buen trabajo como líder de la comisión de obras, pero que se ande con mucho cuidado!
Estaba furiosa cuando lo dijo. Rudolf Fjord había participado en un debate televisivo en el que había roto un acuerdo que tenían entre ellos. Habían acordado adoptar temporalmente una línea amable con el Gobierno, puesto que no quedaba mucho para la revisión de los presupuestos. Tenían un plan. Un acuerdo. Él lo había roto y a ella se le ennegrecieron los ojos al repetir:
—Ese hombre tiene que tener cuidado. Puedo machacarlo. Como a un piojo, si quiero. Está sentado sobre un polvorín. O más bien debajo de uno, para ser literal.
Luego tuvo que salir corriendo para una reunión, y Kari no se enteró de a qué se refería. Dos semanas más tarde, y sin que se hubieran vuelto a encontrar, estaba muerta. Cuando refirió a Rudolf los exabruptos de Vibeke, durante la ceremonia celebrada en su casa de Snarøya, éste aseguró que no sabía de qué le hablaba. Pero se le enrojecieron los pómulos y parecía llamativamente incómodo cuando se encontraron con el policía despistado en el hall.
No obstante, hasta hacía tres días, cuando se pasó por la casa de Rudolf Fjord en Frogner para entregarle unos papeles de parte de Kjell, no había sido capaz de encontrarle un significado posible a las palabras que profirió Vibeke justo antes de morir. A Rudolf le había molestado que apareciera por ahí, se había mostrado impaciente por que se volviera a ir. Ella pidió permiso para usar el servicio. Él miró agitado el reloj, pero no podía negarle el permiso. Y fue ahí, mientras dejaba correr el agua caliente sobre sus escuálidas manos llenas de espuma de jabón, donde comprendió dónde debía buscar.
Justo encima del despacho de Rudolf estaba la sección de Contabilidad. El nombre era engañoso; en realidad no había una verdadera sección, sólo una pequeña y bonita habitación empapelada en amarillo crema y con archivadores en madera de cerezo. La luz entraba por los grandes ventanales que daban al patio trasero, sobre el escritorio en el que Hege Hansen se sentaba sola media jornada para llevar la contabilidad, tanto para el partido como para la empresa asociada: La casa de la Quadratura A/S.
«Está sentado sobre un polvorín. O más bien debajo de uno», había dicho Vibeke.
Era tarde y la casa estaba casi vacía. Kari Mundal se había bebido un termo entero de té. No estaba acostumbrada a las cuentas y las columnas. Ni siquiera hacía su propia declaración de la renta. De esas cosas se ocupaba Kjell. A pesar de todo, la curiosidad la había llevado a revisar las cuentas de las colosales obras de rehabilitación; desde el principio hasta el final, desde el libro principal hasta el menor de los recibos. De vez en cuando se detenía, se colocaba las gafas sobre la punta de la nariz y estudiaba durante unos segundos de más una factura, antes de menear ligeramente la cabeza y seguir adelante.
Entonces se detuvo.
Diversos trabajos de fontanería.
Pstark, porcelana.
Eq. mm.
Trab. Se ok 03.
Añad. 342.293,00
IVA 82.150,32.
A pagar 424.443,32.
De todos los recibos, desesperantemente confusos y prácticamente anodinos, que había estudiado a lo largo de las últimas cinco horas, éste era el peor. Las palabras «porcelana» y «trabajo de fontanería» podían pasar, pero le llevó un buen rato comprender que «Eq.» tenía que ser equipo y que, en realidad, había un espacio entre «se» y «ok» y «03». ¿Sabía alguien que el trabajo estaba «Ok» en el año 2003? ¿Qué significaba «Pstark»? ¿Post scriptum tark? ¿Y por qué el «PS» estaba colocado casi al principio de la factura?
El IVA había sido recaudado y pagado.
Las cuentas habían sido aprobadas.
Se ok 03.
¿«Se ok»?, se preguntaba Kari Mundal. Septiembre-octubre del 2003, ¿quizás? Un extraño modo de abreviar.
Se puso a pensar en el otoño del año anterior, cuando las obras del edificio parecieron estancarse. El sótano, el tejado y la fachada eran el problema más arduo. Habían elegido mal la pintura. El muro no respiraba y hubo que hacerlo todo de nuevo. Además algo fallaba con el drenaje. Tras un gran chaparrón, se inundó todo el sótano. Tuvieron que levantar el suelo del primer piso y volverlo a colocar a causa de los daños por la humedad, una operación costosa y que llevó tanto tiempo que llegó a poner en peligro los planes de hacer una grandiosa inauguración de la casa para navidades.
Los servicios estaban terminados ya en junio.
PStark.
Philippe Starck.
Cuando ellos arreglaron su mansión de Sanraya, su hija menor la había enterrado en revistas de decoración. «Piensa nuevo, mamá», le había insistido señalando bañeras que a Kari Mundal le parecían insoportables e inodoros que recordaban a un huevo. No tenía ninguna gana de sentirse como una gallina cada vez que iba al servicio, le había dicho a su hija.
La gran casa de la Quadratura había sido rehabilitada con mano meticulosa y respetuosa. Los servicios eran a la antigua, con las cisternas bajo el techo y los tiradores de porcelana colgando de cadenas doradas.
En cambio, en casa de Rudolf, en su cuarto de baño recientemente arreglado, todo estaba hecho en el espíritu de los tiempos. Philipe Starck. Ella había estado ahí, lo había visto, y el reconocimiento de lo que acababa de encontrar hizo que le empezaran a sudar las palmas de las manos, antes de beberse con resolución el resto del té.
Entonces soltó el recibo de la carpeta de anillas y fue a buscar las llaves del cuarto de fotocopias. Cuando abrió la puerta, el silencio en el pasillo era como un muro compacto. Vaciló un momento, escuchó. Daba la impresión de que estaba sola.
¿Pudo Rudolf haber matado a Vibeke?
No por haber falseado una factura de 424.443,32 coronas. No podía haber hecho eso. ¿O sí podía?
¿Sabía él que ella lo sabía? ¿Lo había amenazado? ¿Fue por eso por lo que al final todo salió tan bien en las elecciones, cuando Rudolf retiró imprevistamente su candidatura y les pidió a sus partidarios que votaran a Vibeke?
Rudolf Fjord no podía haber matado a Vibeke. ¿O sí?
Kari Mundal metió la fotocopia en un pequeño bolso marrón de mano antes de ordenar todos los papeles y de salir del gran edificio de la Quadratura, tras cerrar con llave.
La mujer que había pasado el invierno en la Riviera estaba de camino de vuelta a Noruega. En cierto sentido le hacía ilusión. Al principio no reconoció el sentimiento. Le recordaba a algo poco común, de la infancia, algo poco específico y vago; no estaba ni siquiera segura de encontrarlo agradable. Una inquietud, sentía, una incómoda sensación de que el tiempo pasaba demasiado despacio. Hasta que el avión no se elevó empinadamente hacia el cielo y vio desaparecer la alargada Baie des Anges bajo una capa de nubes azul grisáceo, no sonrió. En ese momento se dio cuenta de que era expectación lo que sentía.