Crepúsculo en Oslo (33 page)

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Authors: Ann Holt

Tags: #Intriga, policíaca

BOOK: Crepúsculo en Oslo
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El chico había dejado de llorar. Se secaba lágrimas y mocos con la punta de la camisa, y por un momento dio la impresión de estar más aturdido que desesperado.

—Ahora no entiendo lo que quiere decir —dijo mirando al policía directamente a los ojos—. Es obvio que han hablado con Ulrik y aquella noche…

—Te equivocas —dijo Yngvar—. Ulrik no quiere hablar con nosotros. Está metido en una celda en Granland y no suelta prenda. Hasta cierto punto tiene derecho a hacerlo. A no soltar prenda, quiero decir. Así que sobre esto de que has mentido a propósito de tu coartada, no teníamos ni idea. Hasta ahora no.

—¿En una celda? ¿Qué ha hecho? ¿Ulrik?

Yngvar se detuvo a un metro del joven. Colocó el codo derecho en la mano izquierda, y se acarició la nariz con expresión pensativa.

—Tan tonto no eres, Trond.

—Yo…

—¿Tú qué?

—Francamente, no tengo ni idea de qué va esto.

—Hummm. Está bien. Así que quieres que crea que has estado con Ulrik de…, de formas no superficiales, se podría decir…

Yngvar señaló con la cabeza la carpeta con los documentos. Las cartas asomaban levemente de la apertura. La cara de Trond se puso como un tomate.

—Yo…

—Sin saber nada de la relación de Ulrik con sustancias prohibidas —continuó Yngvar—. Con todos mis respetos, me cuesta mucho creerlo.

Trond tenía pinta de haber visto, por un momento, al mismísimo diablo, con cuernos en la frente y rabo en llamas. Tenía los ojos abiertos de par en par, la boca se le abrió y los mocos empezaron de nuevo a caer sin que hiciera ningún ademán de querer secárselos. Las palabras se convirtieron en sílabas sin sentido. Yngvar se mordió pensativo los nudillos, sin la menor intención de ayudarle.

—Drogas —consiguió por fin decir Trond—. De eso yo no sabía nada. ¡Lo juro!

—Tengo una cría en casa —dijo Yngvar, y empezó de nuevo a deambular, dando grandes zancadas, de un extremo a otro de la estrecha sala de interrogatorios—. Tiene casi diez años y posee una fantasía envidiable. —Se detuvo y sonrió—. Miente todo el rato. Tú dices «lo juro» con más frecuencia que ella. Eso no refuerza exactamente tu credibilidad.

—Me rindo —murmuró Trond, y daba la impresión de que lo decía en serio, se recostó en la silla y repitió—: Me rindo, joder.

Los brazos le colgaban sueltos a ambos lados del cuerpo. Echó la cabeza hacia atrás. Cerró los ojos. Separó las piernas. Se quedó sentado como un adolescente desgarbado.

—Supongo que tampoco sabías que Ulrik se prostituía —dijo Yngvar con tranquilidad, miraba fijamente la larguirucha silueta para no perderse el más mínimo detalle.

No ocurrió nada. Trond Arnesen se limitó a quedarse ahí sentado, con la boca abierta, las rodillas bien separadas y las manos balanceándose al compás.

—Del tipo más bien exclusivo —añadió Yngvar—. Pero eso no lo sabías, claro. Porque seguro que tú nunca pagabas.

Tampoco esta vez el joven reaccionó. Se quedó mucho rato sentado inmóvil. Incluso las manos le colgaban quietas. Sólo un temblor en los párpados mostraba que había estado escuchando. En el denso aire de la sala de interrogatorios no había más ruido que la respiración constante de Yngvar y el zumbido del sistema de ventilación, que apenas se oía.

—No deberías haber escrito esas cartas —dijo Yngvar en voz baja y con rabia, no sabía bien por qué—. Si no hubieras escrito esas cartas, ahora todo estaría bien. Estarías sentado en tu casa. En tu hogar. Contarías con la simpatía de todo el mundo. Antes o después remontarías tu vida. Eres joven. Dentro de medio año habría pasado lo peor y habrías podido continuar. Pero tuviste que escribir las cartas. No fue muy inteligente, Trond.

«Estoy siendo malvado», pensó, y se sacó del bolsillo de la camisa un grueso puro con su funda de aluminio. «Lo estoy castigando por mi propia decepción. ¿Qué es lo que me decepciona? ¿Que haya mentido? ¿Que tuviera secretos? Todo el mundo miente. Todo el mundo tiene secretos. No hay vidas intachables sin vergüenzas, sin tacha ni mácula. No lo estoy castigando por ser inmoral, he visto demasiado y he comprendido lo suficiente como para hacer eso. Estoy decepcionado porque me ha engañado. Por una vez decidí creer. Mi vida laboral transcurre entre las mentiras y las infidelidades de los demás, entre sus deserciones y sus traiciones. Sin embargo, había algo en este muchacho, en este hombre inmaduro… Algo de candor. Algo auténtico. Pero me equivoqué, y por eso lo castigo.»

Olió el puro. Desenroscó un poco la tapa y olisqueó.

Trond se levantó lentamente de la silla. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Una fina línea de saliva le caía de la comisura izquierda de la boca. Tomó aire entre hipidos.

—Nunca pagué —dijo, y se cubrió la cara entre las manos—. No sabía que a otros les cobraba. No sabía que tenía a otros…, además de a mí.

Después lo volvió a dominar el llanto. No se dejaba consolar por nada, ni por la mano vacilante de Yngvar sobre su hombro, ni por el abrazo que le dio su madre cuando la llamaron media hora más tarde y llegó agitada y muerta de miedo, ni por el tosco abrazo de chico de su hermano en el aparcamiento, antes de que lo montaran en el asiento trasero.

—Hace mucho tiempo que es mayor de edad —respondió Yngvar a las numerosas preguntas de su madre—. Tendrá que preguntarle a él de qué se trata.

—Pero… tiene que decirme si…, es él…, si fue él quien…

—Trond no mató a Vibeke. De eso puede estar segura. Pero ahora no está nada bien. Cuídelo mucho.

Yngvar se quedó de pie en el aparcamiento bastante tiempo después de que las luces traseras rojas del coche de Bård Arnesen hubieran desaparecido. Mientras estaba ahí sin abrigo, la temperatura cayó un grado o dos; había empezado a nevar. Se quedó bastante quieto, sin saludar a la gente que salía del edificio y se despedía antes de meterse tiritando en los coches para ir a sus casas a reunirse con sus propias familias, sus propias vidas torcidas.

En momentos como éstos recordaba por qué la pasión que en tiempos sintió por su trabajo se había reducido a un mitigado y poco frecuente sentimiento de satisfacción. Seguía pensando que lo que hacía era importante. Seguía encontrando desafíos en su trabajo todos los días. Sacaba partido de su amplia experiencia y reconocía que era valiosa. También la intuición se había reforzado con los años, y se había vuelto más precisa. Yngvar Stubø era un defensor de lo correcto y lo justo, a la manera antigua, y sabía que nunca podría ser otra cosa que policía. A pesar de todo, ya no sentía triunfo ni alegría desbordante cada vez que resolvía un caso, como le había pasado cuando era más joven.

Con la edad cada vez se le hacía más difícil vivir con los destrozos derivados de cada investigación. Descalabraba vidas, ponía destinos cabeza abajo. Desvelaba secretos. Los lados oscuros de las vidas de las personas eran sacados de los cajones y los armarios olvidados.

El próximo verano Yngvar Stubø cumpliría cincuenta años. Llevaba veintiocho de ellos siendo policía y sabía que Trond Arnesen era inocente del asesinato de su prometida. Yngvar se había topado con muchos como Trond Arnesen a lo largo de los años, con sus debilidades y sus mentiras vitales; personas corrientes que tenían la desgracia de que cada uno de los rincones oscuros de su vida eran enfocados por la investigación.

Trond Arnesen mentía cuando se lo amenazaba y era huidizo cuando pensaba que merecía la pena mentir. Era como la mayoría de la gente.

Nevaba cada vez con más intensidad y la temperatura caía constantemente.

Yngvar seguía ahí de pie, sintiendo el placer de estar con la cabeza al descubierto y poca ropa en un sitio abierto con mal tiempo.

El placer de tener frío.

Kari Mundal, la ex primera dama del partido, se quedó, como de costumbre, mirando un rato la fachada antes de subir las escaleras de piedra. Estaba orgullosa de los locales del partido. Al contrario que su marido, que opinaba que a no ser que se mantuviera alejado se convertiría en el vejestorio rechazado de la casa, la señora Mundal se pasaba por ahí varias veces por semana. Por lo general no tenía ningún recado concreto que hacer y cada dos por tres ocurría que sólo se pasaba para dejar las bolsas de sus asiduas y considerablemente extensas rondas de compras por el centro de Oslo. Y siempre se quedaba de pie unos segundos, disfrutando de la visión de la fachada recién restaurada. Disfrutaba con todos los detalles; de las cornisas a lo largo de cada piso, de las figuras de santos metidas en nichos sobre las ventanas. Quería sobre todo a Juan el Bautista, que era el que más cerca estaba de la puerta y la miraba con un cordero en brazos. Las escaleras eran oscuras y anchas, y cuando apoyó la mano en el pomo, abrió la puerta y entró, le faltaba el aire.

—Soy yo —dijo vivaracha—. ¡He vuelto!

La recepcionista sonrió. Se levantó a medias para mirar por encima del alto mostrador y sonrió en señal de aprobación.

—Preciosos —dijo—. Pero ¿no es desaconsejable llevarlos con este tiempo?

Kari Mundal se miró los botines nuevos, enseñó coqueta el pie, giró el tobillo y chasqueó ligeramente la lengua.

—Seguro que sí —dijo—. Pero la verdad es que son preciosos. Qué tarde es para que sigas aquí, querida. Deberías irte a tu casa.

—Es que estas noches hay tantas reuniones —respondió la mujer, que era grande, pesada y que llevaba gafas poco favorecedoras—. He pensado que lo mejor sería quedarme un poco más. La gente entra y sale y, por lo general, no pone mucho cuidado en cerrar la puerta. Si estoy yo aquí, no tiene tanta importancia.

—Eres verdaderamente leal y esforzada —dijo Kari Mundal—. Pero a mí no me esperes, por favor. Es muy posible que tarde un buen rato. Estoy en la Sala Amarilla, si me necesitan. —Se inclinó sobre el mostrador con gesto conspirativo y susurró—: Pero preferiría que no me molestaran.

Cruzó con paso ligero sobre el dibujo en espiral del suelo, con las manos llenas de bolsas. Como siempre, echó un ojo a la placa de oro con el eslogan del partido y sonrió cálidamente antes de coger el ascensor.

—¿Conseguiste todo lo que te pedí? —dijo de pronto, volviéndose de nuevo hacia la puerta de entrada.

—Sí —dijo la desenvuelta mujer tras el mostrador—. Todo debería estar ahí. Los anexos secretos y todo. Hege, la de Contabilidad, se queda hoy hasta tarde, así que puedes consultarle lo que quieras. No se lo he dicho a nadie más, eh.

—Muchísimas gracias —dijo Kari Mundal—. Es que eres un tesoro.

En el amplio descansillo del segundo piso, con vistas al hall en el que la lámpara de araña estaba encendida iluminando la estancia con una suave luz amarilla, estaba de pie Rudolf Fjord, llevaba ahí varios minutos. Ahora retrocedió silenciosamente hacia la pared, hacia la imponente palmera que había junto a la puerta de su propio despacho. El miedo que había conseguido reprimir, la angustia que enterró el día que recibió el apoyo incondicional del partido, volvía a aparecer tal y como había previsto, a pesar de que le había rogado a Dios que nunca lo volviera a invadir.

—Aprecio tu discreción —oyó que gritaba Kari Mundal, antes de que un clic y un zumbido casi inaudible la informaran de que el ascensor estaba subiendo.

La viuda de Vegard Krogh abrió la puerta y sonrió con desánimo. Yngvar Stubø había llamado previamente y había notado que su voz era inusualmente agradable. Se había imaginado una mujer morena, quizás alta, con boca grande y movimientos lentos. Resultó que era pequeña y rubia. Llevaba su cabellera rebelde recogida en dos tristes coletas. El jersey parecía sacado de una cápsula de tiempo de los años setenta, marrón con rayas naranjas y cordón en el cuello.

–Le agradezco que me reciba —dijo Yngvar dándole el abrigo.

Ella pasó delante de él al salón y le ofreció sitio en un sofá de color claro y lleno de manchas. Yngvar movió un cojín, levantó un libro y se sentó. La mirada recorrió la habitación. Los estantes estaban repletos y caóticos. Una cesta para prensa estaba desbordada, reconoció dos ejemplares de Information y una edición desgarrada de Le Monde Diplomatique. La mesa de cristal entre el sofá y las dos sillas distintas estaba sucia, y, sobre una pila de revistas que no conocía, había una copa abandonada con restos de vino tinto.

—Siento que esté todo tan revuelto —dijo Elisabeth Davidsen—. La verdad es que últimamente no tengo energías para hacer limpieza.

Realmente la voz no le pegaba. Era grave y melodiosa, y hacía que las coletas parecieran un chiste. No estaba maquillada y tenía los ojos más azules que Yngvar hubiera visto nunca. Sonrió comprensivo.

—Este lugar me parece muy agradable —dijo, y lo decía de corazón—. ¿De quién es?

Señaló con la cabeza en dirección a una litografía sobre el sofá.

—Inger Sitter —murmuró ella—. ¿Puedo ofrecerle algo? No tengo gran cosa en la casa, pero… ¿Café? ¿Té?

—Café estaría bien —profirió él—. Si no es demasiada molestia.

—Qué va. Lo he hecho hace media hora.

Señaló un termo de Alessi y se fue a la cocina a buscar una taza.

—¿Toma leche o azúcar? —preguntó la mujer desde la cocina.

—Las dos cosas —se rio él—. Pero mi mujer no me deja, así que me lo tomo solo.

Cuando volvió, Yngvar se dio cuenta de que tenía un tipo impresionante bajo el vestuario informe. Los vaqueros necesitaban un lavado, y las zapatillas debieron de ser de Vegard en su tiempo. Pero la cintura era estrecha y el cuello largo y fino. Los movimientos tenían gracia cuando dejó las tazas y las sirvió.

—Creí que había terminado con ustedes —dijo, sin resultar descortés—. Así que no sé qué quieren de mí. Un compañero, un abogado, dijo que era muy poco corriente que fueran a ver a la gente a su casa. Dijo que… —Una sonrisa indescifrable. Un fino dedo pasó despacio sobre la ceja izquierda. Su mirada era casi burlona cuando se encontró con la de él .

—Dijo que la policía convoca a la gente para generarles inseguridad. En la comisaría, usted es el que está en casa, no yo. Así que aquí soy yo la que me siento segura. No usted.

—La verdad es que no me siento muy amenazado aquí en el sofá —dijo Yngvar probando el café—. Pero su amigo tiene algo de razón. Así que puede sacar la conclusión de que no es mi intención generarle inseguridad. Más bien estoy buscando…

—Conversación —dijo ella—. Están bastante estancados y usted es el tipo de policía que merodea por el paisaje para conseguir mejor visión de conjunto, mayor perspectiva. Para descubrir, quizá, nuevos ángulos de ataque. Caminos y huellas que se les hayan escapado.

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