Inger Johanne frunció la nariz.
—Suena completamente disparatado —profirió—. No entiendo…
—Vamos a intentarlo, sólo —insistió Yngvar—. ¿A quién te imaginas? ¿Qué tipo de persona podría…?
—Tiene que ser una persona con un conocimiento de la psique humana fuera de lo común —dijo ella, de nuevo daba la impresión de hablar para sí misma—. Psiquiatra o psicólogo. Un policía experimentado, quizás. ¿Un sacerdote tarado? No… —Con los dedos martilleaba la hoja con las iniciales de Fiona Helle. Se mordió el labio. Guiñó los ojos, se enderezó las gafas—. Lo cierto es que no consigo… ver las verdaderas conexiones en esto. No si…, pero y si…
De pronto se levantó. En un estante sobre el televisor estaba la carpeta con sus anotaciones. Las fue ojeando con impaciencia mientras volvía y sacó la fotografía de Fiona Helle. Al volver a sentarse, dejó la fotografía sobre la hoja con las iniciales de la víctima.
—En realidad este caso es completamente
clean cut
—dijo—. Fiona Helle traicionó a su hijo. No creo que se le pueda reprochar lo que ocurrió en 1978, cuando nació Mats y la madre de Fiona tomó una decisión que iba a ser fatídica para tres generaciones. Pero supongo que no soy la única que entiende de algún modo la fuerte reacción de Mats Bohus ante lo que sucedió. Se puede opinar lo que se quiera de la extraña fijación que parecen tener algunas personas con sus orígenes biológicos, pero…
Su mirada no quería soltar la fotografía. Inger Johanne se quitó las gafas, levantó la fotografía y la estudió.
—Pero… —se impacientó Sigmund.
—Se trata de sueños y grandes expectativas —dijo ella en voz baja—. Muchas veces, al menos. Cuando las cosas se tuercen y la vida se pone demasiado dura, puede resultar tentadora la idea de que ahí fuera hay algo que es tu verdadero yo, que es la verdadera vida. Se convierte en un consuelo. Un sueño, y algunas veces una obsesión. La vida de Mats Bohus ha sido más difícil que la de la mayoría. El rechazo final y absoluto de su madre debe de haber sido… demoledor. Esta vez ella tenía todo que ofrecer, pero nada que dar. Mats Bohus tenía motivos para matarla. La mató él.
Pensativa dejó la fotografía sobre la hoja. Las unió con un clip. Como si los otros ya no estuvieran, se quedó sentada en silencio mirando la fotografía de la bella estrella de la televisión con los ojos fascinantes, la nariz recta y la boca sensual y provocativa.
Sigmund le echó una mirada furtiva a la botella que estaba en la ventana. Yngvar asintió con la cabeza.
—¿Y si…? —volvió a comenzar Inger Johanne, ahora se percibía ardor en su voz—. ¿Y si nos imagináramos que no se trata de tres casos en serie?
—¿Qué? —dijo Yngvar.
—¿Eh? —dijo Sigmund, y se llenó la copa de coñac.
—Supongo que deberíamos… —comenzó Yngvar.
—Espera —dijo Inger Johanne, tajante.
Colocó las hojas formando una pirámide. Puso la palma de la mano sobre el rostro de Fiona Helle.
—Este caso está resuelto —dijo—. Un asesinato. Una investigación. Un sospechoso. El sospechoso tiene móvil. Confiesa. La confesión está apoyada por el resto de los datos que tenemos del caso.
Case closed
.
—De verdad que ahora no entiendo adonde quieres ir a parar —dijo Yngvar—. ¿Hemos vuelto al principio? ¿Piensas que todo esto no son más que casualidades y que se trata de tres casos independientes…?
—Pero ¿qué pasa con la simbología? —interrumpió Sigmund—. ¿Qué pasa con la conferencia que escuchaste hace trece años y que…?
—¡Espera, espera!
Inger Johanne se había levantado. Caminaba en círculos por la habitación. De vez en cuando se detenía junto a la ventana. Miraba a la calle sin verla, como si estuviera buscando a alguien sin esperanzas de verlo.
—Es la lengua —dijo—. La lengua cercenada es el punto de partida. La clave.
Se volvió hacia los dos hombres. Se le estaban formando coloretes circulares sobre las mejillas, junto a las gafas que se le empañaban. Yngvar y Sigmund estaban completamente callados, profundamente concentrados, como si estuvieran asistiendo a un momento de peligrosa revelación.
—Ya estábamos ahí el primer día —dijo Inger Johanne con tensión—. El primer día de todos, cuando encontraron a Fiona Helle con la lengua tajada y bellamente envuelta, ya estábamos ahí. Comentamos lo sencillo que era. Que era un simbolismo muy sencillo, muy fácil de comprender, como sacado de una novela barata de indios y vaqueros. Tú mismo lo dijiste, Yngvar, el otro día…, dijiste que seguro que había infinitos ejemplos en la historia del mundo de cadáveres con la lengua cortada. Tienes razón. Tienes toda la razón. El asesinato de Fiona Helle no tenía nada que ver con la conferencia que escuché un caluroso día de principios de verano en un auditorio en Quantico. Es tan…
Se echó las manos a la cara y se meció levemente de lado a lado.
—¿Tan qué?
—Tan banal —dijo medio ahogada—. Tan obvio. Por Dios. —Yngvar la miraba completamente desconcertado—. No me toques. Déjame continuar.
Sigmund había dejado de beber. Tenía la boca entreabierta, con los labios rojos y húmedos. La mirada vagó de Inger Johanne a Yngvar y de vuelta,
Jack
, el Rey de América, había entrado en el salón. Incluso el perro estaba petrificado, con la boca cerrada y las fosas nasales vibrando.
—Estos tres casos —dijo Inger Johanne por fin dejando caer los brazos— tienen una serie de rasgos en común. Pero en vez de desenterrar más de ellos, debemos preguntarnos qué es lo que los diferencia. ¿Qué es lo que hace que el caso de Fiona Helle sea tan completamente distinto de los otros dos?
Yngvar no le había quitado los ojos desde que empezó a dar vueltas por la habitación. Por fin se permitió coger la botella de agua. Le temblaban ligeramente las manos cuando desenroscó el tapón.
—Que está resuelto —dijo brevemente.
—¡Exacto!
Inger Johanne lo señaló con las dos manos.
—¡Exacto! ¡Que se dejaba resolver!
Jack
meneó la cola y se puso a gimotear a sus pies. Inger Johanne le pisó la pata sin querer al volver corriendo hacia el banco. El perro aulló. Continuó:
—En el caso del asesinato de Fiona Helle encontrasteis respuestas —dijo sin hacerle caso al perro, y cogió la fotografía—. Os costó un poco, tropezasteis y estabais un poco desorientados. Pero la respuesta estaba ahí. En el informe de la autopsia había datos que conducían a una vieja y triste historia, que a su vez conducía a Mats Bohus. Al asesino. Móvil y posibilidad. Todo estaba ahí, Yngvar. Como lo está, por lo general. Como se resuelven por lo general los casos de asesinato en este país.
Sigmund agarró la botella y bebió.
—Hola —dijo—. Estoy aquí, yo también.
—Pero mira los otros dos casos —dijo Inger Johanne lanzando la fotografía sobre el banco antes de agarrar las hojas con las grandes letras, «VH» y «VK»—. ¿Alguna vez en toda tu carrera te habías topado con dos casos tan carentes de sospechosos? ¿Tan caóticamente llenos de pistas falsas y de rodeos? Trond Arnesen…
Escupió el nombre por toda la superficie del banco.
—Un chiquillo. Tiene sus secretos, como todo el mundo. Pero es obvio que no la ha matado. La coartada se sostiene, incluso con un agujero de una hora o dos para un revolcón ilegal.
—Rudolf Fjord sigue siendo un nombre interesante —objetó Sigmund.
—Rudolf Fjord —suspiró ella—. Por Dios. Seguro que no es un angelito, él tampoco. No hay angelitos. En ningún sitio…
Yngvar puso su mano sobre la de ella; estaba apoyada sobre el banco con los puños aferrados a dos hojas de papel. La acarició sobre la tensa piel.
—En estos dos casos… —dijo desembarazándose de él—, nunca vais a conseguir más que pisotear la vida de la gente con zapatos de pinchos. Como la policía nunca se rinde, pondréis cabeza abajo destinos de personas cada vez más alejadas de los asesinados. Antes de que os rindáis, hasta que por fin comprendáis que nunca vais a encontrar al asesino, habréis destrozado a tanta gente, habréis estrellado tantas existencias, tantas…
—Ahora te vas a tener que calmar, Inger Johanne. Siéntate. Parto de la idea que deseas que te comprendamos. Así que vas a tener que tomar las curvas con un poco más de calma.
Ella se sentó de mala gana. Se echó el pelo detrás de las orejas, sin éxito. Se volvía a caer todo el rato: el flequillo le había crecido demasiado.
—Necesitas una copa —dijo Sigmund alzando la voz—. Eso es lo que necesitas.
—No, gracias.
—Vino es lo que hace falta —dijo Yngvar—. Yo, al menos, pienso servirme una copa.
Un coche pasó traqueteando por la calle.
Jack
alzó la cabeza y se puso a gruñir. Yngvar sacó una botella del aparador del rincón, la sostuvo a un brazo de distancia y asintió satisfecho con la cabeza. Se sirvió a sí mismo y a Inger Johanne.
—Estoy de acuerdo con la división que haces —dijo asintiendo—. El caso de Fiona Helle es un caso más… normal, se podría decir, que los otros dos.
—Normal, normal —dijo Sigmund llenando su propio vaso hasta el borde—. Muy normal no es cortarle la lengua entre los morros de la gente.
Yngvar hizo caso omiso del comentario y del tono, tomó un trago, dejó la copa y cruzó los brazos sobre el pecho.
—Lo que no entiendo es la conexión que ves… —dijo.
Le sonrió amablemente a Inger Johanne, como si tuviera miedo de provocarla. Eso la provocó.
—Escucha —dijo ella, todavía hablando un poco más alto de lo normal, un filo de miedo, emoción y enfado—. El primer caso desencadenó los otros dos. Es el único modo de que todo se resuelva.
—Desencadenó —repitió Yngvar.
—¿Desencadenó? —preguntó Sigmund.
Sigmund parecía ahora más alerta, apartó de sí las copas.
—No consigo que encaje ninguna otra cosa —dijo Inger Johanne—. Tal y como lo veo, el primer asesinato tuvo lugar exactamente tal y como se nos muestra ahora. Fiona Helle machacó los sueños de Mats Bohus. Él la mató y le cortó la lengua, y la dividió en dos como símbolo de lo que sentía: que ella mentía sobre las cosas más importantes de la vida. Se presentaba hacia fuera como la auxiliadora de los necesitados, la salvadora de los despojados. Cuando su propio hijo la necesitó, se vio que todo era una fachada. Una formidable mentira, él tuvo que verlo así.
Jack
ladró. Al mismo tiempo, como si fuera por causa y efecto, se abrió la ventana de la cocina. La corriente fría apagó las velas. Yngvar se levantó maldiciendo.
—A ver si cambiamos estas ventanas —dijo, y aporreó el marco contra el cerco antes de encender una cerilla para volver a prender las velas.
—Así que tiene que haber alguien ahí fuera —dijo Inger Johanne como si nada hubiera pasado, mantenía la vista sobre un punto indeterminado de la pared—. Alguien que ha escuchado la conferencia de Warren sobre la
proportional retribution
. Y después se ha propuesto copiarla. Y lo ha hecho.
Un ángel pasó por la habitación.
El silencio se prolongó.
Las llamas de las velas seguían ondeando levemente con la corriente.
Jack
por fin se había calmado. Sigmund respiraba con la boca abierta. Un agradable aroma a coñac se extendía entre las tres personas en torno a la mesa de la cocina.
«Así tiene que ser —pensó Inger Johanne—. Alguien se dejó… inspirar. Alguien cogió la oportunidad, cuando se había cometido un asesinato y cortado y envuelto una lengua. Habían movido la primera pieza. Mats Bohus fue un desencadenante casual e ajeno.»
Todos seguían en silencio.
«Nunca he oído hablar de algo así —pensó Yngvar—. Durante todos estos años, con toda mi experiencia, con todo lo que he leído y estudiado, nunca he oído hablar de un caso como éste. No puede ser correcto. Simplemente no puede ser verdad.»
El silencio se mantuvo.
«Es una mujer maravillosa —pensó Sigmund—. Pero se le acaban de cruzar los cables del todo.»
—Está bien —dijo finalmente Yngvar—. ¿Y qué móvil podría haber para algo así?
—Eso no lo sé —dijo Inger Johanne.
—Prueba —dijo Sigmund.
—No conozco el móvil.
—¿Qué tipo de…?
—Tiene que ser mucho más inteligente que la media. Muy por encima de la media en conocimientos. Tiene que…
Inger Johanne se acercó casi imperceptiblemente a la mesa, se acercó a los demás.
—Se trata de una persona que conoce muy bien el trabajo policial. Su investigación, tanto técnica como táctica. Los procedimientos y las rutinas. Por ahora no habéis encontrado una sola huella biológica de importancia. Nada. Apuesto a que tampoco vais a encontrar nada. Tácticamente estáis completamente estancados. Es obvio que es un hombre sin… —Se quitó las gafas con expresión ausente—. Un hombre sin empatia —dijo—. Una persona dañada. Con una perturbación de personalidad. Pero adaptada, probablemente. No tiene por qué tener antecedentes. Y no puedo librarme de… —La mirada que le lanzó a Yngvar, poco clara e indagadora, estaba marcada por una incipiente desesperación—. Tiene que ser policía —dijo desesperada—. O si me apuras alguien que… ¿Cómo puede saberse tanto? Tiene que haber escuchado la conferencia de Warren, ¿no? No puede ser una casualidad que elija la misma simbología.
Mantuvo la respiración. Despacio empezó a soltar el aire entre dientes apretados.
—La misma simbología…
—Estamos buscando a una persona que tiene los crímenes por especialidad —dijo llanamente y sin tono en la voz—. Un banco de conocimientos eficiente y malogrado.
—Así que al final no ha influido sobre otros para que maten —dijo Sigmund interrogativamente—. ¿Hemos dejado atrás esa teoría?
—Lo ha hecho él mismo. Sin ninguna duda. —Inger Johanne no soltaba la mirada de Yngvar—. No confía en nadie —continuó—. Desprecia al resto de las personas. Probablemente lleve una vida que para otros sea solitaria, pero sin estar completamente aislado. En realidad las personas no le interesan. Sus acciones son en sí mismas tan grotescas, y la imitación del simbolismo tan enferma que…
Pasó la mano lentamente sobre la superficie del banco y bajó la vista.
—Dilo…
—Ni siquiera tiene por qué tener nada en especial contra Vibeke Heinerback o Vegard Krogh —dijo.
—En lo que se refiere al último —murmuró Yngvar—. El asesino tendría que ser el único…, que no tenía nada contra él, quiero decir. Pero si todo esto fuera correcto, ¿cuál sería el móvil? ¿Qué putos motivos podría tener alguien para…?