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Authors: Ann Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Crepúsculo en Oslo (32 page)

BOOK: Crepúsculo en Oslo
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—¿Irak? ¡El FBI tiene la jurisdicción restringida! ¿No tendrían que quedarse en su propio territorio? ¿Dentro de Estados Unidos?

—En principio: sí. En la práctica: no sé. Volvió a encogerse ligeramente de hombros.

—Con la experiencia que tiene Warren… Me imagino que en esa vorágine les será de utilidad —admitió Yngvar.

—¿Qué es lo que sabe hacer, en realidad? —curioseó Sigmund.

Yngvar se echó a reír y se pasó una servilleta por la boca.

—Pregunta mejor qué es lo que no sabe el tipo. En principio es licenciado en Sociología. Además es jurista. Supongo que lo más relevante es que lleva treinta años vinculado con la mejor organización policial del mundo. Una estrella.

—Y ahora resulta que está en Irak.

—No sé si está en Irak —precisó Yngvar—. Pero tal y como les va a los estadounidenses ahí abajo, no me sorprendería que necesitaran a sus mejores hombres. Ya sea gente del FBI o de otro sitio. Pero todavía no he cejado en el empeño de encontrarlo.

El camarero había vuelto. Cortésmente se abstuvo de comentar que Yngvar estaba sentado con dos platos ante sí.

—¿Algo más de beber?

—Agua —dijo Sigmund de forma tajante, y plantó los codos sobre la mesa.

—Sí, por favor —dijo Yngvar sonriente y alabando la comida—. Para mí gaseosa. Farris azul, por favor.

Se palpó la herida de la mejilla con la lengua.

—¿Crees en mi teoría? —preguntó Sigmund—. ¿En la teoría de Inger Johanne?

A Yngvar le costó contestar:

—No consigo… imaginarme del todo cómo sería posible manipular a la gente hasta ese punto. Por otro lado… —el camarero les llenó los vasos, sonrió y se volvió a retirar—, puede que sea porque no me atrevo del todo —admitió, y bebió—. En caso de que tuvierais razón, implicaría que la investigación… se complicaría aún más. Implica, entre otras cosas, que el verdadero hombre que está detrás de todo esto no tiene por qué tener ninguna relación visible con las víctimas. Sólo con los autores de los crímenes. Y por ahora sólo tenemos a mano a uno de ellos.

—Un tarado balbuciente e ingresado en un psiquiátrico —suspiró Sigmund. El tenedor alzado de Yngvar lo llevó a añadir rápidamente—: Un paciente psiquiátrico ingresado, quiero decir. ¿Qué crees que deberíamos hacer? ¿Deberíamos perseguir esta… teoría?

—Al menos nos la vamos a apuntar detrás de la oreja —dijo Yngvar—. Como en todo caso tenemos que seguir buscando conexiones entre las tres víctimas, no será demasiado esfuerzo tener también en cuenta a Mats Bohus.

—¿Cómo? Ahora no te entiendo bien. A él no lo han matado, él…

—Él es lo único que tenemos, en caso de que Inger Johanne y tú estéis en lo cierto. Mientras seguimos buscando vínculos entre Fiona Helle, Vibeke Heinerback y Vegard Krogh, veremos al mismo tiempo si hay alguna conexión oculta entre Mats Bohus y los dos últimos.
Long shot
, pero, de todos modos…, el problema es que con Mats Bohus ya no se puede hablar. Está completamente ido. El último interrogatorio, el del sábado, fue demasiado para él. El doctor Bonheur tenía razón. Y ahora tenemos que pagar las cuentas, el tipo está encerrado. No nos va a resultar fácil averiguar con quién ha estado en contacto, por decirlo así. —Cogió el último pedazo de pan y se lo metió en la boca—. Estoy lleno —murmuró—. ¿Nos vamos?

—Quizás un café —dijo Sigmund.

—No te lo recomiendo. El café aquí no es exactamente…

Sonó el móvil. Yngvar lo cogió mientras hacía señas al camarero de que quería la factura.

—Stubø —dijo brevemente.

Cuando al cabo de minuto y medio colgó, sin haber dicho más que «sí» y «bien», daba la impresión de estar realmente preocupado. Los ojos se le habían estrechado más que nunca, y la boca tenía un gesto cansado y de preocupación.

—¿Qué pasa? —preguntó Sigmund. Yngvar pagó y se levantó.

—Vamos.

—¿Qué coño pasa? —repitió Sigmund con impaciencia cuando salieron a la calle de Arendal; un autobús pasó atronando.

—Trond Arnesen ha mentido —dijo Yngvar encaminándose al taller de Myre, el coche estaba aparcado ante las antiguas instalaciones de la fábrica.

—¿Cómo? —gritó Sigmund correteando a su lado.

Un camión estaba detenido ante un semáforo en rojo. El estrépito era ensordecedor.

—Trond Arnesen no es tan inocente como yo creía —bramó Yngvar en respuesta—. Mantenía una relación paralela.

El semáforo cambió a verde, y el camión se puso en marcha y desapareció en dirección a Torshov.

—¿Cómo?

—Con un hombre —dijo Yngvar, y cruzó la calle corriendo—. Un chico joven.

—Es lo que siempre he dicho —dijo Sigmund esforzándose por seguir a su compañero—. Nunca se puede confiar en los maricones.

Yngvar no tenía fuerzas para replicarle.

Había creído a pies juntillas en la inocencia de Trond Arnesen.

Inger Johanne se despertó porque alguien andaba en las escaleras. El miedo se le disparó por los miembros. Ragnhild estaba tumbada sobre ella, aplastada entre el brazo izquierdo y el cuerpo. La pequeña dormía profundamente. Fuera seguía habiendo luz. Tenía que ser de día. Por la tarde. ¿Cuánto tiempo había dormido? Alguien se acercaba.

—¿Estabas dormida? Qué bien.

Su madre sonrió y se acercó al sofá.

—Mamá —jadeó Inger Johanne—. ¡Me has asustado! No puedes…

—Sí, sí que puedo —dijo la madre con decisión, hasta ese momento Inger Johanne no se había dado cuenta de que no se había quitado la ropa de abrigo—. Me he tomado la libertad de usar la llave de repuesto que habéis dejado en casa. Para serte franca, me temía que no me fueras a abrir si llamaba a la puerta y mirabas por la ventana de la cocina y veías que era yo.

—Por supuesto que hubiera…

Inger Johanne intentaba levantarse del sofá sin despertar a Ragnhild.

—No, corazón. No me habrías abierto. ¿Cuánto tiempo has dormido?

Inger Johanne le echó un ojo al reloj de pulsera.

—Doce minutos —dijo bostezando—. ¿Por qué estás aquí?

—Relájate —dijo la madre, y desapareció en la cocina.

Se puso a abrir armarios y cajones. La puerta de la nevera se abrió y se volvió a cerrar. Inger Johanne oyó el entrechocar de botellas y el ruido sordo y de succión de la puerta del congelador. Consiguió ponerse en pie.

—¿Qué estás haciendo? —murmuró irritada.

—Estoy empaquetando —dijo la madre.

—¿Empaquetando?

—Qué bien que tengas tanta leche materna guardada. Así…

Con dedos diestros, enrolló los biberones congelados en papel de periódico.

—¿Qué estás haciendo, mamá?

—¿No podrías portarte bien y sacar algo de ropa? Su pijama. Pañales. Ah, no, tu padre ya ha comprado pañales. Libero, ¿no? Tú haz una pequeña maleta, ya está. Y no se te vayan a olvidar un par de chupetes extra, por favor.

Inger Johanne intentó cambiar al bebé de posición. La niña entreabrió los ojos y gimoteó.

—No voy a dejar que te lleves a Ragnhild, mamá.

—Te aseguro que sí.

La madre ya estaba metiendo los biberones perfectamente aislados en una bolsa térmica con el logotipo de Coca-Cola.

—Ni hablar.

—Ahora me vas a escuchar, Inger Johanne. —Su madre cerró la cremallera con enfado y dejó la bolsa sobre la encimera de la cocina. Después se pasó los dedos por el pelo gris, antes de apresar la mirada de su hija y declarar—: Resulta que esto lo voy a decidir yo.

—No puedes…

—Cállate. —La voz era tajante, pero baja. Ragnhild no reaccionó—. Tengo claro que por lo general no tienes una gran opinión de mí, Inger Johanne. Nosotras dos no siempre hemos sido las mejores amigas del mundo. Pero soy tu madre, y desde luego no tan tonta como tú te crees. Durante la comida del domingo no sólo me di cuenta de que estabas agotada, sino que también percibí algo que sólo puedo interpretar como… miedo.

Inger Johanne tomó aire para protestar.

—Yo…

—Que te calles —la regañó su madre—. No tengo la menor intención de preguntarte qué es lo que te da miedo. De todos modos nunca me cuentas nada. Pero al menos puedo contribuir con sueño. Ahora me voy a llevar a mi nieta conmigo a casa, y tú te vas a ir a acostar. Son las… —los ojos miraron el reloj de pared—, las dos y media. Le he pedido a Isak que vaya a buscar a Kristiane al colegio. Yngvar dice que se va a quedar trabajando hasta tarde. Se va a quedar a dormir en nuestra casa, así nadie te va a molestar. Tú… —el dedo le vibraba cuando señaló— te vas a ir a la cama. No eres tan boba como para no entender que Ragnhild está en buenas manos conmigo. Con nosotros. Tú, a dormir. O como si te quieres pasar toda la noche leyendo libros, si eso es lo que hace falta para que te pongas más contenta. Pero yo creo…, pero, cariño…

Inger Johanne escondió la cara en el pequeño bulto. Al sentir el suave aroma de ropa limpia, sollozó. La madre le acarició el pelo y sacó con cuidado a Ragnhild de los brazos de su hija.

—¿Lo ves? —dijo la madre—. Estás completamente exhausta. Acuéstate, anda, que ya encontraré yo todo lo que necesito.

—No puedo… No puedes…

—He criado a dos hijas. Me saqué el título de la Escuela de Amas de Casa. He llevado mi hogar toda la vida. Puedo hacerme cargo de un bebé una noche o dos.

Los decididos pasos de la madre resonaron sobre el parqué cuando se dirigió al cuarto de las niñas. Inger Johanne quería salir corriendo detrás, pero le faltaban las fuerzas.

Sueño. Muchas, muchas horas de sueño.

Poco le faltó para acostarse en el suelo. En su lugar, cogió una botella de agua medio llena y bebió. Después se metió en su cuarto. Apenas le llegaron las fuerzas para desvestirse. La ropa de cama le producía una buena sensación de frescor contra la piel. La habitación estaba fría. El edredón caliente. Durante algunos minutos oyó cómo la madre le murmuraba cosas a la nieta. Pasos que iban de acá para allá, salían al cuarto de baño, volvían a la cocina, entraban en la habitación de Ragnhild.

—La pomada —murmuró Inger Johanne—. No se te vaya a olvidar la pomada.

Pero ya estaba dormida y no se despertó hasta dieciséis horas más tarde.

—No soy así —dijo Trond Arnesen, desesperado—. ¡En realidad, no soy así!

Sobre la mesa que lo separaba de Yngvar Stubø había cinco sobres reunidos con una goma de pelo. Todas las cartas estaban dirigidas a Ulrik Gjemselund. Las grandes letras mayúsculas eran las mismas que adornaban la primera hoja de un filofax que había junto a la pila de cartas.

—Trond Arnesen —leyó Yngvar Stubø martilleando el dedo índice contra el papel—. Tienes una letra muy característica. Podemos acordar que no es preciso un análisis grafológico, ¿no? ¿Zurdo?

—¡De verdad que no soy así! ¡Tiene que creer lo que le digo!

Yngvar se balanceó sobre la silla. Se cogió las manos detrás de la nuca. Se pasó los pulgares por los pliegues. Rítmicamente dejaba que el respaldo pegara contra la pared. Se quedó mirando al chico, sin decir nada. Tenía una expresión chata y neutral, como si estuviera esperando algo o a alguien, y se estuviera aburriendo.

—Tiene que creerme —insistió Trond—. Nunca he estado con… ningún otro chico. ¡Se lo juro! Y esa noche, esa noche, fue la última vez que iba. Si yo me iba a casar y…

Grandes lagrimones le corrían por la cara. Moqueaba por una de las fosas nasales. Se secó con la manga, pero era incapaz de calmar el llanto. Los sollozos sonaban como los de un niño pequeño. Yngvar se balanceaba adelante y atrás. La silla golpeaba. Tam. Tam. Tam.

—¿No podría dejar de hacer eso? —dijo Trond—. ¡Por favor!

Yngvar continuó balanceándose.

—Sigue.

—Me emborraché tanto —dijo Trond—. Sobre las nueve estaba ya como una cuba. Hacía mucho que no veía a Ulrik y entonces…, sobre las diez y media, salí para tomar un poco de aire. Salí del pub para despejarme un poco. Y, bueno, quedaba muy cerca. La calle Huitfeldt, quiero decir…, y entonces…

La silla de Yngvar cayó de golpe sobre el suelo. El joven pegó un fuerte respingo. La taza de plástico con agua de la que acababa de beber se volcó. El policía cogió las cartas. Quitó la goma y ojeó los sobres una vez más sin abrir ninguno de ellos. Después volvió a poner la goma diligentemente, y metió todo el montón en una carpeta gris. Trond reconocía al policía amable que había estado en la reconstrucción. Era imposible leerle los ojos, y casi no decía nada.

—Sigo escuchándote.

—Ha sido bastante difícil —dijo dócilmente, tomando aire entre los hipidos—. Ulrik ha estado…, dice que…, en realidad había pensado contarlo. Quería decir la verdad, pero cuando me di cuenta de que pensabais que me había pasado toda la noche en el Smuget, no entendí bien por qué…, pensé que… —De pronto echó la cabeza hacia atrás—. ¿No podría decir algo? —se lamentó, y se echó bruscamente hacia delante, apoyando las manos sobre la superficie de la mesa—. ¡Podría decir algo, hombre!

—Tú eres el que tiene que hablar.

—Pero ¡no tengo nada más que decir! Siento muchísimo no haberlo dicho inmediatamente, pero es que… ¡Yo amaba a Vibeke! La echo mucho de menos. Nos íbamos a casar, yo era tan… ¡Tiene que creerme!

—Ahora mismo no tiene mucho interés lo que yo piense —dijo Yngvar tirándose del lóbulo de la oreja—. Pero me importa mucho saber cuánto tiempo te ausentaste de la despedida de soltero.

—Durante una hora y media, ya lo he dicho. Desde las diez y media hasta las doce. Medianoche. Palabra de honor. Pregunte al resto, pregúnteselo a mi hermano.

—Está claro que la última vez que preguntamos se equivocaron. O, si no, mintieron, todos ellos. Juraron que estuviste toda la noche.

—¡Eso creían ellos! Por Dios, era todo un caos, y yo me fui sólo un rato. Tendría que haberlo dicho inmediatamente, pero… me daba vergüenza. Me iba a casar.

—Eso ya lo sabemos —dijo Yngvar con dureza—. Lo has dicho unas cuantas veces.

—Tendría que haberlo dicho —gimoteaba el joven—. Pero es que me daba tanta…, pensé que…

—Pensaste que te ibas a librar —dijo Yngvar Stubø, la voz tenía una inflexión extraña—. ¿No es verdad?

Se levantó, se puso las manos a la espalda y recorrió lentamente la habitación. Trond se plegaba; dobló la nuca y encogió los hombros, como si tuviera miedo de que le fueran a pegar.

—Lo interesante —agregó Yngvar, la voz había adquirido algo fingidamente paternal, un tono medio afable, medio estricto—. Lo interesante es que me acabas de contar algo que no sabíamos.

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