Se encontraban de vez en cuando. Bebían una copa. Compartían historias. Hasta hacía un par de años, cuando, por razones evidentes, hubo que purgar el círculo de amistades y Vegard salió del
show
.
Puenting
tenía que haber causado impresión.
Había firmado un ejemplar y se lo había mandado. Hasta ahora el libro no había sido beneficiado con una sola reseña, ocho días después de su publicación. De todos modos, le había llegado al crítico más importante de todos.
«De un practicante de
puenting
a otro. ¡Atreverse! Tu amigo, Vegard.»
Le había llevado una hora encontrar la formulación. Ahora se trataba de no presionar demasiado.
Vegard Krogh se bebió el resto de la cerveza de un solo y entusiasmado trago.
Por fin la copa de Merlot barato estaba empezando a dar frutos.
«Atuendo: Casual & Sharp», ponía.
Tendría que arrastrarse hasta la cruz y pedirle dinero a su madre.
Esta vez no se iba a enfadar.
—Pero ¡si me estás diciendo que el tipo ese, Stubø, es majo!
Bård Arnesen se inclinó sobre la mesa del comedor y le propinó a su hermano una palmada de ánimo en el brazo. Después se rascó la cabeza, antes de salvar una hoja de lechuga que estaba a punto de ahogarse en el aliño.
—Mentirle a la policía no es una gran idea, Trond.
Trond no respondió. Miraba insistentemente al frente sin fijar la mirada. Tenía el plato medio vacío. Movía los restos de la comida de acá para allá; carne y patatas fritas. Distraídamente cogió un pedazo de espárrago con los dedos, se lo metió en la boca y masticó lentamente sin tragárselo.
—¡Hola! ¡La Tierra llamando! Pareces una vaca.
Bård agitó una mano abierta ante la cara de su hermano.
—Será mucho peor si lo descubren ellos mismos —dijo insistentemente—. En realidad es bastante raro que no hayan…
—Hombre, tienes que comprender que… —dijo Trond—, que no puedo decirle nada a Stubø sobre esto. En primer lugar me hunde la coartada. En segundo lugar estoy de mierda hasta aquí…
La mano hizo un agresivo corte sobre la frente.
—Sólo por haber mentido. Me van a enchironar directamente, Bård. Directamente.
—Pero si estás diciendo que saben que eres inocente. El Stubø ese te dijo que eras el primero que habían tachado de la lista. Has dicho que…
—¡He dicho! ¿Qué coño importa lo que haya dicho?
Los puños resonaron sobre la mesa. Tenía problemas para mantener la expresión tranquila; le temblaba el labio inferior, se le dilataban las fosas nasales y los ojos estaban a punto de desaparecer en el cráneo. Apartó de sí el plato, lo trajo de vuelta, hizo equilibrios con el cuchillo sobre el tenedor y dobló la servilleta hasta que ya no se dejaba plegar más.
Bård mantenía la boca cerrada. El olor a asado que inundaba la cocina, obstinado y graso, había adquirido un matiz dulzón a causa del miedo de su hermano. Bård nunca lo había visto así. Había sido miedoso y remilgado desde que Bård tenía memoria. Temeroso ante todo. Un niño de mamá. Lloriqueaba las raras veces que se hacía daño.
Pero esto no eran ni preocupaciones ni nervios.
El hermano estaba aterrorizado y seguía masticando esforzadamente un espárrago que no conseguía tragar.
—Oye —dijo Bård amablemente, y le dio aún otra suave palmada—. Nadie creería en serio que tú hubieras matado a Vibeke. Joder, ¡era toda una mujer! Guapa, una chica divertida con dinero, casa y todo. ¿No podrías simplemente…? ¡Oye! ¡Trond!
Chasqueó desalentado los dedos.
—¡Escúchame, hombre! —gritó Trond.
—Te estoy escuchando.
—Escupe eso.
Bård escupió. Una bola irregular y verde grisácea cayó sobre el puré del plato.
—Confías en mí, Trond. —La afirmación no provocó ninguna reacción en el destinatario—. Eres mi hermano, Trond. —El silencio continuó—. ¡Me cago en la puta mierda!
Bård se levantó con tanta brusquedad que la silla cayó hacia atrás. El respaldo resonó contra la puerta del armario y le hizo un desconchón a la pintura. Desconcertado, acercó el dedo a la mancha verde en medio de todo lo blanco.
—Lo arreglaré —dijo—. Lo pintaré en otro momento. —Tampoco esta vez su hermano reaccionó. Se limitó a pasarse rápidamente el torso de la mano por los ojos—. ¿Qué estuviste haciendo esas horas? —preguntó Bård—. ¿No podrías contármelo por lo menos a mí? ¿Eh? ¡A tu propio hermano, joder!
—Fue hora y media. Has dicho horas: no fueron varias horas. Fue una hora y media. Una hora y media escasa.
Trond Arnesen había conseguido olvidar el pequeño lapso de tiempo mantenido en secreto. Le había costado menos de lo que esperaba. Había sido sorprendentemente sencillo. Todo el incidente se le borró de la memoria de camino a casa. Cuando el taxi que lo llevaba a casa, a las siete menos veinte de la mañana del sábado 7 de febrero, se detuvo en la cuneta para que vomitara, estuvo un rato intentando enfocar el vómito sobre la nieve. Agachado, con las manos sobre las rodillas, reconoció un cacahuete no digerido, en medio de todo el rojo del vino tinto. Al ver las tiras de carne que había alrededor, vomitó una vez más. El taxista le berreó con impaciencia. Trond se quedó quieto. Esta era la última vez, pensó espeso. Fascinado, había estudiado su propio vómito, los repugnantes restos de todo lo que había ingerido aquel día. Ya se había deshecho de ellos. Fuera. Había acabado con eso.
Nunca más.
Rascó la nieve con la punta de la bota, quería cubrir la guarrería, pero perdió el equilibrio. El taxista lo ayudó a volver al coche. Lo transportó a casa. Todo estaba olvidado y ésta iba a ser, definitivamente, la última vez.
Desde entonces nadie le había preguntado.
La despedida de soltero de la que finalmente se había arrancado para ir a casa había ido en incremento a lo largo de la noche. A las seis de la tarde del viernes, diecinueve hombres impecablemente vestidos de esmoquin se lanzaron a la calle. Después se encontraron con el equipo de fútbol de Bård, con las camisetas rojas sucias y una victoria que celebrar. La fiesta trajo cola. Las cosas se fueron liando. Diez o doce colegas de Bård aparecieron sobre las ocho, en el momento en que el novio estaba vendiendo besos con lengua en un quiosco de la calle Karl Johan por cincuenta coronas el beso. Cuando el hermano, a las diez y media, le pidió a Trond que lo ayudara a ir al servicio para aligerar la presión, la despedida de soltero se había convertido en una fangosa panda de hombres berreantes reunidos aleatoriamente; chicos de Skeid y economistas de Telenor, una panda de jugadores de bolos de Hokksund, que se había apuntado sobre las nueve, además de algún que otro tipo que bebía cerveza y que nadie tenía ni la menor idea de quién era.
Seguro que eran más de cincuenta personas, pensó Trond.
Y nadie había notado nada.
Nadie le había dicho a la policía otra cosa, todos habían confirmado que Trond había estado en la despedida de soltero de su hermano desde las seis de la tarde del viernes hasta que alguien lo montó en el primer autobús que salía para Lørenskog el sábado por la mañana.
Todos habían dicho eso. Todo había sido olvidado.
—¿Cómo te has acordado? —preguntó finalmente.
—¿No podrías simplemente contarme dónde estabas? —preguntó Bård.
La voz ya no sonaba impaciente. Su hermano apelaba ahora a un tono quejica y exigente que Trond reconocía de la infancia y que todavía conseguía irritarlo.
—¿Cómo te has acordado y por qué me cuentas esto ahora?
Al fin y al cabo, él era el mayor.
Bård se encogió de hombros.
—Con todo este dramatismo… Es como si hubiera tenido otras cosas en las que pensar. Pero ahora, ahora que… ¡Te largaste sin más! Te estuve buscando. Cuando volví del servicio. Me ayudaste. ¿Te acuerdas?
Trond no asintió con la cabeza. No dijo nada.
—Supongo que eras el único que no estaba completamente ciego. Quería que me prestaras dinero. Había usado más de tres mil coronas. Invitaba a todo el mundo, creo. No estabas. No te encontraba en ningún sitio.
—¿Le preguntaste a alguien por mí? —dijo Trond.
—¡Todo el mundo preguntaba por todo el mundo todo el rato! ¿No te acuerdas? Nos habíamos hecho con el sitio, más o menos. Un alegre caos. —Sonrió ampliamente después de interrumpirse—. La siguiente vez que te vi eran las doce y tres minutos. Eso lo tengo claro, porque montaste todo un número con el reloj, con el que te había regalado…
—¿Mi reloj? No llevaba puesto el reloj.
—Sí. Deja de decir tonterías. Estabas en la barra y querías tomar el tiempo de la carrera de cervezas con el monstruo ese en el brazo.
Trond se acaloró. Aún más. Sentía el olor de su propio cuerpo, avergonzado y amargo. Tenía la vejiga llena. Quería levantarse. Quería ir al baño, pero las rodillas se negaban a ayudarle.
«Por qué lo habré admitido —pensó Trond—. ¿Por qué no lo habré negado, sin más? Bård estaba como una cuba. Se puede haber confundido. Haberse hecho un lío con la hora. Había tanta gente. Todos han confirmado que andaba por ahí bebiendo. Dando el espectáculo. Tendría que haberlo negado. Tenía todas las posibilidades para negarlo. Lo niego.»
—Te estás haciendo un lío —dijo Trond, aferrándose al borde de la mesa con ambas manos—. No desaparecí. Te desmayaste en el baño. No sé cuánto tiempo…
—¿Qué carajo estás diciendo? ¡Cómo si no me enterara cuando me desmayo! No me dormí hasta las ocho de la mañana siguiente. Esa noche estaba bastante ciego, pero no tanto como para no darme cuenta de que…
Trond se obligó a levantarse de la silla. Inspiró profundamente. Sacó pecho, echó los hombros hacia atrás. Él era el hermano mayor. También era el más grande, le sacaba casi diez centímetros a su hermano.
—Tengo que mear —dijo cortante.
—¿Y bien?
—Eres mi hermano. Somos hermanos.
—Bien —repitió Bård, con una expresión de sorpresa medio irritada, como si Trond estuviera malgastando sus fuerzas para convencerlo de que la Tierra era redonda y que estaba en órbita en torno al Sol—. ¿Y qué?
—Te equivocas. Estuve ahí todo el rato.
—¿Me tomas por un gilipollas total o qué? —dijo Bård casi gritando.
Se precipitó hacia Trond y se colocó delante de él. Se le cerraron los puños. Bård era más bajo que su hermano, pero mucho más fuerte. Sólo un palmo de aire separaba los dos rostros.
—Hace diez minutos que lo has admitido —le espetó, se le estrecharon los ojos; Trond sintió una fina lluvia de saliva contra la piel.
—No admito nada de nada.
—Has dicho que no le podías contar nada a Stubø. Has dicho que mentiste. ¿Acaso eso no es admitirlo? —Bård parecía seguro de sí mismo.
—Tengo que mear —dijo Trond.
—Admítelo.
Bård golpeó a su hermano en el hombro. Con fuerza y con el puño cerrado.
—¡Admítelo!
Repentina y sorprendentemente, Trond lo agarró por la cintura. Bård tuvo problemas para mantener el equilibrio, se aferró a la camisa del hermano con la mano izquierda mientras intentaba encontrar un asidero firme con la derecha. Se percató un poco tarde de que el pie de Trond estaba en medio cuando intentó dar un paso a un lado. Se cayeron los dos. En la caída, Bård arrastró consigo el cable del robot de cocina. Al ver de refilón la Kenwood, pesada como el plomo, consiguió girar la cabeza en un reflejo que le salvó la vida. El canto de metal le rasgó la oreja. Gritó e intentó alzar la mano para comprobar la herida. Tenía los brazos atrapados. Sólo la cabeza estaba libre y la lanzaba de acá para allá mientras aullaba.
Trond le pegaba.
Estaba sentado con una rodilla en cada brazo de su hermano y lo aporreaba.
Trond cerró los ojos y le propinó una paliza a su hermano.
Cuando se le acabaron las fuerzas se levantó rápidamente. Se peinó con los dedos, como si no consiguiera creerse lo que había sucedido y quisiera hacer como si nada. El hermano gimoteó. La sangre le corría por la oreja. Uno de los ojos ya se le había empezado a hinchar. Tenía el labio superior reventado. La camisa rasgada. Sobre la ingle, Bård estaba empapado, una franja oscura y con forma de mariposa sobre la tela color caqui.
—Me has meado encima —masculló Bård llevándose la mano a la oreja—. Me has meado encima, joder. —Se incorporó, entumecido y sin saber si se le había roto algo. Escrutó su sangrienta mano y volvió a llevarse la mano a la oreja—. ¿He perdido el lóbulo? —preguntó, tenía la voz ronca y escupía sangre—. ¿He perdido el lóbulo, Trond?
El hermano mayor se sentó en cuclillas y examinó la herida.
—No. Una mala herida. Pero la oreja está entera.
Bård se echó a reír. Al principio Trond creyó que estaba llorando. Pero su hermano menor se reía, se rio hasta toser, se cogía las rodillas y se partía de risa mientras aún escupía más sangre.
—¿Qué mierda te pasa? —jadeó—. Es la primera vez que te pegan una paliza. Joder, nunca has conseguido derribarme. ¿Es la primera vez que tienes una pelea?
—Aquí —dijo Trond tendiéndole la mano.
—Espera. Me duele todo. Tengo que hacerlo solo.
Le llevó un par de minutos ponerse en pie. Trond se quedó indeciso mirándolo, con las manos colgando a los lados. Se rascó el muslo con indecisión.
—Lo peor es lo del meado —dijo Bård sacudiendo con cuidado una de las piernas—. Además sigues teniendo una coartada compacta.
—¿Cómo?
—Hora y media —dijo Bård tanteándose un diente.
—¿Cómo?
—Puedo jurar sobre la Biblia que entre las diez y media y las doce estabas en el centro de Oslo. No te da tiempo a llegar hasta aquí y volver en ese rato. Por lo menos no sin que te vean.
—Podría haber cogido un taxi —admitió Trond.
—El taxista habría ido a la policía.
—Podría haber ido en coche.
—Tu coche estaba en casa de mamá y papá. Eso lo saben todos los chicos, nos fueron a buscar allí.
—Podría haber robado uno.
—Me cago en la puta oreja —dijo Bård cerrando uno de los ojos mientras probaba a mover uno de los hombros—. Me duele a morir. ¿Tendrán que darme puntos?
Trond se acercó más.
—Quizá. Puedo llevarte a Urgencias.
—Sigues teniendo coartada, Trond.
—Sí. Estaba en el Smuget, toda la noche.
Bård se mordió con cuidado el labio machacado.
—Está bien —dijo asintiendo con la cabeza.
Se miraron. Era como mirarse a sí mismo a los ojos, pensó Trond, a pesar de que el hermano estaba sanguinolento y magullado. La misma ligera inclinación del ojo izquierdo. Las vetas de verde en lo azul. El pliegue de mongol en los párpados; su madre siempre había dicho que era muy inusual en este país. Incluso las cejas, tan rubias que la frente parecía desnuda, eran iguales. Casi había matado a su hermano a golpes. No era capaz de comprender por qué. Aún entendía menos cómo lo había conseguido; Bård era más fuerte, más rápido y mucho más valiente.