—Tu madre…, lo dice ella. —Yngvar se rio y se dejó caer en el sofá.
—Mmm. No todo lo que dice es igual de tonto.
Ella lo siguió. Y esta vez se sentó a su lado. Admitió:
—Me asusta pensar en la posibilidad de que de verdad se trate de alguien que sabe de esto. Un… profesional.
—¿De verdad hay de eso? —dijo Yngvar, hastiado de Asesinos Profesionales S.A.—. Quiero decir, ¿en este país, en esta parte de Europa?
Ella ladeó la cabeza y lo miró como si hubiera preguntado si alguna vez era invierno en Noruega.
—¿Lo preguntas en serio?
—Vale —murmuró él—. Los hay. Pero ¿no deberían tener un motivo? ¿Una causa por la que luchar? ¿Alguna razón retorcida, ya sea el dinero o la voluntad de Dios?
Sus miradas se encontraron un instante. Luego ella se reclinó sobre él. Él la agarró, con firmeza.
—¿Qué piensas sobre el Mats Bohus este? —preguntó Inger Johanne bajando la voz.
—Que lo tenemos que encontrar.
—Pero ¿crees que tiene algo que ver con los asesinatos?
Yngvar suspiró ostensiblemente. Inger Johanne se recostó mejor, subió las piernas al sofá y le pegó un sorbito a la copa. Lo acarició levemente en el antebrazo.
—Es fácil pensar que esté involucrado en el asesinato de Fiona Helle —dijo él—. Por lo menos tiene un motivo. Presumiblemente. Sabemos demasiado poco sobre lo que pasó cuando contactó con ella. Pero ¿qué podía tener el tipo en contra de Vibeke Heinerback y Vegard Krogh?
—
Nemo
—dijo la niña de nueve años en el umbral de la puerta—. Sulamit y yo queremos ver
Nemo
.
—Kristiane —sonrió Inger Johanne—. Ven aquí. Es muy tarde, pequeñina. No se ven películas en mitad de la noche.
—Sí —dijo Kristiane, y se subió al sofá haciéndose un hueco entre ellos—. Leonard dice que Sulamit no es un gato.
Se llevó un cochecito de bomberos al pecho y lo besó en la escalera, que estaba rota.
—Tú eres la que decide si Sulamit es un gato —dijo Yngvar.
—Sólo yo —asintió Kristiane.
—Pero creo que Leonard ve a Sulamit como un coche de bomberos. También está bien, ¿no?
—No. Gato —insistió Kristiane.
—Gato para ti. Coche de bomberos para Leonard.
—Y gato para ti —dijo Kristiane llevando el triste coche de juguete sin ruedas a la cara de Yngvar; él besó la parrilla.
—Te tienes que volver a acostar —dijo Inger Johanne.
—Con vosotros —dijo Kristiane.
—En tu propia cama —dijo Yngvar—. Vamos.
Cogió a la niña y el coche de bomberos en brazos, y se los llevó. Inger Johanne se quedó sentada. Le dolían las articulaciones del cansancio. Se sentía más débil de lo que había estado en mucho tiempo. Era como si le estuvieran chupando las fuerzas; la voraz boca del bebé mamaba las pocas fuerzas que le habían quedado después del parto, cada cuatro horas, día y noche, la pequeña criatura la iba volviendo aprensiva y débil, y era obvio que tendría que emplear más tiempo con Kristiane. Pero no había más tiempo disponible.
Ya ni siquiera las noches eran suyas.
Obviamente, Mats Bohus podía haber matado a su madre biológica.
¿Podría haber matado a los otros dos?
Debería dormir.
Bebió. Dejó reposar el vino en la boca, lo dejó correr por la lengua, lo saboreó y tragó.
Si Mats Bohus quería camuflar el asesinato de su madre, había cometido un error trivial. Había matado a Fiona Helle la primera. El verdadero asesinato de una serie de asesinatos de camuflaje nunca debería ser el primero.
Elemental, pensó. Un error de principiante. Sin conocimientos.
El asesino era un profesional. Sabía lo que hacía.
Quizá no.
Tenía que dormir.
Había otro caso. Se parecía. En algún sitio del disco duro de su cabeza había una historia que no era capaz de encontrar.
Había tanto silencio. Echaba algo en falta, sin saber exactamente qué.
Inger Johanne se durmió. Los sueños no la atormentaron.
Sigmund Berli vació su cuarta taza de café amargo en tres horas. Éste ya no estaba sólo tibio, sino frío. Le moqueaba la nariz. Junto a la pantalla había una bolsa de gominolas. Se metió tres en la boca y las masticó lentamente. Su mujer estaba harta de que engordara. Pues que probara a quedarse aquí sentada hasta las cuatro de la mañana, delante de un ordenador que no quería revelarle nada; esa mujer debería probar a mantenerse despierta durante veinticuatro horas seguidas para después intentar sacarle algún sentido a las columnas, nombres, cifras y letras que centelleaban sobre una superficie cuadrada haciendo que le lloraran los ojos.
Podía ser difícil encontrar a una persona que estuviera en busca y captura. Incluso en un país pequeño como Noruega había escondites. Con el acuerdo de Schengen llegó la colaboración policial intereuropea que era útil para la caza de personas. Pero al mismo tiempo se hizo más fácil eludir las fronteras y se multiplicaron los escondites. Una persona en busca y captura se les podía escapar. A un noruego cualquiera, en cambio, a un Mats Bohus —sin antecedentes y noruego de pura cepa, con residencia fija y número de identidad—, deberían poder encontrarlo al cabo de un par de horas.
Llevaban ya casi veinticuatro.
Desaparecido. El hombre estaba completamente desaparecido.
Cuando por fin consiguieron aclarar que la última vez que había sido visto en el apartamento de la calle Louise fue el 20 de enero, todo Kripos se puso patas arriba. Probablemente Yngvar fue el único que se pudo ir a casa, con el argumento de que tenía una hija recién nacida.
Una punzada de envidia. Una ráfaga de deseo; Sigmund vio la cara de Inger Johanne en un reflejo de la pantalla. Se metió tres gominolas rojas en la boca. El azúcar crujía entre los dientes. La lengua se le pegaba al paladar. Alzó la taza a pesar de que sabía que estaba vacía.
Los extranjeros, todos estos malditos extranjeros, entraban y salían de Noruega como les daba la gana, como si sólo se pasaran por ahí para echar una cagada. Jugaban con la policía. Si la gente supiera. Por suerte algunos empezaban a entender. Extranjeros.
Pero ¿Mats Bohus?
A Fiona Helle la asesinaron el 20 de enero. Nadie lo había visto desde entonces.
¿Dónde mierda estaba?
—¡Joder, Sigmund!
Lars Kirkeland estaba en la puerta, con la camisa por fuera y los ojos rojos. Sonrió como un corderito y golpeó el marco con el puño cerrado.
—¡Hemos encontrado al tipo!
Sigmund se echó a reír, dio varias palmadas con las manos y se metió el resto de las gominolas en la boca.
—Mmm —dijo masticando a mandíbula batiente—. Tenemos que llamar a Yngvar.
Tendría que haber elegido otro hotel. El hotel SAS, por ejemplo, con diseño de Arne Jacobsen y un personal discreto y cosmopolita. Allí se reunía casi de todo bajo un mismo techo, y podía dejar de salir. Copenhague era como una ciudad noruega, demasiado noruega, repleta de hombres bebiendo cerveza con estúpidas gorras en la cabeza y mujeres con bolsas de plástico y gafas de sol baratas. Como una bandada de salmones llevados por el instinto, cruzaban una y otra vez la plaza del Ayuntamiento, corrían entre el Tivoli y Strøget, siempre el Tivoli o Strøget, como si Copenhague consistiera en una gran plaza con una casa de comidas en un extremo y una calle comercial sucia en el otro.
Ella no salía de su habitación. Incluso ahora, con el gélido frío de febrero entrando desde Øresund, Copenhague estaba llena de noruegos. Se iban de compras, bebían y se congregaban en tabernas marrones, comían hamburguesas y ya añoraban la siguiente visita, en primavera, cuando pudieran disfrutar de las cervezas al sol, cuando el Tivoli por fin empezaba la temporada.
Quería volver a casa.
A casa. Con sorpresa se dio cuenta de que Villefranche era su casa. No le gustaba la Riviera. De verdad que no. Eso era antes.
Ahora todo era tan nuevo.
Había vuelto a nacer, pensó, y su propio tópico la hizo sonreír. Se recorrió la tripa con los dedos. Ya estaba más firme, al menos más plana. Estaba tumbada desnuda en la cama, sobre el edredón. No había corrido las cortinas de terciopelo. Sólo los visillos, ligeros y medio transparentes, la separaban de cualquiera que pudiera estar fuera. Si alguien quería mirar, si había alguien al otro lado de la calle, en una ventana en el segundo piso, o en el tercero, si alguien de verdad quería verla, estaba a la vista. Entraba corriente de aire por la ventana. Se estiró. Notaba claramente la piel de gallina bajo las yemas de los dedos cuando los pasó por encima del brazo. Braille, pensó la mujer; su nueva vida estaba relatada en letras de ciego sobre la piel.
Sabía que ahora estaba corriendo riesgos. Nadie sabía hacer esto mejor que ella, y podría haber elegido seguir por un camino más seguro.
El primero fue perfecto. Inaprensible.
Pero lo seguro se le hacía demasiado invulnerable. Lo había comprendido en cuanto volvió a la villa junto a Baie des Anges.
La falta de libertad de lo aburrido, el entumecimiento de lo carente de riesgo, eran cosas sobre las que nunca había reflexionado y con las que, por tanto, no había sido capaz de hacer nada. No hasta que finalmente despertó y salió de una existencia acolchonada por las rutinas y el deber pasivo, donde nunca hacía más que aquello por lo que le pagaban. Nunca más, nunca menos. Los días se amontonaban lentamente. Formaban semanas y años. Envejecía. Cada vez más diestra. Cumplió cuarenta y cinco años y estaba a punto de morirse de aburrimiento.
El peligro le insufló nueva vida. El pánico la mantenía ahora despierta. El miedo hacía que le golpeara el propio pulso. Los días pasaban volando y la tentaban a salir corriendo detrás, felizmente aterrorizada, como un niño persiguiendo a un elefante de circo a la fuga.
«Y mueres tan lentamente que crees vivir —pensó la mujer, e intentó recordar el poema—. Trataba sobre mí. Era sobre mí sobre quien escribía el poeta.»
[2]
«
The Chief
sostiene que ella es la mejor. Se equivoca. Me tiro desde lo alto de los edificios con el equipo que nadie se atreve a probar. Ella es la que se queda en tierra y sabe si el equipo aguantará o se romperá. Yo buceo hasta profundidades en las que nunca he estado. Ella está sentada en el barco y ha calculado cuándo revientan los pulmones. Ella es una teórica, como yo en tiempos. Ahora yo soy alguien que actúa. Soy el Realizador, y por fin existo.»
Los dedos se deslizaron entre las piernas. La mirada buscó las ventanas al otro lado de la calle. Estaban iluminadas, y en una de las habitaciones se movía una sombra. Desapareció.
Tenía frío, y giró el cuerpo hacia la ventana. Tenía las piernas separadas. El que arrojaba sombra no volvió.
Podía tomarle el pelo eternamente a Inger Johanne.
Pero en eso no había deportividad.
Ni emoción.
Ragnhild eructó. Un líquido amarillo con vetas blancas le cayó por la barbilla y desapareció entre los profundos pliegues de su cuello. Inger Johanne la limpió cuidadosamente y volvió a recostar a la niña contra su hombro.
—¿Duermes? —susurró.
—Mmm.
Yngvar se dio la vuelta, pesado como el plomo, y se puso la almohada sobre la cabeza.
—Estaba pensando una cosa —dijo ella en voz baja.
—Mañana —jadeó él, y volvió a darse la vuelta.
—Aunque todas las víctimas tenían una fuerte vinculación con Oslo —dijo Inger Johanne, ya no tan bajito—, todos los asesinatos tuvieron lugar fuera de la ciudad. ¿Has pensado en eso?
—Mañana, por favor —rogó Yngvar.
—Vegard Krogh vivía en Oslo. Aquella noche estaba en Asker sólo por casualidad. Fiona y Vibeke trabajaban en Oslo. Trabajaban mucho. Pasaban la mayor parte del tiempo en la capital. Pero, a pesar de esto, todos perdieron la vida fuera de Oslo. Raro, ¿no?
—No.
Él se incorporó apoyándose sobre el codo.
—Tienes que dejarlo —dijo con seriedad.
—¿Se te ha ocurrido que puede haber una razón para ello? —preguntó su mujer impasible—. ¿Te has preguntado a ti mismo lo que pasa cuando se comete un asesinato fuera de Oslo?
—No me lo he preguntado a mí mismo, no.
—Kripos —dijo ella dejando a Ragnhild suavemente en la cuna, estaba dormida.
—Kripos —repitió él, adormilado.
—Nunca apoyáis a la policía de Oslo en los casos de asesinato. —El aserto de Inger Johanne no era una crítica.
—Sí.
—No en lo táctico —insistió ella.
—Bueno, yo…
—¡Escúchame, muchacho!
Él se volvió a tumbar en la cama y se quedó mirando al techo.
—Te escucho.
—¿Crees que el asesino desea tener una oposición más fuerte? ¿Un contrincante con más pericia?
—¡Joder, Inger Johanne! ¡Hay que poner un límite a las especulaciones! Para empezar seguimos sin saber si se trata de un solo asesino. En segundo lugar, estamos tras la pista de un posible sospechoso. En tercer lugar…, la policía de Oslo tiene pericia más que suficiente. Yo diría que la mayoría de los criminales chiflados lo considerarían reto suficiente.
—Después de que desapareciera la mujer esa, Wilhelmsen, se dice que la mayoría se ha descompuesto y que…
—No escuches los rumores —aconsejó Yngvar.
—Simple y llanamente no quieres asumir la situación.
—No a las cuatro y diez de la madrugada —dijo él, que escondió la cara entre las manos.
—Eres el mejor —dijo ella calladamente.
—No.
—Sí. Escriben sobre ti. En los periódicos. Aunque no te dejes entrevistar tras aquel descuido…
—No me lo recuerdes —dijo él medio ahogado.
—Te presentan como el gran táctico. El
outsitler
grandullón, sabio y raro que no quiere ascender en el sistema, pero que se…
—Déjalo ya.
—Tenemos que instalar una alarma —afirmó ella.
—¡Tienes que dejar de tener miedo, cariño!
Posó el brazo laxamente sobre el abdomen de ella. Inger Johanne seguía medio incorporada en la cama. Entrelazó sus dedos con los de él. Sonó el teléfono.
—¡Joder! —Yngvar tanteó la mesilla en la penumbra—. Diga —ladró.
—Soy yo. Sigmund. Lo hemos encontrado. ¿Vienes?
Yngvar se sentó en la cama. Los pies toparon con el suelo congelado. Se restregó la cara y sintió la cálida mano de Inger Johanne contra la columna vertebral.
—Voy —dijo, y colgó el teléfono.
Se dio la vuelta y se acarició la nuca, inusualmente desnuda.