Los otros dieciocho hombres, once ingleses, cinco moros y dos turcos, fueron echados al remo y allí permanecieron, boga que boga para el rey de España, hasta que los azares del mar y de la guerra los fueron acabando. Según supe, aún quedaba alguno vivo cuando la
Mulata
, once años después, se fue a pique durante el combate naval de Génova contra los franceses, con los galeotes encadenados a sus bancos, pues nadie se entretuvo en desherrarlos. Para entonces ninguno de nosotros estábamos ya a bordo; y tampoco el moro Gurriato, quien de momento, con el refresco de los nuevos remeros, tuvo más tiempo libre, dándome ocasión de mantener con él conversaciones que contaré en el siguiente capítulo.
Malta, la isla de los caballeros corsarios de San Juan de Jerusalén, me impresionó por su aspecto y por su historia reciente. Las temibles galeras de la Religión, que así las llamábamos, eran azote de todo Levante, pues corrían el mar haciendo presas de turcos, ganando ricas mercaderías y numerosos esclavos. Odiada por cuantos profesaban la fe de Mahoma, la de San Juan era la última de las grandes órdenes militares de las Cruzadas, y sus miembros sólo debían obediencia al papa. Tras la caída de Tierra Santa se instalaron en Rodas; pero expulsados de allí por los turcos, nuestro emperador Carlos V les donó Malta a cambio del pago simbólico de un halcón cada año. Aquella cesión, el hecho de que fuésemos la nación católica más poderosa del mundo, y la cercanía de nuestros virreinatos de Nápoles y Sicilia —de esta última llegó el socorro durante el gran asedio del año mil quinientos sesenta y cinco—, anudaban fuertes lazos entre la Orden y España; y era frecuente que nuestras galeras navegasen juntas. Además, gran número de caballeros de Malta eran españoles. Todos tenían voto de atacar a los musulmanes allá donde estuviesen: duros, espartanos, seguros de no obtener cuartel en caso de ser apresados, despreciaban al enemigo hasta el punto de que cada una de sus galeras estaba obligada a atacar mientras la proporción fuese de una contra cuatro. En tales circunstancias es fácil comprender por qué la Orden de Malta miraba a España como principal valedor y sostén, pues éramos la única potencia que no daba tregua a turcos y berberiscos, mientras otras naciones católicas pactaban con ellos o buscaban con descaro su alianza. Las más desvergonzadas eran Venecia, siempre ambigua, y en especial Francia, que en la pugna con España había llegado a permitir que sus galeras navegaran en conserva con las turcas, y que la flota corsaria de Jaradín Barbarroja, con gran escándalo de toda Europa, invernase en puertos franceses mientras saqueaba las costas españolas e italianas, cautivando a miles de cristianos.
Consideren vuestras mercedes, por tanto, mi estado de ánimo cuando, tras haber pasado frente a la punta de Dragut y la formidable fortaleza de San Telmo, la
Mulata
echó el áncora en el puerto grande, entre el castillo de San Ángel y la península Sanglea. Desde allí podíamos divisar el escenario del espantoso asedio sufrido hacía sesenta y dos años; episodio que hizo el nombre de la isla tan inmortal como el de los seiscientos caballeros de diversas naciones y los nueve mil soldados españoles, italianos y ciudadanos de Malta que durante cuatro meses pelearon con cuarenta mil turcos, de los que mataron a treinta mil, disputándoles cada palmo de tierra y perdiendo fuerte tras fuerte en sangrientos combates cuerpo a cuerpo, hasta no quedar más que los reductos del Burgo y Sanglea, donde resistieron los últimos supervivientes.
Como soldados viejos que eran, tanto el capitán Alatriste como Sebastián Copons contemplaban aquellos lugares con el respeto de quienes imaginaban bien, por oficio, la tragedia que allí se había vivido. Tal vez por eso observé que permanecían silenciosos todo el tiempo, desde que una falúa nos llevó a través del brazo de agua del puerto grande hasta el pie de la puerta del Monte, y bajo sus dos torreoncillos entramos en la ciudad nueva de La Valetta —llamada así en memoria del gran maestre que la había construido tras dirigir la defensa de Malta durante el asedio—. Recuerdo el recorrido por la ciudad de calles polvorientas aunque bien alineadas y casas con miradores de celosía y azoteas, que hicimos guiados por un botero maltés al que dimos una moneda. Mirándolo todo con recogimiento casi religioso, seguimos primero la muralla en línea recta hasta la iglesia mayor, torciendo luego a la derecha hacia el suntuoso palacio del maestre de la Orden y su bella plaza contigua, con la fuente y la columna. Después llegamos a la cortadura del foso de San Telmo, al otro lado del cual se alzaba la impresionante arquitectura estrellada del fuerte. Y junto al puente levadizo sobre el que ondeaba la bandera roja con la cruz de ocho puntas de la Religión, el botero, cuyo padre había peleado en el asedio, nos contó en su mezcla de italiano, español y lengua franca, cómo aquél había intervenido, junto con otros marineros del Burgo, en el transporte de caballeros voluntarios españoles, franceses, italianos y alemanes desde San Ángel hasta el asediado San Telmo, y cómo cada noche rompían en botes y a nado el bloqueo turco para cubrir las terribles bajas de la jornada, sabiendo que el camino era sólo de ida e iban a una muerte segura. También nos contó que la última noche fue imposible pasar las líneas turcas, y los voluntarios tuvieron que volverse; y cómo al amanecer, desde los fuertes de Sanglea y San Miguel, los allí sitiados con el maestre La Valette vieron anegarse San Telmo bajo una marea de cinco mil turcos, lanzados al postrer asalto contra los doscientos caballeros y soldados, casi todos españoles e italianos, que maltrechos, llagados y heridos tras cinco semanas peleando día y noche, batidos por dieciocho mil disparos de cañón, resistían entre los escombros. Remató el botero su relato detallando cómo los últimos caballeros, heridos y sin fuerzas para sostenerse un punto más, se retiraron sin volver espaldas hacia el último reducto de la iglesia, matando y muriendo como leones acorralados; pero al ver que los turcos, furiosos por el precio de la victoria, no respetaban vida de ninguno de cuantos alcanzaban, salieron de nuevo a la plaza para morir como quienes eran; de manera que seis de ellos —un aragonés, un catalán, un castellano y tres italianos—, abriéndose paso a cuchilladas entre la turba de enemigos, aún pudieron arrojarse al mar queriendo ganar a nado el Burgo, mas fueron en el agua presos. Y que la cólera de Mustafá bajá fue tanta —había perdido seis mil hombres sólo en San Telmo, incluido el famoso corsario Dragut— que mandó crucificar en maderos los cadáveres de los caballeros, y haciéndoles una cruz en el pecho con dos tajos de cimitarra, dejó que la corriente los llevara al otro lado del puerto, donde seguían resistiendo Sanglea y San Miguel, y luego compró todos los cautivos y los hizo degollar sobre las murallas. Bárbaro acto al que el gran maestre correspondió matando a los prisioneros turcos, y lanzando sus cabezas con los cañones al campo enemigo.
Ésa fue la historia que nos contó el botero. Y cuando hubo terminado nos quedamos en silencio, pensando en lo que acabábamos de escuchar. Hasta que, al rato, Sebastián Copons, que apoyado en el antepecho de piedra arenisca miraba ceñudo el foso que circundaba el fuerte a nuestros pies, miró al capitán Alatriste.
—Lo mismo algún día terminamos igual, Diego… Crucificados.
—Puede. Pero te aseguro que vivos, no.
—Ridiela. Eso te lo firmo ya.
Me sobresaltó aquello, pero no exactamente de miedo ante la idea, por poco grata que fuese. Yo entendía bien de qué hablaban Copons y el capitán, y sabía de sobra, a tales alturas de mi vida, que casi todos los hombres somos capaces de lo peor, y de lo mejor. Mas era verdad que allí, en la incierta frontera de aquellas aguas levantinas, la crueldad humana —y nada es más humano que la crueldad— se dilataba en inquietantes posibilidades, y no sólo por parte turca. Había rencores difíciles de explicar, enquistados en la memoria: viejos odios, asuntos de familia que aquella luz, sol y aguas azules mantenían calientes. Para nosotros, españoles venidos de razas antiguas, con una historia reciente de muchos siglos de matar moros o matarnos entre nosotros, no era igual degollar a ingleses forasteros que vérnoslas con turcos, berberiscos o gente propia de las naciones que orillábamos aquellas aguas. Al capitán Roberto Scruton y sus piratas nadie había dado vela en nuestro entierro; aquellos forasteros intrusos estaban de más, y acogotarlos en Lampedusa no había sido más que un trámite, un acto de higiene familiar, un despiojarnos de garrapatas antes de seguir con nuestras verdaderas cuentas pendientes: turcos, españoles, berberiscos, franceses, moriscos, judíos, moros, venecianos, genoveses, florentines, griegos, dálmatas, albaneses, renegados, corsarios. Vecinos del mismo patio mestizo. Gente de idéntica casta, entre la que no era descabellado compartir un vaso de vino, una carcajada, un insulto rotundo y pintoresco, una broma macabra, antes de crucificarse o intercambiar cabezas a cañonazos con imaginación y saña. Con buen, viejo y sólido odio mediterráneo. Pues nadie se degüella mejor y más a gusto que quien harto se conoce.
Regresamos al Burgo al atardecer, cuando el polvo suspendido en el aire y los últimos rayos de sol teñían de rojo los muros de la fortaleza de San Ángel como si fueran de hierro incandescente. Antes de embarcar habíamos paseado otro largo rato por las calles rectas y empinadas de la ciudad nueva, visitando el puerto de Marsamucetto, que está por el lado de poniente, y los albergues o cuarteles famosos de Aragón y de Castilla, este último con su bella escalinata; que en la ciudad cada uno tiene su albergue según las siete lenguas, pues así las llaman ellos, en que se reparten los caballeros de la Orden: los citados Aragón y Castilla —que son de nación española—, Auvernia, Provenza y Francia —las tres de nación francesa—, Italia y Alemania. El caso es que, regresando, echamos pie a tierra en la marina junto al foso del Burgo, donde están las tabernas de marineros y soldados de la ciudad vieja. Y como quedaba más de media hora para la oración, momento en que debíamos recogernos a la galera, decidimos soslayar la mazamorra de a bordo remojando la gorja por nuestra cuenta y masticando algo cristiano en un bodegoncillo. Y allí nos instalamos, en torno a un barril que hacía de mesa, con una mano de carnero en vinagre, chuletas de puerco, un pan de bazar de dos cuartales y un golondrino de vino tinto de Metelín valiente como un Roldan; que, por cierto, nos recordó el de Toro. Mirábamos el vaivén de gente: los hombres morenos de piel y con carácter y costumbres a la siciliana, hablando su lengua mezclada con palabras viejas que venían de los cartagineses; y las mujeres, que allí son bellas aunque rehuyen por honestidad la compañía masculina, y salen de casa cubiertas con mantos negros y pardos a causa de sus parientes y maridos, que son celosos como los españoles, y aún más; costumbre que nos viene a todos de los moros y sarracenos. En ésas estábamos los tres, flojo el arnés, cuando unos soldados y gente de cabo de un bajel veneciano, que bebían cerca, compraron a un santero, que paseaba con su caja de mercancía colgada al cuello, unas piedras de San Pablo, que en Malta son de mucha devoción —es leyenda que el santo naufragó allí— porque tienen fama de curar mordeduras de alacranes y serpientes.
Entonces fui imprudente. Yo no era mozo descreído, pero sí sobrio en cuestiones de fe, como me había enseñado a ser el capitán Alatriste. Y con la insolencia de mi juventud no pude evitar una sonrisa cuando vi que uno de los venecianos mostraba a sus compañeros, muy satisfecho, una de tales piedras engarzada en un cordón; con tan mala fortuna que advirtió mi gesto, mortificándose. No debía de ser hombre sufrido, pues torciendo la boca se me encaró con mal talante, viniéndose a mí con una mano apoyada en el pomo de la temeraria y sus compañeros haciéndole espaldas.
—Discúlpate —me aconsejó entre dientes el capitán Alatriste.
Lo miré de reojo, asombrado de su tono áspero y de que me hiciese tragar el desafuero; aunque, reflexionando en frío, concluí que tenía razón. No por miedo a las consecuencias —aunque eran seis, y nosotros tres—, sino porque el filo de las avemarías resultaba hora menguada para meterse en querella, y porque tener cuestión con venecianos, y en Malta, podía traer consecuencias. Las relaciones entre nosotros y la Serenísima de San Marcos no eran buenas, los incidentes en el Adriático por cuestiones de preeminencia y soberanía resultaban frecuentes, y cualquier chispa quemaba pólvora. De modo que, tragándome el orgullo, sonreí forzado al veneciano para quitarle hierro al asunto, diciendo, en la lengua franca que usábamos los españoles por aquellos mares y tierras, algo así como mi
escusi, siñore, no era cuesto con voi
. Pero el veneciano no amainó vela, sino al contrario. Envalentonado por lo que creyó mansedumbre, y por la diferencia numérica, se echó el pelo hacia atrás —lo llevaba largo como columpio de liendres, a diferencia de los españoles, que lo usábamos corto desde tiempos del emperador Carlos— y me maltrató de palabra con mucha bellaquería, llamándome ladrón ponentino, cosa que escuece a cualquiera, y más a un guipuzcoano. Y ya iba a ponerme en pie, desatinado, metiendo mano para desatar la sierpe, cuando el capitán, que seguía impasible, me sujetó por un brazo.
—El mozo es joven y no conoce las costumbres —dijo en castellano y con mucha calma, mirando al veneciano a los ojos—. Pero con mucho gusto pagará a vuestra merced una jarra de vino.
Por segunda vez, el otro interpretó mal la cosa. Pues, creyendo que también mis dos acompañantes se arrugaban, y crecido por la presencia de los suyos, hizo como que no había oído las palabras del capitán; y sin renunciar a su presa, que era yo, afirmóse en los estribos, soltando con mucha demasía:
—Xende, españuolo marrano, ca te volio amazar.
Y seguía manoseando la empuñadura de su espada. Con lo cual, sin alterarse, el capitán Alatriste retiró la mano de mi brazo. Luego, mientras se pasaba dos dedos por el mostacho, miró a Copons. Y éste, que había permanecido, como solía, mudo y sin perder de vista a los camaradas del fanfarrón, se puso despacio en pie.
—Pantalones come-hígados —masculló.
—¿Qué cosa diche? —preguntó el veneciano, descompuesto.
—Dice —respondió el capitán, levantándose a su vez— que vas a amazar a la señora putaña que te parió.
Y así fue —tienen vuestras mercedes mi palabra— como se inició el incidente entre españoles y venecianos que la historia de Malta y las relaciones de aquellos años recuerdan como el motín de Birgu, o del Burgo; sobre el que, para escribir por menudo los sucesos, no habría suficiente papel en Génova. Porque apenas dicho eso, el capitán metió mano, y metimos Copons y yo con tanta diligencia que, aunque el veneciano tenía el puño en la espada y sus compañeros andaban prevenidos, el pantalón come-hígados, como lo había llamado Copons, se fue para atrás dando saltos, con una mejilla cortada por la daga que, como un relámpago, saltó de la vaina a la mano izquierda del capitán, y con ella a la cara del veneciano. Y en menos tiempo del que tardo en contarlo, el que estaba más cerca de Copons viose con el molledo de un brazo trinchado por la espada del aragonés, mientras yo, ligero de pies, le daba de punta a un tercero; y aunque éste se echó a un lado, no pudo esquivar un buen piquete que, pese a darle sobre el coleto sin hacer carne, lo hizo irse lejos y en respeto.