Los soldados no medramos
sino la guerra en la mano;
con razón la deseamos
como pobres el verano.
Mejor muertos o ricos, era la idea, pero como hidalgos al fin y al cabo, que pobres y miserables doblando la cerviz ante el obispo y el marqués de turno. Concepto ese defendido, de obra y obras, por el propio veterano soldado Cervantes en boca de su don Quijote, que anteponía la honra de la espada a la gloria de la pluma. Que si buena es la pobreza porque la amó Cristo, digo yo, gócenla quienes la predican. Ver con malos ojos que un soldado embaúle el oro que paga con su sangre, sea en Tenochtitlán o en las barbas del Gran Turco, como hacíamos nosotros, es desconocer el tiempo difícil en que ese soldado vive, y con cuánto sufrimiento gana su despojo en las batallas, ofrecido a los balazos, estropeado de cuerpo, tragando hierro y fuego con el ansia de ganar reputación, sustento, o ambas cosas a la vez, que tanto monta:
Nadie muere aquí en el lecho
a almidones y almendradas,
a pistos y purgas hecho.
Aquí se muere a estocadas
y a balazos, roto el pecho.
Por eso, quien discute el botín o la paga de un soldado olvida que el premio y la honra mueven las cosas humanas, y en su procura los marinos navegan, los labradores aran, los monjes rezan y los soldados pelean. Pero la honra, aunque con peligro y heridas se alcance, nunca dura mucho si no viene con premio que la sustente; que la gentil estampa del héroe cubierto de heridas en un campo de batalla se torna ruina miserable después, cuando todos apartan de él los ojos con horror, viendo sus mutilaciones, mientras mendiga en la puerta de una iglesia. Además, en materia de premios, España fue siempre olvidadiza. Si quieres comer, te dicen aquí, asalta ese castillo. Si quieres la paga, aborda esa galera. Y que Dios te ampare y corresponda. Después te miran pelear desde la talanquera, aplauden tu hazaña, pues aplaudir no cuesta dinero, y corren a beneficiarse de ella —a ese botín lo apellidan con más sahumados nombres que nosotros—, envueltos en los gentiles colores de la bandera desgarrada por la metralla que te mutiló el cuerpo. Pues en nuestra desventurada nación, pocos generales y aún menos reyes fueron como el general Mario; que agradecido a la ayuda de mercenarios bárbaros en las guerras de la Galia, los hizo ciudadanos de Roma contra el derecho local. Y reprendido por ello, respondió:
Con el ruido de la guerra no oigo el de las leyes
. Por no hablar del propio Cristo, que honró, y sobre todo dio de comer, a sus doce soldados.
Dije en el capítulo anterior que donde las dan las toman, y es muy cierto. También lo es, como había dicho el moro Gurriato, que Dios ciega a quienes quiere perder. Y que conviene visitar la horca antes que el lugar, añado yo. Porque cinco días después de apresar la gran mahona, caímos en una trampa. O quizá sea más adecuado decir que en la trampa nos metimos solos, por forzar demasiado nuestra suerte. Fue el caso que, envalentonado por la buena presa, decidió don Agustín Pimentel subir hacia el norte, barajando la costa firme, para saquear Foyavequia, una pequeña ciudad habitada por otomanos que está en la Anatolia, en el golfo que llaman Escanderlu. Y así, después de dar siete pies de tierra turca a cada uno de nuestros muertos en la isla de los Hornos —allí quedaron el sargento Zugastieta, el caporal Conesa y otros buenos camaradas—, navegamos la vuelta de tramontana hasta pasar el canal y los despalmadores de Xío, y de ahí, a levante del cabo Negro y la embocadura de Esmirna, entramos en el citado golfo, donde nos mantuvimos al pairo lejos de la costa, en espera de que llegara la noche. Lo hicimos confiados, pese a una señal de mal agüero que nos tenía en desazón; y fue que habiendo enviado por delante, a descubrir y tomar lengua, a la
San Juan Bautista
de Malta, nunca volvimos a tener noticias de su paradero; y hasta el día de hoy nadie volvió a verla ni a saber de ella, ignorándose siempre si se hundió, si fue capturada, si hubo supervivientes o no, pues ni siquiera los turcos dieron razón jamás. Como tantos misterios que duermen bajo las aguas, con sus trescientos cuarenta hombres a bordo entre caballeros, soldados, marineros y chusma, a esa galera se la tragaron el mar y la Historia.
Pero bien venga el daño si viene solo. Pese a que la
San Juan Bautista
no se nos había unido como estaba previsto, estimó don Agustín Pimentel que vendría retrasada, y que tres galeras bastaban a la incursión, por ser Foyavequia fortaleza de poco porte, que ya había sido saqueada por la gente de Malta en el año dieciséis. Atardeció al fin sin novedad, llenamos el estómago con un rancho de habas remojadas, frías —no podíamos encender fuegos—, un puñado de aceitunas y una cebolla para cada cuatro hombres, y a la hora del avemaría, por una mar tranquila, cubierto el cielo y sin soplo de brisa, empezamos a bogar arrimándonos a tierra con los fanales apagados. La noche era oscura, y nos hallaríamos a una milla de la ciudad, muy juntas las tres galeras, cuando el vigía de una gata creyó ver algo a nuestra espalda, hacia mar abierto: sombras de naves y velas, dijo, aunque no estaba seguro pues ninguna luz las delataba. Interrumpimos la boga, acercáronse las galeras unas a otras y hubo consejo a la voz, en torno a la capitana. Cabía que las sombras fuesen nubes bajas iluminadas por la última luz de la tarde, o alguna embarcación engolfada a lo lejos; pero también podía tratarse de una o varias naves enemigas; en cuyo caso, tenerlas cerrándonos el mar abierto era de consideración, sin contar la posibilidad de que nuestras galeras fuesen atacadas fondeadas ante la playa y con la gente de brega en tierra. Así que, muy contrariado, nuestro general destacó su esquife a reconocer aquello, mientras aguardábamos con el ansia que es de suponer. Tornaron los del esquife al comienzo de la guardia de media, señalando que había cinco o más sombras, galeras en apariencia, y que no osaron acercarse más por no verse descubiertos y presos. Con tal información, que fue como un rayo a nuestros pies, decidió don Agustín Pimentel no seguir adelante. Podían ser turcos de Xío o Metelín, mercantes que navegaban en conserva, o tal vez una flotilla corsaria que se disponía a bajar hacia poniente. Harto se discutió cada posibilidad, incluida la de escabullirnos en la oscuridad; pero era improbable conseguirlo sin ser sentidos, y peligroso al no conocer con quién nos las habíamos. De modo que, manteniendo la instrucción de no encender fuegos a bordo, doblada la guardia para prevenir un ataque nocturno, se nos ordenó descansar a turnos, en zafarrancho. Y así aguardamos sobre las armas, con un ojo abierto y la inquietud en el corazón, a que la luz del día aclarase nuestro destino.
—Asan carne, señores —resumió el capitán Urdemalas.
Acababa de subir del esquife por la escala diestra de popa, tras celebrarse consejo en la carroza de la
Caridad Negra
. Las tres galeras estaban muy juntas, proa a la mar, inmóviles los remos en el agua color de plomo. El cielo estaba cubierto y seguía sin soplar la más leve brisa.
—No hay otra: esta noche cenamos con Cristo, o en Constantinopla.
Diego Alatriste se volvió en dirección a las galeras turcas, estudiándolas por enésima vez desde que el alba empezó a definir sus formas en el horizonte oscuro, que en la distancia amenazaba tormenta. Eran siete ordinarias, de fanal, y una grande de tres fanales, tal vez su capitana. Debían de sumar a bordo millar y pico de hombres de guerra, aparte la chusma. Veinticuatro piezas de artillería en las ocho proas, sin contar esmeriles y sacres de las bandas. Era imposible saber si habían dado con ellos porque los buscaban, o porque el azar quiso que navegaran esas aguas en el momento oportuno. Lo cierto es que estaban a menos de una milla, desplegadas en orden de batalla; cubriendo con mucha pericia cualquier fuga de las tres galeras cristianas hacia mar abierto, tras haber aguardado pacientes toda la noche, cautas, seguras de que las presas estaban atrapadas en el saco del golfo. Quien estuviera al mando, conocía el oficio.
—La de Malta irá primero —informó Urdemalas—. Lo ha exigido Muntaner, pues dice que los estatutos de la Religión le obligan a eso.
—Mejor ellos que nosotros —dijo el cómitre, aliviado.
—No hay diferencia. Todos vamos a disfrutar lo nuestro.
Los oficiales y cabos de la
Mulata
se miraban unos a otros. Nadie tuvo necesidad de expresar pensamientos, pues podían leerse en cada rostro. El capitán de mar y guerra sólo confirmaba lo que Diego Alatriste y los demás sabían de sobra: dos galeras enemigas por cada cristiana, y dos de barato, sin que cupiese la posibilidad de varar en tierra y salvarse allí, pues ésta era de turcos. No quedaba sino poner al tablero la vida y la libertad: muertos o cautivos a falta de un milagro. Y era esto último lo que se quería forzar.
—Habrá que ir a remo todo el tiempo —seguía diciendo Urdemalas—, excepto si aquellas nubes negras que hay a poniente traen viento, en cuyo caso nuestras posibilidades serían mayores… Pero no hay que contar con eso.
—¿Cuál es la idea? —quiso saber el alférez Labajos.
—Demasiado simple, pero no hay más: la de la Religión irá delante, la
Caridad Negra
detrás, y nosotros de chicote.
—Es mala cosa ir los últimos —opinó Labajos.
—Va a dar lo mismo. No creo que logremos pasar ninguno, porque en cuanto vean que nos movemos, esos perros se cerrarán. De todas formas, Muntaner intentará abrir brecha, dejando un hueco para que probemos suerte… Haremos una finta hacia el centro enemigo, y luego intentaremos cortar o salir por su cuerno izquierdo, que parece más espaciado y más débil.
—¿Socorro mutuo? —quiso saber el sargento Quemado.
El capitán de la
Mulata
negó con la cabeza, y al hacerlo se llevó una mano a la cara, maldiciendo entre dientes de las nueve horas de Dios y de alguna otra, porque las muelas seguían atormentándolo, y más después de las horas que llevaba en vela. Diego Alatriste comprendía su estado de ánimo. Para Urdemalas, como para todos, había sido una noche demasiado larga, pero buena en comparación con la que podía venir: en el fondo del mar o batiendo charco en una nave turca. De ahí a un rato, las muelas del capitán de galera iban a ser lo de menos.
—Ningún socorro a nadie —decía éste—. Cada cual para sí, y puto el último.
—El último somos nosotros —recordó, oportuno, el sargento Quemado.
Urdemalas lo fulminó con la mirada.
—Era una frase, pardiez. Sin socorrernos unos a otros, y apretando boga, cabe la posibilidad de que alguno escape.
—Eso sentencia a los de la Religión —opinó fríamente el alférez Labajos—. Si se traban los primeros, los turcos les irán encima.
Urdemalas hizo una mueca desabrida. Entre profesionales, decía el gesto, aquél no era asunto suyo.
—Para eso se dicen caballeros y hacen sus votos, y cuando mueren van al Cielo… Los que no lo tenemos tan mascado, hemos de ir con más tiento.
—Eso es el Evangelio, señor capitán —aprobó Quemado—. Una vez vi en un lienzo flamenco el infierno bien pintado, y juro al naipe que no tengo prisa en zarpar ferro.
Era el tono acostumbrado, observó Alatriste. El que se esperaba de ellos. Todo discurría con arreglo a las ordenanzas, hasta aquel aire despegado, ligero, en las mismas barbas del diablo. Las aprensiones quedaban íntimas, exclusivas de cada cual. Ocho siglos de guerras contra moros y ciento cincuenta años de hacer temblar al mundo habían depurado el lenguaje y las maneras: un soldado español, mal que le pesara, no se hacía matar de cualquier modo, sino con arreglo a lo que de su reputación esperaban amigos y enemigos. Los hombres reunidos en la carroza de la
Mulata
sabían eso, y también los demás. Iba en el sueldo, aunque no se cobrara. Con tales pensamientos, Alatriste echó un vistazo a la tropa. Cualquiera de ellos habría querido verse en la cama con calenturas antes que sano allí: agrupados en ballesteras, corredores y crujía, soldados y marineros miraban a sus oficiales en silencio mortal, conscientes de que espadas y bastos resolvían la partida. Entre la chusma, sin embargo, iban a medias la aprensión de los medrosos y el regocijo de quienes ya se veían libres; que para el cautivo encadenado al remo por la religión enemiga, cada vela avistada era siempre una esperanza.
—¿Cómo disponemos a la gente? —preguntó Labajos.
El capitán de galera hizo ademán de aserrarse una mano con el canto de la otra.
—Para corte de línea y rechazar posibles abordajes… Y si pasamos, quiero los dos falconetes a popa. La caza puede ser larga.
—¿Damos de comer, por si acaso?
—Sí, pero sin encender el fogón. Ajos crudos y vino, que es brasero del estómago.
—La chusma necesitará refresco —sugirió el cómitre.
Urdemalas se recostó en el coronamiento, bajo el fanal. Tenía ojeras, aspecto fatigado, y se le veía sucio y grasiento. El dolor de muelas y la incertidumbre le demudaban el tostado de la piel. No se preguntó Alatriste si también él tenía ese aspecto. Aun con las muelas sanas, sabía de sobra que así era.
—Aseguren las calcetas de todos los forzados, con manillas a turcos y moros. Luego denles un poco del arraquín que cogimos de la mahona: un chipichape por banco. Ese será hoy el mejor rebenque. Pero sin concesiones. Al primer remolón se le corta la cabeza, aunque sea yo quien tenga que pagarlo al rey… ¿Lo he dicho claro, señor cómitre?
—Clarísimo. Se lo diré al alguacil.
—Si al forzado le dan de beber —apuntó el sargento Quemado, con una mueca burlona— o está jodido o lo van a joder.
Contra la costumbre, nadie hizo coro a la gracia. Urdemalas miraba al sargento con aire de pocas fiestas.
—Para la gente de cabo y guerra —dijo, seco—, además de los ajos y el vino, otro sorbo de arraquín. Después, que tengan a mano vino ordinario, muy aguado —en ese punto se volvió hacia el artillero tudesco—. En lo que corresponde a vuesamerced, maestre lombardero, tirará con ferralla y hoja de Milán, de cerca y a mi orden… Por lo demás, el señor alférez Labajos estará a proa, el señor sargento Quemado a la banda diestra, y el señor Alatriste a la banda zurda.
—Convendría proteger lo más posible a la chusma —dijo Alatriste.
Urdemalas lo miró fijo, hosco, un instante más de lo necesario.
—Es cierto —asintió al fin—. Pongan de pavesadura cuanto haya a bordo, velas incluidas. Si nos matan mucha gente de remo, estamos perdidos… Piloto, meta la aguja y todos los instrumentos bien trincados y a cubierto en el escandelar… Conmigo quiero a los dos mejores timoneros, el piloto y ocho buenos tiradores con mosquetes… ¿Alguna pregunta?