Corsarios de Levante (29 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras. Histórico.

BOOK: Corsarios de Levante
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—¡Santiago!… ¡Santiago!… ¡Cierra, España, cierra!

Aquello acababa de empezar, como quien dice, y ya estábamos roncos, atosigados de humo y sangre. Otros eran menos convencionales e insultaban a los turcos, como éstos a nosotros, en cuanta lengua castellana, vascongada, griega, turquesca o franca acudía a la boca, tratándolos de perros e hideputas a más no poder, y de bardajes, que es bujarrón en su parla, sin olvidar el cerdo que preñó a tal o cual madre agarena y otras lindezas sobre la secta perversa de Mahoma; a lo que los otomanos respondían, en su lengua, con imaginativas variantes —el Mediterráneo siempre dio mucho de sí— sobre la discutible virginidad de María Santísima o la dudosa virilidad de Cristo, incluyendo acerbas consideraciones sobre la honestidad de las madres que nos habían parido. Todo muy al uso, en fin, de lo que en tales parajes y situaciones se acostumbraba.

De cualquier modo, bravatas aparte, unos y otros sabíamos que para los turcos era cuestión de paciencia y barajar. Nos triplicaban en gente, como poco, y podían encajar las bajas y retirarse a tomar respiro, relevándose en no darnos tregua, mientras que para nosotros no había apenas reposo. Además, cada vez que hacíamos apartarse a una galera enemiga, ésta aprovechaba la distancia para mandarnos una andanada con el cañón de cincuenta libras y las piezas de apoyo, haciendo vasta carnicería; al hierro rasante venían a sumarse las astillas y fragmentos que volaban en todas direcciones y demolían los paveses, siendo nuestra única protección agacharnos cuando fogoneaba una descarga. Había cuerpos hechos pedazos, tripas, sangre y escombros por todas partes, y en el agua, entre las naves, flotaban docenas de cadáveres, caídos durante los abordajes o arrojados para desembarazar las cubiertas. Y no pocos muertos y heridos contábanse entre los galeotes nuestros y suyos, que sujetos por sus cadenas ensangrentadas, impedidos de buscar protección, se aplastaban amontonados entre bancos y remiches bajo sus remos rotos, gritando espaventados por la furia de unos y otros, implorando misericordia.

—¡Alautalah!… ¡Alautalah!

Debíamos de llevar dos horas largas de combate cuando una de las galeras turcas, en hábil maniobra de su arráez, logró meternos el espolón casi hasta el árbol de trinquete de la
Mulata
, y por allí nos vino de nuevo gran copia de jenízaros y soldadesca turca, resuelta a ganarnos la proa. Peleaban los nuestros a diente de lobo, disputando cada tabla con un coraje que admiraba; pero el empuje era grande, y con mucho destrozo fuimos perdiendo los bancos de corulla y las arrumbadas. Yo sabía que el capitán Alatriste y Sebastián Copons estaban en aquella parte, aunque con el humo, los mosquetazos y la confusión de gente no podía verlos. Gritóse entonces a tapar brecha y allá fuimos cuantos podíamos, apretujándonos por la crujía y los corredores de las bandas, y yo de los primeros, pues por nada del mundo estaba dispuesto a quedarme atrás mientras hacían cuartos al capitán. Cerramos con los turcos algo más allá del árbol maestro, cuya entena estaba derribada en cubierta. Salté sobre ella como pude, rodela y espada por delante, pisoteando a los miserables forzados que estaban tirados entre bancos y maderas rotas, e incluso a uno que en sus convulsiones me agarró de una pierna, y me pareció turco de aspecto, dile un espadazo al pasar que casi le cercenó la mano con el grillete; que en los apretados peligros, toda razón se atropella.

—¡España y Santiago!… ¡Cierra!

Dimos, en fin, sobre los enemigos, y yo de los primeros, sin cuidarme mucho de mi persona; que la furia del combate me tenía fuera de mí y de todo recaudo. Entróme un turco negro y erizado como un jabalí, provisto de bonete de cuero, rodancho y espada; y sin dejarle espacio para mover las manos, me abracé a él rodela con rodela, solté la espada, y agarrándolo por la gola, aunque me resbalaban los dedos de su mucho sudor, pude darle un traspiés y dos vaivenes, con lo que ambos nos fuimos al suelo sobre una ballestera. Quise quitar la espada de su mano pero no pude, pues la llevaba atada, y él agarró mi casco por el borde, buscando echarme atrás la cabeza para descubrir mi cuello y degollarme, mientras daba unos gritos espantosos. Yo, sin abrir la boca, abrazado a él y palpándome como pude los riñones, desembaracé la vizcaína y pude darle dos o tres piquetes y heridas pequeñas, de lo que pareció sentirse, pues ya gritó de otra manera. Pero dejó de hacerlo cuando una mano le echó atrás la cabeza, y una gumía le abrió la gorja con hondo tajo. Me incorporé dolorido, limpiándome la sangre que me había saltado a los ojos; pero antes de que pudiera agradecer nada a nadie, el moro Gurriato ya estaba descosiéndose a puñaladas con otro turco. De modo que enfundé vizcaína, recuperé mi espada, embracé la rodela y volví a la lucha.


¡Sentabajo, cane!
—gritaban los turcos, arremetiendo—…
¡Alautalah! ¡Alautalah!

Fue en ese momento cuando vi morir al sargento Quemado. El vaivén del combate me había llevado junto a él, que reunía un grupo de hombres para dar asalto a los jenízaros de las arrumbadas. Saltando sobre los bancos de corulla —donde apenas quedaba galeote vivo— y por el corredor de la banda diestra les entramos muy reciamente, ganándoles poco a poco lo que nos habían tomado, hasta pelear alrededor de nuestro árbol trinquete y el espolón mismo de su galera. Fue entonces cuando el sargento Quemado, que nos alentaba mucho empujando a quienes flaqueaban, resultó herido de una saeta que le pasó las mejillas de lado a lado; y mientras se la quería sacar, fue alcanzado en el pecho por una bala de arcabuz que lo hizo caer muerto en el acto. Con aquella desgracia tornillearon algunos de los nuestros, y a punto estuvimos de perder lo ganado con tanto coraje y tanta sangre; pero alzamos el rostro al cielo —y no precisamente para rezar— acometiendo como fieras, resueltos a vengar a Quemado o a dejar la piel en el espolón turco. Lo que sucedió a continuación no hay pluma que lo escriba, y no seré yo quien diga lo que hice; que Dios y yo lo sabemos. Baste decir que ganamos de nuevo la proa de la
Mulata
, y que cuando la galera turca, muy maltratada, hizo ciascurre y retrocedió, retirando el espolón de nuestra banda, ninguno de los turcos que habían venido al abordaje pudo volver a bordo.

Fue así como pasamos el resto del día, cabezudos como aragoneses, aguantando andanadas de artillería y rechazando sucesivos abordajes de las galeras que ya no eran cinco, sino siete; pues la capitana de tres fanales y otra nave turca se unieron por la tarde al combate, trayendo aparejadas en sus entenas las cabezas de frey Fulco Muntaner y sus caballeros. A modo de trofeo, pues poco podía aprovecharles el despojo, los turcos también remolcaban la
Cruz de Rodas
hecha astillas, ensangrentada y rasa como un pontón. No había sido menudencia tomarla, pues la Religión riñó con tanta ferocidad que, según supimos más tarde, ni a uno solo cogieron vivo. Por suerte para nosotros, y debido al estrago del combate, ni la capitana turca ni su conserva estaban en disposición de pelear ese día, limitándose a acercarse de vez en cuando, relevando a las otras, para tirarnos desde lejos. En cuanto a la tercera galera turca, muy maltratada en la pelea con la de Malta, se había ido al fondo sin remedio.

A última hora de la tarde, otomanos y españoles estábamos exhaustos: confortados nosotros de resistir a tan gran número de enemigos, y dándose ellos al diablo por no ser capaces de quebrarnos el espinazo. El cielo seguía fosco y el mar plomizo, lo que acentuaba el carácter siniestro de la escena. Al disminuir la luz habíase levantado a trechos una ligera brisa de poniente, que nada nos aprovechaba pues iba hacia tierra. De cualquier modo, ni siquiera un viento favorable habría cambiado las cosas, pues el estado de nuestras naves era lamentable: de tanto tiro recibido teníamos picada la jarcia, las entenas estaban derribadas con las velas hechas jirones, y la
Caridad Negra
había perdido el árbol mayor, que flotaba a nuestro lado entre cadáveres, cabos, tablas, ropa y remos rotos. El lamento de los heridos y el estertor de los moribundos se alzaban como un coro monótono de las dos galeras, que seguían trabadas una con otra, flotando inmóviles. Los turcos se habían retirado un poco hacia tierra, hasta quedar a tiro de moyana, y allí dejaban caer sus muertos por la borda, ayustaban jarcia, reparaban averías y celebraban consejo los arráeces, mientras a los españoles no quedaba otra que lamer nuestras llagas y esperar. Era muy penosa estampa la que ofrecíamos, tirados y revueltos con los galeotes entre los bancos rotos o en la crujía, corredores y arrumbadas, agotados, estropeados, rotos unos y malheridos otros, tiznados de humo de pólvora y con costras de sangre propia y ajena en el pelo, las vestiduras y las armas. Para animarnos, el capitán Urdemalas ordenó repartir lo que quedaba de arraquín, que no era mucho, y que se nos diera un refresco —el fogón estaba destrozado y el cocinero muerto— con tasajo de tintorera seca, vino aguado, algo de aceite y bizcocho. Lo mismo se hizo en la otra galera con los vizcaínos, y llegamos a pasar de una a otra conversando sobre las incidencias de la jornada o en demanda de tal o cual camarada, lamentando a los muertos y gozándonos con la presencia de los vivos. Eso animó un poco a la gente, y algunos llegaron a pensar que los turcos se acabarían yendo, o que podríamos resistir los abordajes que, según otros, continuarían dándonos al día siguiente, si no lo intentaban durante la noche. Pero habíamos visto lo maltratados que también ellos estaban, y eso daba esperanza; que en tales zozobras, a cualquier ilusión se aferra el hombre perdido. Lo cierto es que nuestra gallarda defensa envalentonaba a los más alentados, y hasta hubo quienes idearon una donosa burla para los turcos; y fue ésta que, aprovechando la ligera brisa que a ratos soplaba, tomaron dos gallinas vivas de las que había en las jaulas de la gambuza, cuya carne y huevos —aunque eran malas ponedoras a bordo— servían para los pistos y caldos de los enfermos; y atándolas con mucho ingenio sobre una almadía de tablas con una pequeña vela encima, se las dejó ir hacia las galeras enemigas entre mucha carcajada y gritos de desafío; siendo eso celebrado por toda nuestra gente, y más cuando los turcos, aunque acibarados de la befa, las recogieron y subieron a sus naves. Esto nos levantó el ánimo, que buena falta hacía, hasta el punto de que algunos empezaron a cantar, para que la escuchara el enemigo, aquella saloma que la gente de cabo solía decir cuando tiraba de las ostagas al izar entena, y que al final un numeroso coro de voces, rotas pero no vencidas, terminó coreando puesta en pie y vuelta la cara hacia los turcos:

Lo pagano

esconfondí,

y sarracín,

turqui e mori

gran mastín,

lo filioli

de Abrahím…

Con lo que a poco terminamos todos agolpados en las bordas, gritando a los perros, a voz en cuello y entre gran algarabía, que se arrimaran un poquito más, que aún nos placía darnos un verde con un par de abordajes suyos antes de irnos a dormir; y que si no eran suficientes para osarlo, fuesen a Constantinopla a buscar a sus hermanos y padres si los conocían, acompañados por las putañas de sus madres y hermanas; para las que reservábamos, cómo no, intenciones especiales. Y era de ver que hasta nuestros heridos se incorporaban sobre los codos y aullaban, envueltos en vendajes ensangrentados, echando con tales gritos toda la rabia y la angustia que llevábamos dentro, confortándonos en la bravata hasta el punto de que ni don Agustín Pimentel ni los capitanes quisieron estorbarnos el desahogo. Muy al contrario, lo animaban y participaban de él, conscientes de que, condenados a muerte como estábamos, cualquier cosa nos alentaría a tasar en más alto precio las cabezas. Pues si los turcos querían colgarlas también en sus entenas, primero tendrían que venir a cortárnoslas.

Todavía hubo esa noche un punto más de desafío, pues nuestros jefes hicieron encender los fanales de popa, a fin de que los turcos supieran dónde hallarnos. Reforzamos las amarras que mantenían juntas las dos galeras, se echaron al agua los ferros —estábamos en poca sonda— para evitar que un viento imprevisto o la corriente nos llevase a donde no debíamos, y se permitió a la gente descansar, aunque manteniéndola sobre las armas y con turnos de vigilancia, por si al enemigo se le ocurría intentar algo en la oscuridad. Pero la noche transcurrió tranquila, sin viento, desgarrándose un poco el cielo hasta mostrar algunas estrellas. Me relevaron de mi guardia a modorra rendida, y yendo con tiento entre los hombres amontonados por cubierta —un coro de gemidos y llanto de heridos plañía en ambas galeras, que se hubieran dicho mendigos gabachos— me llegué en la oscuridad hasta la ballestera donde, en una especie de bastión hecho con mantas rotas y restos de jarcia y velas, estaban abarracados el capitán Alatriste, el moro Gurriato y Sebastián Copons, que roncaba como si diese el ánima en cada resoplido. Todos habían tenido la fortuna de salir, como yo, indemnes de la terrible jornada, si exceptuamos una ligera herida de alfanje en un costado, sufrida por el moro Gurriato, que mi antiguo amo, tras enjuagársela con vino, había cosido —mañas de soldado viejo— con una aguja gruesa y una pezuela, dejando un punto suelto para que drenase los malos humores.

Llegué a ellos, como digo, y acomodándome sin palabras —venía cansado hasta para abrir la boca— me quedé allí, sin conciliar el sueño de lo dolorido que estaba, pues el lance con el turco de la rodela y con cuantos llegaron después me tenía descoyuntado. Pensaba, supongo que como todos, en lo que iba a depararnos el sol cuando se levantara. No podía imaginarme al remo de una galera turca o en una torre del Mar Negro; por lo que, siendo tan dudosa una victoria por nuestra parte, mi futuro no se presentaba dilatado. Me pregunté qué aspecto tendría mi cabeza colgada en una entena, y qué pensaría Angélica de Alquézar si, por extraña clarividencia, pudiera contemplarla. Dirán vuestras mercedes que eran ideas, aquéllas, para sumirme en la más acerba desesperación, y algo de eso había; pero diferente piensa el caballo de quien lo monta. No se ven parejas las cosas desde el calor de un brasero y una mesa bien provista, o en la comodidad de un colchón de buena lana, que desde el barro de una trinchera o la frágil cubierta de una galera, donde poner vida y libertad al tablero es cotidiano pan de munición. Desesperados estábamos, cierto. Mas éramos novillos amadrigados, y aquella falta de esperanza resultaba natural a nuestras vidas. Como españoles, nuestra familiaridad con la muerte nos permitía aguardarla de pie y nos obligaba a ello; pues a diferencia de otras naciones, nos juzgábamos entre nosotros según la manera de comportarnos ante el peligro. Esa era la razón de que crueldad, honor y reputación se confundieran tanto en nuestro carácter. Que, como había apuntado Jorge Manrique, siglos de lucha contra el Islam nos habían hecho hombres libres, orgullosos y convencidos de nuestros fueros y privilegios:

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