Navegábamos hacia levante, día tras día, por el mar que los de la otra orilla llamaban
bahar el-Mutauàssit
, siguiendo el camino inverso al que habían recorrido, para llegar hasta nuestra vieja España, las antiguas naves fenicias y griegas, los dioses de la Antigüedad y las legiones romanas. Cada mañana el sol naciente nos iluminaba la cara desde la proa de nuestra galera, y al caer la noche se hundía en la estela, dejándome una singular sensación de gozo; no sólo porque al extremo del viaje estuviese de nuevo Nápoles, paraíso del soldado y baúl inagotable de las delicias de Italia, sino porque aquel mar azul, sus rojos atardeceres, las mañanas tranquilas sin un soplo de brisa, en que la galera, impulsada por la rítmica boga de la chusma, se deslizaba recta a través de un mar quieto como una lámina de metal bruñido, tejían lazos ocultos con algo que parecía estar en mi memoria, agazapado como una sensación o un recuerdo dormido. «De aquí venimos», oí murmurar en cierta ocasión al capitán Alatriste cuando pasábamos junto a una isla rocosa y desnuda, típica del Mediterráneo, en cuya cresta se adivinaban las antiguas columnas de un templo pagano; un paisaje muy diferente de las montañas leonesas de su infancia, o de las campas verdes de mi Guipúzcoa, o de las bárbaras peñas donde se había criado, saltando de risco en risco, la estirpe almogávar de Sebastián Copons —que lo miró, desconcertado, al oír aquello—. Pero yo, sin embargo, comprendí a qué se refería mi antiguo amo: al impulso lejano, benéfico, que a través de lenguas cultas, entre olivos, viñas, velas blancas, mármol y memoria, había llegado, como las ondas que hace una piedra preciosa al caer en un estanque de aguas calmas, hasta las orillas lejanas, insospechadas, de otros mares y otras tierras.
Habíamos subido de Orán a Cartagena con el resto de las naves del convoy; y tras avituallarnos en la ciudad que en su
Viaje del Parnaso
había elogiado Cervantes —
«Con esto, poco a poco llegué al puerto / a quien los de Cartago dieron nombre»
— levamos ferro en conserva con dos galeras de Sicilia; y tras montar el cabo de Palos nos engolfamos en la vuelta del griego cuarta a levante, que nos llevó en dos días hasta el despalmador de Formentera. De allí, dejando a nuestra mano izquierda Mallorca y Menorca, pusimos rumbo a Cagliari, en el sur de Cerdeña, donde arribamos sin novedad a los ocho días de abandonar la costa española, dando fondo junto a las salinas. Después, velas arriba y reavituallados de agua y carnaje, dimos popa al cabo Carbonara, y por la vuelta de levante cuarta al jaloque navegamos dos días a Trápana de Sicilia. Esta vez el camino se hizo ojo avizor, con buenos vigías en las gatas de los árboles trinquete y mayor, por tratarse de aguas con mucho tráfico de embarcaciones entre Berbería, Europa y Levante; que al ser cintura estrecha y embudo natural del Mediterráneo, de todas las naciones las frecuentan. Debíamos nuestra cautela tanto a precavernos de enemigos como a vigilar la aparición de posibles naves turcas, berberiscas, inglesas u holandesas a las que apresar; aunque en aquella ocasión ni Cristo ni nuestra bolsa quedaron servidos, pues no dimos con unos ni con otras. En Trápana, ciudad alargada en un cabo estrecho y puesta en la marina misma, que goza de razonable puerto —aunque con muchos arrecifes y secanos que tuvieron al piloto con la hostia en la boca y el escandallo en la mano—, nos despedimos de nuestra conserva y seguimos viaje solos, proejando y bogando, pues el viento era desfavorable, hasta tomar la vuelta de Malta, donde debíamos llevar despachos del virrey de Sicilia y a cuatro pasajeros, caballeros de la Orden de San Juan que a su isla se encaminaban.
Yo seguía muy interesado en el moro Gurriato, que a tales alturas parecía tan hecho a la vida de gurapas como si hubiera remado en ellas desde que su madre lo parió. Paciente, sufrido, con la cabeza rapada y la espalda musculosa al descubierto cuando el cómitre daba la voz de ropa fuera, de no ser por la ausencia de calcetas en los tobillos —botines vizcaínos los llamábamos—, se le habría tomado por un forzado más. Comía con todos en la sabeta de madera y bebía la misma agua turbia o vino aguado en el chipichape de su banco. También era respetuoso y disciplinado; se aplicaba al duro oficio remando con vigor entre pitidos y culebrazos del cómitre, que no distinguían entre espaldas voluntarias o forzosas, sin protestas ni subterfugios para eludir sus obligaciones. De pie a la orden de boga arrancada hasta romperse los riñones, o sentado y echándose atrás en la cadencia reposada, coreaba las salomas que todos canturreaban para concertarse en mover el remo; y aunque no se mostraba confianzudo con nadie, no pintaba mal camarada; de manera que los compañeros de rancho —era el único buena boya en su banco, donde estaban encadenados un forzado español y dos esclavos turcos— lo miraban con buen ojo. Lo de llevarse bien lo mismo con el bogavante cristiano que con los turcos era significativo, pues resultaba universal que, si un día caíamos en manos de berberiscos o súbditos de la Sublime Puerta, el testimonio inmediato de esos dos, señalándolo como remero voluntario, renegado de su religión mahometana o cuanto se les ocurriese apuntar, sería cargo sobrado para que lo empalaran sin manteca ni sebo para aliviarle el trámite. Pero eso al moro Gurriato no parecía ponerlo en cuidado: dormía como sus vecinos de remo entre banco y banco, se despiojaba con ellos en buena armonía, y cuando con mal tiempo algún soldado o marinero, por no mojarse en el jardín de proa, venía sin consideración a aliviarse de su cuerpo en los bacalares de la postiza, como hacían los forzados —los de cada banco se proveían cerca del tercerol o remero más próximo al mar, que era el peor sitio—, el mogataz aprovechaba su libertad de movimientos para coger un balde atado con una soga, llenarlo de agua de mar y limpiar las tablas. Trataba a sus compañeros con la misma consideración que a todo el mundo, dándoles conversación, si se terciaba, aunque no era charlatán. Descubrimos así que, además de hablar la lengua castellana y la algarabía moruna, se desenvolvía en la parla turquesca —la había aprendido, supimos más tarde, de los jenízaros de Argel— y en la lengua franca, hecha un poco de todo, que se hablaba de punta a punta del Mediterráneo.
Algunas veces me acerqué a él, empujado por la curiosidad, y tuvimos charla. Conocí de ese modo pormenores de su vida, y también sus deseos de ver mundo y mantenerse cerca del capitán Alatriste. No logré que me explicase a fondo la razón de tan extraña lealtad, pues nunca se mostraba explícito en eso, como si un pudor singular se lo atajara; pero lo cierto es que, en los tiempos que estaban por venir, sus hechos nunca desmentirían la intención, sino al contrario. Me maravillaba, como dije, su facilidad para adaptarse a esa vida —luego comprobé que también a cuantas a nuestro lado le deparó la fortuna—; sobre todo habida cuenta de que a mí mismo, pese a ser mozo de buen ánimo, hacerme a la galera me había costado no poco trabajo:
El año que novicio fui, espantóme;
quíseme retirar, pero no hay cosa
que el tiempo y la costumbre no la dome.
A lo que no lograba sobreponerme era al aburrimiento. Aunque curtido en lo promiscuo de nuestra humanidad, el hedor, la incomodidad y las zozobras, no conseguía hacerme al mucho tiempo muerto a bordo, que en el reducido espacio de aquellas maderas flotantes se perdía por completo, hasta el punto de que llegué a saludar con alborozo cualquier vela avistada como la posibilidad de una caza y un combate, o a felicitarme cuando el cielo se ensombrecía, el viento aumentaba su aullido en la jarcia y la mar se tornaba gris, con la proa dando machetazos y el temporal acosándonos; en esos momentos en que todos a bordo rezaban y se persignaban o encomendaban a Dios, y hacían promesas piadosas que luego, una vez a salvo y en tierra, se guardaban mucho de cumplir.
Para entretener el tedio seguía aplicándome a la costumbre de la lectura, que el capitán Alatriste me había inculcado con tanto esmero y de la que él daba frecuente ejemplo; pues, aparte las charlas conmigo, con Sebastián Copons o con los camaradas, el capitán solía acomodarse en una ballestera con algún libro de los dos o tres que, como siempre, cargaba en su mochila. Uno que recuerdo con gratitud, pues estuve leyéndolo y releyéndolo en aquella travesía, era un grueso volumen con las
Novelas exemplares
de don Miguel de Cervantes —el coloquio de los perros Cipión y Berganza o los personajes de
Rinconete
y
Cortadillo
me hacían reír a carcajadas, para asombro de marineros, soldados y chusma en general—. Otro que también leí con agrado, aunque me pareció más agrio de estilo y seco de conceptos, era uno muy viejo y ajado, impreso en Venecia en el siglo anterior, por título
Retrato de la lozana andaluza
; que al ser de índole escabrosa, el capitán tardó algún tiempo en poner en mis manos; y aun así lo hizo a regañadientes, tras comprobar que yo lo hojeaba a hurtadillas.
—Después de todo —concluyó, resignado— si tienes edad para matar y que te maten, también la tienes para leer lo que se te antoje.
—Amén —rubricó Copons, que ni había leído esos libros ni los iba a leer, como ningún otro, en todos los días de su vida.
Seis o siete leguas antes de llegar al cabo Pájaro, bogando a cuarteles, nuestra galera cambió el rumbo. Nos habíamos cruzado con una tartana dálmata que llevaba dátiles, cera y cueros de las Querquenes a Ragusa. Y sus tripulantes, una vez puestos a la voz, nos contaron que una saetía corsaria de tres palos y otra embarcación pequeña estaban despalmando en la isla Lampedusa, que las habían avistado al amanecer del día anterior cuando se acercaban para hacer aguada, y que la saetía tenía aspecto de ser una tal de ingleses que corría el mar entre el cabo Bono y el cabo Blanco desde hacía un mes, robando a toda ropa, sin que ni las galeras de Malta ni las de Sicilia hubieran dado con ella todavía. Siguió adelante la tartana, celebróse consejo de guerra en la carroza de nuestra nave, y en vista de que el viento se afirmaba en próspero levante, yendo de perlas para que la
Mulata
largara las dos grandes velas latinas e hiciera una buena legua cada hora, tomamos la vuelta de mediodía cuarta a lebeche, que era la derrota de Lampedusa, dispuestos a dar un gentil Santiago a aquellos hideputas, si es que seguían allí.
No era extraño en aquel tiempo, como ya dije, ver a ingleses y holandeses aventurarse cada vez más por aguas mediterráneas, frecuentando los puertos de Berbería y aun del Turco, pues de acosar a España y a las naciones católicas se trataba. Menester al que los de la rubia Albión se aplicaban con ansia, contrabandeando y pirateando, salvo cortas treguas, desde los tiempos de su reina virgen Isabel —lo de virgen lo digo por epíteto al uso, no por sentencia probada—. Me refiero a esa zorra bermeja en la que todos nuestros poetas dieron como en real de enemigos, entre ellos el cordobés Góngora:
Mujer de muchos, y de muchos nuera,
¡oh reina torpe, reina no, mas loba
libidinosa y fiera!
… A la que también Cristóbal de Virués dedicó un elocuente recuerdo:
Ingrata reina, de tal nombre indigna,
maldita Jezabel descomulgada.
¿Qué turbas la divina paz armada?
¿Qué turbas la cristiana paz divina?
… Y cuya muerte —a cada cual toca su hora, gracias al Cielo— saludó el gran Lope, nuestro Fénix de los ingenios, con adecuado epitafio:
Aquí yace Jezabel,
aquí la nueva Atalía,
del oro atlántico arpía,
del mar incendio cruel.
Y pues de ingleses hablamos, debo señalar que quienes se conducían en el Mediterráneo con menos vergüenza y más desafuero no eran los turcos o los berberiscos, que solían ser puntuales en cumplir los acuerdos entre naciones, sino aquellos perros de agua venidos de mares fríos, desalmados y borrachos, que con el pretexto hipócrita de hacer guerra contra los papistas, se comportaban no como corsarios sino como piratas, comprando complicidades en puertos como Argel o Salé. Tal era su calaña que hasta los mismos turcos los miraban con poca simpatía, pues de tapadillo saqueaban a todos sin reparo de carga ni bandera, amparados por sus reyes y comerciantes; que mientras disimulaban en público, fomentaban en privado sus correrías, embolsándose los beneficios. He dicho piratas, y ésa es la palabra que les cuadra; pues, según la vieja usanza, el corso era ocupación antigua, tradicional y respetable: unos particulares asociados y provistos de su patente —el permiso real para saquear a enemigos de la corona— armaban una nave para el lucro privado, comprometiéndose a pagar su quinto al rey y a regirse por leyes concertadas entre las naciones. A este respecto, los españoles, salvo unos pocos corsarios mallorquines, del Cantábrico y de Flandes, apenas practicábamos otro corso que el militar: cruel y despiadado, cierto, pero siempre bajo bandera del rey católico y según las ordenanzas; castigándose con rigor cualquier violación de tratados, exceso o demasía contra neutrales. Por cuestiones de reputación y formas, y porque hacía siglos lo sufríamos en nuestras costas, en España el corso tenía mala fama; se consideraba tolerable —guerra, a fin de cuentas, por otros medios— cuando lo hacían soldados y marinos, pero turbio y poco hidalgo en manos de particulares. Dándose el infortunio de que, mientras los enemigos recurrían a todo cuanto nos sangrara en los mares y en tierra firme, los corsarios españoles —excepto nuestros intrépidos católicos de Dunquerque, azote de ingleses y holandeses— languidecieron hasta casi desaparecer por falta de tripulaciones, por dificultad o inconveniencia de obtener permisos reales, o porque, cuando éstos llegaban, el beneficio era mínimo, esquilmado por una maraña burocrática de impuestos, funcionarios corruptos y parásitos diversos. Sin olvidar el triste final del duque de Osuna, virrey de Sicilia y luego de Nápoles —amigo íntimo de don Francisco de Quevedo, y sobre quien volveremos más adelante—, verdugo de turcos y de venecianos, padre de corsarios españoles y espumador implacable de los enemigos, cuyos triunfos y fortuna despertaron envidias que le costaron el descrédito, la prisión y la muerte. Y claro. Con tales antecedentes, cuando por imperio de la política y la guerra nuestro cuarto Felipe y el conde-duque de Olivares quisieron otra vez armar corsarios —incluso con reparto de botín al tercio vizcaíno, renunciando el rey a su quinta parte—, muchos particulares escarmentados, escépticos o arruinados, procuraron no meterse en camisas de once varas.