Los otros dieciocho españoles eran gente escogida, plática en lo suyo. Por eso estaban allí. Sin que el alférez tuviese que dar órdenes ni hacer señas, mientras él y Alatriste recargaban sus arcabuces —la operación requería el tiempo de dos avemarías o dos paternóster, y había quien los rezaba—, Copons y los demás hicieron retumbar la cala y alrededores con una traca de escopetazos muy bien dirigidos, tanto a los hombres que estaban en la playa como a los del cañón situado en la punta. De estos cuatro, tres cayeron allí mismo y otro se tiró al agua. En cuanto a los de la playa, al estar un poco retirados, Alatriste sólo vio derribar a dos, mientras otros corrían poniéndose a cubierto. A poco reaccionaron y empezaron a devolver el fuego con arcabuces y mosquetes, tanto ellos como algunos que aparecieron en la cubierta de la saetía; aunque estos tiros llegaban sin fuerza, y por suerte los cañones estaban trincados en la cubierta escorada, de modo que no podían usarse ni contra la gente de tierra ni por la banda del mar. Como sus camaradas, que administraban el fuego sin arrimar brasa a la cazoleta hasta estar seguros de cada disparo, Alatriste procuró emplear bien las cinco pelotas de plomo que le quedaban, administrándolas a medida que los corsarios, desplegados por la playa —un bote con gente de refuerzo se acercaba desde la saetía—, tras calcular, sin duda, el número de atacantes emboscados, se aventuraban en la pendiente, protegidos a saltos por las peñas y los arbustos. Alatriste contó más de treinta: pocos, si la galera llegaba a tiempo, o muchos, si terminaban los tiros de arcabuz y había que reñir al arma blanca. Por eso hizo fuego espaciándolo cuanto pudo; derribó a otro corsario, que cayó fuera de su vista, y al cabo, cuando vació el postrer apóstol e hizo el último disparo contra un enemigo que se había acercado hasta ocho o diez pasos, tronchándole una pierna —sonó como el chasquido de una rama rota—, dejó el arcabuz en el suelo, requirió la espada y aguardó, resignado, a que llegaran hasta él. Con una ojeada comprobó que el alférez Muelas yacía muerto junto al brocal del pozo. Y no era el único. También vio que los arbustos donde se encontraba Sebastián Copons se agitaban con violencia, mientras subía y bajaba, entre sonoros golpes, chasquidos e imprecaciones, el mocho de su arcabuz: lamentando quizás no haberse quedado en Orán, el aragonés vendía cara su piel. Se oían voces cerca, y casi todas gritaban en inglés. Poco cuartel había que esperar allí, de modo que Alatriste miró el cielo gris, respiró hondo tres o cuatro veces y apretó los dientes. Me cago en la puta galera, concluyó, incorporándose con la espada en una mano y la vizcaína en la otra. Entonces vio que por la punta de levante de la cala, remando a boga arrancada, asomaba el espolón de la
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La galera se deslizaba veloz por el agua tranquila de la ensenada hacia la saetía. Los toques de silbato del cómitre acompasaban el ritmo de los galeotes, que, relucientes los torsos de sudor, se dejaban el espinazo en la remada, ora de pie apoyados sobre el remiche, ora dejándose caer sentados en el banco, dándole al madero con toda su alma, punteado su compás por el charniegueo metálico de calcetas y manillas y los culebrazos del látigo, que restallaba mosqueando espaldas sin distinguir entre moros, turcos, herejes o cristianos. El ronco rumor de gargantas, mezcla de gemido y resuello de los forzados, parecía de gente que echase el ánima por la boca. Y mientras, sesenta soldados y cincuenta marineros armados hasta los dientes y con ganas de brega nos apelotonábamos en las arrumbadas y sobre la corulla, impacientes por llegar a las manos. Pues lo cierto es que, aun seguros de que la jornada traía más honra que provecho, ni siquiera la más zaina gallofa quería verse atrás. Y hasta los cuatro caballeros de Malta que llevábamos como pasaje —uno de la lengua francesa, otro de la italiana y dos de la de Castilla— habían pedido licencia al capitán Urdemalas para unirse a la tropa, y allí estaban, armados de punta en blanco, con sus cruces sobre las elegantes sobrevestes de tafetán rojo que se ponían para entrar en combate; ridículos de puro lindos, de no saberlos toda la Cristiandad tan temibles guerreros.
—¡Boga! ¡Boga! ¡Boga! —gritábamos a una, encelados, coreando el compás del silbato y el látigo—… ¡Acosta, acosta!
Íbamos calientes por pesadas razones, no siendo poca la probabilidad de que los enemigos fueran ingleses, gente cruel e insolente; pues no satisfecha con piratearnos en las Indias, pretendía meterse con fieros y desconsideración en el patio de nuestra casa. También oíamos la escopetada de tierra, conociendo que cada tiro podía llevarse la vida de un camarada. Por eso alentábamos la boga a gritos, y yo mismo —que Dios disimule, si atiende a tales cosas— habría cogido un rebenque para arrizarles el lomo a los forzados, obligándolos a remar aún con más brío.
—¡Acosta!… ¡Acosta!
Le fuimos entrando de ese modo a la saetía corsaria, sin bordos ni protocolos, rectos desde que doblamos la punta y el timonero puso rumbo a su costado, con el capitán Urdemalas gritándole órdenes y maldiciones en el cogote. Desde la bocana, según nos acercábamos, veíamos a la saetía atravesada al viento a causa de sus amarras; y por su popa y algo más lejos, a la izquierda, la feluca fondeada en perpendicular, su proa orientada de modo natural hacia la playa. Lo cierto es que según llegábamos, acercándonos de enfilada, la saetía nos habría hecho algún daño de tener dispuestos los cañones de la banda que daba al mar; pero la escora que descubría varias tracas de su obra viva, y el estar aguantada por gúmenas con anclas y por cabos a tierra, le impedía, para nuestra suerte, jugar de artillería. Así, inmóvil e indefensa, la veíamos aumentar de tamaño ante nuestra proa, más allá del humillo de los botafuegos del maestre artillero y sus ayudantes agachados tras el cañón y las moyanas de proa, y de los marineros que servían los pedreros situados sobre la corulla y en las bandas. Apenas quedaban arcabuces a bordo, pues casi todos estaban en tierra; pero íbamos erizados de pistoletes, chuzos, medias picas y espadas. Y como digo, con gana de menearlos. Yo, que había tomado la costumbre de anudarme, como tantos soldados, un pañuelo en la cabeza para que no me estorbara el pelo en la brega o para tocarme con un morrión si se terciaba, vestía mi coselete sencillo sujeto en los costados con correas que permitían desembarazarme de él si caía al mar, y llevaba una rodela pequeña de madera forrada de cuero, mi daga atravesada atrás en el cinto y mi espada ancha y corta del perrillo en su vaina, con lo que no había más que pedir. De tal guisa, cerca de la proa —nadie pasaba al espolón hasta que no disparasen el cañón y las otras piezas—, apretado entre mis compañeros en el corredor de la borda diestra, pensé en Angélica de Alquézar, como siempre que entraba en danza, y después me persigné lo mismo que casi todos, dispuesto al abordaje.
—¡Ahí asoman esos perros!
Ahora sí. Sobre la borda de la saetía apareció una docena de hombres, que en un Jesús nos dieron linda rociada de mosquetazos. Las balas, tiradas con precipitación, zurrearon sobre nuestras cabezas, chascaron en las tablas o fueron al mar; pero antes de que los enemigos se cubrieran para recargar, nuestro artillero y sus ayudantes les asestaron en tiro raso el cañón de crujía, cargado con un talego de clavos, eslabones de cadena vieja y bala suelta; de manera que la borda saltó picada de astillas, entre un estrépito terrible de obenques cortados y crujir de madera rota, con los de los mosquetazos a medio agacharse, haciéndoles no poco daño. Y aún no se habían recuperado del desconcierto cuando ocurrió lo que los ingleses, buenos maniobreros y mejores artilleros, temían siempre como al diablo: el abordaje de la infantería española, que enclavijadas las embarcaciones resolvía al arma blanca con tal ferocidad que parecía en tierra. Exactamente así les caímos encima desde que nuestro cómitre y nuestro timonero, muy bien concertada la boga con la maniobra, apoyaron el espolón de la galera en el casco de la saetía con tanta suavidad que apenas dañaron un par de tracas. Y ahí fue, o fuimos, la mitad de la gente, cincuenta hombres apresurándonos por los angostos dos pies de tabla del espolón, antes de que, gobernada con otra buena maniobra, la
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retrocediese unas remadas y, contorneando la popa de la saetía, pasara entre ésta y la feluca —cuya cubierta barrió con los pedreros de la banda zurda, por si acaso—, y con mucha presteza, al llegar ante la playa, guiñase en ciaboga para disparar los pedreros de la otra borda contra los corsarios que allí estaban, antes de echar en tierra al resto de los nuestros; que, esguazando con la mar en la cintura, se lanzaron gritando «¡Santiago, España, cierra, cierra!», a la manera del viejo dicho:
A espada, vizcaína, daga, estoque,
a cuchillo a cualquiera que me tope.
Lo cierto es que a esa parte de la maniobra no pude prestarle atención, pues para entonces había saltado del espolón al casco escorado de la saetía, y resbalando de mala manera en el sebo y ensuciándome la ropa con el calafateado de las tracas, pasé a la cubierta. Allí saqué la espada, y revuelto con mis compañeros reñí lo mejor que supe. Desde luego eran ingleses, o lo parecían. Había tres o cuatro rubios hechos cecina por nuestra metralla, y algún herido que se arrastraba dejando sangre que la escora llevaba en regueros a la otra banda. Un grupo intentó hacerse fuerte tras el árbol de mesana, donde había muchas velas y rollos de cabo; pero en cuanto nos descargaron encima sus pistoletazos, dándole a algún camarada, les caímos encima de romanía, sin reparo de sus voces y baladronadas, pues agitaban las armas con mucha arrogancia, desafiándonos a que llegásemos hasta ellos. Y llegamos, en efecto, enloquecidos de cólera por su desvergüenza, ganándoles el árbol y acuchillándolos sin piedad contra el coronamiento de popa, por donde alguno llegó a arrojarse al ver que apenas se daba cuartel. íbamos tan sedientos de sangre que no había carne para tanto diente; de manera que no pude habérmelas con nadie en particular, salvo con un patilludo de ojos azules, armado con un hacha de carpintero, que de un golpe se llevó media rodela de mi brazo izquierdo como si fuera de cera, y de barato me dejó una abolladura en el coselete y un moratón en el costillar. Tiré la rodela y rehíceme como pude, dispuesto a entrarle agachado, buscándole la tripa —era incómodo reñir en aquella cubierta escorada—; pero uno de los caballeros de Malta, que andaba cerca, le hendió media cabeza de un espadazo, sobre las cejas, dejándome a mí sin adversario y al patilludo con los sesos fuera, el alma al infierno y el cuerpo a la mar. Eché una ojeada en busca de otro a quien llevarme al filo de la sierpe, pero aquello era cosa hecha; de modo que bajé con unos cuantos que escudriñaban las bodegas, haciendo galima mientras cazaban a los que allí se escondían. Y tuve la negra satisfacción de que uno de aquellos perros de mar, un inglés grande, pecoso y de nariz larga, al que descubrí entanándose tras unas pipas de agua, saliese demudado de color y cayera sentado al suelo, como si las piernas le fallasen, mientras suplicaba nou, nou, y pedía quarter, quarter. Que muchos de esa nación, lejos de la fuerza que sacan del número de los suyos y del ánimo gregario que el vino o la cerveza suelen darles, cuando sale el cochino mal capado se tragan la arrogancia con humildad franciscana; mientras que el español, si se encuentra solo, acorralado y sobrio, es cuando más peligro tiene, pues como animal rabioso se vuelve loco y acomete ciego, sin razón ni esperanza, dándole igual San Antón que la Purísima Concepción. Pero volviendo al inglés de la bodega, el caso era que, como pueden imaginar vuestras mercedes, yo no estaba de humor para letuarios de almíbar; así que fuile a envasar la espada en el gaznate, y santas pascuas. Ya levantaba la del perrillo, resuelto a enviar al bellaco con Satanás y la anglosajona meretriz que lo parió, cuando recordé algo que me había dicho en cierta ocasión el capitán Alatriste: nunca pidas la vida a quien te venció, ni la niegues a quien te la pida. Y bueno. Cada cual es cada cual. De modo que, conteniéndome como buen cristiano, me limité a pegarle al inglés una patada en la cara que le rompió la nariz. Croe, hizo. Luego lo empujé escala arriba, hasta cubierta.
Encontré al capitán Alatriste en la playa, con los supervivientes del piquete, Copons entre ellos: sucios, agotados, maltrechos, pero vivos. Lo que no era ramita de hinojo, porque además del alférez Muelas y de cuatro muertos más, habían tenido siete heridos —dos murieron después, en la galera—, prueba de hasta qué punto había sido empeñado el combate en tierra. A esas pérdidas hubo que sumar otros tres muertos y cinco heridos del abordaje, incluido nuestro maestre artillero, al que un escopetazo le había llevado media quijada, y el sargento Albaladejo, cegado por la quemadura de un mosquetazo a bocajarro. No era ligero precio por una saetía que no valía tres mil escudos, mas lo templaba haber degollado a veintiocho piratas, casi todos de nación inglesa con algunos turcos y moros tunecinos, y apresado a diecinueve. También habíamos represado la feluca, de cuya carga, según las ordenanzas reales, nos correspondía un tercio a la gente de cabo y guerra. Ésta era una embarcación siciliana que los ingleses habían capturado cuatro días atrás; de su bodega liberamos a ocho tripulantes, que contaron lo suficiente para reconstruir la historia. El capitán de la saetía, un tal Roberto Scruton, de nación inglesa, había pasado el estrecho de Gibraltar con un bajel redondo y tripulación de su tierra, resuelto a hacer fortuna con el contrabando y el corso desde los puertos de Salé, Túnez y Argel. Como el bajel era pesado y lento para las ventolinas mediterráneas, se habían hecho con una saetía grande, más rápida y adecuada para el oficio, con la que llevaban ocho semanas espumando el mar, aunque sin hacer presa de importancia como codiciaban. La feluca, que cargaba trigo de Marsala para Malta, había conocido que la saetía era corsaria por el modo de barloventear, mas no pudo eludir la caza y tuvo que amainar vela. Por desgracia para los apresadores, la fuerte marejada y un error de gobierno hicieron que abordasen de mala manera, llevando la saetía, aunque más grande, la peor parte; pues en la banda diestra se abrió el calafateado, con vía de agua. Por eso, ante la cercanía de la isla, los ingleses decidieron hacer allí las reparaciones; que ya estaban concluidas cuando los atacamos, y aquel mismo día pensaban hacerse de nuevo a la mar, para vender a los ocho sicilianos y la feluca con su carga en Túnez.
Oídos los testigos, averiguada la información y hecho el proceso, estaba clara la sentencia. Allí no había de por medio patentes de corso, ni nada de lo que se observaba entre naciones honradas. Cosa que ocurría, por ejemplo, con los holandeses; a quienes, aunque enemigos por la guerra de Flandes, cuando eran capturados en las Indias o en el Mediterráneo, los tratábamos como prisioneros en buena guerra, dejando regresar a su patria a los que se rendían, poniendo al remo a los que peleaban después de arriar bandera, y ahorcando, eso sí, a los capitanes que intentaban volar la embarcación por no entregarla. Usos estos de buena crianza entre naciones civilizadas, que hasta los turcos cumplían sin reparo. Pero en los días que narro no estábamos en guerra con Inglaterra —la feluca era de Zaragoza de Sicilia, isla tan nuestra como Nápoles o Milán—, así que sus marinos no tenían derecho a proclamarse corsarios y saquear a súbditos del rey de España: eran simples piratas. De modo que las alegaciones del capitán Scruton, sobre que en Argel tenía patentes y acuerdos que lo autorizaban a correr aquellas aguas, no hicieron mella en el hosco tribunal que lo miraba, tomándole con ojo plático la medida del gaznate, mientras el cómitre de la
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preparaba, en atención a que el inglés resultó ser nada menos que de Plymouth, su mejor soga. Y cuando a la mañana siguiente la feluca y la saetía, marinada ésta por nuestra gente de cabo, izaron velas alargándose de la ensenada gracias a un maestral que amenazaba lluvia, el tal Roberto Scruton, súbdito de su majestad británica, colgaba de una cuerda en la torre de Lampedusa, con un cartel a los pies —escrito en castellano y turco— con las palabras:
inglés, ladrón y pirata
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