Corsarios de Levante (17 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras. Histórico.

BOOK: Corsarios de Levante
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VII. VER NÁPOLES Y MORIR

La noche era bermeja, con el Vesubio tiñéndolo todo desde la distancia con aquella luz indecisa, fantasmal, que volvía rojiza hasta la claridad de la luna que se alzaba en el lado opuesto de la ciudad. El relieve y las sombras de Nápoles, sus edificios, alturas y torres, la tierra y el mar, quedaban así extrañamente iluminados desde dos puntos distintos, desquiciadas las sombras, creando un paisaje tan irreal como el de los lienzos que Diego Alatriste había visto arder, fuego real sobre el fuego pintado, durante los saqueos de Flandes.

Respiró con deleite el aire tibio y salino mientras se ajustaba en la cintura, sin prisa, el cinturón con la espada y la daga. No llevaba capa. Pese a lo avanzado de la hora —pasaba la de las ánimas—, la temperatura permanecía agradable. Eso, con la singular claridad nocturna, daba a la ciudad un gentil aspecto, propicio a la melancolía. Un poeta como don Francisco de Quevedo habría sacado algunos versos buenos o malos de aquello; pero Alatriste no era poeta, y sus únicos versos propios eran cicatrices y una docena de recuerdos. Así que se caló el sombrero, y tras mirar a uno y otro lado —las noches en lugares apartados como aquél no eran seguras ni para el diablo— echó a andar oyendo el ruido de sus pasos, primero sobre las piedras oscuras del empedrado y luego amortiguados en la tierra arenosa de Chiaia. Mientras caminaba sin prisa, atento a las sombras que podían esconderse entre las barcas de pescadores varadas junto al mar, veía recortarse negro sobre rojo, al extremo de la larga playa, la colina de Pizzofalcone y la fortaleza del Huevo que se adentraba en el mar tranquilo. No había ni una sola luz en las casas, ni un hacha encendida en las calles. Tampoco un soplo de brisa. La antigua Parténope dormía embozada en fuego, y Alatriste sonrió ensimismado bajo el ala ancha del chapeo, recordando. Aquella misma luz, propia de cuando el viejo volcán removía un poco las entrañas, iluminó en otro tiempo buenos lances de su juventud soldadesca.

Hacía ya diecisiete años, reflexionó. En el año diez del siglo había conocido Italia por vez primera, tras el abismo de horror de la cuestión morisca en las montañas y playas de España. Soldado de galeras corsarias —leventes, los llamaban los turcos—, con los ricos botines de las islas griegas y la costa otomana al alcance de todo hombre con arrestos para ir a buscarlos, los seis años del primer servicio en el tercio de Nápoles se contaban entre los mejores de su existencia: bolsa repleta entre viaje y viaje, hosterías y tabernas de Mergelina y del Chorrillo, comedias españolas en el corral de los Florentinos, buen vino, mejor comida, clima sano, vida de guarnición en los pueblos de los alrededores bajo emparrados y árboles frondosos, en compañía de gentiles camaradas y hermosas mujeres. Allí había conocido a un futuro grande de España que prestaba servicio en las galeras napolitanas como aventurero —los jóvenes nobles adquirían así reputación—: el conde de Guadalmedina, hijo del otro, el viejo, que fue general suyo en Flandes cuando lo de Ostende.

Guadalmedina, nada menos. Mientras caminaba por la orilla del mar, Alatriste se preguntó si, allá en su palacio de Madrid, Álvaro de la Marca sabría que él estaba de nuevo en Nápoles. Eso, suponiendo que al señor conde, amigo y confidente del rey Felipe Cuarto, se le diera un ardite la suerte del hombre que en el año catorce, en las Querquenes, lo cargó a la espalda, herido, llevándolo de vuelta a las naves con el agua por la cintura y los alarbes acosándolos como perros. Pero se daban demasiadas cosas entre aquel momento y éste, incluidas cuchilladas nocturnas ante cierta casa de Madrid y algunos golpes junto al río Manzanares.

«Mierda de Cristo.»

La blasfemia brotó en sus adentros, vuelto el rostro a un lado tras chasquear la lengua con desazón. El recuerdo de Guadalmedina, a quien no había vuelto a ver desde la escaramuza de El Escorial, le enturbiaba el seso y el orgullo. Para aclararlos, mudó el pensamiento a cosas más agradables. Estaba en Nápoles, qué diablos. En plenas delicias de Italia, con salud y con ruido de armas reales en la bolsa. Allí tenía finos camaradas, Sebastián Copons aparte —se holgaba de haber recobrado al aragonés—, de los de buen mascar y mejor sorber, con los que un hombre que se vistiera por los pies podía, sin reparo, partir la capa. Uno de los tales era también Alonso de Contreras: el más antiguo de todos, pues con él, apenas cumplidos trece años, se había alistado como paje tambor en los tercios que iban a Flandes. Alatriste y Contreras habían vuelto a encontrarse en Italia diez años después, luego en Madrid y ahora, de nuevo, en Nápoles. El bravo Contreras seguía como siempre: valeroso, locuaz y algo fanfarrón; punto este engañoso y de mucho peligro para quien no lo conociera a fondo. Conservaba el empleo de capitán, tenía buena reputación desde que Lope de Vega escribiera una comedia famosa sobre él —El rey sin reino—, y había estado yendo con las galeras de Malta a incursiones por la costa de Morea y el Egeo, nunca del todo rico, pero tirando con buena pólvora. El duque de Alburquerque, virrey de Sicilia, acababa de darle el mando de la guarnición de Pantelaria, isla a medio camino de Túnez, con una fragatilla para hacer corso si se aburría. Lo que, dicho en palabras de Contreras, no era hacerlo más rey que Lope, pero sí darle un mando pagado, ameno y de confianza.

Siguió camino Alatriste por la playa. Antes de llegar a las alturas y murallas de Pizzofalcone subió por la cuesta de la izquierda. Al cabo, y tras cruzar un portillo que permanecía franco toda la noche cerca de la puerta de Chiaia, se adentró, con las cautelas de rigor, en las calles de la ciudad. Entre dos esquinas, la entrada de una bayuca lo iluminó al pasar. Dentro se oía el rasgueo de una guitarra, voces españolas e italianas y risas de hombres y mujeres. Sintió la tentación de vérselas con medio azumbre, pero continuó camino. Era tarde, estaba cansado y mediaba un trecho hasta el cuartel llamado de los españoles, extenso barrio donde tenía posada. Además, ya había bebido suficiente para apagar la sed —no era lo único apagado, pese a Dios—, y él sólo escurría el jarro hasta el fondo cuando los demonios danzaban en su corazón y su memoria, lo que esa noche no era el caso. Sus recuerdos recientes estaban más cerca del paraíso que del infierno. La idea lo hizo sonreír de nuevo, y al pasarse dos dedos por el mostacho sintió en ellos el aroma de la mujer cuya casa dejaba atrás. Era bueno, pensó, seguir vivo y hallarse otra vez en Nápoles.

—Non e vero —dijo el italiano.

Jaime Correas y yo cambiamos una mirada. Por suerte ninguno de nosotros llevaba armas —en el garito obligaban a desherrarse a la entrada—, porque habríamos acuchillado allí mismo al insolente. Aunque entre italianos ésas no eran palabras ofensivas, ningún español se las dejaba decir sin meter mano en el acto. Y aquel tahúr sabía muy bien de dónde éramos.

—Sois vos —dije— quien mentís por la gola.

Y me puse en pie, desatinado por verme en entredicho, agarrando una jarra y resuelto a rompérsela al otro en la cara al menor gesto. Correas hizo lo mismo y nos quedamos así uno junto al otro, encarando yo al tahúr y mi camarada a los ocho o diez individuos de pésima catadura que llenaban la pequeña casa de tablaje. No era la primera vez que nos veíamos en tales pasos, pues, como apunté en otra parte, Correas no era de los que incitan a la piedad ni al sosiego, pues se jugaba el sol en la pared antes de que amaneciera. Hecho a las malas mañas de mochilero en Flandes, mi antiguo camarada se había vuelto apicarado, burlanga y putañero, amigo de rondar garitos y manflas; uno de esos mozos perdidos, inclinados a moverse por el filo de las cosas, que al cabo de su vida, de no enmendarse, solían acabar en el filo de un cuchillo, apaleando sardinas por cuenta del rey o con tres vueltas de cordel en el pescuezo. En cuanto a mí, qué quieren vuestras mercedes que diga: contaba la misma edad, era su amigo y no tenía media astilla de madera de santo. Y de ese modo íbamos hechos dos Bernardos, espadas en gavia y sombreros arriscados a lo valiente, por aquella Italia donde los españoles éramos dueños, o casi, desde que los viejos reyes de Aragón habían conquistado Sicilia, Córcega y Nápoles, y primero los ejércitos del Gran Capitán y luego los tercios del emperador Carlos echaron a los franceses a patadas en el culo. Todo eso a despecho de los papas, de Venecia, de Saboya y del diablo.

—Mentís y rementís —apostilló Correas, para acabar de arreglarlo.

Se había hecho un silencio de los que nada bueno presagian, y eché cuentas a ojo militar: mala pascua nos daba Dios. El brujulero era de los de mucha boca de lobo, florentín, y los otros, napolitanos, sicilianos o de donde su madre los trajo; pero ninguno, que yo alcanzara, de nuestra nación. Además, estábamos en un sótano de techo ahumado de la plaza del Olmo, frente a la fuente, lejos del cuartel español. Lo único bueno es que todos, en apariencia, estaban tan desarmados como nosotros, salvo que saliese a relucir algún desmallador o filosillo oculto en la ropa. Maldije en mis adentros a mi amigo, que una vez más y con su poco seso, empeñándose en jugar unas quínolas en boliche tan infame como aquél, nos había metido en el brete. Que no era el primero en que nos veíamos, desde luego. Pero arriesgaba ser el último.

Por su parte, el tahúr no perdía la calma. Era doctor de la valenciana y estaba hecho a tales chubascos de su digno oficio. El aspecto era poco tranquilizador: disimulaba la calvicie con ruin pelo postizo, era" escurrido de carnes, llevaba gruesos anillos de oro en los dedos, y el bigotillo engomado de vencejo le llegaba a los ojos. Habría valido para figurón de entremés de no mediar su mirada peligrosa. Y así, con aire taimado y sonrisa más falsa que romero gascón, se dio el ojo con los otros malsines y luego señaló las cartas desparramadas sobre la mesa sucia de vino y esperma de velas.

—Voacé a fato acua —dijo con mucha flema—. A perduto.

Miré a mi vez los bueyes puestos boca arriba, más picado de que nos tomara por bobos que por la trampa en sí. Los reyes y los sietes con que pretendía darnos garatusa tenían más alas de mosca que un pastelero y más cejas que Bartolo Cagafuego. Hasta un niño habría descornado la flor, pero aquel bergante, viéndonos chapetones, nos tomaba por menos que niños.

—Coge nuestro dinero —le susurré a Correas—. Y a Villadiego.

Sin hacérselo decir dos veces, mi compañero se metió en la faltriquera las monedas que antes habíamos alijado como pardillos. Yo, siempre con la jarra en la mano, no le quitaba la vista de encima al tahúr, ni de soslayo a sus consortes. Seguía haciendo cálculos de ajedrez, como tanto me aconsejaba el capitán Alatriste: antes de meter mano, piensa cómo vas a irte. Había diez pasos y una docena de peldaños hasta la puerta donde estaban las armas. Teníamos a nuestro favor que, para evitar al dueño del garito problemas con la Justa, los parroquianos habituales no solían caerte encima allí, sino en la calle. Eso nos despejaba el terreno hasta la plaza. Hice memoria. De todas las iglesias cercanas para acogerse en caso de estocadas, Santa María la Nueva y Monserrate eran las más próximas.

Salimos sin que nos inquietaran, lo que pese a todo me sorprendió, aunque el silencio podía cortarse con navaja. Arriba de la escalera cogimos nuestras espadas y dagas, dimos una moneda al mozo y salimos a la plaza del Olmo mirando por encima del hombro, pues sentíamos pasos detrás. La aurora de rosáceos dedos despuntaba, con todas sus metáforas, tras la montaña coronada por el castillo de San Martín, e iluminó nuestros rostros demacrados y soñolientos, de perdularios tras una noche de harto vino, harta música y harto darle a la descuadernada. Jaime Correas, que no había crecido mucho en estatura desde Flandes, pero sí en anchura de hombros y en catadura soldadesca —ahora llevaba una barbita casi espesa, prematura, y una tizona tan larga que arrastraba la punta por el suelo—, señaló con un movimiento de cabeza al tahúr y a tres de sus consortes, que venían detrás, preguntándome por lo bajini si echábamos a correr o desnudábamos temerarias. Lo cierto es que lo noté más partidario de calcorrear que de otra cosa. Eso me desalentó, pues tampoco yo andaba con el pulso fino para compases de esgrima. Aparte que, según las premáticas del virrey, andar a mojadas en plena calle y a la luz del día era viático infalible para la cárcel de Santiago, si eras soldado español, y para la de Vicaría, si italiano. Y allí estaba yo, en fin, con el fullero florentín y sus secuaces pegados a la chepa, dudando, como miles gloriosus que era, entre la táctica del rebato sus y a ellos, en plan cierra España, o la de la velocísima liebre —que el valor no ofusca lo prudente—, cuando a Correas y a mí se nos apareció la Virgen. O, para ser más exactos, se nos apareció en forma de piquete de soldados españoles que venía de hacer el relevo en la garita del muelle picólo y embocaba la calle de la Aduana. De manera que, sin dudarlo un instante, nos acogimos a la patria mientras los malandrines, frustrado el intento, se mantenían quietos en su esquina. Mirándonos mucho, eso sí, para quedarse con nuestras señas y caras.

Yo adoraba Nápoles. Y todavía, cuando echo la vista atrás, el recuerdo de mis años mozos en aquella ciudad, que era un mundo abreviado, grande como Sevilla y hermosa como el paraíso, me arranca una sonrisa de placer y nostalgia. Imagínenme joven, gallardo y español, bajo las banderas de la famosa infantería cuya nación era mayor potencia y azote del orbe, en tierra deliciosa como aquélla: Madono, porta manjar. Bisoño presuto e vino, presto. Bongiorno, bela siñorina. Añadan a eso que en toda Italia, salvo en Sicilia, las mujeres iban de día sin manto por la calle, en cuerpo y mostrando el tobillo, el cabello en redecilla o con mantilla o pañuelo ligero de seda. Además, a diferencia de los mezquinos franceses, los sórdidos ingleses o los brutales tudescos, los españoles aún teníamos buen cartel en Italia; pues aunque arrogantes y fanfarrones, también se nos conceptuaba de disciplinados, valientes y escotados de bolsa. Y pese a nuestra natural ferocidad —de la que daban fe los mismos papas de Roma— en aquel tiempo solíamos entendernos de maravilla con la gente italiana. Sobre todo en Nápoles y Sicilia, donde se hablaba la parla castellana con facilidad. Muchos eran los tercios de italianos —los habíamos tenido con nosotros en Breda— que derramaban su sangre bajo nuestras banderas, y a quienes su gente e historiadores nunca consideraron traidores, sino servidores fieles de su patria. Fue más adelante cuando, en vez de capitanes y soldados que tuvieran a raya a franceses y turcos, llovieron de España recaudadores, magistrados, escribanos y sanguijuelas sin recato, y las grandes hazañas dieron paso a la dominación sin escrúpulos, los andrajos, el bandidaje y la miseria, que abonarían disturbios y sublevaciones sangrientas como la del año cuarenta y siete, con Masaniello.

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