Alatriste callaba, distraído. Seguía mirando las manchas pardas del suelo, que se extendían desde el muelle hasta la esquina de la Aduana. Los hombres cuyos cuerpos envasaron aquella sangre habían bajado a tierra con el resto de cautivos, un total de veintisiete corsarios de Argel, todos moriscos, capturados a bordo de un bergantín después de hacer algunas presas corriendo las costas de Calabria y Sicilia; entre ellas, un bajel napolitano cuya tripulación, por llevar bandera española, fue pasada a cuchillo de patrón a paje. Algunas viudas y huérfanos recientes estaban en el muelle con la multitud que solía congregarse a la llegada de galeras, cuando el desembarco de los apresados; y era tanto el furor popular, que tras una consulta rápida con el obispo, el virrey consintió en que quienes decidiesen morir como cristianos fuesen ahorcados sin más ultraje en tres días; pero los que se negaran a reconciliar con la verdadera religión, se pusieran en manos de la gente que los reclamaba a gritos para hacer justicia allí mismo. Ocho de los moriscos —tagarinos todos, vecinos de un mismo pueblo aragonés, Villafeliche— rechazaron a los religiosos que aguardaban su desembarco, persistiendo en la fe de Mahoma; y fueron los chicuelos napolitanos, los golfillos de las calles y el puerto, quienes con palos y piedras se encargaron de ellos. A esas horas, tras haber sido expuestos en la linterna del muelle y en la torre de San Vicente, sus despojos estaban siendo quemados, con mucha fiesta, al otro lado del muelle picólo, en la Marinela.
—Se prepara otra incursión a Levante —Contreras había adoptado un aire confidencial—. Lo sé porque me han pedido a Gorgos, el piloto, y también llevan días consultando mi famoso
Derrotero Universal
, donde se detallan palmo a palmo, o casi, aquellas costas… Detalle ese que me honra, pero me revienta. Desde que el príncipe Filiberto pidió mi obra magna para copiarla, no he vuelto a verla. Y cuando la reclamo, esas sanguijuelas vestidas de negro, semejantes a cucarachas, me dan largas… ¡Mala vendimia les dé el diablo!
—¿Irán galeras o bajeles? —se interesó Alatriste.
Con un suspiro resignado, Contreras olvidó su derrotero.
—Galeras. Nuestras y de la Religión, tengo entendido —La
Mulata
es una de ellas. Así que tenéis campaña a la vista.
—¿Larga?
—Razonable. Dicen que un mes o dos, más allá del brazo de Mayna. Quizá hasta las bocas de Constantinopla… Donde, si mal no recuerdo, vuestra merced no necesita piloto.
Hizo una mueca Alatriste, correspondiendo a la ancha sonrisa de su amigo, mientras dejaban atrás el muelle grande y embocaban la explanada entre la Aduana y el imponente foso de Castilnuovo. La última vez que Alatriste había estado frente a los Dardanelos, el año trece, su galera fue apresada por los turcos cerca del cabo Troya, llena de muertos y asaeteada hasta la entena; y él, herido grave en una pierna, se había visto liberado con los supervivientes casi a la altura de los castillos, cuando la nave turca que lo capturó fue apresada a su vez.
—¿Sabe vuestra merced quién más va?
Se llevaba una mano al ala del sombrero, a fin de saludar a unos conocidos, tres arcabuceros y un mosquetero, que estaban de facción en el portillo de la rampa del castillo. Contreras hizo lo mismo.
—Según Machín de Gorostiola, que es quien me lo ha contado, hay previstas tres galeras nuestras y dos de la Religión. Machín embarca con sus vizcaínos, y por eso lo sabe.
Llegaron a la explanada, donde hacia la plaza de palacio y Santiago de los Españoles aún rodaban coches, pasaban caballerías y caminaban grupos de vecinos de vuelta de la quema de moriscos, comentando las incidencias con mucha animación. Una docena de chicuelos desfiló junto a ellos con paso militar. Llevaban en alto, en la caña de una escoba, la aljuba ensangrentada y rota de un corsario.
—La
Mulata
—prosiguió Contreras— la reforzarán con más gente… Creo que embarcan Fernando Labajos y veinte arcabuceros buenos, gente vieja, todos de vuestra bandera.
Alatriste asintió, satisfecho. El alférez Labajos, teniente de la compañía del capitán Armenia de Medrano, era un veterano duro y eficaz, muy hecho a las galeras, con el que tenía buena relación. En cuanto al capitán Machín de Gorostiola, mandaba una compañía integrada exclusivamente por naturales de Vizcaya: gente muy sufrida, cruel y recia en el combate. Lo que pintaba incursión seria.
—Me acomoda —dijo.
—¿Llevaréis al mozo?
—Supongo.
Contreras se retorcía el mostacho, con manifiesta melancolía.
—Daría cualquier cosa por acompañaros, porque echo en fáltalos buenos tiempos, amigo mío… Leventes del rey católico, nos llamaban los turcos. ¿Os acordáis?… Sombreros llenos de monedas de plata hasta la badana, lances famosos, lindas quiracas… Vive Dios que daría Lampedusa, mi hábito de San Juan y hasta la comedia que me hizo Lope, por tener otra vez treinta años… iQué tiempos, pardiez, los del gran Osuna!.
La mención del infeliz duque los puso serios a los dos, y ya no abrieron la boca hasta llegar a la calle de las Carnicerías, frente a los jardines del palacio virreinal. El gran Osuna había sido don Pedro Téllez Girón, duque de Osuna, con quien Alatriste había coincidido en los tiempos de Flandes, cuando el asedio de Ostende. Más tarde virrey de Nápoles y luego de Sicilia, el duque había sembrado el terror en los mares de Italia y Levante con las galeras españolas durante el reinado del tercer Felipe, haciéndolas respetar por turcos, berberiscos y venecianos. Escandaloso, alocado, estrafalario en su vida privada, pero estadista eficaz, guerrero afortunado en sus empresas, siempre ávido de gloria y de botín que luego derrochaba a manos llenas, supo rodearse de los mejores soldados y marinos, enriqueciendo a muchos en la Corte, monarca incluido; mas el ascenso fulgurante de su estrella le ocasionó, como era de rigor, resentimientos, envidias y odios que terminaron con su ruina y prisión tras la muerte del rey. Sometido a un proceso que nunca pudo concluirse, negándose a defenderse pues sostenía que para ello bastaban sus hazañas, el gran duque de Osuna había muerto de modo miserable en la cárcel, enfermo de achaques y tristeza, para aplauso y regocijo de los enemigos de España; en especial Turquía, Venecia y Saboya, a quienes había tenido a raya cuando las banderas negras con sus armas ducales asolaban victoriosas el Mediterráneo; siendo sus últimas palabras:
«Si cual servía mi rey sirviera a Dios, fuera buen cristiano»
. Como epitafio, don Francisco de Quevedo, que había sido íntimo suyo —su amistad con Diego Alatriste databa de aquel tiempo en Nápoles— y uno de los pocos que le fueron fieles en la desgracia, escribió algunos de los más hermosos sonetos salidos de su pluma, entre ellos el que empezaba:
Faltar pudo su patria al grande Osuna,
pero no a su defensa sus hazañas.
Diéronle muerte y cárcel las Españas,
de quien él hizo esclava la Fortuna.
… Y aquel otro cuyos versos reflejaban, mejor que un libro de Historia, el pago que la mezquina patria de don Pedro Girón daba de ordinario a sus mejores hijos:
Divorcio fue del mar y de Venecia,
su desposorio dirimiendo el peso
de naves, que temblaron Chipre y Grecia.
¡Ya tanto vencedor venció un proceso!
—Por cierto —dijo de pronto Contreras—. Hablando de vuestro joven compañero, tengo noticias.
Alatriste se había detenido a mirar a su amigo, sorprendido.
—¿De Íñigo?
—Del mismo. Pero dudo que os gusten.
Y dicho aquello, Contreras puso a Diego Alatriste en antecedentes. Casualidades de la vida napolitana: cierto conocido suyo, barrachel de Justicia, había interrogado por otro asunto a un malandrín de los que frecuentaban el Chorrillo. Y a la primera vuelta de cordel, el fulano, que no tenía mucho cuajo y era de verbo fácil, había soltado la maldita y empezado a derrotar sin respiro de todo lo divino y lo humano. Entre otros pormenores, el suprascrito había referido que un tahúr florentín, habitual de tales pastos y más bellaco que jugar al abejorro, andaba reclutando esmarchazos para cobrarse, en carne y con cuchillada de catorce, una deuda de juego contraída en la plaza del Olmo por dos soldados jóvenes; uno de los cuales posaba donde Ana de Osorio, en el cuartel de los españoles.
—¿Y está vuestra merced seguro de que se trata de Íñigo?
—Pardiez. Seguro sólo estoy de que un día tendré ciertos verbos cara a cara con el Criador… Pero la descripción y el detalle de la posada encajan como un guante.
Alatriste se pasó dos dedos por el mostacho, sombrío. Instintivamente apoyaba la mano izquierda en la empuñadura de la espada.
—¿El Chorrillo, decís?
—Equilicuá. Al parecer, el florentín frecuenta consolatorias en el barrio.
—¿Y sopló ese fuelle su nombre?
—Un tal Colapietra. Por nombre Giacomo. Tunante y atravesadillo, dicen.
Siguieron caminando, en silencio Alatriste, fruncido el ceño bajo el ala del sombrero que le echaba sombra en los ojos glaucos y fríos. A los pocos pasos, Contreras, que lo observaba de reojo, soltó una carcajada.
—A fe de quien soy, amigo mío, que lamento zarpar ferro a la noche, con el terral… ¡O no os conozco, o el Chorrillo va a ponerse interesante uno de estos días!
Lo que se puso interesante aquella tarde fue nuestro cuarto de la posada, cuando, disponiéndome a salir para dar un bureo antes de las avemarías, entró el capitán Alatriste con una hogaza de pan bajo un brazo y una damajuana de vino bajo el otro. Yo estaba acostumbrado a adivinarle el talante, que no los pensamientos; y en cuanto vi el modo en que arrojaba el sombrero sobre la cama y se desceñía la espada, comprendí que algo, y no grato, le alborotaba la venta.
—¿Sales? —preguntó al verme vestido de calle.
Yo iba, en efecto, muy galán: camisa soldadesca con cuello a la valona, almilla de terciopelo verde y jubón abierto de paño fino —comprado en la almoneda de ropa del alférez Muelas, muerto en Lampedusa—, greguescos, medias y zapatos con hebillas de plata. En el sombrero estrenaba toquilla de seda verde. Y respondí que sí; que Jaime Correas me esperaba en una hostería de la vía Sperancella, aunque ahorré detalles sobre el resto de la singladura, que incluía un garito elegante de la calle Mardones, donde se jugaba fuerte a bueyes y brochas, y terminar la noche con un capón asado, una torta de guindas y algo de lo fino en casa de la Portuguesa, un lugar junto a la fuente de la Encoronada donde había música y se bailaba el canario y la pavana.
—¿Y esa bolsa? —preguntó, al verme cerrar la mía y meterla en la faltriquera.
—Dinero —respondí, seco.
—Mucho parece, para salir de noche.
—Lo que lleve es cosa mía.
Se me quedó mirando pensativo, una mano en la cadera, mientras digería la insolencia. Lo cierto es que nuestros ahorros mermaban. Los suyos, puestos en casa de un platero de Santa Ana, bastaban para pagar la común posada y socorrer al moro Gurriato, que no poseía otra plata que los aros que llevaba en las orejas: aún no había cobrado su primera paga y sólo tenía derecho, soldado nuevo, a alojarse en barracón militar y al rancho ordinario de la tropa. En cuanto a mi argén, del que nunca el capitán pidió cuentas, había sufrido sangrías de estocada; tales que, de no soplar buen viento en el juego, de allí a poco iba a verme más seco que mojama de almadraba.
—Que te apuñalen en una esquina también es cosa tuya, imagino.
Me quedé con la mano, que alargaba para coger mi espada y daga, a medio camino. Eran muchos años a su lado, y le conocía el tono.
—¿Os referís a las posibilidades, capitán, o a algún puñal concreto?
No contestó enseguida. Había abierto la damajuana para servirse tres dedos de ella en una taza. Bebió un poco, miró el vino, atento a la calidad de lo que le había vendido el tabernero, pareció satisfecho y volvió a beber de nuevo.
—Uno puede hacerse matar por muchas cosas, y nada hay que objetar a eso… Pero que te despachen de mala manera y por deudas de juego, es una vergüenza.
Hablaba tranquilo y con mucha pausa, mirando todavía el vino de la taza. Quise protestar, pero alzó una mano interrumpiéndome la intención.
—Es —concluyó— indigno de un hombre cabal y de un soldado.
Amohiné el semblante. Que en un vascongado, aunque la verdad adelgace, nunca quiebra.
—No tengo deudas.
—Pues no es eso lo que me han dicho.
—Quien os lo haya dicho —repuse, fuera de mí— miente como Judas mintió.
—¿Cuál es el problema, entonces?
—No sé a qué problema os referís.
—Explícame por qué quieren matarte.
Mi sorpresa, que debió de pintárseme en el sobrescrito, era del todo sincera.
—¿A mí?… ¿Quién?
—Un tal Giacomo Colapietra, fullero florentín, habitual del Chorrillo y la plaza del Olmo… Anda alquilándote cuchilladas.
Di unos pasos por el cuarto, desazonado. De pronto sentía un calor enorme bajo la ropa. No esperaba aquello.
—No es una deuda —dije al fin—. Nunca las tuve hasta hoy.
—Cuéntamelo, entonces.
Le expliqué, en pocas palabras, cómo Jaime Correas y yo le habíamos descornado al tahúr la flor a media partida, cuando pretendía darnos garatusa con naipes de puntas dobladas, y cómo nos habíamos ido sin dejarle el dinero.
—Y no soy un niño, capitán —concluí.
Me estudió de arriba abajo. El relato no parecía mejorar su opinión del asunto. Si era cierto que, a menudo, mi antiguo amo no hacía asco a sorber cuanto se le escanciaba delante, no lo era menos que apenas lo habían visto con una baraja. Despreciaba a quienes ponían al azar el dinero que, en su oficio, pagaba una vida o el acero que la quitaba.
—Tampoco eres un hombre todavía, por lo que veo.
Aquello me puso fuera de filas.
—No todos pueden decir eso —opuse, picado—. Ni yo lo consentiría.
—Puedo decirlo yo.
Me miraba con el mismo calor que lo que crujía bajo nuestras botas en los inviernos de Flandes.
—Y a mí —añadió tras una pausa densa como el plomo— me lo consientes.
No era un comentario, sino una orden. Buscando una respuesta digna que no me rebajase, miré mi espada y mi daga cual si apelara a ellas. Mostraban, como las armas del capitán, marcas en hojas, guardas y cazoleta. Y aunque no tantas como él, yo también tenía cicatrices en la piel.
—He matado…