Antes de llegar a la iglesia de San Mateo, Diego Alatriste tomó la primera calle a la izquierda. A pocos pasos, la posada de Ana de Osorio siempre estaba iluminada de noche por las palomillas y candelas encendidas ante las tres o cuatro hornacinas con vírgenes y santos que había allí. Al llegar a la puerta alzó el rostro bajo el ala del sombrero, mirando el cielo fosco entre las casas y la ropa tendida. El tiempo muda unos lugares y respeta otros, concluyó. Pero siempre te cambia el corazón. Luego, tras mascullar un juramento, subió despacio y a oscuras las escaleras de madera que chirriaban bajo las botas, empujó la puerta de su habitación, tanteó en busca de yesca, eslabón y pedernal, y encendió un candil de garabato colgado de un clavo en una viga. Al desceñirse el talabarte arrojó las armas al suelo con furia, sin importarle despertar a quienes durmieran cerca. Buscó una pequeña damajuana con vino que tenía en un rincón y blasfemó de nuevo, en voz queda, al encontrarla vacía. La sensación de serenidad que le producía estar de nuevo en Nápoles se había esfumado aquella tarde, con sólo unos minutos de conversación abajo, en la calle. Con la certeza, una vez más, de que nadie caminaba impunemente por la vida, y de que, con dos palabras, un mozo de diecisiete años podía convertirse en espejo donde ver el propio rostro, las cicatrices nunca olvidadas, el desasosiego de la memoria, sólo imposibles en quienes no vivían lo suficiente. Alguien había escrito en alguna parte que frecuentar caminos y libros llevaba a la sabiduría. Eso era cierto, quizás, en otra clase de hombres. En Diego Alatriste, donde llevaba era a la mesa de una taberna.
Un par de días más tarde me vi envuelto en un incidente curioso, que cuento a vuestras mercedes para que vean hasta qué punto, pese a mis fieros y fueros, y a todo lo corrido en aquellos años, yo seguía siendo un mozo al que se le adivinaba la leche en la boca. Sucedió que a prima rendida venía de cumplir con mi turno de guardia junto al torreón que llamábamos de Alcalá, cerca del castillo del Huevo. Aparte el vago resplandor rojizo hacia el otro extremo de la ciudad, sobre el volcán, y su espejear en las aguas de la bahía, era la noche oscura casi a boca de sorna; y al subir por Santa Lucía, pasada la iglesia, cerca de las fuentes y junto a la capillita que hay allí, cubierta de exvotos de cera y latón con figuras de niños, de piernas, de ojos, ramos de flores secas, medallas y todo lo imaginable, vi a una mujer sola y rebozada, medio tapada de mantilla. A esas horas, deduje, o era mucha devoción la suya o era fina industria en el arte de calar redes; de manera que refrené el paso, procurando espulgarla lo mejor que pude a la luz de las torcidillas de aceite que ardían en el altar; pues halcón joven a toda carne se abate. Parecióme hembra de buen talle, y al arrimarme oí crujir seda y olí a ámbar. Eso descartaba, concluí, descosida de baja estofa; de manera que puse más interés, queriendo atisbarle la cara, que la mantilla ocultaba mucho. Mirándola en partes parecía bien, y en todo, mucho mejor.
—Svergoñato anda il belo galán —dijo con mucho donaire.
—No es desvergüenza —repuse con calma— sino a lo que obligan tan lindos bríos.
Me animó a ello su voz, que era joven y de buen metal. Italiana, claro. No como la de tantas lozanas, andaluzas o no, compatriotas nuestras, que hacían las Italias dándoselas de Guzmanes y Mendozas para arriba, y te echaban el garfio en limpio castellano. El caso es que yo estaba parado enfrente y seguía sin verle la cara a la mujer, aunque el contorno, que mucho me agradaba la vista, quedaba recortado por las luces del altarcito. La mantilla parecía de seda, de las de a cinco en púa. Y por la muestra del paño, tentaba comprar toda la pieza.
—¿Tan sicura crede tener la caccia? —preguntó, garbosa.
Yo era joven, pero no menguado. Al oír aquello no me cupo duda: habíamelas con cisne del arte aviesa, aunque de buen paramento y con pujos de calidad. Nada que ver con las putas de todo trance, grofas, bordoneras y abadejos que acechaban por los cantones; de esas que decían desmayarse de ver salir un ratón, pero se holgaban de ver entrar media compañía de arcabuceros.
—No voy de caza, sino que salgo de servicio —dije con sencillez—. Y con más ganas de dormir que de otra cosa.
Me estudió al resplandor del altarcillo, calibrando la pieza. Imagino que los pocos años se mascaban en mi aspecto y mi voz. Casi pude oírla pensar.
—Españuolo y soldato bisoño —concluyó, despectiva—. Piu fanfarria que argento.
Ahí me tocó el puntillo. Bisoño era el apodo de los soldados españoles nuevos y pobres, que llegaban a Nápoles ingenuos como indios caribes, sin hablar la lengua, sabiendo sólo decir bisogno —necesito— esto o lo otro. Y no me canso de repetir que yo era muy joven. Así que, algo picado, sin abrir la boca, me di un golpecito en la faltriquera, donde mi bolsa encerraba tres carlines de plata, un real de a ocho y algún charnel menudo. Olvidando, por cierto, un sabio consejo de don Francisco de Quevedo: de damas, la más barata.
—Me piaze il discorso —dijo la corsaria con mucho aplomo.
Y sin más protocolos me asió de la mano, tirando de mí con suavidad. La mano era cálida, pequeña, juvenil. Eso alivió el recelo de posibles embelecos de la voz, disipando el miedo a habérmelas, bajo el embozo, con un callonco piltrofero dándoselas de corderilla de virgo rehecho con aguja y dedal. Aunque seguía sin verle la cara. Entonces quise desengañarla, diciéndole que no tenía propósito de llegar tan lejos como ella ofrecía; pero estuve algo ambiguo, temiendo —imbécil de mí— ofenderla con una negativa brusca. Por eso, al decirle que seguía camino a mi posada, ella se lamentó de mi incivilitá por desacompañarla el trecho hasta su casa, que estaba allí mismo, en Pizzofalcone, sobre las escaleras cercanas. Para evitar malos encuentros, añadió, de una mujer sola y a tales horas. Y a fin de rematar el redoble, como al descuido, deslizó la mantilla a media cara y dejó entrever una boca muy bien dibujada, una piel blanca y un ojo negro de los que asestan y matan en menos de un Jesús. Así que no hubo más que decir, y caminamos del bracete, yo respirando el ámbar y sintiendo el crujir de la seda mientras pensaba a cada paso, pese a lo que llevaba corrido hasta esa fecha, que sólo acompañaba a una mujer por las calles de Nápoles, y que nada malo podía venirme del lance. Hasta llegué a dudar, en mi bisoñez, de que realmente me las hubiera con una bachillera del abrocho. Quizá una mocita de caprichos, llegué a pensar. Un extraño milagro de la noche o algo así. Aventura juvenil y todo eso. Figúrense vuestras mercedes hasta qué punto yo era menguado.
—Vieni quá, galatuomo.
El tuteo, en un susurro, vino acompañado de una caricia en mi mejilla. Que no me desagradó, por cierto. Estábamos ya ante su casa, o de lo que yo pensaba que tal era; y la miñona, sacando una llave de bajo el manto, abría la puerta. La cabeza y el buen seso me abandonaban por momentos; pero advertí lo sórdido del lugar, poniéndome la mosca tras la oreja. Entonces quise despedirme, mas ella me tomó de nuevo por la mano. Habíamos subido por la escalinata que va de Santa Lucía a las primeras casas de Pizzofalcone —aún no estaba construido arriba el gran cuartel de tropas que conocí años más tarde— y ahora, franqueada la puerta, nos adentramos en un zaguán profundo y oscuro que olía a moho; donde, tras llamar ella con dos palmadas, acudió con lumbre una sirvienta vieja y legañosa que nos condujo, más escaleras arriba, a un cuarto mezquinamente amueblado con una estera, dos sillas, una mesa y un jergón. El sitio acabó por disiparme del todo las quimeras, pues nada tenía de casa particular y mucho de lonja para compraventa de carne, de esas donde abundan madres postizas, tenderas de sus sobrinas y primos todos carnales, en plan:
Y que la viuda enlutada
les jure a todos por cierto
que de miedo de su muerto
duerme siempre acompañada.
De manera que cuando la daifa retiró la mantilla y dejó ver una cara razonable, cierto, pero con afeites y menos joven de lo que me había parecido en la oscuridad, y empezó a contarme una historia de las de nunca en tal me vi, sobre cierta joya de una amiga que había empeñado, del tal primo o hermano de una u otra, de ciertos dineros que por lo visto precisaba para salvar el honor de ambas, y de no sé cuántas historias más, todas muy al uso, yo, que ni siquiera me había sentado y aún tenía el sombrero en la mano y la espada en el cinto, sólo aguardaba a que terminara de hablar para dejarle unos menudos sobre la mesa, por la pérdida de tiempo, e irme por donde había venido. Pero antes de que pudiera unir acción y pensamiento, la puerta se abrió de nuevo, y exactamente igual que si de una jácara de Quiñones de Benavente se tratara, en el cuarto hizo su entrada —y lo de
hacer su entrada
bien define acto, momento y personaje— el rufián del entremés.
—¡Vive Dios y la puta que lo engendró! —voceaba el engibacaire.
Era español y vestía a lo soldado, muy fiero, aunque de milite no tuviese ni las puntas, y lo más cerca que hubiese visto luteranos o turcos fuera en corrales de comedias. Por lo demás era como de libro, arroldanado y bravoso de los de Cristo me lleve, sin ahorrar cierto deje andaluz postizo que le aligeraba las sílabas como si acabaran de trasplantarlo desde el patio de los Naranjos de Sevilla. Lucía los inevitables bigotazos de gancho propios de la gente de la hoja, andaba escocido y se paraba muy crudo con las piernas abiertas, un puño en la cintura y otro en la cazoleta de una herrusca de siete palmos, pronunciaba las ges como haches y las haches como jotas —señal inequívoca de valentía a más no pedir— y era, en suma, la viva estampa del rufo hecho a colar ermitas gastando el fruto de los sudores de su gananciosa mientras alardeaba de matar a medio mundo, dar antuviones en ayunas y bofetones a putas estando presentes sus jaques, hacer rodajas de corchetes, decir nones en las ansias del potro, y ser, por sus asaduras, bravo a quien los camaradas de la chanfaina respetaban, prestaban y convidaban. Y no había, cuerpo de Dios, más que decir.
—¡Qué no se viera en mil años! —mascullaba desaforado de ceño, con voces que atronaban el cuarto—. ¿Pues no le tengo dicho, señora, que no meta a nadie en casa, por mi honra?
Y así estuvo el jaque un rato largo, echando verbos como en un pulpito y asegurando a truenos que maldita fuese su campanada y el badajo que la diera, que tales desafueros no los sufría él ni cautivo en Argel, y que mucho ojo con su temeraria, pardiez, que asaban carne. Pues cuando le subía la cólera al desván y hacíanle cagar el bazo, por vida del rey de copas que igual le daba espetar a dos que a doscientos; que a un jeme estaba de borrajarle el mundo a la pencuria con un signum crucis, para que aprendiera de una vez que marineros de Tarpeya y tigres de Ocaña como él no toleraban demasías, y que cuando abusando de su buena fe querían dárselas con queso de Flandes, se le alborotaba el bodegón, y mala pascua le diera el Turco si no era león con hígados para despachar hombres de siete en siete, tales que no los remendara un cirujano. Por el Sempiterno y la madre que lo parió, etcétera.
Mientras aquella joya de la braveza enhebraba su negocio, yo, que con la primera sorpresa me había quedado como estaba, sombrero en mano y acero en vaina, seguía callado, prudente y con la espalda en la pared, atento a ver cuándo íbamos de veras al turrón. Y de ese modo observé que la pecatriz, muy en su papel y tomando, como quien conocía bien música y letra, un aire turbado, contrito y temeroso, retorcíase las manos con mucha pesadumbre e interponía excusas y ruegos mientras su respeto, de vez en cuando y sin amainar la granizada, alzaba la mano de la cadera para amagar un bofetón, haciéndole merced de la vida. Todo eso, sin mirarme.
—De manera —concluyó el rufo, yendo por fin al asunto— que esto habrá que arreglarlo de alguna forma, o no quedará de mí pedazo.
Seguía yo pensativo, inmóvil y callado, estudiándolo mientras discurría qué habría hecho el capitán Alatriste de estar en mi situación y mi pellejo. Y al cabo, en cuanto oí lo del arreglo y lo del pedazo, sin decir esta boca es mía retiré la espalda de la pared y le tiré al jaque una cuchillada tan rápida que, entre verme meter mano, desabrigar doncella y sentirla en la cabeza, no le dio espacio a decir válgame Dios. Del resto de la escena no alcancé a ver mucho; sólo, de soslayo, al valentón derrumbándose con un lindo tajo encima de una oreja, a su marca socorriéndolo con un grito de espanto, y luego, fugaces bajo mis pies, los peldaños de la escalera de la casa y los de la bajada a Santa Lucía, que franqueé de cuatro en cuatro y a oscuras, arriesgando partirme la crisma, mientras me ponía en cobro con la velocidad de mis años mozos. Que, como dice —y dice harto— el antiguo refrán, más vale salto de mata que ruego de hombres buenos.
Haciendo cuenco con las manos, el capitán Alonso de Contreras bebió agua de la fuente. Luego, secándose el fiero mostacho con la manga del jubón, miró hacia el Vesubio, cuyo penacho de humo se fundía con las nubes bajas al extremo de la bahía. Aspiraba, satisfecho, el aire fresco que corría a lo largo del muelle grande, donde su fragata, aparejada para hacerse a la mar, seguía amarrada junto a dos galeras del papa y un bajel redondo francés. Diego Alatriste bebió también, a su lado, y luego ambos militares prosiguieron su paseo hacia las imponentes torres negras de Castilnuovo. Era mediodía, y el sol y la brisa secaban, bajo sus botas, los regueros de sangre, todavía visibles en el empedrado del muelle, de ocho corsarios moriscos despedazados allí mismo a primera hora de la mañana; apenas bajaron, maniatados, de las galeras que los habían capturado cinco días antes frente al cabo Columnas.
—Me fastidia dejar Nápoles —dijo Contreras—. Lampedusa es demasiado pequeña, y en Sicilia tengo a mi virrey encima de la chepa… Aquí me siento libre de nuevo, y hasta más mozo. Juro a Dios que esta ciudad rejuvenece a cualquiera. ¿No os parece?
—Supongo que sí. Aunque hace falta algo más para rejuvenecernos a nosotros.
—¡Ja, ja!… Por las cinco llagas, o las que tuviera Cristo, que tenéis razón. Se nos va el tiempo como por la posta… Por cierto, hablando de postas: vengo de la garita de Don Francisco, y alguien dijo que tenéis correo… Yo acabo de recibir carta de Lope de Vega. Nuestro ahijado Lopito viene a Nápoles a finales de verano. Pobre chico, ¿verdad?… Y pobre Laurita… Apenas seis meses de gozar el matrimonio, por culpa de aquellas fiebres. ¡Cómo pasa el tiempo!… Parece que ayer mismo dimos la cencerrada a su tío, y ha pasado un año.