—Y así anda la gente. Desesperada, desnuda y hambrienta —Copons bajó un poco la voz—. No extraña que en cuanto pueden, los más flojos o los más hartos se pasen a los moros. ¿Te acuerdas, Diego, de Yndurain el vizcaíno?… ¿El que defendió el casar viejo, en Fleurus, con Utrera, Barrena y los otros, y sólo quedaron él y un corneta?
El capitán se acordaba. Y qué pasa con Yndurain, dijo. Copons miró su jarra, ladeó el rostro para escupir bajo la mesa y volvió a mirarla.
—Llevaba aquí cinco años, sin cobrar una paga desde hacía tres. Hará dos meses tuvo palabras con un sargento, le dio una cuchillada y escapó saltando de noche el muro, con otro compañón que estaba de guardia… Se dice que llegaron con muchas penalidades a Mostagán, donde renegaron. Pero cualquiera sabe.
Los dos camaradas se miraron, sabiendo de qué hablaban; y al poco vi cómo mi antiguo amo mojaba el mostacho en el vino, encogiendo los hombros. Resignado por sí mismo, por su amigo y por los otros, por todos, por la infeliz España. En ese momento recordé, comprendiéndolo al fin, lo que había oído en un corral de comedias un par de años antes, en Madrid, escandalizándome entonces su sentido:
Soy un soldado
que me he venido a entregar
por no poder tolerar
ser valiente y mal pagado.
—¿Te lo imaginas? —comentó de pronto el capitán a Copons—. ¿Yndurain, haciendo la zalá de cara a La Meca?
Sonreía a medias, atravesado. Copons lo acompañó con una sonrisa más breve, pero idéntica. Eran sonrisas sin humor, escépticas. Propias de soldados viejos que no se hacen ilusiones.
—Y sin embargo —dijo el aragonés—, cuando redobla el tambor, nunca faltan espadas.
Era muy cierto, y el tiempo lo siguió probando. Pese al abandono, al maltrato y a la miseria, en los presidios norteafricanos casi nunca faltaron manos para pelear cuando llegó el caso. Y se hizo sin pagas, sin socorro y sin gloria; por desesperación, orgullo, reputación. Por no ser esclavos y acabar de pie —sé lo que digo, y a lo largo de esta relación lo verán vuestras mercedes—. A fin de cuentas, a la hora de morir y para cierta clase de hombres, vender cara la piel siempre significó algún consuelo. Entre los españoles ésa era historia antigua y siguió ocurriendo después, hasta que buena parte de aquellos lugares, olvidados por Dios y por el rey, fueron cayendo en manos de turcos o moros. Eso había pasado ya en Argel durante el siglo viejo: cuando Jaradín Barbarroja atacó el peñón guarnecido de ciento cincuenta soldados nuestros que estorbaban la entrada del puerto, y España abandonó a su suerte a los que, esperando un socorro que nunca llegó —
«por los muchos y grandes negocios que el emperador trabajaba entonces»
, escribió fray Prudencio de Sandoval—, resistieron como quienes eran hasta que, tras dieciséis días de batirlos con artillería demoliendo el reducto piedra a piedra, los turcos apresaron sólo a cincuenta hombres heridos y maltrechos; entre ellos su capitán Martín de Vargas, a quien Barbarroja, exasperado por la feroz resistencia, hizo matar a palos. En cuanto a la plaza de Larache, pocos años después de lo que narro habría de sufrir un tremendo asalto de veinte mil enemigos, rechazado por sólo ciento cincuenta soldados españoles y cincuenta inválidos que pelearon como diablos —la pérdida y recuperación de la torre del Judío fue encarnizada— para defender seis mil pasos de extensión de muralla, que se dice pronto. También Orán se había sostenido con mucha decencia en varios asedios, entre ellos el que inspiró al buen don Miguel de Cervantes la comedia
El gallardo español
. A Cervantes, por cierto —no en vano era veterano de Lepanto—, debemos dos hermosos sonetos escritos en memoria de los millares de soldados que en nuestra Historia murieron peleando solos y abandonados de su rey; como era, y sigue siendo, españolísima costumbre. Esos versos, incluidos en el Quijote, recuerdan a los defensores del fuerte de La Goleta, frente a Túnez, aniquilados tras resistir veintidós asaltos turcos y matar a veinticinco mil enemigos; de manera que, de los pocos españoles supervivientes, a ninguno cautivaron allí sin heridas.
Primero que el valor faltó la vida
, dice uno de esos sonetos. Y comienza el segundo:
De entre esta tierra estéril, derribada,
destos terrones por el suelo echados,
las almas santas de tres mil soldados
subieron vivas a mejor morada.
Siendo primero en vano ejercitada
la fuerza de sus brazos esforzados
hasta que al fin, de pocos y cansados,
dieron la vida al filo de la espada.
Como dije, tanto sacrificio era inútil. Después de Lepanto, que había marcado el momento extremo del choque entre los dos grandes poderes mediterráneos, el Turco se había vuelto más a sus intereses en Persia y el este de Europa, y nuestros reyes a Flandes y la empresa atlántica. Tampoco el cuarto Felipe prestaba mayor atención, desalentado por su ministro el conde-duque de Olivares, poco amigo de puertos, de galeras —nunca entró en una; el hedor, decía, le daba dolor de cabeza— y despreciador de marinos, pues consideraba el andar por mar ejercicio ordinario y bajo, propio de holandeses, si no era para traer de las Indias el oro que requerían sus guerras. De manera que entre reyes, validos, pitos y flautas, el Mediterráneo, pasado el tiempo de las grandes flotas corsarias y los jaques en el ajedrez naval de los imperios, había quedado a modo de frontera difusa en manos del pequeño corso de los países ribereños; actividad que, pese a cambiar el signo de muchas vidas y fortunas, no alteraba el pulso de la Historia. Por lo demás, culminada hacía más de un siglo la reconquista cristiana con la que durante casi ochocientos años los españoles nos construimos a nosotros mismos, abandonada la política de contragolpes al Islam impulsada por el cardenal Cisneros y el viejo duque de Medina Sidonia, tampoco África tenía interés para una España que se acuchillaba con medio mundo. Las plazas y presidios en Berbería eran más símbolo y atalaya avanzada que otra cosa; y sólo se mantenían por tener en respeto a los corsarios, como dije, y también a Francia, Holanda e Inglaterra; que, acechando la llegada de nuestros galeones a Cádiz, hacían lo indecible por establecerse con sus piratas, como en el Caribe, y roernos el calcañar. Por eso no les dejábamos campo franco, ya bien abonado en las repúblicas corsarias por los cónsules y comerciantes que allí tenían. Y aunque volveremos sobre el asunto, baste ahora decir que Tánger fue del rey de Inglaterra años más tarde y durante dos décadas, aprovechando la sublevación de Portugal; y que en el asedio de La Mámora del año mil seiscientos y veintiocho, el siguiente a lo que narro, cuando los moros intentaron tomarnos aquella plaza, quienes cavaban las trincheras y dirigían las obras de asedio eran gastadores ingleses. Que a los hijos de puta, como es sabido, Dios los cría y ellos se juntan.
Salimos a dar una vuelta. Copons nos guió a través de las calles encaladas y estrechas, de casas amontonadas, que excepto por tener terrazas en vez de tejados recordaban un poco las de Toledo, con buenos cantones de piedra y pocas ventanas, siendo éstas bajas y protegidas por esteras y celosías. A causa de la humedad del mar cercano, enlucidos y revoques se caían a pedazos, dejando ver grandes desconchados que lo afeaban todo. Añadan vuestras mercedes enjambres de moscas, ropa puesta a secar, niños desharrapados que jugaban en los patios, algunos inválidos sentados en poyos y escalones que nos miraban con curiosidad, y tendrán una estampa fiel de lo que Orán me pareció. En cada recodo se respiraba un aire militar, pues la ciudad era eso: un vasto cuartel urbano habitado por los soldados y sus familias. Mas pude comprobar que el recinto era extenso, escalonado en diversas alturas, y no faltaban oficios civiles ni panaderías, carnicerías o tabernas. La alcazaba, donde estaban la residencia del gobernador y las principales dependencias militares, databa de tiempo de moros —otros decían que de romanos—, tenía un hermoso patio de armas y era grande, fuerte y bien proporcionada. En la ciudad había también una cárcel, un hospital para soldados, una judería —para mi sorpresa, aún vivían judíos allí—, conventos de franciscanos, mercedarios y dominicos; y en la zona oriental de la medina, varias antiguas mezquitas convertidas en iglesias, entre ellas la principal, trocada por el cardenal Cisneros, cuando la conquista, en iglesia mayor de Nuestra Señora de la Victoria. Y en todas partes, en las calles, en las angostas plazuelas, bajo las lonas tendidas como toldos o en el reparo de los portales, gente inmóvil, mujeres entrevistas tras esteras y celosías, hombres —muchos de ellos soldados veteranos y ancianos cubiertos de harapos, cicatrices y manquedades, las muletas apoyadas en la pared— ensimismados en la nada. Pensé en aquel Yndurain a quien yo no había conocido, saltando el muro de noche tras acuchillar al sargento, dispuesto a renegar antes que seguir allí, y no pude evitar un estremecimiento.
—¿Qué te parece Orán? —me preguntó Copons.
—Dormida —respondí—. Con toda esa gente quieta, mirando.
El aragonés asintió. Se pasaba una mano por la cara, enjugando el sudor.
—Sólo si los moros nos dan rebato, o cuando se organizan cabalgadas, la gente espabila —dijo—. Verse con un alfanje en el gaznate o con resullo en la bolsa obra milagros —en ese punto se volvió a medias hacia el capitán Alatriste—… Por cierto, llegáis a punto. Algo se cuece.
El capitán lo miró con un destello de interés en los ojos claros que, bajo el ala ancha del sombrero, reflejaban la luz cegadora de la calle. Llegábamos en ese momento al arco de la puerta de Tremecén, en el lado de la ciudad opuesto a la marina, donde unos desganados albañiles —moros esclavos y presidiarios españoles, advertí— intentaban sostener el muro arruinado que se venía abajo. Copons cambió un saludo con los centinelas sentados a la sombra y salimos extramuros de la ciudad, entre ésta y el poblado nativo —moros de paz— de Ifre, situado a dos tiros de arcabuz de la muralla. Toda aquella parte se hallaba en mal estado, con matojos creciendo entre las piedras y muchas de éstas derribadas por el suelo. La garita de guardia se veía arruinada y sin techo, y la madera del puente levadizo sobre el estrecho foso, casi cegado de escombros y suciedad, estaba tan podrida que crujió bajo nuestros pies. Era milagro, pensé, que aquello lograra resistir asaltos.
—¿Cabalgada? —preguntó el capitán Alatriste.
Copons hizo una mueca cómplice.
—Puede ser.
—¿Dónde?
—No lo dicen. Pero barrunto que será por allí —el aragonés indicó el camino de Tremecén, que discurría hacia el sur, entre las huertas cercanas—. Hay unos aduares con dimes y diretes en lo de pagar la garrama… Ganado y gente. Buen botín.
—¿Moros de guerra?
—Si conviene, lo serán.
Yo observaba a Copons, pendiente de sus palabras. Aquello de las cabalgadas me tenía en suspenso, así que pedí detalles.
—Son como nuestras encamisadas de Flandes —me ilustró el aragonés—. Se sale de noche, se camina rápido y en silencio, y al romper el alba se da el Santiago… Nunca nos alejamos de Orán más de ocho leguas, por si acaso.
—¿Con arcabucería?
Copons negó con la cabeza.
—Poca. Casi todo se resuelve cuerpo a cuerpo, por no gastar pólvora… Si el aduar está cerca, cae gente y ganado. Si queda lejos, sólo gente y joyas. Luego volvemos a buen paso, se tasa todo, se vende y repartimos el botín.
—¿Abundante?
—Depende. Trayendo esclavos podemos ganar cuarenta escudos, o más. Una buena hembra en edad de parir, un negro fuerte o un moro joven, dejan en el saco común treinta reales cada uno. Si son niños de pecho y están sanos, diez… La última cabalgada nos alegró la vida. Saqué ochenta escudos limpios: el doble de mi sueldo de un año.
—Por eso el rey no paga —concluí.
—Qué carajo va a pagar.
Paseábamos ahora cerca de la orilla del río, fértil y arbolada, con molinos y algunas norias. Un moro viejo y otro chiquillo, vestidos con deshilachadas chilabas, pasaron por nuestro lado llevando a la espalda cestos llenos de verduras, camino de la ciudad. Admiré la gentil vista que desde allí se gozaba: los bancales verdes salpicados de árboles que se extendían entre el río y las murallas, la ciudad con su alcazaba escalonada a media pendiente, y el mar río abajo, desplegándose como un abanico azul en la distancia.
—Sin esas ocasiones y lo que dan de sí estas huertas —añadió Copons—, la gente no podría sostenerse. En lo demás, hasta vuestra llegada llevábamos cuatro meses con una hanega de trigo al mes y dieciséis reales de socorro a cada soldado con familia. Habéis visto a la gente: traen las carnes desnudas porque la ropa se les cae a jirones… Es el viejo truco de Flandes, ¿verdad, Diego?… ¿Quieren vuacedes cobrar sus pagas? Pues ahí tienen ese castillo lleno de holandeses. Asáltenlo y cobren, si les place… Moros o herejes, al rey le da lo mismo.
—¿Os quitan aquí el quinto real? —pregunté.
Por supuesto que se lo quitaban, respondió Copons. La parte del rey. Y también el señor gobernador tomaba su joya, como solía decirse: elegía para él los mejores esclavos o la familia entera del jefe del aduar arrasado. Después se apartaban las ventajas de oficiales y soldados, y por último cobraba la gente de guerra, según el sueldo. Quien se quedaba en la plaza también tenía derecho a su parte. Sin olvidar a la Iglesia.
—¿Hasta los frailes mojan en eso?
—Rediós si mojan, aparte las limosnas. Aquí las cabalgadas benefician a todos, porque los artesanos y comerciantes se aprovechan de los alarbes que vienen a rescatar a los suyos con dinero y mercaderías… Después de cada jornada, la ciudad entera parece un zoco.
Nos detuvimos junto a un cobertizo de tablas y hojas de palmera, donde por la noche se instalaban los centinelas del puente que comunicaba la ciudad y las huertas con el castillo de Rosalcázar, al otro lado del río Guaharán, y con el de San Felipe, algo más al interior. De esos castillos, contó Copons, el primero estaba casi caído por tierra y el segundo sin terminarse de fortificar. Que aunque eran fama de Orán sus fortalezas, éstas resultaban poco más que apariencia, no teniendo la propia ciudad más que un casamuro antiguo sin apenas fosos, ni estacada, ni entrada encubierta, ni través, ni revellín alguno. De manera que la única verdadera fortificación de la plaza eran los alientos de quienes, muy a su pesar, la guarnecían. Como había dicho no sabía bien qué poeta, o alguien así: la pólvora de las espadas y los muros de los cojones de España. Más o menos.