Cordero (57 page)

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Authors: Christopher Moore

BOOK: Cordero
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—Al final, cuando venga el reino y todos resucitemos, sí, lo creo.

—¿Y crees que soy quien digo ser?

—Por supuesto.

—Entonces muéstrame dónde yace dormido mi amigo.

Marta, caminando como una sonámbula, sobreponiéndose a duras penas al cansancio y al pesar, nos condujo hacia el camino que ascendía hasta el monte de los Olivos, y descendía luego en dirección al valle del Cedrón. A Magda también le había afectado profundamente la noticia de la muerte de su hermano, por lo que Tomás y Mateo la ayudaban a caminar, mientras yo acompañaba a Joshua.

—Lleva cuatro días muerto, Josh. Cuatro días. Exista o no la chispa divina, la carne está vacía.

—Simón volverá a caminar aunque de él queden solo los huesos —insistió el Mesías.

—De acuerdo, de acuerdo. Pero recuerda que este no ha sido nunca el milagro que mejor se te ha dado.

Cuando llegamos junto a la tumba encontramos a un hombre alto, delgado, de porte patricio, sentado fuera, comiéndose un higo. Iba bien afeitado, y llevaba el pelo gris muy corto, como los romanos. De no haber llevado la túnica doble de los judíos, lo habría tomado por ciudadano romano.

—Ya me parecía que acudirías —dijo aquel hombre, arrodillándose ante Joshua—. Rabino, soy José de Arimatea. Te envié recado con tu discípulo Mateo de que deseaba conocerte. ¿Cómo puedo servirte?

—Levántate, José, y ayúdanos a retirar esta lápida.

Como sucedía con muchos de los sepulcros mayores excavados en la ladera de la montaña, había una lápida grande que cubría la puerta del de Simón. Joshua pasó sus brazos sobre los hombros de Magda y Marta mientras el resto de nosotros forcejeábamos con la piedra. Tan pronto como rompimos el sello, un hedor penetrante me provocó arcadas, y la cena de Tomás acabó en el suelo.

Separamos la lápida tanto como pudimos, y nos alejamos a toda prisa, aspirando hondo.

Joshua separó los brazos, como si esperara a su amigo para darle un abrazo.

—Sal, Simón Lázaro, sal a la luz.

Pero de la tumba solo salía aquel hedor.

—Adelántate, Simón, sal de la tumba —le ordenó Joshua.

Pero no sucedía nada de nada.

José de Arimatea se revolvía, incómodo.

—Yo quería hablar contigo de la cena en mi casa antes de que llegaras, Joshua.

El Mesías levantó la mano, reclamando silencio.

—Simón, maldita sea, sal de ahí.

Y entonces, muy lejana, una voz dentro del sepulcro dijo: «No».

—¿Cómo que no? Has resucitado de entre los muertos, así que levántate. Demuestra a estos incrédulos que has resucitado.

—No, si yo creo —aseguré yo.

—Y a mí me has convencido —dijo Mateo.

—Por lo que a mí respecta, un «no» vale tanto como una aparición personal —se apresuró a añadir José de Arimatea.

No estoy seguro de que cualquiera de nosotros, después de haber aspirado el hedor de la carne pudriéndose, deseara ver con sus propios ojos de dónde provenía aquel olor. Incluso Magda y Marta parecían algo indecisas sobre la resurrección de su hermano.

—Simón, saca de ahí tu culo de leproso —volvió a ordenarle Joshua.

—Pero es que... estoy medio descompuesto.

—No importa, no es la primera vez que vemos a alguien descompuesto.

—Y tengo la piel verde, como una aceituna verde.

—¡Verde oliva! —exclamó Crusto, que nos había seguido hasta Cedrón—. Ya decía yo que chartreuse no era.

—¿Y qué va a saber él, si está muerto? —se defendió Abel.

Finalmente, Joshua bajó los brazos y se metió impaciente en el interior del sepulcro.

—No me creo que uno se moleste en resucitar a alguien, y vaya el tipo y no tenga ni siquiera la cortesía de salir. ¡Aah! ¡Mi madre! —Joshua salió de la tumba con las piernas agarrotadas. En voz muy baja, hablando despacio, dijo—: Vamos a necesitar ropa limpia, agua y vendas, muchas vendas. Puedo sanarlo, pero antes vamos a tener que juntar las partes.

»Espera, Simón —le gritó Joshua desde el exterior del sepulcro—. Vamos a por unos suministros, pero ahora mismo volvemos y te curamos tu aflicción.

—¿Qué aflicción? —preguntó Simón.

29

Cuando todo terminó, el aspecto de Simón era estupendo, mejor del que había tenido jamás. Joshua no solo lo había resucitado de entre los muertos, sino que le había curado la lepra. Magda y Marta estaban extasiadas. La versión nueva y mejorada de Simón nos invitó a su casa para celebrarlo. Por desgracia, Abel y Crusto habían presenciado la resurrección y la sanación, y a pesar de nuestras advertencias, no tardaron en propagar la historia por toda Betania, y por Jerusalén.

José de Arimatea nos acompañó a casa de Simón, pero no estaba precisamente con ánimos de celebrar nada.

—Esa cena no es exactamente una trampa —le explicó a Joshua—. Es más bien una prueba.

—Ya he asistido a una de esas cenas prueba —dijo el Mesías—. Creía que tú eras creyente.

—Lo soy, y más después de lo que he visto hoy, pero precisamente por eso debes venir a mi casa y cenar con los fariseos del Consejo. Demostrarles quién eres. Explicarles, en un marco informal, qué es lo que haces.

—El mismísimo Satán me pidió una vez que le demostrara quién era —replicó el Mesías—. ¿Qué demostración debo yo a esos hipócritas?

—Por favor, Joshua. Puede que sean hipócritas, pero tienen influencia sobre la gente. Y como ellos te condenan, la gente teme acudir a escuchar la Palabra. Conozco a Poncio Pilatos; no creo que nadie vaya a hacerte daño en mi casa, que nadie se arriesgue a despertar su ira.

Joshua se sentó un momento, dando sorbos al vino.

—Entonces, entraré en la guarida de las víboras.

—No lo hagas, Joshua —le aconsejé yo.

—Y debes acudir solo. No puede acompañarte ningún apóstol.

—Eso no es problema, porque yo solo soy discípulo.

—Él mucho menos que nadie —recalcó José—. Jakan hijo de Iban asistirá a la cena.

—Supongo, entonces, que yo también tendré que quedarme en casa —comentó Magda.

Poco tiempo después, todos vimos a Joshua y a José partir hacia Jerusalén, rumbo a la casa de éste, para asistir a la cena. Y todos agitamos las manos, despidiéndonos de ellos.

—Tan pronto como doblen la esquina, síguelos —me dijo Magda.

—Sí, claro.

—Y mantente lo bastante cerca para oír si te necesita.

—Por supuesto.

—Ven aquí. —Me metió tras una puerta, para que los demás no me vieran, y me dio uno de aquellos besos suyos que me hacían atravesar paredes y olvidarme de mi nombre durante varios minutos. Era el primero que me daba en varios meses. Cuando me soltó, dio un paso atrás y me dijo—: Ya sabes que, si no existiera Joshua, no amaría a nadie más que a ti.

—Magda, no hace falta que me sobornes para que vele por Joshua.

—Ya lo sé —replicó ella—. Ésa es otra de las razones por las que te quiero.

Tantos años espiando a los monjes en el monasterio acabaron siéndome de utilidad cuando me vi siguiendo a Joshua y a José por las calles de Jerusalén. Ellos no tenían ni idea de que me había convertido en su sombra, de que iba de penumbra en penumbra, de tapia en árbol, hasta que finalmente llegamos a la casa de José, que quedaba al sur de las murallas, a un tiro de piedra del palacio del sumo sacerdote, Caifás. La residencia del de Arimatea era un poco más pequeña que el propio palacio, pero logré encontrar un hueco en el tejado del edificio adyacente desde el que presenciar la cena a través de una ventana, al tiempo que controlaba la puerta principal.

Joshua y José estuvieron un rato solos, sentados en el comedor, bebiendo vino, pero gradualmente los sirvientes fueron anunciando a los invitados, que llegaban en grupos de dos o de tres. Cuando se sirvió la cena, eran ya doce, todos los fariseos que ya habían asistido a la cena en casa de Jakan, más cinco a los que no había visto nunca, pero que se mostraban igual de meticulosos y severos a la hora de lavarse antes de comer, y de controlar a los demás para que también lo hicieran.

Desde donde me encontraba no oía lo que decían, pero en realidad no me importaba. No parecía existir una amenaza inmediata para Joshua, y aquello era lo único que a mí me preocupaba. En el campo de batalla de la retórica se bastaba solo. Pero entonces, cuando ya parecía que todo iba a terminar sin incidentes, vi en la calle el gorro alto y la túnica blanca de un sacerdote, acompañado de dos guardias del templo que portaban sus lanzas largas con puntas de bronce. Me bajé del tejado al instante y llegué a la casa justo a tiempo de ver a un criado que conducía al sacerdote al interior.

Tan pronto como Joshua entró en casa de Simón, Magda y Marta lo llenaron de besos, como si regresara de una guerra, y lo condujeron hasta la mesa, donde lo acribillaron a preguntas sobre la cena.

—Lo primero que han hecho ha sido regañarme por pasarlo bien, por beber vino, por participar en banquetes. Me han dicho que, si era un auténtico profeta, debía ayunar.

—¿Y qué les has dicho tú? —le pregunté, todavía algo cansado por haber tenido que correr para llegar a casa de Simón antes que él.

—Les he dicho: «Pues Juan solo comía insectos, nunca en su vida probó el vino, y es evidente que jamás se lo pasó bien, y a él tampoco lo creyeron, o sea que no sé qué criterios pretendéis establecer. Pasadme el tabulé, por favor».

—¿Y qué te han dicho ellos entonces?

—Me han reñido por comer con recaudadores de impuestos y con rameras.

—Eh —dijo Mateo.

—Eh —dijo Marta.

—No lo decían por ti, Marta, lo decían por Magda.

—Eh —dijo Magda.

—Y yo les he dicho que los recaudadores de impuestos y las rameras entrarían en el reino de los Cielos antes que ellos. Entonces me han regañado por sanar en sabbat, por no lavarme las manos antes de comer, por aliarme con el diablo, una vez más, y por blasfemar asegurando que soy el Hijo de Dios.

—¿Y qué ha sucedido después?

—Después hemos tomado el postre. Una especie de tarta preparada con dátiles y miel. Estaba buena. Y luego ha entrado un tipo que vestía túnica de sacerdote.

—Oh, oh —se escamó Mateo.

—Sí, la cosa se ha puesto fea —corroboró Joshua—. Ha empezado a susurrar al oído a todos los fariseos, y Jakan me ha preguntado que con qué autoridad había resucitado a Simón.

—¿Y qué has respondido tú?

—No he respondido nada, porque estaba el saduceo. Pero José les ha dicho que Simón no estaba muerto, que estaba dormido.

—¿Y qué han opinado ellos al respecto?

—Me han preguntado que con qué autoridad lo había despertado.

—¿Y qué les has dicho tú?

—En ese momento me he enfadado. Les he dicho que con toda la autoridad de Dios y del Espíritu Santo, y con la autoridad de Moisés y Elías, y con la autoridad de David y Salomón, y con la autoridad del trueno y el rayo, y con la autoridad del mar y el aire y el fuego de la tierra, les he dicho.

—¿Y cómo se lo han tomado ellos?

—Han comentado que Simón debía de tener un sueño muy profundo.

—Es malgastar el sarcasmo, con esa gente.

—Totalmente —coincidió Joshua—. En fin, que me fui, y una vez fuera había dos guardias del templo. Alguien les había roto las lanzas, y estaban inconscientes. Uno de ellos tenía la cabeza ensangrentada. Así que yo los sané, y cuando vi que volvían en sí, regresé aquí.

—¿No creerán que fuiste tú quien atacó a los guardias? —preguntó Simón.

—No. El sacerdote me siguió, y vio a los guardias inconscientes al tiempo que yo.

—¿Y al ver que los sanabas no se convenció?

—Poco.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Creo que deberíamos regresar a Galilea. José nos enviará noticia si durante la reunión del Consejo se toma alguna decisión que nos afecte.

—Ya sabes qué decisión van a tomar —intervino Magda—. Supones una amenaza para ellos. Y ahora han implicado a los sacerdotes. Ya sabes qué va a suceder.

—Sí, lo sé —admitió Joshua—. Pero vosotros no. Saldremos hacia Cafarnaún mañana por la mañana.

Más tarde Magda vino a verme al gran aposento de la casa de Simón, donde todos nos habíamos acostado para pasar la noche. Se coló bajo mis mantas, y acercó mucho sus labios a mi oreja. Como de costumbre, olía a limones y a canela.

—¿Qué les has hecho a esos guardias? —susurró.

—Los he pillado por sorpresa. Sospechaba que podían aparecer para detener a Joshua.

—Pues con tu acción sí podrías haber logrado que lo detuvieran.

—Oye, ¿tú has hecho esto alguna vez? Porque si tienes un plan, te pido por favor que me lo cuentes. Yo, por mi parte, voy improvisando a medida que me encuentro en la situación.

—No, has hecho bien —me susurró—. Gracias. —Me apreté contra su cuerpo, pero ella se apartó—. No, no pienso acostarme contigo —dijo.

El mensajero debió de cabalgar varias noches para adelantarse a nosotros, pero cuando llegamos a Cafarnaún ya había un mensaje de José de Arimatea esperándonos.

Joshua:

El Consejo de los fariseos te ha condenado a muerte por blasfemia. Herodes de acuerdo. No se ha emitido ninguna sentencia de muerte, pero te sugiero que lleves a tus discípulos a territorio de Herodes Filipo hasta que las cosas se tranquilicen. Los sacerdotes no han dicho nada, lo que es buena señal. Me encantó que vinieras a casa a cenar, y, por favor, pásate cuando estés por la ciudad.

Joshua nos leyó el mensaje en voz alta a todos, y señaló lo alto de un monte que quedaba en la orilla septentrional del lago, cerca de Bethsaida.

—Antes de que nos vayamos de Galilea, voy a subir a esa montaña. Me quedaré en ella hasta que hayan acudido todos los galileos que deseen oír la buena nueva. Solo entonces me trasladaré a territorio de Filipo. Y ahora id, id en busca de fieles. Decidles dónde pueden encontrarme.

—Joshua —le habló Pedro—. Ya hay dos o tres centenares de enfermos y tullidos que te esperan en la sinagoga para que los sanes. Llevan aguardando desde que te fuiste.

—¿Y por qué no me lo habíais dicho?

—Bueno, Bartolo los recibió, anotó sus nombres, y luego les dijimos que los atenderías en cuanto tuvieras ocasión. O sea que no te preocupes, porque están bien.

—Yo paseaba a los perros de un lado a otro, a veces, para que pareciera que estábamos ocupados —comentó Bartolo.

Joshua se metió al momento en la sinagoga, agitando las manos al aire como si le preguntara a Dios por qué le había enviado aquella plaga de necios, aunque, claro, aquella podía ser solo mi interpretación de su gesto. Los demás nos dispersamos por toda Galilea para anunciar que Joshua pronunciaría un gran sermón en un monte que quedaba al norte de Cafarnaún. Magda y yo viajamos juntos, acompañados de Simón el de Caná y de las amigas de Magda, Juana y Susana. Decidimos tomarnos tres días y recorrer un círculo por el norte de Galilea que nos llevaría a atravesar unos doce pueblos, y nos devolvería al monte a tiempo para ayudar a los peregrinos. La primera noche acampamos en un valle protegido, a las afueras de la localidad de Jammit. Comimos pan con queso junto a la hoguera, y después Simón y yo compartimos algo de vino mientras las mujeres se acostaban. Era la primera vez que tenía ocasión de conversar con el zelote sin que su amigo Judas estuviera presente.

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