Cordero (61 page)

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Authors: Christopher Moore

BOOK: Cordero
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—No has desarrollado la respuesta, no has desarrollado la respuesta —entonó el más joven de los sacerdotes.

Judas y Mateo se habían puesto a garabatear el problema en las losas del patio a medida que el sacerdote lo iba planteando, pero se habían perdido casi al momento. Al oír aquello, levantaron la vista y negaron con la cabeza.

—Cinco —repitió Joshua.

Los sacerdotes se miraron entre ellos.

—La respuesta es correcta, pero eso no te da autoridad para sanar en el templo.

—Dentro de tres días este templo ya no existirá, pues yo lo destruiré, y a vosotros con él, nido de víboras. Y, tres días después de que eso ocurra, se construirá un nuevo templo en honor a mi padre.

Entonces yo lo agarré por el pecho y lo arrastré hacia la puerta. Los demás apóstoles siguieron el plan y se movieron a nuestro alrededor, en formación triangular. Más allá, la multitud se apretaba. Eran cientos los que se movían junto a nosotros.

—¡Esperad! ¡Todavía no he terminado! —protestó Joshua.

—Sí, has terminado.

—Sin duda el verdadero rey de Israel ha venido a traernos el reino —exclamó una mujer.

Pedro le dio una colleja con la palma de la mano.

—Para ayudar así, mejor no ayudes.

Y de ese modo, rodeado por la masa de gente congregada, logramos sacar a Joshua del templo y tras recorrer las calles de Jerusalén llegamos a la casa de José de Arimatea.

José nos dejó entrar y nos condujo a la estancia de la planta superior, de altos techos de piedra en bóveda de cañón, decorada con lujosas alfombras y tapices, salpicada de cojines, y con una mesa larga y baja para cenar.

—Aquí estaréis a salvo, pero no sé por cuánto tiempo. El sanedrín ya ha convocado una asamblea.

—Pero si acabamos de abandonar el templo. ¿Cómo es posible?

—Deberíais dejar que me lleven —dijo Joshua.

—La mesa se pondrá para la fiesta de la Pascua de los esenios —interrumpió José—. Quedaos a cenar.

—¿Celebrar la Pascua antes de hora? ¿Por qué? —se extrañó Juan—. ¿Y por qué celebrarla con los esenios?

José no miró a los ojos a Joshua para responder.

—Porque en la fiesta de los esenios no se sacrifica ningún cordero.

Martes

Aquella noche dormimos todos en aquel aposento de la planta superior. A la mañana siguiente, Joshua bajó. Estuvo ausente un rato, y después volvió a subir.

—No me dejan salir —dijo.

—¿Quién?

—Los apóstoles. Mis propios apóstoles no me dejan salir. —Regresó a la escalera—. Estáis interfiriendo en la voluntad de Dios —gritó, mirando hacia abajo, antes de volverse hacia mí—. ¿Les has dicho tú que no me dejen salir?

—¿Yo? Sí.

—No puedes hacerlo.

—He enviado a Natanael a casa de Simón para que vaya a buscar a Magda. Y ha vuelto solo. Magda no le ha dirigido la palabra siquiera, pero con Marta sí ha podido hablar. Parece que unos soldados del templo se han presentado en su casa.

—¿Y?

—¿Qué quieres decir? Que han ido a detenerte.

—Dejad que me detengan.

—Joshua, no tienes que sacrificarte para demostrar lo que quieres demostrar. Llevo toda la noche pensando en ello. Puedes negociar.

—¿Con el Señor?

—Abraham lo hizo. ¿Te acuerdas? Tras la destrucción de Sodoma y Gomorra. Empieza consiguiendo que Dios acepte no destruir las ciudades en las que encuentre a cincuenta hombres justos, pero al final lo convence para que la cifra quede en diez. Tú podrías intentar algo parecido.

—Eso no tiene nada que ver, Colleja.

Y entonces se acercó a mí, pero yo me sentí incapaz de mirarlo a los ojos, por lo que me acerqué a un ventanal que daba a la calle.

—A mí me da miedo esto, lo que va a suceder —dijo—. Se me ocurren más de diez cosas que preferiría hacer esta semana, en lugar de dejarme sacrificar. Pero sé que debe ocurrir, tiene que ocurrir. Cuando les dije a los sacerdotes que echaría el templo abajo quería decir que toda la corrupción, toda la falsedad, todos los ritos que impiden que los hombres conozcan a Dios serán destruidos.

Y, al tercer día, cuando yo regrese, todo será nuevo, y el reino de Dios estará por todas partes. Voy a volver, Colleja.

—Sí, ya lo sé, eso dijiste.

—Bueno, pues cree en mí.

—A ti lo de las resurrecciones nunca se te ha dado bien del todo, Josh. ¿Te acuerdas de aquella anciana de Jafia? ¿Del soldado de Séforis? ¿Cuánto duró? ¿Tres minutos?

—Pero, mira, en cambio, a Simón, el hermano de Magda. Lleva meses resucitado.

—Sí, y huele raro.

—No es verdad.

—Sí, lo digo en serio. Cuando te acercas a él huele como a podrido.

—¿Y tú cómo lo sabes? Si no te acercas a él porque tenía lepra.

—Tadeo me lo comentó el otro día. Me dijo: «Colleja, creo que ese tipo, Simón Lázaro, se ha podrido».

—¿En serio? Entonces vamos a preguntárselo a Tadeo.

—Tal vez no lo recuerde.

Joshua bajó los peldaños que conducían a la cámara de techos bajos, suelos de mosaico y tragaluces en lo alto de las paredes. La madre de Joshua, y su hermano Jaime, se habían unido a los apóstoles. Estaban todos allí sentados, con la espalda apoyada contra la pared, y sus rostros se volvieron hacia el Mesías como las flores al sol, esperado que dijera algo que renovara sus esperanzas.

—Voy a lavaros los pies —dijo y, dirigiéndose a José de Arimatea, añadió—: Voy a necesitar una jofaina con agua y una esponja.

El patricio alto bajó la cabeza y salió en busca de un criado.

—Qué sorpresa tan agradable —comentó María.

Jaime, su hermano, puso los ojos en blanco y suspiró sonoramente.

—Yo salgo un rato —dije, mirando a Pedro, como diciéndole: «No lo perdáis de vista». Él me comprendió perfectamente y asintió.

—Vuelve para el séder —me pidió Joshua—. Tengo que enseñarte varias cosas en el poco tiempo que me queda.

En casa de Simón no había nadie. Llamé a la puerta largo rato, y finalmente entré sin que me abrieran. No había restos de comida, aunque habían usado el mikveh, por lo que supuse que se habrían bañado y habrían acudido al templo. Caminé por las calles de Jerusalén, intentando pensar en una solución, pero todo lo que había aprendido parecía inútil de pronto. Al anochecer regresé a casa de José, pero lo hice por el camino más largo, para no tener que pasar junto al palacio del sumo sacerdote.

Cuando entré, Joshua me esperaba dentro, sentado en la escalera que conducía al aposento de la planta superior. Pedro y Andrés estaban a su lado, para asegurarse, probablemente, de que no se llegara sin querer hasta la morada del sumo sacerdote y se entregara para cumplir su condena por blasfemia.

—¿Dónde estabas? —me preguntó al verme—. Tengo que lavarte los pies.

—¿Tienes idea de lo difícil que resulta encontrar jamón en Jerusalén durante la semana de Pascua? —le respondí—. Me ha parecido que podía estar bien, ya sabes, un poco de pan ácimo con jamón y algo de hierba amarga.

—Nos los ha lavado a todos —comentó Pedro—. A Bartolo hemos tenido que sujetarlo, claro, pero incluso él está limpio.

—«Y, una vez lavados, ellos saldrán a lavar a otros, y los perdonarán.»

—Ah, claro, ya lo entiendo —le dije—. Es una parábola. Genial. Venga, vamos a comer algo.

Nos sentamos todos alrededor de la mesa grande, con José a la cabeza. Su madre había preparado la tradicional cena de Pascua, exceptuando el cordero. Para empezar el séder, Natanael, que era el más joven, tenía que formular una pregunta.

—¿Por qué esta noche es distinta al resto de noches del año?

—¿Porque Bartolo tiene los pies limpios? —aventuró Tomás.

—¿Porque José de Arimatea paga lo de todos?

Natanael se rió y negó con la cabeza.

—No, es porque otras noches comemos pan y matzo, pero esta noche comemos solo matzo. Por Dios.

Y sonrió, sintiéndose inteligente, seguramente, por primera vez en su vida.

—¿Y por qué comemos solo matzo esta noche? —preguntó Natanael.

—Avanza un poco, Nat —le pedí—. Todos los que estamos aquí somos judíos. O sea que resume. El pan ácimo es porque no había tiempo de dejarlo fermentar, porque los soldados del faraón nos seguían los talones, y lo de la hierba amarga es por la amargura de la esclavitud. Pero Dios nos envió a la tierra prometida, y a partir de ahí todo estuvo chupado. O sea que comamos.

—Amén —dijeron todos.

—Eso ha sido patético —opinó Pedro.

—¿Ah, sí? —me indigné yo—. Estamos aquí sentados con el Hijo de Dios, esperando a que alguien venga y se lo lleve y lo mate, y nadie va a hacer nada para impedirlo, ni siquiera Dios, o sea que perdonadme si no me meo de gusto pensando en la idea de haber sido liberados de las manos de los egipcios hace algo así como un millón de años.

—Yo te perdono —dijo Joshua, poniéndose en pie—. Lo que yo soy está en vosotros. La chispa divina, el Espíritu Santo, os une a todos. Es el Dios que está en todos vosotros. ¿Lo comprendéis?

—Pues claro que Dios forma parte de ti —le dijo su hermano Jaime—. Es tu padre.

—No, de todos vosotros. Mirad, tomad este pan.

Cogió un pedazo de matzo y lo partió en varios pedazos. Nos dio un pedazo a cada uno y se quedó con uno para él. Y se lo comió.

—Ahora, este pan forma parte de mí, este pan soy yo. Ahora comedio todos.

Todos lo miramos.

—¡Comedio! —gritó.

Le obedecimos.

—Ahora este pan forma parte de vosotros. Yo formo parte de vosotros. Todos compartís la misma parte de Dios. Probemos de nuevo. Pasadme el vino.

Y así seguimos durante un par de horas, y creo que cuando se hubo acabado el vino, los apóstoles empezaron a comprender qué quería decirles Joshua. Y entonces dieron comienzo las súplicas, pues todos le rogamos que renunciara a la idea de que debía morir para salvar a los demás.

—Antes de que esto termine —dijo—, todos tendréis que negarme.

—No, no te negaremos —replicó Pedro.

—Tú me negarás tres veces, Pedro. Y no solo lo espero, sino que lo ordeno. Si te llevan a ti cuando me lleven a mí, entonces no habrá nadie que lleve la buena nueva a la gente. Y ahora, Judas, amigo mío, ven aquí.

Judas se acercó a Joshua, que le susurró algo al oído antes de pedirle que regresara al lugar que ocupaba en la mesa.

—Uno de vosotros me traicionará esta misma noche —dijo Joshua—. ¿Verdad, Judas?

—¿Qué? —Judas nos miró, pero al ver que nadie salía en su defensa, se alejó corriendo escaleras abajo. Pedro quiso ir tras él, pero Joshua agarró al pescador por el pelo y lo echó al suelo.

—Deja que se vaya.

—Pero el palacio del sumo sacerdote no está ni a un estadio de aquí —dijo José de Arimatea—. Si va directamente.

Joshua levantó la mano, pidiendo silencio.

—Colleja, ve directamente a casa de Simón y espera ahí. Si vas solo, puedes pasar junto al palacio sin ser visto. Dile a Magda y a los demás que nos esperen. El resto de nosotros iremos por la ciudad, y por el valle de Ben Hinnom para no tener que pasar frente al palacio del sacerdote. Nos veremos en Betania.

Yo miré a Pedro y a Andrés.

—¿No dejaréis que se entregue?

—Por supuesto que no.

Me adentré en la noche, preguntándome, mientras corría, si Joshua había cambiado de opinión y pensaba escapar desde Betania al desierto de Judea. Pero ya debería haber sabido que me habían engañado. Crees que puedes confiar en alguien, y entonces se da media vuelta y te miente.

Simón abrió la puerta y me dejó entrar. Se llevó el índice a los labios, indicándome que no hablara.

—Magda y Marta están detrás. Y están enfadadas contigo. Con todos vosotros. Ahora se enfadarán conmigo por dejarte entrar.

—Lo siento —dije.

Él se encogió de hombros.

—¿Qué van a hacer? Ésta es mi casa.

Del vestíbulo pasé directamente a una segunda estancia que daba a las alcobas, el mikveh y el patio, donde había dispuesta comida. Oí voces que venían de uno de los aposentos. Cuando entré, Magda estaba peinando a Marta, y alzó la vista.

—De modo que vienes a decirme que ya está hecho —dijo, y las lágrimas arrasaron sus ojos, y al oír sus sollozos me pareció que yo también estaba a punto de echarme a llorar.

—No. Los demás y él vienen hacia aquí. Pero van por Ben Hinnom, por lo que tardarán unas horas. Tengo un plan. —Saqué de debajo de la túnica el amuleto del yin y el yang que Dicha me había regalado, y se lo mostré.

—¿Qué plan es ese? ¿Sobornar a Joshua regalándole joyas feas? —preguntó Marta.

Yo señalé los tapones que remataban los dos lados del amuleto.

—No, mi plan es envenenarlo.

Les expliqué cómo funcionaba el veneno, y esperamos, contando el tiempo con nuestra imaginación, viendo con los ojos de nuestra mente como los apóstoles atravesaban Jerusalén, como salían por la puerta de los Esenios, como se adentraban en el empinado valle de Ben Hinnom, donde se sucedían miles de tumbas excavadas en la roca, y por donde en otro tiempo pasaba un río, pero donde ya solo crecía la salvia y el ciprés, y donde los arbustos se aferraban a las grietas. Tras varias horas salimos a la calle a seguir esperando, y cuando la luna ya se ponía y la noche dejaba paso al amanecer, vimos a una sola persona que llegaba desde el oeste, no desde el sur como esperábamos. Al acercarse distinguí sus hombros pesados y la calva, iluminada por la luna. Era Juan.

—Se lo han llevado —dijo—. En Getsemaní. Anás y Caifás vinieron personalmente, con guardias del templo, y se lo llevaron.

Magda corrió a abrazarme, y enterró su rostro en mi pecho. Yo abrí más los brazos para consolar también a Marta.

—¿Y qué estaba haciendo en Getsemaní? —le pregunté—. Se suponía que debíais venir a través de Ben Hinnom.

—Eso fue lo que te dijo a ti, pero no era cierto.

—Ese cabrón me ha mentido. ¿Y los han detenido a todos?

—No, los demás se ocultaban no lejos de allí. Pedro intentó forcejear con los guardias, pero Joshua lo ha impedido. Joshua negoció con los sacerdotes para que nos dejaran en libertad. José también vino, y ayudó a convencerlos para que no nos detuvieran.

—¿José? ¿José lo traicionó?

—No lo sé —dijo Juan—. Judas fue el que los llevó hasta Getsemaní. Y señaló a Joshua para que los guardias supieran quién era. José llegó más tarde, cuando ya estaban a punto de detenernos a los demás.

—¿Y adonde se lo llevaron?

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