Authors: Christopher Moore
Me sonrió, seductora, y levantó la chapa metálica que mantenía oculta la cerradura. En aquel segundo sentí como si me clavaran una daga helada en la espalda.
—¡No! —le grité, sujetándole la mano—. ¡No lo hagas!
Me invadía una sensación de repulsión que me revolvía las tripas.
Dicha volvió a sonreír y me apartó la mano.
—He visto muchas cosas maravillosas desde que estoy aquí, pero nunca nada que fuera dañino. Tú has planeado esto, o sea que debes querer saber qué hay ahí dentro tanto como lo quiero yo.
Quise impedírselo, traté incluso de arrebatarle la llave, pero ella me sujetó el brazo y apretó de tal modo que me lo dejó muerto. Entonces arqueó una ceja, como diciendo: «¿Vas a seguir intentándolo, ahora que sabes lo que soy capaz de hacerte?».
Yo di un paso atrás.
Ella metió la llave del dragón en la cerradura y le dio tres vueltas. Se oyó el chasquido de un engranaje, tan suave que yo no había oído jamás algo semejante. A continuación la retiró y descorrió los tres pesados cerrojos de hierro. Cuando abrió la puerta llegó hasta nosotros una ráfaga de aire, como si algo hubiera pasado junto a nosotros muy deprisa. Mi lámpara se apagó.
Joshua me contó lo que sucedió después, y pude reconstruir la secuencia. Mientras Dicha y yo abríamos la puerta de la estancia que llamaban «casa de perdición», Joshua y Baltasar habían acampado en algún lugar de los áridos montes de lo que hoy es Afganistán. La noche era clara, y las estrellas brillaban con una luz fría, azulada, que era como la soledad, o como el infinito. Habían cenado un poco de pan con queso, y se habían sentado junto al fuego para compartir lo que les quedaba de una botella de vino fortificado, la segunda que se tomaba Baltasar aquella noche.
—¿Te he hablado alguna vez de la profecía que me hizo partir en tu busca cuando naciste, Joshua?
—Me has hablado de la estrella. Mi madre me contó lo de la estrella.
—Sí, los tres seguimos esa estrella, y por casualidad nos encontramos en los montes, al este de Kabul, y proseguimos el viaje juntos, pero la estrella no fue el motivo por el que iniciamos el viaje, sino solo nuestro medio para orientarnos. Emprendimos el viaje porque los tres buscábamos algo al final del camino.
—¿A mí? —preguntó Joshua.
—Sí, pero no solo a ti, sino a lo que se decía que vendría contigo. En el templo al que ahora nos dirigimos se conservan unas tablas de arcilla, muy antiguas; los sacerdotes afirman que se remontan a los tiempos de Salomón, y en ellas se anticipa la venida de un niño que tendrá poder sobre el mal, y que vencerá a la muerte. Dicen que tiene la llave de la inmortalidad.
—¿Yo? ¿De la inmortalidad? No.
—Pues yo creo que sí la tienes, pero que todavía no lo sabes.
—No, no, estoy seguro de que no —sostuvo Joshua—. Es cierto que he resucitado a algunas personas, pero nunca han durado mucho tiempo. Con los años he ido mejorando en mis sanaciones, pero lo de resucitar todavía no se me da bien, tengo que practicar más. Tengo que aprender más.
—Y por eso yo he sido tu maestro estos años, y por eso ahora te llevo al templo, para que puedas leer las tablas tú mismo. Aun así, debes albergar en ti el poder de la inmortalidad.
—De veras que no, no tengo ni la más remota idea.
—Yo tengo ya doscientos sesenta años, Joshua.
—Eso he oído, pero no puedo ayudarte. De todos modos, te conservas muy bien, para tener doscientos sesenta años.
A partir de ahí, Baltasar adoptó un tono cada vez más desesperado.
—Joshua, yo sé que tienes poder sobre el mal. Colleja me ha dicho que ahuyentaste a unos demonios en Antioquía.
—Eran pequeños —puntualizó Joshua, quitándose importancia.
—Pues o tienes también poder sobre la muerte, o a mí no me servirás de nada.
—Lo que soy capaz de hacer proviene de mi padre. Yo no le he pedido nada.
—Joshua, yo me mantengo con vida gracias a un pacto con un demonio. Si no tienes los poderes anunciados en la profecía, yo nunca seré libre, nunca disfrutaré de paz, nunca más conoceré el amor. Me paso todos y cada uno de los minutos de mi vida controlando a ese demonio. Si mi voluntad flaqueara, la destrucción resultante no se parecería a nada de lo que el mundo ha conocido hasta ahora.
—Sé cómo te sientes. A mí no se me permite conocer mujer —dijo Joshua—. Aunque a mí me lo dijo un ángel, no un demonio. Pero, aun así, ya sabes, en ocasiones resulta duro. Tus concubinas, por ejemplo, me gustan mucho. La otra noche, sin ir más lejos, Almohadas me estaba dando un masaje en la espalda, tras una dura jornada de estudio, y noté que empezaba a tener una inmensa...
—¡Por el Lomo Dorado del Ternero! —exclamó Baltasar que, abriendo mucho los ojos, horrorizado, dio un salto y se puso en pie. El anciano empezó a cargar su camello, a moverse de un lado a otro en la oscuridad, como un loco. Joshua lo seguía, intentando calmarlo, pues temía que le diera un ataque en cualquier momento.
—¿Qué sucede? ¿Qué es?
—¡Está suelto! —respondió el mago—. Ayúdame a recoger las cosas. Debemos regresar. El demonio anda suelto.
Yo permanecí un rato paralizado, a oscuras, temiendo que se desatara el desastre, que reinara el caos, que el dolor, la pestilencia y el mal se manifestaran, pero entonces Dicha encendió un bastoncillo de fuego y alumbró de nuevo nuestras lámparas. Estábamos solos. La puerta de hierro, abierta de par en par, nos permitía la visión de un cuarto muy pequeño, forrado también enteramente con paneles de hierro. La habitación era de dimensiones tan reducidas que en ella apenas cabía una cama pequeña y una silla. Todas las planchas de hierro negro que recubrían las paredes estaban llenas de inscripciones grabadas, símbolos dorados: pentágonos, hexágonos y muchos otros que yo no había visto en mi vida. Dicha acercó su lámpara a uno de los muros.
—Son símbolos de contención —informó la concubina.
—Yo a veces oía voces que salían de aquí.
—Pues cuando yo he abierto la puerta, aquí no había nada. Un segundo antes de que la lámpara se apagara he mirado, y no he visto nada.
—¿Y entonces qué ha sido lo que ha hecho que se apagara?
—¿El viento?
—No lo creo. He notado que algo me rozaba al pasar.
En ese instante, alguien gritó en los aposentos de las muchachas, y a continuación se oyó un coro de chillidos, alaridos primitivos, de terror absoluto. Los ojos de Dicha se llenaron de lágrimas.
—¿Qué he hecho?
La sujeté de la manga y la arrastré por el pasadizo, en dirección a los aposentos de las chicas. Al pasar junto a un tapiz sujeto por dos pesadas lanzas, las cogí y le di una a ella. En nuestro avance, cuando doblábamos las esquinas, veíamos una luz anaranjada cada vez más potente, y no tardé en descubrir que el fuego de las lamparillas de aceite se elevaba por las paredes. Los gritos eran cada vez más pavorosos, pero cada pocos segundos una voz abandonaba el coro, hasta que solo quedó una. Al acercarnos a la puerta que conducía a la cámara de las concubinas los gritos cesaron, y una cabeza humana rodó frente a nosotros. La criatura surgió tras la cortina, sin hacer caso de las llamas que ascendían por las paredes, a su alrededor, y su cuerpo inmenso ocupó por completo el pasadizo. La piel de reptil le cubría los hombros, las orejas largas, puntiagudas, rozaban las paredes y el techo. En su mano, que era como una zarpa, sostenía el torso ensangrentado de una de las muchachas.
—Eh, niña —dijo en un tono de voz que era como una espada arañando piedra, y una luz amarilla resplandeció tras sus ojos de gato, grandes como cuencos—. Has tardado mucho...
Mientras regresaban a la fortaleza, Baltasar le explicó a Joshua la historia del demonio.
—Se llama Trampa, y es un demonio del vigésimo séptimo orden, un ángel destructor antes de la caída. Por lo que sé, fue el primero en recibir la llamada y en acudir en ayuda de Salomón para la construcción del gran templo, pero algo salió mal y, con la colaboración de un duende malo, Salomón pudo enviar al demonio de regreso al infierno. Yo encontré el sello de Salomón y el encantamiento para despertarlo hace casi doscientos años, en el templo del Sello.
—Ah, por eso lo llaman así. Yo creía que tenía algo que ver con el envío de documentos, o algo así.
—Tuve que convertirme en acólito y estudiar con los sacerdotes durante años antes de que me permitieran acceder al sello, pero ¿qué son unos pocos años comparados con la inmortalidad? Y, en efecto, la inmortalidad me fue concedida, pero solo mientras el demonio habite esta tierra. Y mientras habite en esta tierra, hay que alimentarlo, Josh. Ésa es la maldición que implica ser el señor de este destructor. Hay que alimentarlo.
—No lo entiendo. ¿Se alimenta de tu voluntad?
—No, se alimenta de seres humanos. Es lo único que lo mantiene a raya, o así fue hasta que logré construir el cuarto de hierro y llenarlo de símbolos dorados. Con eso logré aplacarlo. He podido mantenerlo durante veinte años en la fortaleza que le hice construir, y ha habido cierto alivio. Hasta entonces él estaba conmigo minuto a minuto, me acompañaba a todas partes.
—¿Y eso no te ha atraído enemigos?
—No. A menos que adopte la forma que adopta cuando come, nadie puede ver a Trampa. En los demás momentos se trata de un demonio pequeño, del tamaño de un niño, y es poco el mal que causa (aunque, eso sí, puede resultar muy pesado). Sin embargo, cuando come, alcanza una estatura de diez varas, y puede partir a un hombre en dos solo con darle un zarpazo. No, los enemigos no son ningún problema, Joshua. ¿Por qué crees que no hay guardianes en la fortaleza, Joshua? Antes de que las muchachas vinieran a vivir conmigo, me atacaron unos bandidos. Lo que les sucedió se ha convertido ya en leyenda en Kabul, y desde entonces nadie más lo ha intentado. El problema es que si mi voluntad flaqueara, volvería a vagar libremente por el mundo, como en tiempos de Salomón. Y yo no sé qué podría hacer para impedírselo.
—¿Y no puedes conseguir que regrese al infierno?
—Podría, con el sello y el encantamiento. Por eso me dirigía al templo del Sello. Por eso estás tú aquí. Si, en efecto, tú eres el Mesías anunciado por Isaías y por las tablas de arcilla del templo, entonces eres descendiente directo de David y, por tanto, de Salomón. Creo que tú puedes lograr que el demonio regrese al infierno y ahorrarme el destino que se abatiría sobre mí tras su retorno.
—¿Por qué? ¿Qué te sucederá a ti si él regresara al infierno?
—Adquiriré el aspecto que por edad me correspondería. Y supongo que, considerando los años que tengo, me convertiría en polvo. Pero tú tienes el don de la inmortalidad. Tú puedes impedir que eso suceda.
—O sea, que ese demonio del infierno anda suelto, y nosotros regresamos a la fortaleza sin el Sello de Salomón ni el encantamiento. ¿Para qué, exactamente?
—Espero poder controlarlo de nuevo solo con mi voluntad. Hasta ahora, la habitación siempre ha bastado para mantenerlo encerrado. Yo no sabía, no sabía que...
—¿Qué?
—Que la fuerza de mi voluntad se había roto a causa de lo que siento por ti.
—¿Me amas?
—¿Cómo iba yo a saberlo?
El mago suspiró.
Y a pesar de las circunstancias, Joshua no pudo evitar echarse a reír.
—Claro que me amas, pero en realidad no me amas a mí, sino a lo que represento. Yo aún no sé qué es lo que debo hacer, pero sí sé que estoy aquí en nombre de mi padre. Tú amas tanto la vida que serías capaz de ir al infierno con tal de mantenerla, de modo que es normal que ames a quien te la dio.
—¿Entonces? ¿Tú podrías ahuyentar al demonio y preservar mi vida?
—Claro que no. Lo que digo es que entiendo cómo te sientes.
No sé de dónde sacó las fuerzas, pero la diminuta Dicha surgió de detrás de mí y adelantó la lanza con el ímpetu de un soldado. (A mí habían empezado a temblarme las piernas ante la visión del demonio.) La punta de bronce del arma se abrió paso entre dos de las escamas que le cubrían el pecho, como armaduras, y se hincó hasta desaparecer. El demonio ahogó un grito y rugió, abriendo las fauces y mostrándonos varias hileras de afilados dientes. Agarró el mango de la lanza y trató de arrancársela. El esfuerzo hacía que le temblaran los abultados bíceps. Contempló el arma con tristeza, alzó después la vista para mirar a Dicha y declaró:
—Oh, que la miseria más sucia recaiga sobre ti. Me has matado bien muerto.
Y, dicho esto, cayó hacia atrás, y el suelo tembló al recibir su cuerpo inmenso.
—¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho? —preguntó la muchacha, clavándome las uñas en el hombro. El demonio había hablado en hebreo.
—Ha dicho que lo has matado.
—Pues menuda noticia —replicó la concubina.
Yo había empezado ya a adelantarme un poco para ver si quedaba alguien con vida en los aposentos de las muchachas cuando el demonio se sentó.
—Era broma —dijo—. No estoy muerto.
Y, con estas palabras, se arrancó la lanza del pecho con menos esfuerzo del que habría podido dedicar a apartar una mosca.
Yo le arrojé la mía, pero no esperé a ver dónde se le clavaba: agarré a Dicha de la mano y salimos corriendo.
—¿Dónde vamos? —me preguntó ella.
—Lejos —le respondí.
—No —se opuso, sujetándome por la túnica y llevándome hacia un rincón, lo que hizo que estuviera a punto de empotrarme en la pared—. Vamos al pasadizo del acantilado.
Nos hallábamos sumidos en una oscuridad total, pues a ninguno de los dos se nos había ocurrido recoger una lámpara, y yo ponía mi vida en manos de Dicha, o más bien de su buena memoria. Esperaba sinceramente que recordara, sin ver, cómo eran aquellas paredes de piedra.
Mientras corríamos, oíamos el repicar de las escamas del demonio contra las paredes, y alguna que otra maldición en hebreo cuando se tropezaba con algún techo bajo. Tal vez algo viera en la oscuridad, pero no mucho más que nosotros.
—Agáchate —me ordenó Dicha cuando llegamos al pasadizo angosto que conducía al precipicio.
Y yo, obedeciendo, me agazapé para entrar en él, adoptando la postura que el monstruo debía asumir siempre en aquellos aposentos de tamaño normal, y en ese momento me di cuenta de que Dicha había tenido una idea brillante al optar por aquella ruta. Ya veíamos la luna asomando por la abertura del despeñadero cuando oí que el monstruo chocaba contra la entrada del pasadizo.
—¡Mierda! ¡Ah! ¡Sois escoria! Voy a aplastar vuestras lindas cabecitas entre mis dientes, como si fueran dátiles confitados.