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Authors: Christopher Moore

Cordero (60 page)

BOOK: Cordero
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—Pero...

—Déjala —insistió Joshua, alargando la mano. Judas soltó en ella la caja de alabastro, antes de abandonar la casa hecho una furia. Oí que gritaba en la calle, pero no supe qué decía.

Magda vertió el resto del ungüento en la cabeza de Joshua y, con un dedo, se lo extendió por la frente. Joshua intentó agarrarle la mano, pero ella se apartó y se retiró hasta que él desistió.

—Los muertos no aman —le dijo—. Quédate quieto.

Cuando seguimos a Joshua hasta el templo, a la mañana siguiente, Magda había desaparecido.

Lunes

El lunes, Joshua nos llevó a Jerusalén a través de la Puerta Dorada, pero esa vez no había palmas en el camino, y nadie cantaba hosannas. (Bueno, sí, había un tipo que las cantaba, pero era uno que estaba siempre junto a la Puerta Dorada cantando hosannas. Si le dabas una moneda, se callaba un rato.)

—Estaría bien poder comprar algo para desayunar —comentó Judas—. Eso si la Magdalena no se ha gastado todo el dinero.

—De todos modos, Joshua huele muy bien —dijo Natanael—. ¿No os parece que Joshua huele muy bien?

A veces agradecemos cosas por las que jamás se nos habría ocurrido que daríamos las gracias. Y yo, en aquel momento, al ver que Judas apretaba los dientes, y se le hinchaban las venas de la frente, las di por la ingenuidad absoluta de Natanael.

—Sí que huele bien —coincidió Bartolomeo—. Le dan a uno ganas de replantearse lo de las comodidades materiales.

—Gracias, Bartolo —dijo Joshua.

—Sí, no hay nada como un hombre que huela bien —intervino Juan, como en plena ensoñación. De pronto, todos nos sentimos muy incómodos, y se oyeron muchos carraspeos, y toses, y todos dimos unos pasos para alejarnos de los demás. (Lo de Juan no os lo he contado, ¿verdad?) Y entonces Juan empezó a fijarse de manera exagerada y patética en todas las mujeres con las que nos cruzábamos. «Vaya, esa mujercilla daría a un hombre unos hijos bien sanos» —dijo con voz impostada, masculina—. «Seguro que un hombre podría plantar en ella su semilla, seguro.»

—Vamos, por favor, cállate —le dijo Jaime a su hermano.

—Tal vez —terció Felipe— podrías pedirle a tu madre que viniera y que le pidiera a esa mujer que te montara.

Todos sonreímos, incluso Joshua. Bueno, no todos. Jaime no sonrió.

—¿Lo ves? —le dijo a su hermano—. ¿Ves qué has conseguido? Mariposón.

—Mirad, por ahí va una ramerilla núbil —exclamó Juan, poco convincente, señalando a una mujer a la que un grupo de fariseos arrastraba en dirección a las puertas de la ciudad, con las ropas hechas harapos (y que, de hecho, sí parecía núbil, dicho sea en defensa de Juan, que hablaba sin estar en su elemento).

—Bloquead la calzada —ordenó Joshua.

Los fariseos llegaron a la barricada humana y se detuvieron.

—Déjanos pasar, rabino —dijo el más anciano de ellos—. A esta mujer la han descubierto cometiendo adulterio hoy mismo, y la llevamos a la ciudad para que la lapiden. Así lo dicta la ley.

La mujer era joven, y el pelo sucio le descendía, ondulado, alrededor del rostro. El terror le desfiguraba el rostro, y ponía los ojos en blanco, pero probablemente, hacía apenas una hora, se trataba de una muchacha bonita.

Joshua se echó hacia delante y se puso a escribir algo con un pie en el polvo.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Jamal —respondió el cabecilla.

Vi que Joshua anotaba en el suelo aquel nombre, seguido de una lista de pecados.

—Vaya, Jamal —intervine yo—. ¿Con un ganso? No sabía siquiera que fuera posible.

Jamal soltó el brazo de la adúltera y dio un paso atrás. Joshua alzó la vista y miró al otro hombre que sostenía a la muchacha.

—¿Y tu nombre?

—Esto... Soy Esteban.

—No se llama Esteban —reveló alguien oculto entre la muchedumbre—. Se llama Jacobo.

Joshua escribió aquel nombre en la tierra.

—No —dijo Jacobo, soltando a la mujer y empujándola hacia nosotros.

Acto seguido, Joshua se incorporó y le quitó la piedra que llevaba en la mano al fariseo situado más cerca de nosotros, que se la entregó sin ofrecer la menor resistencia. Tenía toda la atención puesta en la lista de pecados escrita en la tierra.

—Y ahora, lapidemos a esta ramera —prosiguió Joshua—. El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra.

Y alargó la que sostenía para que quien quisiera la recogiera.

Uno a uno, fueron alejándose. Cuando todos se hubieron ido por donde habían venido, la mujer adúltera se arrodilló a los pies de Joshua y se agarró de sus tobillos.

—Gracias, rabino. Muchas gracias.

—De nada —respondió el Mesías, levantándola y poniéndola en pie—. Y ahora ve y no peques más.

—Hueles muy bien, no sé si lo sabías —observó la mujer.

—Sí, bueno, gracias. Y ahora vete.

Ella hizo ademán de ausentarse.

—Me aseguraré de que llegue a casa sana y salva —me adelanté yo, dando un paso al frente. Pero Joshua me agarró de la túnica por detrás y tiró de mí.

—¿Es que no has oído la parte de las instrucciones en las que le decía «y no peques más»?

—Mira, yo ya he cometido adulterio con ella mentalmente, o sea que, ¿por qué no disfrutarlo?

—No.

—El que puso las normas fuiste tú. Y, según ellas, incluso Juan ha cometido adulterio con ella. Y eso que ni le gustan las mujeres.

—Sí que me gustan.

—Venga, al templo —nos ordenó Joshua, poniéndose en marcha.

—Qué manera más tonta de desperdiciar a una adúltera potable, qué quieres que te diga.

En el patio exterior del templo, donde se permitía la entrada a mujeres y a gentiles, Joshua nos convocó a todos y se puso a predicar la venida del reino. Pero cada vez que empezaba, un vendedor se acercaba y pregonaba a gritos sus mercancías.

—¡Comprad tórtolas! ¡Comprad tórtolas para vuestros sacrificios! ¡Puras como la nieve virgen! ¡Todo el mundo necesita una tórtola!

Y entonces Joshua volvía a empezar, y aparecía otro vendedor.

—¡Pan ácimo! ¡Comprad pan ácimo! ¡Solo cuesta un siclo! ¡Pan recién hecho! ¡El mismo que Moisés comió cuando huía de Egipto, pero más fresco!

Y después le llevaron a Joshua a una niña tullida, y él había empezado ya a sanarla y a preguntarle cómo se encontraba cuando...

—¡Cambio denarios por siclos mientras esperáis! ¡Cualquier cantidad! ¡De dracmas a talentos, de talentos a siclos! ¡Cambio toda clase de dinero mientras esperáis!

—¿Crees que el Señor te ama? —le preguntó Joshua a la pequeña.

—¡Hierbas amargas! ¡Comprad hierbas amargas! —pregonó un mercader.

—¡Malditos seáis todos! —gritó el Mesías, desesperado—. Ya estás curada, niña, ahora vete. —Y agitó la mano para despedir a la niña, que se levantó y caminó por primera vez en su vida. Acto seguido, Joshua propinó un bofetón al vendedor de tórtolas y levantó la tapa de su jaula de aves. Una bandada de palomas alzó el vuelo.

—¡Esto es una casa de oración, no una guarida de ladrones!

—Oh, no, los cambistas no —me susurró Pedro al oído.

Joshua levantó una mesa baja en la que unos hombres cambiaban doce denarios por siclos (la única moneda permitida para transacciones comerciales en el interior del templo) y la volcó.

—Ya está. La ha cagado —dijo Felipe.

Y era cierto. Los sacerdotes se llevaban un alto porcentaje del negocio de los cambistas. Hasta ese momento, tal vez, habría podido esquivar su condena, pero acababa de atacar su fuente de ingresos.

—¡Fuera, víboras! ¡Fuera!

Joshua le había cogido una soga a uno de los vendedores, y la usaba como látigo para ahuyentar a comerciantes y cambistas de las puertas del templo.

Natanael y Tomás se habían sumado a la pataleta de Joshua, y pateaban a los mercaderes que se alejaban, pero el resto de nosotros seguíamos sentados, observando, o atendíamos a los que habían venido para oír hablar al Mesías.

—Tenemos que parar todo esto —le dije a Pedro.

—¿Crees que vamos a poder pararlo? —Pedro, con un gesto de cabeza, me señaló un rincón del patio, donde se habían congregado al menos doce sacerdotes, que habían salido del templo para ser testigos del tumulto.

—Va a lograr que la ira de los sacerdotes recaiga sobre todos nosotros —comentó Judas, observando a los guardias del templo, que habían dejado de patrullar junto a los muros y observaban lo que ocurría en el patio. En honor a la verdad, he de decir que Judas, Simón y algunos otros habían logrado calmar a un grupo de fieles que habían acudido para que Joshua los bendijera y los sanara, antes de que le diera su arrebato.

Más allá del templo, vimos que unos soldados romanos descendían desde las murallas del viejo palacio de Herodes el Grande. Aquellos soldados quedaban bajo el mando del gobernador cuando, durante las semanas de fiesta, este llevaba las legiones a Jerusalén. Los romanos no entrarían en el templo a menos que intuyeran que había muestras de insurrección, pero si lo hacían, se derramaría sangre judía. Ríos de sangre.

—No entrarán —dijo Pedro, con cierto tono de duda en la voz—. Entienden que esto es un asunto entre judíos. No les importa que nos matemos los unos a los otros.

—Sí, pero fíjate en Judas y en Simón —objeté yo—. Si les da por decir eso de que no hay más señor que dios, los romanos caerán sobre nosotros como la espada de un verdugo.

Finalmente Joshua, sin aliento, empapado en sudor y casi sin fuerzas para agitar la cuerda que sostenía, logró que el templo quedara desierto de mercaderes. Una multitud numerosa había empezado a seguirlo, a increpar a los vendedores, mientras Joshua los sacaba del templo. La presencia de los congregados (que tal vez llegaran a las ochocientas o mil personas) era lo único que impedía a los sacerdotes llamar a los guardias para que detuvieran a Joshua en ese mismo instante. El Mesías soltó la cuerda y condujo a la multitud hasta donde se encontraba antes.

—¡Ladrones! —masculló, sin aliento, al pasar. Y entonces se acercó a una niña que tenía un brazo paralizado, y que llevaba un rato esperando al lado de Judas.

—Daba miedo, ¿verdad? —le dijo Joshua.

Ella asintió, y él le posó las manos sobre el brazo.

—¿Esos tipos de sombreros altos están viniendo hacia aquí?

Ella asintió de nuevo.

—Mira, ¿sabes hacer este signo con el dedo?

Y le enseñó a alargar el dedo corazón y a retraer el resto, en aquel gesto obsceno característico.

—No, con la otra mano.

Joshua apartó su mano de la de la pequeña, la que hasta ese momento había tenido paralizada, y ella movió los dedos. Los músculos, los tendones, le habían ido creciendo, hasta resultar idéntica a la otra, la sana.

—Y ahora —le ordenó Joshua— haz el gesto. Es algo bueno. Enséñaselo a esos tipos que tengo detrás de mí, los de los sombreros altos. Buena chica.

—¿Mediante la autoridad de quién realizas estas sanaciones? —le preguntó uno de los sacerdotes, sin duda el de rango superior entre los presentes.

—No hay más señor que... —quiso decir Simón, pero recibió un golpe muy fuerte de Pedro, que a continuación arrojó al zelote al suelo y se le sentó encima, mientras, furioso, le susurraba algo al oído. Andrés se había colocado detrás de Judas, y parecía estar dándole la misma lección, aunque sin el beneficio de la agresión corporal.

Josh levantó a un niño que su madre sostenía en brazos. Las piernas del pequeño colgaron, inertes, como si carecieran de huesos. Sin apartar la vista de él, Josh dijo:

—¿Mediante qué autoridad bautizaba Juan?

Los sacerdotes se miraron unos a otros. La multitud iba acercándose cada vez más. Estábamos en Judea, territorio de Juan. Los sacerdotes sabían muy bien que no debían cuestionar la autoridad del Bautista ante una muchedumbre tan numerosa, pero tampoco pensaban sancionarla solo porque Joshua se lo pidiera.

—Ahora mismo, no podemos decirlo —respondió el sacerdote.

—Entonces yo tampoco puedo —dijo Joshua, poniendo al niño en el suelo, de pie. Al instante, las piernas del tullido adoptaron su tamaño normal, seguramente por primera vez en su vida. El pequeño dio sus primeros pasos vacilantes, como un recién nacido, y Joshua lo agarró y se echó a reír. Sosteniéndolo por los hombros, le ayudó a regresar junto a su madre, y solo entonces se volvió hacia los sacerdotes y los miró por primera vez.

—¿Queréis ponerme a prueba? Ponedme a prueba. Preguntadme lo que queráis, víboras, pero yo sanaré a esta gente, y ellos conocerán la Palabra de Dios a pesar de vosotros.

Felipe se había colocado detrás de mí mientras el Mesías pronunciaba aquellas palabras, y me susurró al oído:

—¿No puedes dejarlo inconsciente de un golpe con alguno de esos métodos orientales tuyos? Tenemos que sacarlo de aquí antes de que diga algo peor.

—Creo que es demasiado tarde —respondí—. Tú asegúrate de que la multitud no se disperse. Sal a la ciudad y congrega a más gente. La muchedumbre es la única protección con que contamos en este momento. Y ve a buscar a José de Arimatea. Tal vez, si esto se descontrola demasiado, pueda ayudarnos.

—¿No te parece que se ha descontrolado ya?

—Ya sabes a qué me refiero.

El interrogatorio prosiguió durante otras dos horas. Los sacerdotes recurrían a todas las trampas verbales que se les ocurrían, y Joshua, en ocasiones, lograba zafarse de ellas, y en ocasiones no. Yo buscaba la manera de sacarlo del templo sin que lo detuvieran, pero, cuanto más buscaba, más me daba cuenta de que los guardias se habían bajado de lo alto de las murallas y custodiaban las puertas del patio.

Entretanto, el sumo sacerdote seguía atronando:

—Un hombre muere sin dejar descendencia, pero su esposa se casa con su hermano, que tiene tres hijos de su primera esposa... Los tres abandonan Jericó y se dirigen al sur, a una velocidad de una milla y tres estadios por hora, pero llevan dos burros, capaces de cargar.... De modo que el sabbat termina, y pueden proseguir su camino, añadiendo los dos mil pasos permitidos por la ley... y el viento sopla del sudoeste a dos estadios por hora... ¿Cuánta agua hará falta para completar el viaje? Da la respuesta en botas.

—Cinco —respondió Joshua tan pronto como el sacerdote dejó de hablar. Y todos quedamos maravillados.

La multitud prorrumpió en vítores. Una mujer exclamó:

—¡No hay duda de que es el Mesías!

—¡El Hijo de Dios ha venido! —gritó otra.

—No estáis ayudando nada —tercié yo.

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