Cordero (56 page)

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Authors: Christopher Moore

BOOK: Cordero
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Judas se adelantó con una cesta.

—Cinco panes y dos peces.

—Con eso bastará. Pero nos van a hacer falta más cestas, y unos cien voluntarios que nos ayuden a repartir la comida. Natanael, tú, Bartolomeo y Tomás meteos entre la multitud y buscad a unas cincuenta o cien personas que lleven cestas. Y traedlas junto a mí. Para cuando hayáis vuelto con ellas, ya habrá comida para todos.

Judas arrojó al suelo la suya.

—Pero si solo hay cinco panes, ¿cómo crees que...?

Joshua levantó una mano, pidiendo silencio, y el zelote obedeció.

—Judas, hoy has visto caminar a los cojos, ver a los ciegos, oír a los sordos.

—Eso por no hablar de que has visto ver a los sordos y oír a los ciegos.

Joshua me regañó con la mirada.

—Costará poco más dar de comer a algunos creyentes.

—¡Pero si solo hay cinco panes! —insistió Judas.

—Judas, una vez había un hombre muy rico que edificó silos y graneros para mantener a salvo todos los frutos de su riqueza hasta su senectud. Pero el día mismo en que concluyó la construcción de sus graneros, el Señor dijo: «¡Eh, aquí arriba nos haces falta». Y el hombre rico dijo: «Vaya, mierda, estoy muerto». ¿De qué le sirvió entonces lo que tenía?

—¿Eh?

—No te preocupes por lo que vayáis a comer.

Natanael, Bartolo y Tomás se dispusieron a cumplir con la labor que tenían encomendada, pero Magda sujetó a Joshua con fuerza.

—No —le dijo—. Aquí nadie hará nada hasta que prometas que te esconderás después de pronunciar este sermón.

Joshua sonrió.

—¿Cómo voy a esconderme? ¿Quién propagará la Palabra? ¿Quién sanará a los enfermos?

—Nosotros —insistió Magda—. Y ahora, prométemelo. Ve a la tierra de los gentiles, abandona los dominios de Herodes, solo hasta que las cosas se calmen un poco. Prométemelo, o no nos moveremos.

Pedro y Andrés se colocaron detrás de Magda para demostrarle su apoyo. Juan y Jaime asentían mientras ella hablaba.

—Que así sea —dijo Joshua al fin—. Pero aquí hay personas hambrientas que alimentar.

Y las alimentamos. Los panes y los peces se multiplicaron, de las aldeas vecinas llegaron vasijas llenas de agua, que se transportaban hasta la ladera de la colina, mientras los fariseos del lugar observaban y espiaban. Pero no se les habían pasado por alto las sanaciones, ni el Sermón del Monte, y la voz de lo sucedido, pasada por el filtro de su veneno, corrió hasta alcanzar Jerusalén.

Después, junto al manantial, junté los mendrugos de pan que habían sobrado para llevarlos a casa. Joshua bajó hasta la orilla con la cabeza metida en una cesta, y al llegar a mi lado se la quitó y me la entregó.

—Cuando te hemos dicho que queríamos que te ocultaras, nos referíamos a algo un poco menos vistoso, Joshua. Gran sermón, por cierto.

Joshua se puso a ayudarme a recoger el pan que estaba esparcido por todas partes.

—Quería venir a hablar contigo, y no habría conseguido librarme de la muchedumbre si no me hubiera ocultado debajo de esta cesta. Tengo algún problema predicando la humildad.

—Pero si se te da muy bien. La gente hace cola para oírte pronunciar tu sermón de la humildad.

—¿Cómo puedo predicar que los humildes serán ensalzados y que los ensalzados serán humillados, al tiempo que yo mismo soy ensalzado por cuatro mil personas?

—Bodhisattva, Josh. Recuerda lo que Gaspar te enseñó sobre lo de ser un bodhisattva. Tú no tienes por qué ser humilde, porque estás negando tu propia ascensión al traer la buena nueva a la gente. Tú quedas fuera del flujo de humildad, por decirlo de alguna manera.

—Ah, claro —dijo, sonriendo.

—Pero, ya que lo mencionas —añadí—, sí es cierto que suena un poco hipócrita.

—No me siento orgulloso de ello.

—Bueno, tú tranquilo, que no pasa nada.

Aquella tarde, cuando todos nos habíamos congregado de nuevo en Cafarnaún, Joshua nos llamó para que nos reuniéramos en torno a la hoguera, frente a la casa de Pedro. Allí condujo nuestra oración de agradecimiento, mientras los últimos rayos de sol se reflejaban en las aguas del lago.

Y entonces hizo la llamada.

—¿Quién quiere ser apóstol?

—Yo, yo —se adelantó Natanael—. ¿Qué es un apóstol?

—Es un hombre que fabrica medicinas.

—Vale, vale, yo, yo —dijo Natanael—. Yo quiero fabricar medicinas.

—Bueno, yo puedo intentarlo —dijo Juan.

—Eso es un «boticario», no un apóstol —intervino Mateo—. El boticario mezcla polvos y fabrica medicinas. «Apóstol» significa «enviado».

—Exacto —confirmó Joshua—. «Mensajero». Seréis enviados a divulgar la buena nueva de que el reino ha llegado.

—¿Y no es eso lo que hacemos ya? —preguntó Pedro.

—No, ahora sois discípulos, pero es mi deseo nombrar a unos apóstoles que lleven la Palabra por la tierra. Habrá doce, por las Doce Tribus de Israel. Os concederé poder para sanar, poder para vencer a los demonios. Seréis como yo, pero con distinto aspecto. No llevaréis encima nada más que vuestras ropas. Viviréis solo de la caridad de aquellos para quienes prediquéis. Estaréis solos, como corderos entre lobos. La gente os perseguirá y os escupirá, y tal vez os golpee, y si eso sucede, sucederá. Sacudíos el polvo y poneos en marcha. Y ahora, ¿quién está conmigo?

Y se oyó un silencio atronador entre los discípulos.

—¿Y tú, Magda?

—A mí los viajes no me sientan nada bien, Josh. Me mareo. Ser discípula ya me va bien.

—¿Y tú, Colleja?

—Muy bien, gracias.

Joshua se puso en pie y los contó.

—Natanael, Pedro, Andrés, Felipe, Jaime, Juan, Tadeo, Judas, Mateo, Tomás, Bartolomeo y Simón. Vosotros sois los apóstoles. Y ahora salid y apostolad.

Todos se miraban unos a otros.

—¡Id a propagar la buena nueva, el hijo del hombre está aquí! ¡El reino ya llega! ¡Id! ¡Id! ¡Id!

Y ellos se pusieron en pie e hicieron como que se movían de un lado a otro.

—¿Podemos llevarnos a nuestras mujeres? —preguntó Jaime.

—Sí.

—¿Y a alguna discípula?

—Sí.

—¿Tomás Dos también puede venir?

—Sí, Tomás Dos también puede ir.

Una vez aclaradas sus dudas, se movieron de un lado a otro un poco más.

—Colleja —me dijo Joshua—. ¿Por qué no asignas un territorio a cada uno y les indicas cómo llegar?

—Está bien, de acuerdo. ¿Quién quiere Samaria? ¿Nadie? Muy bien, Pedro, Samaria es para ti. Machácalos. ¿Cesárea? Vamos, vamos, gallinas, que se ofrezca algún voluntario...

Y así fue como a los doce se les encomendó su misión sagrada.

A la mañana siguiente, setenta de las personas a las que habíamos reclutado para que alimentaran a la multitud vinieron a ver a Joshua cuando se enteraron de lo del nombramiento de los apóstoles.

—¿Y por qué solo doce? —quiso saber uno de ellos.

—¿Todos los que estáis aquí estáis dispuestos a renunciar a vuestras posesiones, a dejar a vuestras familias, a exponeros a la persecución y a la muerte para propagar la buena nueva? —preguntó Joshua.

—Sí —respondieron todos al unísono.

Joshua me miró, como si ni él mismo terminara de creérselo.

—Es que el sermón de ayer fue muy bueno —le dije yo.

—Que así sea —aceptó el Mesías—. Colleja, Mateo y tú les asignaréis territorios. Que a nadie le toque su tierra. Al parecer, eso no funciona demasiado bien.

Y así fue que partieron doce más setenta, y que Joshua, Magda y yo nos dirigimos a Decápolis, que era un dominio del hermano de Herodes, Filipo, y acampamos, y pescamos, y sobre todo nos ocultamos. Joshua predicaba un poco, pero solo a grupos reducidos, y aunque sanaba a los enfermos, les pedía que no contaran a nadie lo de sus milagros.

Después de tres meses ocultándonos en territorio de Filipo, desde la otra orilla del lago una barca trajo la noticia de que alguien había intervenido a favor de Joshua ante los fariseos, y de que la orden de ejecución, que nunca había llegado a formalizarse, se había derogado. Así que regresamos a Cafarnaún, y allí esperamos el retorno de los apóstoles. Y allí constatamos que, tras varios meses en primera línea, su entusiasmo había menguado un poco.

—Menudo asco.

—La gente es mala.

—Los leprosos dan miedo.

Mateo regresó de Judea con más noticias sobre el misterioso benefactor de Joshua en Jerusalén.

—Se llama José de Arimatea —dijo—. Es un mercader rico, dueño de barcos, viñedos y almazaras. Parece contar con el favor de los fariseos, pero él mismo no lo es. Sus riquezas le han proporcionado, también, cierta influencia entre los romanos. Según he oído, éstos están considerando la posibilidad de concederle la ciudadanía.

—¿Y por qué quiere ayudarnos? —pregunté yo.

—Hablé con él largo y tendido sobre el reino, sobre el Espíritu Santo y sobre el resto del mensaje de Joshua. Y cree. —Mateo esbozó una amplia sonrisa, sin duda orgulloso por haber convertido a un poderoso—. Quiere que vayas a su casa a cenar, Joshua. En Jerusalén.

—¿Y te parece seguro que se desplace hasta allí? —preguntó Magda.

—José envía esta carta garantizando la seguridad de Joshua, así como la de todos los que lo acompañen a Jerusalén —respondió él, sosteniendo la misiva.

Magda recogió el rollo y lo leyó.

—Mi nombre también figura en ella. Y el de Colleja.

—José sabía que también vendríais, yo mismo le dije que Colleja es como una sanguijuela, que no se despega nunca de Joshua.

—¿Cómo dices?

—Quiero decir, que siempre acompañas al Señor en sus desplazamientos —añadió Mateo al instante.

—Pero ¿y yo por qué? —quiso saber Magda.

—Tu hermano Simón, al que llaman Lázaro, está muy enfermo. Se está muriendo. Y ha preguntado por ti. José quiere que sepas que puedes acudir sin problemas.

Josh agarró su zurrón y se puso en marcha al momento.

—Vamos —dijo—. Pedro, tú quedas a cargo hasta mi regreso. Colleja, Magda, necesitamos llegar a Tiberíades antes de que anochezca. Allí veré si alguien puede prestarnos unos camellos. Mateo, tú también vendrás con nosotros, porque eres tú quien conoce a ese tal José. Y, Tomás, tú nos acompañarás. Quiero hablar contigo.

Y así partimos hacia lo que, estaba seguro de ello, era la boca del lobo.

Por el camino Joshua llamó a Tomás y le pidió que caminara a su lado. Magda y yo íbamos apenas unos pasos por detrás, por lo que oíamos perfectamente su conversación. Tomás no dejaba de detenerse para asegurarse de que Tomás Dos no quedara rezagado.

—Todos creen que estoy loco —dijo—. Se ríen de mí a mis espaldas. Me lo ha dicho Tomás Dos.

—Tomás, ya sabes que, si te impongo mis manos, estarás curado. Tomás Dos ya no volverá a dirigirte la palabra. Los demás no se reirán de ti.

Tomás caminó un rato sin decir nada, pero cuando se volvió para mirar a Joshua, vi que dos lagrimones resbalaban por sus mejillas.

—Si Tomás Dos se va, estaré solo.

—No estarás solo. Me tendrás a mí.

—No por mucho tiempo. A ti no te queda mucho tiempo entre nosotros.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo ha dicho Tomás Dos.

—Es mejor que eso no se lo digamos a los demás, por el momento. ¿De acuerdo, Tomás?

—No lo diré, si tú no quieres. Pero tú no me cures, ¿de acuerdo? ¿No harás que Tomás Dos se vaya?

—No —le aseguró Joshua—. Tal vez a los dos, pronto, nos haga falta un amigo más. —Le dio una palmadita en el hombro, y aceleró el paso para alcanzar a Mateo.

—Cuidado, que lo vas a pisar —gritó Tomás.

—Lo siento —se disculpó Joshua.

Yo miré a Magda.

—¿Has oído eso?

Ella asintió.

—No puedes consentirlo, Colleja. A él no parece importarle su propia vida, pero a mí sí me importa, y si tú consientes que le suceda algo malo, nunca te lo perdonaré.

—Pero, Magda, se supone que todos merecemos el perdón.

—Tú no. No si algo malo le sucede a Josh.

—Que así sea. O sea que una vez Joshua cure a tu hermano, no sé, ¿te apetece que hagamos algo, que vayamos a tomarnos un zumo de granada a alguna parte, o que nos casemos, o alguna otra cosa?

Ella se detuvo en seco, y yo también.

—¿Es que no prestas nunca la menor atención a lo que sucede a tu alrededor?

—Lo siento. La fe se ha apoderado de mí por un momento. ¿Qué me decías?

Cuando llegamos a Betania, Marta nos esperaba ya en la calle, frente a la casa de Simón. Se fue derecha a Joshua, y él extendió los brazos para abrazarla, pero cuando estuvo a su lado ella lo apartó.

—Mi hermano está muerto —dijo—. ¿Dónde estabas?

—He venido tan pronto como lo he sabido.

Magda se acercó a su hermana, la abrazó y las dos lloraron. Los demás permanecíamos junto a ellas, algo incómodos. Los dos ciegos, Crusto y Abel, a los que Joshua había sanado hacía un tiempo, se acercaron a nosotros desde el otro lado de la calle.

—Muerto. Lleva cuatro días muerto y enterrado —dijo Crusto—. Al final adquirió un tono chartreuse.

—Chartreuse no —le corrigió Abel—, esmeralda.

—Vamos, que mi amigo Simón está dormido de verdad —concluyó Joshua.

Tomás se acercó a él y le plantó las manos en los hombros.

—No, Señor, está muerto. Tomás Dos cree que puede haber sido una bola de pelo. Simón era leopardo, no sé si lo sabías.

No pude más.

—¡Era leproso, le-pro-so, no leopardo!

—¡Pues tampoco está dormido, está muerto!

—Joshua lo ha dicho en sentido figurado. Él ya sabe que está muerto.

—Chicos, ¿creéis que podríais ser un poco más insensibles? —intervino Mateo, señalando a las dos hermanas, que seguían llorando.

—Oye, tú, recaudador de impuestos, cuando quiera tus dos siclos, ya te los pediré...

—¿Dónde está? —preguntó Joshua, haciéndose oír por encima de los sollozos y los gritos.

Marta se separó de su hermana y miró al Mesías.

—Se compró una tumba en Cedrón —le respondió.

—Llévame allí. Debo despertar a mi amigo.

—Muerto —dijo Tomás—. Muerto, muerto, muerto.

Entre las lágrimas de Marta se abrió paso un rayo de esperanza.

—¿Despertarlo?

—Muerto y bien muerto. Más muerto que Moisés. Mmmm...

Mateo cubrió con la mano la boca de Tomás, lo que me ahorró a mí tener que dejar inconsciente al gemelo de un ladrillazo.

—Tú crees que Simón se levantará de entre los muertos, ¿verdad? —le preguntó Joshua.

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