Ciudad de los ángeles caídos (45 page)

BOOK: Ciudad de los ángeles caídos
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Jadeando, Clary corrió para recoger el cuchillo serafín, pero no consiguió darle alcance. Lilith atrapó a Clary con dos manos finas y gélidas y la lanzó por los aires con una fuerza increíble. Clary se precipitó contra un seto, sus ramas le arañaron la piel, abriéndole extensos cortes. Trató de salir de allí, pero tenía el vestido enredado en el follaje. Después de escuchar el sonido de la tela de seda al rajarse, consiguió liberarse y vio que Lilith estaba levantando a Jace del suelo, con la mano pegada a la ensangrentada parte frontal de la camisa.

Lilith sonreía a Jace, con dientes negros y relucientes como metal.

—Me alegro de que te hayas levantado, pequeño nefilim. Quiero ver tu cara cuando te mate, en lugar de apuñalarte por la espalda como tú le hiciste a mi hijo.

Jace se restregó la cara con la manga de la camisa; tenía un corte sangrante en la mejilla y el tejido se manchó de rojo.

—No es tu hijo. Le donaste algo de sangre. Pero eso no lo convierte en tu hijo. Madre de los brujos... —Giró la cabeza y escupió sangre—. No eres la madre de nadie.

Los ojos de serpiente de Lilith se agitaron con furia. Clary, liberándose por fin del seto, observó que cada cabeza de serpiente tenía su propio par de ojos, brillantes y rojos. Sintió náuseas viendo el movimiento de aquellas serpientes; sus miradas recorrían de arriba abajo el cuerpo de Jace.

—Destrozando mi runa... Qué vulgaridad —espetó Lilith.

—Sí, pero muy efectivo —dijo Jace.

—No podrás vencerme, Jace Herondale —dijo ella—. Tal vez seas el cazador de sombras más grande que ha conocido este mundo, pero yo soy algo más que un demonio mayor.

—Entonces, lucha conmigo —dijo Jace—. Elige arma. Yo usaré mi cuchillo serafín. Luchemos cuerpo a cuerpo y veremos quién gana.

Lilith se quedó mirándolo, moviendo lentamente la cabeza, su oscuro cabello se agitaba como humo a su alrededor.

—Soy el demonio más antiguo —dijo—. No soy un hombre. Carezco de orgullo masculino con el que poder engatusarme, y un combate cuerpo a cuerpo no me interesa. Es una debilidad de los de tu sexo, no del mío. Soy una mujer. Utilizaré cualquier arma y todas las armas posibles para conseguir lo que quiero. —Lo soltó entonces, con un empujón casi despreciativo; Jace se tambaleó un instante, pero se enderezó en seguida y alcanzó el brillante cuchillo
Miguel
.

Lo cogió justo cuando Lilith reía a carcajadas y levantaba los brazos. De sus manos abiertas surgieron como una explosión unas sombras medio opacas. Incluso Jace se sorprendió cuando las sombras se solidificaron en forma de dos demonios negros con brillantes ojos rojos. Cayeron al suelo, dando zarpazos y gruñendo. Eran perros, pensó Clary asombrada, dos perros negros de aspecto siniestro y malévolo que recordaban vagamente un par de doberman.

—Cerberos —jadeó Jace—. Clary...

Se interrumpió cuando uno de los perros se abalanzó sobre él, con la boca abierta como la de un tiburón y un aullido estallando en su garganta. Un instante después, el segundo dio un salto y se lanzó directamente sobre Clary.

—Camille. —A Alec le daba vueltas la cabeza—. ¿Qué haces aquí?

Al momento se dio cuenta de la estupidez de su pregunta. Reprimió las ganas de darse un golpe en la frente. Lo último que deseaba era quedar como un tonto delante de la ex novia de Magnus.

—Ha sido Lilith —dijo la vampira con una vocecilla temblorosa—. Sus seguidores irrumpieron en el Santuario. No está protegido contra los humanos, y ellos son humanos... a duras penas. Cortaron mis cadenas y me trajeron aquí. Me llevaron a su presencia. —Levantó las manos; las cadenas que la sujetaban a la tubería traquetearon—. Me torturaron.

Alec se agachó hasta que sus ojos quedaron al mismo nivel que los de Camille. Los vampiros no sufrían magulladuras —se curaban tan rápido que no daba ni tiempo para ello—, pero el pelo de Camille estaba manchado de sangre en el lado izquierdo de su cabeza, lo que invitaba a pensar que estaba diciendo la verdad.

—Supongamos que te creo —dijo Alec—. ¿Qué quería de ti? Nada de lo que sé acerca de Lilith indica que tenga un interés especial por los vampiros...

—Ya sabes por qué me retenía la Clave —dijo—. Debes de haberlo oído.

—Mataste a tres cazadores de sombras. Magnus dijo que alguien te lo había ordenado... —Se interrumpió—. ¿Lilith?

—¿Me ayudarás si te lo cuento? —Le temblaba el labio inferior. Tenía los ojos abiertos de par en par, verdes, suplicantes. Era muy bella. Alec se preguntó si alguna vez habría mirado a Magnus de aquella manera. Le entraron ganas de zarandearla.

—Tal vez —dijo, pasmado ante la frialdad de su voz—. En estas condiciones, tienes poco poder negociador. Podría largarme y dejarte en manos de Lilith y no supondría una gran diferencia para mí.

—Sí que lo supondría —replicó ella. Hablaba en voz baja—. Magnus te quiere. Si fueses el tipo de persona capaz de abandonar a un ser indefenso, no te querría.

—A ti también te quería —dijo Alec.

Camille esbozó una sonrisa melancólica.

—Me parece que desde entonces ha aprendido.

Alec se balanceó levemente.

—Mira —dijo—. Cuéntame la verdad. Si lo haces, te cortaré las cadenas y te llevaré ante la Clave. Te tratarán mejor de lo que te trataría Lilith.

Camille se miró las muñecas, encadenadas a la tubería.

—La Clave me encadenó —dijo—. Lilith me ha encadenado. Veo poca diferencia en el trato que me han dado las dos partes.

—Supongo, en este caso, que debes elegir. Confiar en mí o confiar en ella —dijo Alec. Era una apuesta arriesgada, y lo sabía.

Esperó durante tensos segundos hasta que ella respondió.

—Muy bien. Si Magnus confía en ti, yo confiaré en ti. —Levantó la cabeza, esforzándose por mantener un aspecto digno a pesar de sus ropajes hechos harapos y su pelo ensangrentado—. Fue Lilith la que acudió a mí, no yo a ella. Estaba al corriente de que pretendía recuperar mi puesto como jefa del clan de Manhattan que actualmente está en manos de Raphael Santiago. Dijo que me ayudaría, si yo la ayudaba a ella.

—¿Ayudarla asesinando cazadores de sombras?

—Lilith quería su sangre —dijo—. Para esos bebés. Inyectaba sangre de cazador de sombras y sangre de demonio a las madres; intentaba replicar lo que Valentine le había hecho a su hijo. Pero no funcionó. Los bebés salían convertidos en cosas retorcidas... y luego morían. —Captando la mirada de asco de Alec, dijo—: Al principio no sabía para qué quería la sangre. Tal vez no tengas una opinión muy buena de mí, pero no me gusta asesinar a inocentes.

—No tenías por qué hacerlo —dijo Alec—. Simplemente porque te lo ofreciera.

Camille sonrió de agotamiento.

—Cuando llegas a ser tan vieja como yo —dijo— es porque has aprendido a jugar correctamente el juego, a establecer las alianzas adecuadas en el momento adecuado. A aliarte no sólo con los poderosos, sino también con aquellos que crees que te harán poderoso. Sabía que si no accedía a ayudarla, Lilith me mataría. Los demonios son desconfiados por naturaleza, y Lilith podría creer que acudiría a la Clave para explicar sus planes de matar a cazadores de sombras por mucho que le prometiera que guardaría silencio. Corrí el riesgo porque Lilith suponía para mí un peligro mayor que los de tu especie.

—¿Y te dio igual matar a cazadores de sombras?

—Eran miembros del Círculo —dijo Camille—. Habían matado a los de mi especie. Y a miembros de la tuya.

—¿Y Simon Lewis? ¿Qué interés tienes por él?

—Todo el mundo quiere al vampiro diurno de su lado. —Camille hizo un gesto de indiferencia—. Y sabía que tenía la Marca de Caín. Uno de los secuaces de Raphael sigue siéndome fiel. Me pasó la información. Pocos subterráneos lo saben. Eso lo convierte en un aliado de valor incalculable.

—¿Y por eso lo quiere Lilith?

Camille abrió mucho los ojos. Tenía la piel muy pálida y Alec se fijó en que las venas de debajo se habían oscurecido, que su dibujo empezaba a extenderse por la blancura de su cara como las rajas en un jarrón de porcelana. Los vampiros hambrientos se volvían salvajes y acababan perdiendo la conciencia cuando llevaban mucho tiempo sin consumir sangre. Cuanto más viejos eran, más podían aguantar sin alimento, pero Alec no pudo evitar preguntarse cuánto tiempo haría que Camille no había comido.

—¿A qué te refieres?

—Por lo que se ve, ha convocado a Simon para que se reúna con ella —dijo Alec—. Están en algún lugar de este edificio.

Camille se quedó mirándolo un momento más y se echó a reír.

—Una auténtica ironía —dijo—. En ningún momento me lo mencionó, ni yo se lo mencioné a ella, y ambas andábamos buscándolo para nuestros propios fines. Si ella lo quiere, es por su sangre —añadió—. A buen seguro, el ritual que está llevando a cabo tiene que ver con sangre mágica. Su sangre (mezclada con sangre de subterráneo y de cazador de sangre) podría ser de mucha utilidad para ella.

Alec experimentó una pizca de intranquilidad.

—Pero no puede hacerle daño. La Marca de Caín...

—Encontrará la manera de evitarla —dijo Camille—. Es Lilith, madre de los brujos. Lleva viva mucho tiempo, Alexander.

Alec se incorporó.

—Entonces será mejor que averigüe qué está haciendo.

Las cadenas de Camille traquetearon cuando intentó arrodillarse.

—Espera... Has dicho que me liberarías.

Alec se volvió para mirarla.

—No, he dicho que te dejaría en manos de la Clave.

—Pero si me dejas aquí, nada impedirá que Lilith acuda primero a por mí. —Se echó hacia atrás el pelo enredado; arrugas de cansancio marcaban su rostro—. Alexander, por favor. Te lo ruego...

—¿Quién es Will? —preguntó Alec. Las palabras le salieron de golpe, inesperadamente, dejándolo horrorizado.

—¿Will? —Camille se quedó inexpresiva por un instante; pero su cara empezó a arrugarse en cuanto comprendió a quién se refería—. Oíste la conversación que mantuve con Magnus.

—En parte —dijo Alec con cautela—. Will está muerto, ¿no? Quiero decir que Magnus mencionó que lo conoció hace mucho...

—Ya sé qué es lo que te preocupa, pequeño cazador de sombras. —La voz de Camille se había vuelto musical y cariñosa. Detrás de ella, a través de las ventanas, Alec vio las luces lejanas de un avión que sobrevolaba la ciudad—. Al principio fuiste feliz. Pensabas en el momento, no en el futuro. Pero ahora has caído en la cuenta. Envejecerás, y algún día morirás. Y Magnus no. Él continuará. No envejeceréis juntos. Y os distanciaréis.

Alec pensó en la gente que iba en el avión, allá arriba, en aquel aire frío y gélido, contemplando la ciudad como si fuese un campo lleno de relucientes diamantes. Él no había subido jamás en un avión, claro estaba. Pero se imaginaba la sensación: soledad, lejanía, desconexión del mundo.

—Eso no puedes saberlo —dijo—. Lo de que nos distanciaremos.

Ella sonrió con lástima.

—Ahora eres bello —dijo—. Pero ¿lo serás de aquí a veinte años? ¿Cuarenta? ¿Cincuenta? ¿Amará él tus ojos azules cuando pierdan su luz, tu piel suave cuando la edad la llene de surcos profundos? ¿Tus manos cuando se arruguen y se debiliten, tu pelo cuando se vuelva cano...?

—Calla. —Alec escuchó el chasquido de su propia voz, y se avergonzó al instante—. Cállate. No quiero oírlo.

—No tiene por qué ser así. —Camille se inclinó hacia él, sus ojos verdes se veían muy luminosos—. ¿Y si te dijera que no tendrías por qué envejecer? ¿Ni morir?

Alec sintió una oleada de rabia.

—No me interesa convertirme en vampiro. No te molestes siquiera en ofrecérmelo. No si la única alternativa es la muerte.

El rostro de Camille se contorsionó por un brevísimo instante. Pero la sensación se desvaneció en cuando reafirmó su control. Esbozó una fina sonrisa y dijo:

—No es lo que te sugiero. ¿Y si te dijera que existe otra manera? ¿Otra manera para que los dos estéis juntos para siempre?

Alec tragó saliva. La boca se le había quedado seca como el papel.

—Cuéntamela.

Camille levantó las manos. Las cadenas traquetearon de nuevo.

—Córtamelas.

—No. Explícamelo primero.

Camille hizo un gesto negativo.

—No lo haré. —Su expresión era dura como el mármol, igual que su voz—. Has dicho que no tenía con qué negociar. Pero sí lo tengo. Y no pienso revelártelo.

Alec se quedó dudando. Oía mentalmente la cálida voz de Magnus: «Es una maestra de la implicación y la manipulación. Siempre lo ha sido».

«Pero, Magnus —pensó—. Nunca me lo dijiste. Nunca me avisaste de que sería así, de que un día me despertaría y me daría cuenta de que yo iba hacia un lugar adonde tú no podías seguirme. De que no somos lo mismo. De que eso de que “hasta que la muerte os separe” no es válido para los que nunca mueren.»

Dio un paso hacia Camille, luego otro. Levantó el brazo derecho e hizo descender el cuchillo serafín, con todas sus fuerzas. Atravesó el metal de las cadenas; las muñecas de Camile quedaron separadas, en sus esposas aún, pero libres. Camille levantó los brazos con una expresión de triunfo y regocijo.

—Alec. —Era Isabelle, en el umbral de la puerta. Alec se volvió y la vio allí, el látigo a un costado. Estaba manchado de sangre, igual que sus manos y su vestido de seda—. ¿Qué haces aquí?

—Nada. Yo... —Alec experimentó una oleada de vergüenza y horror; casi sin pensarlo, se situó delante de Camille, como si con ello pudiera esconderla del ángulo de visión de su hermana.

—Están todos muertos. —Isabelle parecía triste—. Los seguidores del culto. Los hemos matado a todos. Ahora debemos encontrar a Simon. —Miró de reojo a Alec—. ¿Estás bien? Te veo muy pálido.

—La he liberado —borboteó Alec—. No debería haberlo hecho. Pero es que...

—¿Liberado a quién? —Isabelle dio un paso hacia el interior de la habitación. Las luces de la ciudad salpicaban su vestido, haciéndola brillar como un fantasma—. ¿De qué me hablas, Alec?

Parecía no entender nada, estaba confusa. Alec se volvió, siguiendo la mirada de Isabelle, y vio... nada. La tubería continuaba allí, un trozo de cadena a su lado, y el polvo del suelo levemente alterado. Pero Camille había desaparecido.

Clary apenas tuvo tiempo de extender los brazos para defenderse antes de que el cerbero se estampara contra ella: una bala de cañón de músculos, huesos y aliento caliente y pegajoso. Se sintió volar por los aires; recordó que Jace le había explicado cómo caer, cómo protegerse, pero el consejo se le había ido por completo de la cabeza y cayó al suelo con los codos, con un dolor agónico taladrándola al tiempo que se cortaba su piel. Un instante después, el perro de caza estaba encima de ella, sus garras le aplastaban el pecho, su cola retorcida se movía de lado a lado, era la grotesca imitación de un meneo. El extremo de la cola estaba rematado por unas protuberancias parecidas a uñas, como una maza medieval, y su cuerpo robusto emitió un potente gruñido, tan alto y fuerte que sintió que le vibraban los huesos.

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