Ciudad de los ángeles caídos (51 page)

BOOK: Ciudad de los ángeles caídos
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Luke asintió, como si hubiera entendido sus pensamientos.

—Si no quieres volver a casa de Jordan, puedes quedarte en mi sofá esta noche. Estoy seguro de que Clary se alegraría de tenerte en casa y mañana podríamos hablar de lo que hacemos con tu madre.

Simon se irguió. Miró a Isabelle, que estaba en la otra punta del vestíbulo, el brillo de su látigo, el resplandor del colgante que llevaba en el cuello, el ágil movimiento de sus manos mientras hablaba. Isabelle, que no tenía miedo a nada. Pensó en su madre, en cómo se había apartado de él, en el terror que reflejaban sus ojos. Había estado escondiéndose de aquel recuerdo, huyendo de él desde entonces. Pero había llegado el momento de dejar de correr.

—No —dijo—. Gracias, pero creo que no necesito un lugar donde ir a dormir esta noche. Creo... que iré a mi casa.

Jace se había quedado solo en la terraza de la azotea y contemplaba la ciudad; el East River, una serpiente negra plateada culebreando entre Brooklyn y Manhattan. Sus manos, sus labios, seguían calientes por el contacto con Clary, pero el viento que soplaba desde el río era gélido y el calor se desvanecía con rapidez. Sin chaqueta, el aire atravesaba el fino tejido de su camisa como la hoja de un cuchillo.

Respiró hondo, llenando sus pulmones de aire frío, y lo exhaló lentamente. Sentía tensión en todo el cuerpo. Esperaba oír el sonido del ascensor, de las puertas abriéndose, los cazadores de sombras irrumpiendo en el jardín. Al principio se mostrarían compasivos, pensó, se preocuparían por él. Pero después, cuando comprendieran lo sucedido, llegaría el escaqueo, los intercambios de miradas maliciosas cuando creyeran que no estaba mirando. Había estado poseído —no sólo por un demonio, sino por un demonio mayor—, había actuado contra la Clave, había amenazado y herido a otro cazador de sombras.

Pensó en cómo lo miraría Jocelyn cuando se enterara de lo que le había hecho a Clary. Luke lo comprendería, lo perdonaría. Pero Jocelyn... Nunca había sido capaz de armarse del valor necesario para hablar con franqueza con ella, para pronunciar las palabras que sabía que podrían tranquilizarla. «Amo a tu hija, más de lo que jamás creí que podría llegar a amar a nadie. Jamás le haría daño.»

Ella se limitaría a mirarlo, pensaba, con aquellos ojos verdes tan parecidos a los de Clary. Querría algo más que aquello. Querría oírle decir lo que no estaba tan seguro de que fuera cierto.

«Yo no soy como Valentine.»

«¿Estás seguro? —Fue como si el aire transportara las palabras, un susurro dirigido única y exclusivamente a sus oídos—. No conociste a tu madre. No conociste a tu padre. Le entregaste tu corazón a Valentine cuando eras pequeño, como todos los niños hacen, y te convertiste en una parte de él. No puedes separar eso de tu persona como si lo cortaras limpiamente con un cuchillo.»

Tenía la mano izquierda fría. Bajó la vista y vio, para su sorpresa, que había cogido el cuchillo —el cuchillo de plata grabada de su verdadero padre— y que lo tenía en la mano. La hoja, pese a haber sido consumida por la sangre de Lilith, volvía a estar entera y brillaba como una promesa. Por su pecho empezó a extenderse un frío que nada tenía que ver con la temperatura ambiente. ¿Cuántas veces se había despertado así, jadeando y sudoroso, con el cuchillo en la mano? Y con Clary, siempre con Clary, muerta a sus pies.

Pero Lilith estaba muerta. Todo había terminado. Intentó guardar el cuchillo en su cinturón, pero era como si la mano no quisiese obedecer la orden que su cabeza estaba dándole. Sintió un calor punzante en el pecho, un dolor virulento. Bajó la vista y vio que la línea ensangrentada que había partido por la mitad la marca de Lilith, allí donde Clary le había cortado con el cuchillo, había cicatrizado. La marca brillaba rojiza sobre su pecho.

Jace dejó correr la idea de guardar el cuchillo en el cinturón. Estaba aplicando tanta fuerza a la empuñadura que sus nudillos se habían puesto blancos y su muñeca empezaba a torcerse hacia dentro, tratando de apuntar el puñal contra sí mismo. El corazón le latía con fuerza. No había aceptado que le aplicaran
iratzes
. ¿Cómo era posible que la Marca se hubiera curado tan rápido? Si pudiera volver a cortarla, desfigurarla, aunque fuera sólo temporalmente...

Pero la mano no le obedecía. Y su brazo permaneció rígido en su costado mientras su cuerpo giraba, contra su voluntad, en dirección al pedestal donde yacía el cuerpo de Sebastian.

El ataúd había empezado a brillar, con una luz turbia y verdosa, casi el resplandor de una luz mágica, pero aquella luz tenía algo de doloroso, algo que parecía perforar el ojo. Jace intentó retroceder, pero sus piernas no respondieron. Un sudor frío empezó a resbalarle por la espalda. Y una voz susurró en su cabeza:

«Ven aquí».

Era la voz de Sebastian.

«¿Te creías libre porque Lilith ya no está? El mordisco del vampiro me ha despertado; y la sangre de Lilith que corre por mis venas te llama. Ven aquí.»

Jace intentó quedarse clavado, pero su cuerpo lo traicionaba, arrastrándolo hacia adelante, por mucho que su mente consciente luchara contra ello. Aunque intentara recular, sus pies estaban guiándolo hacia el ataúd. El círculo pintado en el suelo lanzó fogonazos verdes cuando lo atravesó y el ataúd respondió con un segundo destello de luz esmeralda. Y llegó a su lado y miró el interior.

Jace se mordió el labio con fuerza, confiando en que el dolor lo hiciera salir de aquel estado de ensueño en el que estaba sumido. Saboreó su propia sangre mientras miraba a Sebastian, que flotaba en el agua como un cadáver ahogado.
Éstas son las perlas que fueron sus ojos
. Su pelo era como una alga incolora, sus párpados cerrados estaban azules. La boca tenía el perfil frío y duro de la boca de su padre. Era como estar mirando a un Valentine joven.

Sin querer, completamente en contra de su voluntad, las manos de Jace empezaron a ascender. Su mano izquierda acercó el filo del cuchillo a la parte interior de su muñeca derecha, en el punto donde se cruzaban la línea de la vida y la del amor.

Las palabras salieron de sus propios labios. Las oyó como si se pronunciaran desde una distancia inmensa. No eran en ningún idioma que conociera o comprendiera, pero sabía lo que eran: cánticos rituales. Su cabeza estaba gritándole a su cuerpo que parara, pero era imposible. Descendió su mano izquierda, agarrando su cuchillo con fuerza. La hoja abrió un corte limpio, seguro, superficial, en la palma de su mano derecha. Empezó a sangrar de forma casi instantánea. Intentó retirar la mano, intentó replegar el brazo, pero era como si estuviera encajonado en cemento. Y mientras miraba horrorizado, las primeras gotas de sangre salpicaron la cara de Sebastian.

Los ojos de Sebastian se abrieron de repente. Eran negros, más negros que los de Valentine, tan negros como los de la diablesa que había dicho ser su madre. Se quedaron clavados en Jace, como grandes espejos oscuros, devolviéndole el reflejo de su cara, contorsionada e irreconocible, su boca conformando las palabras del ritual, vomitando como un río de negras aguas un balbuceo ininteligible.

La sangre fluía ahora en abundancia, confiriéndole al líquido turbio del interior del ataúd un color rojo más oscuro. Sebastian se movió. El agua sanguinolenta se agitó y se derramó hacia el exterior cuando Sebastian se sentó, con los ojos negros clavados en Jace.

«La segunda parte del ritual —dijo su voz en el interior de la cabeza de Jace— ya está casi completa.»

El agua caía como lágrimas. Su pelo claro, pegado a su frente, parecía carecer por completo de color. Levantó una mano y la extendió, y Jace, contrariando al grito que resonaba en su cabeza, le presentó el cuchillo, la hoja en primer lugar. Sebastian deslizó la mano por toda la longitud de la fría y afilada hoja. La sangre brotó del corte que acababa de abrirse en su palma. Tiró el cuchillo y cogió la mano de Jace, agarrándola con fuerza.

Era lo último que Jace se esperaba. Y era incapaz de moverse para retirarse. Sintió todos y cada uno de los fríos dedos de Sebastian enlazando su mano, presionando sus respectivos cortes sangrantes. Fue como ser agarrado por una mano de frío metal. Experimentó un escalofrío, y luego otro, temblores físicos imponentes, tan dolorosos que daba la impresión de que estaban doblándole al revés el cuerpo. Intentó gritar...

Y el grito murió en su garganta. Bajó la vista hacia su mano, y hacia la de Sebastian, unidas. La sangre corría entre sus dedos y descendía por sus muñecas, elegante como un encaje rojo. Brillaba bajo la fría luz eléctrica de la ciudad. No se movía como un líquido, sino como si cables rojos en movimiento unieran sus manos en una alianza granate.

Una curiosa sensación de paz embargó entonces a Jace. Fue como si desapareciera el universo y se encontrara en la cumbre de una montaña, mientras el mundo se extendía ante él, completamente suyo si así le apetecía. Las luces de la ciudad ya no eran eléctricas, sino que se habían transformado en un millón de estrellas que parecían diamantes. Lo iluminaban con un resplandor benevolente que decía: «Esto es bueno. Esto es lo que tu padre habría querido».

Vio mentalmente a Clary, su cara pálida, su cabello rojo, su boca en movimiento, dando forma a las palabras: «En seguida vuelvo. Cinco minutos».

Y entonces su voz empezó a desvanecerse al mismo tiempo que otra se alzaba por encima de ella, sofocándola. La imagen mental se alejó, desvaneciéndose e implorando en la oscuridad, igual que Eurídice se desvaneció cuando Orfeo se volvió para mirarla una última vez. La veía, con los blancos brazos tendidos hacia él, pero después las sombras se cernieron sobre ella y desapareció.

En la cabeza de Jace hablaba otra voz, una voz conocida, odiada en su día, pero ahora extrañamente bienvenida. La voz de Sebastian. Era como si corriese por su sangre, por la sangre que pasaba de la mano de Sebastian a la suya, como una ardiente cadena.

«Ahora somos uno, hermanito, tú y yo», dijo Sebastian.

«Somos uno.»

Agradecimientos

Como siempre, la familia ofrece el apoyo esencial necesario para que una novela vea la luz: mi marido, Josh, mi madre y mi padre, Jim Hill y Kate Connor; la familia Eson; Melanie, Jonathan y Helen Lewis, Florence y Joyce. Este libro, más incluso que cualquier otro, fue el producto de un trabajo en grupo intenso, por lo que quiero dar las gracias a Delia Sherman, Holly Black, Sarah Rees Brennan, Justine Larbalestier, Elka Cloke, Robin Wasserman y, con una mención especial, a Maureen Johnson por prestarme su nombre para el personaje de Maureen. Gracias a Margie Longoria por apoyar Project Book Babe: Michael Garza, el propietario de Big Apple Deli, tiene el nombre de su hijo, Michael Eliseo Joe Garza. Como siempre, mi agradecimiento para mi agente, Barry Goldblatt, mi editora, Karen Wojtyla, y para Emily Fabre, por realizar cambios mucho tiempo después de que pudieran realizarse cambios, Cliff Nielson y Russell Gordon por sus bellas cubiertas, y a los equipos de Simon and Schuster y Walker Books por hacer posible el resto de la magia. Y por último, mi agradecimiento a
Linus
y
Lucy
, mis gatos, que sólo vomitaron una vez sobre mi manuscrito.

Ciudad de los ángeles caídos
fue escrita con el programa Scrivener en San Miguel de Allende, México.

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