Ciudad de los ángeles caídos (49 page)

BOOK: Ciudad de los ángeles caídos
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—No lo sé, Jordan —dijo Maia—. No sé por qué te he besado, y no sé si volveré a hacerlo, pero lo que sí sé es que estoy asustada y preocupada por mis amigos y que quiero salir de aquí. ¿Entendido?

Jordan asintió. Daba la impresión de que tenía un millón de cosas que decir, pero decidió no decirlas y Maia se sintió agradecida. Se pasó la mano por su alborotado pelo, manchado de yeso blanco, y dijo:

—Entendido.

Silencio. Jace continuaba apoyado en la puerta, sólo que ahora tenía la frente presionando el cristal, los ojos cerrados. Clary se preguntó si se habría dado cuenta de que estaba allí con él. Avanzó un paso, pero antes de que le diera tiempo a decir algo, él empujó las puertas y salió al jardín.

Se quedó quieta un momento, mirándolo. Podía llamar el ascensor, claro está, bajar, esperar a la Clave en el vestíbulo junto con los demás. Si Jace no quería hablar, era que no quería hablar. No podía obligarlo a hacerlo. Si Alec estaba en lo cierto, y lo que estaba haciendo era castigarse, tendría que esperar hasta que lo superara.

Se volvió hacia el ascensor y se detuvo. Una llamita de rabia se encendió en su interior, le ardían los ojos. «No», pensó. No tenía que permitirle que se comportara así. Tal vez podía comportarse con los demás de aquella manera, pero con ella no. Le debía una conducta mejor. Se debían los dos un comportamiento mejor.

Dio media vuelta y se encaminó hacia las puertas. El tobillo seguía doliéndole, pero las
iratzes
que Alec le había puesto empezaban a funcionar. El dolor de su cuerpo se había apagado hasta convertirse en un malestar amortiguado y latente. Llegó a las puertas y empujó para abrirlas. Salió a la terraza e hizo una mueca de disgusto cuando sus pies descalzos entraron en contacto con las gélidas baldosas.

En seguida vio a Jace; estaba arrodillado cerca de los peldaños, sobre las baldosas manchadas de sangre e icor y que relucían por la sal depositada en ellas. Se levantó cuando ella se aproximó y se volvió, con algo brillante colgando de su mano.

El anillo de los Morgenstern, en su cadena.

Se había levantado el viento y azotaba su pelo dorado oscuro contra su rostro. Lo retiró con impaciencia y dijo:

—Acabo de acordarme de que nos habíamos dejado esto aquí.

Su voz sonó sorprendentemente normal.

—¿Y por eso querías quedarte? —le preguntó Clary—. ¿Para recuperarlo?

Giró la mano, y la cadena giró con ella, sus dedos cerrándose sobre el anillo.

—Estoy unido a él. Es una estupidez, lo sé.

—Podrías haberlo dicho, o Alec podría haberse quedado...

—Mi lugar no está con el resto de vosotros —dijo de repente—. Después de lo que hice, no merezco
iratzes
, ni curaciones, ni abrazos, ni consuelo, ni nada de lo que mis amigos piensen que necesito. Mejor quedarme aquí arriba con él. —Movió la barbilla en dirección al lugar donde el cuerpo inmóvil de Sebastian yacía en el interior del ataúd abierto, sobre su pedestal de piedra—. Y de lo que más seguro estoy es de que no te merezco.

Clary se cruzó de brazos.

—¿Te has parado a pensar lo que yo me merezco? ¿Que tal vez me merezco una oportunidad de poder hablar contigo sobre todo lo que ha pasado?

Se quedó mirándola. Estaban apenas a un metro el uno del otro, pero era como si entre ellos se hubiera abierto una distancia inefable.

—No sé por qué quieres siquiera mirarme, y mucho menos hablar conmigo.

—Jace —dijo Clary—. Esas cosas que hiciste... no eras tú.

Él dudó. El cielo era tan negro, las ventanas iluminadas de los rascacielos cercanos tan brillantes, que era como si se encontraran en medio de una red de joyas relucientes.

—Si no era yo —dijo—, entonces ¿por qué soy capaz de recordar todo lo que hice? Cuando una persona está poseída, y se recupera, no recuerda lo qué hizo cuando el demonio habitaba en ella. Pero yo lo recuerdo todo. —Dio media vuelta y echó a andar hacia la pared del jardín de la terraza. Clary lo siguió, aliviada por la distancia interpuesta entre ellos y el cuerpo de Sebastian, escondido ahora de la vista por una hilera de setos.

—¡Jace! —gritó, y él se volvió, dando la espalda al muro, derrumbándose contra él. Detrás, la electricidad de toda una ciudad iluminaba la noche como las torres del demonio de Alacante—. Recuerdas porque ella quería que lo recordaras —dijo Clary, llegando a donde se había quedado él, jadeante—. Lo hizo para torturarte igual que consiguió que Simon hiciera lo que ella quería. Quería que vieses cómo hacías daño a tus seres queridos.

—Lo veía —dijo en voz baja—. Era como si una parte de mí estuviera a cierta distancia, mirando y gritándome que parara. Pero el resto de mi persona se sentía perfectamente en paz consigo misma y con la sensación de estar haciendo lo correcto. Como si fuera lo único que yo podía hacer. Me pregunto si es así como se sentía Valentine con respecto a todo lo que hacía. Como si fuera tan fácil hacer lo correcto. —Dejó de mirarla—. No lo soporto —dijo—. No tendrías que estar aquí conmigo. Deberías irte.

Pero en lugar de irse, Clary se acercó a él y se apoyó también en la pared. Se envolvió el cuerpo con los brazos, no dejaba de temblar. Al final, a regañadientes, Jace volvió la cabeza para mirarla de nuevo.

—Clary...

—Tú no eres quién para decidir —dijo ella— adónde tengo que ir, ni cuándo.

—Lo sé. —Tenía la voz rota—. Siempre lo he sabido. No sé por qué tuve que enamorarme de alguien más tozudo que yo.

Clary se quedó un instante en silencio. El corazón encogido al escuchar aquella palabra: «enamorado».

—Todo eso que me has dicho en la terraza de la Fundición —dijo en un susurro—, ¿lo decías en serio?

Sus ojos dorados se ofuscaron.

—¿Qué cosas?

«Que me querías», estuvo a punto de decir ella, pero pensándolo bien... no se lo había dicho, ¿verdad? No había pronunciado aquellas palabras. Lo había dado a entender. Y la verdad del hecho, que se querían, era algo que ella sabía con la misma claridad con la que conocía su propio nombre.

—Me preguntaste si te querría si fueses como Sebastian, como Valentine.

—Y tú me respondiste que en ese caso no sería yo. Pero mira cómo te has equivocado —dijo, la amargura tiñendo su voz—. Lo que he hecho esta noche...

Clary avanzó hacia él; Jace se puso tenso, pero no se movió. Lo cogió por la camisa, se inclinó hacia él y le dijo, pronunciando con extrema claridad todas y cada una de sus palabras:

—Ése no eras tú.

—Dile eso a tu madre —dijo Jace—. Díselo a Luke cuando te pregunten de dónde ha salido esto. —Le tocó con delicadeza la clavícula; la herida ya estaba curada, pero la piel y la tela del vestido seguían manchadas de sangre oscura.

—Se lo diré —dijo ella—. Les diré que fue culpa mía.

Él se quedó mirándola, con los ojos dorados llenos de incredulidad.

—No puedes mentirles.

—Y no lo haré. Te volví a la vida —dijo—. Estabas muerto y te devolví a la vida. Fui yo quien desestabilizó el equilibrio, no tú. Yo abrí la puerta para Lilith y su estúpido ritual. Podría haber pedido cualquier cosa, y te pedí a ti. —Le agarró con más fuerza de la camisa, sus dedos estaban blancos del frío y la presión—. Y volvería a hacerlo. Te quiero, Jace Wayland... Herondale... Lightwood... como te apetezca llamarte. Me da lo mismo. Te amo y siempre te amaré, y fingir lo contrario no es más que una pérdida de tiempo.

La mirada de dolor que atravesó el rostro de Jace fue tan expresiva, que a Clary se le encogió el corazón. Jace cogió entonces la cara de ella entre sus manos. Tenía las palmas calientes.

—¿Recuerdas cuando te dije que no sabía si Dios existía o no pero que, fuera lo que fuera, íbamos completamente por nuestra cuenta y riesgo? —dijo, su voz sonaba más cálida que nunca—. Sigo sin conocer la respuesta; lo único que sabía era que existía una cosa llamada fe, y que yo no merecía poseerla. Y después apareciste tú. Tú lo cambiaste todo. ¿Recuerdas aquella frase de Dante que te cité en el parque, «
L’amor che move il sole e l’altre stelle
»?

Los labios de Clary esbozaron una leve sonrisa cuando levantó la cabeza para mirarlo.

—Sigo sin hablar italiano.

—Eran las últimas líneas de
Paradiso
... Paraíso. «Mas ya movía mi deseo y mi voluntad, el amor que mueve el sol y las demás estrellas.» Dante intentaba explicar la fe, me parece, como un amor aplastante, y tal vez sea una blasfemia, pero creo que yo te amo así. Llegaste a mi vida y de repente tuve una verdad a la que aferrarme: que yo te amaba y tú me amabas.

Aunque estaba mirándola, su visión era distante, como si estuviera fija en algo muy remoto.

—Entonces empecé a tener los sueños —prosiguió—. Y pensé que a lo mejor me había equivocado. Que no te merecía. Que no me merecía ser completamente feliz... Dios, ¿y quién se merece eso? Y después de lo de esta noche...

—Para. —Durante todo aquel rato había estado cogiéndolo por la camisa; pero dejó de estar tan tensa y apoyó las manos sobre su pecho. Notaba su corazón acelerado bajo la yema de los dedos; las mejillas de Jace encendidas, y no sólo por el frío—. Jace, con todo lo que ha sucedido esta noche, hay una cosa que sé seguro. Y es que no eras tú quien hacía esas cosas. Creo de forma absoluta e incontrovertible que eres bueno. Y eso no cambiará.

Jace respiró hondo, estremeciéndose.

—No sé siquiera cómo intentar merecerme eso.

—No tienes por qué hacerlo. Tengo fe suficiente en ti —dijo ella—, en nosotros dos.

Las manos de Jace se deslizaron entre el cabello de ella. El vaho de su respiración se interponía entre ellos, como una nube blanca.

—Te he echado tanto de menos —dijo él, besándola; su boca era delicada, no desesperada y hambrienta como se había mostrado las últimas veces que la había besado, sino tierna y suave.

Ella cerró los ojos y el mundo giró a su alrededor como un molinete. Acariciándole el pecho en dirección ascendente, estiró los brazos para enlazar las manos por detrás de su cuello y se puso de puntillas para poder besarlo. Las manos de él se deslizaron por el cuerpo de Clary, por encima de la piel la seda, y ella se estremeció, apoyándose en él, segura de que ambos sabían a sangre, cenizas y sal, pero no importaba; el mundo, la ciudad y todas sus luces y su vida parecían haberse reducido a aquello, a Jace y a ella, el corazón ardiente de un universo congelado.

Pero él se apartó, a regañadientes. Y ella se dio cuenta del motivo unos instantes después. El sonido de los bocinazos de los coches y el rechinar de los neumáticos frenando en la calle se oía incluso desde allí arriba.

—La Clave —dijo Jace con resignación, aunque tuvo que toser para aclararse la garganta antes de hablar. Tenía la cara encendida, y Clary se imaginó que la suya estaría igual—. Ya están aquí.

Sin soltarle la mano, Clary miró por el borde de la pared de la azotea y vio varios coches negros aparcados delante del andamio. La gente empezaba a salir de ellos. Resultaba difícil reconocerlos desde aquella altura, pero Clary creyó ver a Maryse y a varias personas más vestidas con equipo de combate. Un instante después, la furgoneta de Luke se plantó con estruendo encima de la acera y Jocelyn salió corriendo de ella. Clary la reconocería, simplemente por su forma de moverse, desde una distancia muy superior a la que se encontraba.

Clary se volvió hacia Jace.

—Mi madre —dijo—. Será mejor que baje. No quiero que suba y vea... y lo vea. —Movió la barbilla en dirección al ataúd de Sebastian.

Jace le retiró el pelo de la cara.

—No quiero perderte de vista.

—Entonces, ven conmigo.

—No. Alguien tiene que quedarse aquí. —Le cogió la mano, le dio la vuelta y depositó en ella el anillo de los Morgenstern, la cadenita agrupándose como metal líquido. El cierre se había doblado cuando Clary se la había arrancado, pero Jace había conseguido devolverlo a su forma original—. Cógelo, por favor.

Clary bajó la vista y, a continuación, con incertidumbre, volvió a mirarlo a la cara.

—Me gustaría haber comprendido lo que significaba para ti.

Él hizo un leve gesto de indiferencia.

—Lo llevé durante diez años —dijo—. Contiene una parte de mí, significa que te confío mi pasado y todos los secretos que incluye ese pasado. Y además —acarició una de las estrellas grabadas en el borde— «el amor que mueve el sol y todas las demás estrellas». Imagínate que las estrellas significan eso, no Morgenstern.

A modo de respuesta, ella volvió a pasarse la cadenita por la cabeza y el anillo ocupó su sitio acostumbrado, por debajo de la clavícula. Fue como una pieza de rompecabezas que encaja de nuevo en su lugar. Por un momento, sus miradas se encontraron en una comunicación desprovista de palabras, más intensa en cierto sentido de lo que había sido su contacto físico; ella retuvo mentalmente la imagen de él como si estuviera memorizándola: su cabello dorado alborotado, las sombras proyectadas por las pestañas, los círculos de un dorado más oscuro en el interior del tono ambarino claro de sus ojos.

—En seguida vuelvo —dijo. Le apretó la mano—. Cinco minutos.

—Ve —dijo él, soltándole la mano, y ella dio media vuelta y echó a andar por el caminito. En el momento en que se alejó de él, volvió a sentir frío, y cuando llegó a las puertas del edificio, estaba congelada. Se detuvo antes de abrir la puerta y se volvió para mirarlo, pero Jace no era más que una sombra, iluminada a contraluz por el resplandor del perfil de Nueva York. «El amor que mueve el sol y todas las demás estrellas», pensó, y entonces, como si le respondiera un eco, escuchó las palabras de Lilith: «Ese tipo de amor capaz de consumir el mundo o llevarlo a la gloria». Sintió un escalofrío, y no sólo como consecuencia de la temperatura ambiental. Buscó a Jace con la mirada, pero había desaparecido entre las sombras; dio media vuelta y entró; la puerta se cerró a sus espaldas.

Alec había subido a buscar a Jordan y a Maia, y Simon e Isabelle se habían quedado solos, sentados el uno junto al otro en el diván verde del vestíbulo. Isabelle sujetaba en la mano la luz mágica de Alec, que iluminaba la estancia con un resplandor casi espectral, encendiendo danzarinas motas de fuego en la lámpara de araña que colgaba del techo.

Poca cosa había dicho Isabelle desde que su hermano los había dejado allí. Tenía la cabeza inclinada, su pelo oscuro cayéndole hacia adelante, la mirada fija en sus manos. Eran manos delicadas, de largos dedos, aunque llenos de durezas, como los de su hermano. Simon no se había dado cuenta hasta aquel momento de que en la mano derecha lucía un anillo de plata, con un motivo de llamas grabado en él y una letra L en el centro. Le recordó al instante el anillo que Clary llevaba colgado al cuello, con su motivo de estrellas.

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