Ciudad de los ángeles caídos (46 page)

BOOK: Ciudad de los ángeles caídos
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—¡Retenla aquí! ¡Rájale el cuello si intenta escaparse! —Lilith le daba instrucciones a gritos mientras el segundo cerbero se abalanzaba sobre Jace, que empezó a luchar contra él, rodando por el suelo en un remolino de dientes, brazos y piernas y aquella maligna cola de látigo. Con gran esfuerzo, Clary giró la cabeza y vio a Lilith acercándose al ataúd de cristal y a Simon, tendido en el suelo a su lado. Sebastian seguía flotando dentro del ataúd, inmóvil como un ahogado; el color lechoso del agua se había oscurecido, seguramente como consecuencia de la sangre.

El perro que la retenía en el suelo gruñó junto a su oído. El sonido le produjo una sacudida de terror... y además de terror, de rabia. Rabia hacia Lilith, y rabia hacia sí misma. Era una cazadora de sombras. Una cosa era que un demonio rapiñador pudiera con ella cuando ni siquiera había oído hablar sobre los nefilim. Pero ahora estaba entrenada. Tendría que ser capaz de hacerlo mejor.

«Cualquier cosa puede convertirse en una arma», le había dicho Jace en el parque. El peso del cerbero resultaba aplastante; Clary emitió un grito sofocado y se llevó la mano a la garganta, luchando por coger aire. El perro seguía ladrando y gruñendo, enseñando los dientes. Clary cogió entre sus dedos la cadena con el anillo de los Morgenstern que llevaba colgada al cuello. Tiró de ella con fuerza y la cadena se partió; la agitó contra la cara del perro, clavándosela en los ojos. El cerbero se echó hacia atrás, aullando de dolor, y Clary rodó hacia un lado y consiguió arrodillarse en el suelo. Con los ojos ensangrentados, el perro se agazapó, dispuesto a saltar. Sin quererlo, Clary había soltado la cadena y el anillo salió rodando; trató de alcanzar la cadena en el mismo instante en que el perro volvía a saltar.

Una hoja reluciente brilló en la noche, descendiendo a escasos centímetros de la cara de Clary, separando la cabeza del perro de su cuerpo. Exhaló un único aullido y desapareció, dejando una marca negra y chamuscada en la piedra y un tufo a demonio en el ambiente.

Unas manos descendieron, levantando con delicadeza a Clary. Era Jace. Se había guardado en el cinto el ardiente cuchillo serafín y la sujetaba con ambas manos, mirándola con una curiosa expresión. No habría sabido describirla, ni siquiera dibujarla: esperanza, conmoción, amor, deseo y rabia, todo mezclado. Tenía la camisa rasgada por varios puntos, manchada de sangre; la chaqueta había desaparecido, su pelo rubio estaba enmarañado con sangre y sudor. Se quedaron mirándose por un instante, mientras él la cogía con fuerza de las manos. Y entonces, los dos dijeron a la vez:

—¿Estás...? —empezó ella.

—Clary. —Sin soltarla, la apartó de él, la alejó del círculo y la condujo hacia el camino que llevaba a los ascensores—. Vete —dijo con voz ronca—. Vete de aquí, Clary.

—Jace...

Él respiró hondo.

—Por favor —dijo, y la soltó, extrayendo de nuevo el cuchillo serafín de su cinturón mientras se adentraba de nuevo en el círculo.

—Levántate —rugió Lilith—. Levántate.

Una mano sacudió a Simon por los hombros, enviando a su cabeza una oleada de agónico dolor. Había estado flotando en la oscuridad; abrió los ojos y vio el cielo nocturno, las estrellas, y la blanca cara de Lilith cerniéndose sobre él. Sus ojos habían desaparecido para ser reemplazados por serpientes negras. El susto fue tal, que Simon se levantó de un brinco.

En cuanto se puso en pie, vomitó y estuvo a punto de caer otra vez de rodillas. Cerró los ojos para combatir la sensación de náusea y oyó a Lilith vociferar su nombre. Acto seguido, la mano de ella se posó en su brazo, guiándolo hacia adelante. Le dejó hacer. Tenía en la boca el sabor amargo y nauseabundo de la sangre de Sebastian; se extendía, además, por sus venas, y se sentía enfermo, débil y destemplado. Era como si la cabeza le pesase mil kilos y la sensación de vértigo avanzaba y retrocedía en oleadas.

De repente, la fría sujeción de Lilith en su brazo desapareció. Simon abrió los ojos y se encontró de pie junto al ataúd de cristal, como antes. Sebastian flotaba en el oscuro líquido lechoso con el rostro impasible, sin pulso en el cuello. En el lugar donde Simon lo había mordido, había dos orificios oscuros.

«Dale tu sangre. —Era la voz de Lilith resonando, no en el aire, sino el interior de su cabeza—. Hazlo ya.»

Simon levantó la vista, mareado. La visión empezaba a nublarse. Intentó ver a Clary y a Jace entre la oscuridad que lo envolvía.

«Utiliza tus colmillos —dijo Lilith—. Ábrete la muñeca. Dale tu sangre a Jonathan. Cúralo.»

Simon se acercó la muñeca a la boca.

«Cúralo.»

Resucitar a alguien era bastante más que curarlo, pensó. Tal vez la mano de Sebastian se recuperara. Tal vez Lilith se refería a eso. Esperó a que sus colmillos aparecieran, pero no salían. Las náuseas eran tan tremendas que no tenía hambre y reprimió un deseo insensato de echarse a reír.

—No puedo —dijo, casi jadeando—. No puedo...

—¡Lilith! —La voz de Jace rasgó la noche; Lilith se volvió silbando con incredulidad entre dientes. Simon bajó la mano lentamente, intentando fijar la vista. Se concentró en el brillo que tenía delante de él, que se transformó en la llama ondulante de un cuchillo serafín que Jace sujetaba con su mano izquierda. Simon lo veía por fin con claridad, una imagen inconfundible recortada en la oscuridad. No llevaba chaqueta, iba mugriento, la camisa rasgada y manchada de sangre, pero su mirada era clara, firme y concentrada. Ya no parecía un zombi ni un sonámbulo atrapado en una pesadilla horrorosa.

—¿Dónde está? —dijo Lilith, sus ojos de serpiente saliéndose de sus órbitas—. ¿Dónde está la chica?

Clary. La mirada neblinosa de Simon examinó la oscuridad que rodeaba a Jace, pero no la vio por ningún lado. Su visión empezaba a mejorar. Vio las baldosas del suelo manchadas de sangre y harapos de seda enganchados en las punzantes ramas de un seto. Lo que parecían huellas de zarpas marcadas con sangre. Simon empezó a notar una fuerte tensión en el pecho. Miró rápidamente a Jace. Se veía que estaba enfadado —muy enfadado, de hecho—, pero no destrozado como cabría esperar de haberle sucedido algo a Clary. Pero ¿dónde estaba ella?

—Clary no tiene nada que ver con esto —dijo Jace—. Dices que no puedo matarte, diablesa. Pero yo te digo que sí. Veamos quién de los dos tiene razón.

Lilith se movió a tal velocidad, que su imagen se tornó confusa. Estaba al lado de Simon, y al momento siguiente se encontraba en el peldaño por encima de donde estaba Jace. Lo acuchilló con la mano; Jace la esquivó, girando detrás de ella y arrojándole al hombro el cuchillo serafín. Lilith gritó, revolviéndose contra él, la sangre brotando de su herida. Era de un color negro reluciente, como el ónix. Juntó las manos como si pretendiera estrujar el arma entre ellas. Al unirse, explotaron como un trueno, pero Jace se había alejado ya varios metros, con la luz del cuchillo serafín danzando en el aire delante de él como el guiño de un ojo burlón.

De haber sido un cazador de sombras distinto a Jace, pensó Simon, ya estaría muerto. Recordó lo que había dicho Camille: «El hombre no puede luchar contra lo divino». Pese a su sangre de ángel, los cazadores de sombras eran humanos, y Lilith era algo más que un simple demonio.

Simon sintió una punzada de dolor. Sorprendido, se percató de que sus colmillos habían hecho finalmente su aparición y estaban taladrándole el labio inferior. El dolor y el sabor a sangre le despertaron aún más. Empezó a incorporarse, poco a poco, sin despegar la mirada de Lilith. No daba la impresión de que estuviese fijándose en él, ni de que se hubiera dado cuenta de que había empezado a moverse. Tenía los ojos clavados en Jace. Con un nuevo y repentino gruñido, se abalanzó sobre Jace. Verlos luchando por la azotea era como ver mariposas nocturnas volando velozmente de un lado a otro. Incluso a Simon, con su visión de vampiro, le costaba seguir sus maniobras esquivando setos, desplazándose vertiginosamente por el pavimento. Lilith había acorralado a Jace contra el murete que rodeaba un reloj de sol, sus números esculpidos en oro. Jace se movía tan rápido que se desdibujaba casi; la luz de
Miguel
se revolvía en torno a Lilith como si estuviera atrapada en una red de filamentos brillantes casi invisibles. Cualquier otro habría quedado aniquilado en cuestión de segundos. Pero Lilith se movía como aguas oscuras, como el humo. Se esfumaba y reaparecía a voluntad, y aunque era evidente que Jace no se estaba cansando, Simon intuía su frustración.

Y al final sucedió. Jace blandió con violencia el cuchillo serafín contra Lilith... y ella lo cogió en el aire, su mano lo atrapó por la hoja. Atrajo el arma hacia ella, la mano goteaba sangre negra. Cuando las gotas alcanzaron el suelo, se convirtieron en diminutas serpientes de obsidiana que culebrearon en dirección a los arbustos.

Entonces cogió el cuchillo con las manos y lo levantó. La sangre se deslizaba por sus pálidas muñecas y antebrazos como chorretones de brea. Gruñendo una sonrisa, partió el cuchillo por la mitad; una parte se deshizo en sus manos, convirtiéndose en polvo brillante, mientras que la otra —la empuñadura y un fragmento aserrado de la hoja— chisporroteó misteriosamente, asfixiada casi por las cenizas.

Lilith sonrió.

—Pobrecito Miguel —dijo—. Siempre fue débil.

Jace jadeaba, sus manos estaban cerradas en sendos puños a sus costados y su pelo sudoroso pegado a su frente.

—Tú siempre dándotelas de conocer a gente famosa —dijo—. «Conocí a Miguel», «Conocí a Samuel», «El ángel Gabriel me cortó el pelo». Es como esa serie de televisión, pero con figuras bíblicas.

Jace estaba comportándose como un valiente, pensó Simon, bravo e ingenioso porque creía que Lilith iba a matarlo, y así quería irse, sin miedo y plantando cara. Como un guerrero. Como siempre hacían los cazadores de sombras. La canción de su muerte siempre sería ésta: chistes, sarcasmo y arrogancia fingida, y esa mirada en sus ojos que decía: «Soy mejor que tú». Simon no había caído antes en la cuenta.

—Lilith —prosiguió Jace, consiguiendo que la palabra sonara como una maldición—. Te estudié. En el colegio. El cielo te maldijo con la infertilidad. Mil bebés, y todos muertos. ¿No es eso?

Lilith sostuvo su oscura mirada, su rostro era inexpugnable.

—Ándate con cuidado, pequeño cazador de sombras.

—¿O qué? ¿O me matarás? —Jace había sufrido un corte en la mejilla, que estaba sangrándole. No hizo el mínimo esfuerzo por limpiarse la cara—. Adelante.

«No.» Simon intentó dar un paso, pero le fallaron las rodillas y cayó, impactando en el suelo con las manos. Respiró hondo. No necesitaba oxígeno, pero lo ayudaba, lo tranquilizaba. Estiró el brazo para agarrarse al pedestal de piedra y utilizarlo a modo de palanca para levantarse. La nuca le retumbaba de dolor. No iba a darle tiempo. A Lilith le bastaba con empujar el fragmento de hoja aserrada que sujetaba en la mano...

Pero no lo hizo. Continuó mirando a Jace, sin moverse, y de pronto los ojos de Jace brillaron, su boca se relajó.

—No puedes matarme —dijo subiendo el volumen de su voz—. Lo que has dicho antes... Yo soy el contrapeso. Yo soy lo único que lo ata a este mundo. —Extendió el brazo para señalar el ataúd de Sebastian. Si yo muero, él muere. ¿No es eso cierto? —Dio un paso atrás—. Podría saltar ahora mismo desde esta azotea —dijo—. Matarme. Acabar con todo esto.

Lilith estaba realmente nerviosa por primera vez. Su cabeza se movía de un lado a otro, sus ojos de serpiente estremeciéndose, como si estuviesen buscando aire.

—¿Dónde está? ¿Dónde está la chica?

Jace se limpió la sangre y el sudor de la cara y le sonrió; tenía el labio partido y le caía sangre por la barbilla.

—Olvídalo. La envié abajo mientras no prestabas atención. Se ha ido... Está a salvo de ti.

—Mientes —le espetó entonces Lilith.

Jace retrocedió un poco más. Con unos cuantos pasos más alcanzaría la pared, el borde del edificio. Simon sabía que Jace era capaz de sobrevivir a muchas cosas, pero una caída desde un edificio de cuarenta pisos podía ser demasiado incluso para él.

—Te olvidas de una cosa —dijo Lilith—. Yo estaba allí, cazador de sombras. Te vi caer muerto. Vi a Valentine llorar sobre tu cadáver. Y después vi al Ángel preguntarle a Clarissa qué deseaba de él, y a ella responderle que a ti. Pensando que vosotros seríais las únicas personas del mundo capaces de recuperar a su ser querido y que no habría consecuencias. Eso es lo que pensasteis los dos, ¿verdad? ¡Estúpidos! —exclamó Lilith—. Os amáis, eso lo ve cualquiera, mirándoos... con ese tipo de amor capaz de consumir el mundo o llevarlo a la gloria. No, ella nunca te abandonaría. No mientras te creyera en peligro. —Echó la cabeza hacia atrás, extendiendo la mano, con los dedos curvados igual que garras—. Mira allí.

Se oyó un grito y uno de los setos se separó, revelando tras él la figura de Clary, que había estado allí escondida, agachada. Fue arrastrada para salir aun a pesar de sus patadas y sus arañazos, sus uñas clavándose al suelo, buscando en vano algo a lo que poder agarrarse. Sus manos dejaron sangrientas señales en las losas del suelo.

—¡No! —Jace dio un paso al frente, quedándose paralizado cuando Clary se elevó en el aire, donde permaneció inmóvil, balanceándose delante de Lilith. Iba descalza, su vestido de seda —tan raído y destrozado que parecía negro y rojo en lugar de blanco— arremolinándose en torno a su cuerpo, uno de los tirantes roto y colgándole. Su cabello se había desprendido por completo de los pasadores brillantes y colgaba por encima de sus hombros. Sus ojos verdes miraban con odio a Lilith.

—Bruja —le dijo.

La cara de Jace era una máscara de horror. Cuando había dicho que Clary se había ido, hablaba en serio. La creía sana y salva. Pero Lilith tenía razón. Y estaba ahora regocijándose, sus ojos de serpiente bailaban mientras movía las manos como si estuviera manejando los hilos de una marioneta. Clary daba vueltas y jadeaba por los aires. Lilith chasqueó los dedos y algo que parecía un látigo plateado se deslizó por el cuerpo de Clary, cortándole el vestido en dos y dejando su piel al aire. Clary empezó a gritar, llevándose las manos a la herida; su sangre salpicaba las baldosas como una lluvia escarlata.

—Clary. —Jace se giró en redondo hacia Lilith—. De acuerdo —dijo. Estaba pálido, su valentía había desaparecido por completo; las manos, cerradas en dos puños, blancas en los nudillos—. De acuerdo. Suéltala y haré lo que quieras... Y Simon también. Te dejaremos que...

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