Ciudad de los ángeles caídos (21 page)

BOOK: Ciudad de los ángeles caídos
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—Ellos no ven lo que nosotros no queremos que vean —dijo con un gesto de indiferencia—. Estamos ante algún tipo de magia que no he visto con frecuencia. Magia demoníaca. Un mal asunto. —Sacó algo del bolsillo. Era un pedazo de tela en el interior de una bolsa de plástico con cierre hermético—. Es un retal de la tela en la que venía envuelto cuando lo trajeron. Apesta también a magia demoníaca. Dáselo a tu madre. Dile que se lo enseñe a los Hermanos Silenciosos para ver si ellos pueden sacar alguna conclusión. Hay que averiguar quién lo hizo.

Clary lo cogió, aturdida. Y cuando los dedos de su mano se cerraron en torno a la bolsa, surgió una runa ante sus ojos: una matriz de líneas y espirales, el susurro de una imagen que desapareció en el instante en que deslizó la bolsa en el bolsillo de su chaqueta.

Pero el corazón le latía con fuerza.

«Esto no irá todavía a los Hermanos Silenciosos —pensó—. No hasta que vea qué puede hacer esa runa con ello.»

—¿Hablarás con Magnus? —le preguntó Catarina—. Cuéntale que le he enseñado a tu madre lo que quería ver.

Clary asintió de manera mecánica. De pronto lo único que deseaba era salir de allí, salir de aquella sala con luz amarilla, alejarse del olor a muerte y de aquel diminuto cuerpo profanado que yacía inmóvil sobre la camilla. Pensó en su madre, en que cada año, cuando se cumplía la fecha del nacimiento de Jonathan, sacaba aquella caja y lloraba contemplando su mechón de pelo, lloraba por el hijo que debería haber tenido y que fue sustituido por una cosa como aquélla.

«No creo que fuera precisamente esto lo que quería ver —pensó Clary—. Creo que esperaba que esto fuera imposible.»

—Por supuesto —fue en cambio lo que dijo—. Se lo diré.

El Alto Bar era el típico antro de jazz situado bajo el paso elevado de la línea de tren que enlazaba Brooklyn con Queens, en Greenpoint. Pero los jueves por la noche estaba abierto para gente de cualquier edad, y Eric era amigo del propietario. Ése era el motivo por el que la banda de Simon podía tocar allí prácticamente todos los jueves que les apeteciera, por mucho que fueran cambiando el nombre del grupo y no consiguieran atraer a mucho público.

Kyle y los demás miembros del grupo habían subido ya al escenario y estaban montando el equipo y verificando los últimos detalles. Simon había accedido a quedarse entre bambalinas hasta que empezara el concierto, aliviando con su decisión el estrés que sufría Kyle. En aquel momento, Simon asomaba la nariz entre la polvorienta cortina de terciopelo del telón, tratando de ver un poco qué pasaba fuera.

El interior del bar lucía la que en su día fuera una decoración a la última, con el techo y las paredes recubiertas de contrachapado de metal plateado, un recordatorio de la antigua taberna clandestina que había sido, y un cristal esmerilado con motivos
art deco
detrás de la barra. Aunque estaba mucho más cochambroso ahora que cuando lo inauguraron: las paredes se encontraban llenas de manchas de humo que no se iban de ninguna manera, y el suelo estaba cubierto de serrín, aglomerado en zonas como resultado del derramamiento de cerveza y de otras cosas peores.

Hay que decir, en el lado positivo, que las mesas que flanqueaban las paredes estaban prácticamente llenas. Simon vio a Isabelle sentada sola a una mesa, con un vestido corto de una tela plateada que parecía metálica y recordaba una cota de malla, y sus botas de pisotear demonios. Con la ayuda de palillos plateados, se había recogido el pelo en un moño suelto. Simon sabía que aquellos palillos estaban afiladísimos y eran capaces de rasgar el metal e incluso el hueso. Llevaba los labios pintados de rojo, un tono que le recordaba la sangre fresca.

«Domínate —se dijo Simon—. Deja ya de pensar en sangre.»

Había otras mesas ocupadas por amigos de los diversos miembros de la banda. Blythe y Kate, novias respectivamente de Kirk y de Matt, se habían sentado juntas a una mesa y compartían un plato de nachos de aspecto ceniciento. Eric tenía diversas novias repartidas en distintas mesas de la sala, y la mayoría de sus amigos del colegio estaban también presentes, haciendo que el local se viese así mucho más lleno. Sentada en un rincón, sola en una mesa, estaba Maureen, la única fan de Simon, una chica rubia y menuda con aspecto de niña abandonada que decía tener dieciséis años, pero que parecía que tuviera doce. Simon se imaginaba que tendría unos catorce. Cuando le vio asomar la cabeza por detrás del telón, la niña lo saludó con la mano y le sonrió con entusiasmo.

Simon escondió la cabeza como una tortuga y cerró en seguida la cortina.

—Oye, tú —dijo Jace, que estaba sentado encima de un altavoz, mirando su teléfono móvil—. ¿Quieres ver una foto de Alec y de Magnus en Berlín?

—La verdad es que no —respondió Simon.

—Magnus lleva esos pantalones de cuero típicos que se llaman
lederhosen
.

—Aun así, no, gracias.

Jace se guardó el teléfono en el bolsillo y miró a Simon, confuso.

—¿Estás bien?

—Sí —dijo Simon, pero no lo estaba. Se sentía mareado, con náuseas y tenso, algo que achacaba a la presión y a la preocupación por lo que pudiera suceder aquella noche. Y tampoco ayudaba en nada el hecho de que no hubiera comido; tendría que enfrentarse tarde o temprano a su situación. Le habría gustado que Clary hubiese acudido, pero sabía que no podía. Tenía no sé qué asunto relacionado con el pastel de la boda y ya le había dicho hacía días que no podría asistir. Se lo había comentado a Jace antes de llegar. Y Jace se había mostrado tristemente aliviado por un lado, y decepcionado por el otro, todo a la vez, algo impresionante.

—Atención, atención —dijo Kyle, asomando la cabeza por la cortina—. Estamos a punto de empezar. —Miró a Simon—. ¿Estás seguro de lo que vamos a hacer?

Simon miró primero a Kyle y luego a Jace.

—¿Sabíais que vais conjuntados?

Ambos se miraron, primero a ellos mismos y a continuación el uno al otro. Los dos iban vestidos con pantalón vaquero y camiseta negra de manga larga. Jace tiró de su camiseta con cierto sentido del ridículo.

—Se la he pedido prestada a Kyle. La otra estaba un poco asquerosa.

—¿Ahora os intercambiáis hasta la ropa? Eso es lo que hacen los mejores amigos.

—¿Te sientes marginado? —dijo Kyle—. Si quieres te presto también una camiseta negra.

Simon no declaró lo evidente, que era que nada que le fuera bien de talla a Kyle o a Jace podía encajar en su flacucho cuerpo.

—Siempre y cuando cada uno lleve sus propios pantalones...

—Veo que llego en un momento fascinante de la conversación. —Eric asomó la cabeza por la cortina—. Vamos. Es hora de empezar.

Cuando Kyle y Simon se encaminaron al escenario, Jace se levantó. Debajo de su camiseta prestada, Simon vislumbró el filo brillante de una daga.

—Si te parten una pierna allá arriba —dijo Jace con una sonrisa maliciosa—, yo iré corriendo a partir unas cuantas más.

Supuestamente, Raphael tenía que llegar al anochecer, pero les hizo esperar casi tres horas antes de que su Proyección apareciera en la biblioteca del Instituto.

«Política de vampiros», pensó Luke escuetamente. El jefe del clan de vampiros de Nueva York acudía, si debía hacerlo, cuando los cazadores de sombras lo llamaban; pero sin que lo convocaran, y sin puntualidad. Luke había matado el tiempo durante las últimas horas repasando varios libros de la biblioteca; Maryse no tenía ganas de hablar y había estado prácticamente todo el rato mirando por la ventana, bebiendo vino tinto en una copa de cristal tallado y distrayéndose observando el ir y venir del tráfico por York Avenue.

Maryse se volvió en cuanto apareció Raphael, como una tiza blanca dibujando su trazo en la oscuridad. Primero se hizo visible la palidez de su cara y de sus manos, y después la oscuridad de sus ropajes y su cabello. Finalmente apareció, al completo, una Proyección de aspecto sólido. Vio que Maryse corría hacia él y dijo:

—¿Me has llamado, cazadora de sombras? —Se volvió entonces, repasando a Luke con la mirada—. Veo que te acompaña el lobo humano. ¿He sido convocado para una especie de Consejo?

—No exactamente. —Maryse dejó la copa sobre una mesa—. ¿Te has enterado de las recientes muertes, Raphael? ¿De los cadáveres de cazadores de sombras que han sido encontrados?

Raphael enarcó sus expresivas cejas.

—Sí. Pero no le di importancia. Es un asunto que no tiene nada que ver con mi clan.

—Encontraron un cuerpo en territorio de los brujos, otro en territorio de los lobos y otro en territorio de las hadas —dijo Luke—. Me imagino que vosotros seréis los siguientes. Parece un claro intento de fomentar la discordia entre los subterráneos. Estoy aquí de buena fe, para demostrarte que no creo que seas el responsable, Raphael.

—Qué alivio —dijo Raphael, pero sus ojos eran oscuros y estaban en pleno estado de alerta—. ¿Acaso algo sugiere que pudiera serlo?

—Uno de los muertos logró decirnos quién lo atacó —dijo Maryse con cautela—. Antes de... morir... nos comunicó que la persona responsable era Camille.

—Camille. —La voz de Raphael sonó cautelosa, pero su expresión, antes de reconducirla a la impasibilidad, fue de efímera conmoción—. Eso es imposible.

—¿Por qué es imposible, Raphael? —preguntó Luke—. Es la jefa de tu clan. Es muy poderosa y la fama de crueldad la precede. Y por lo que parece ha desaparecido. No se desplazó a Idris para combatir a tu lado en la guerra. Nunca mostró su conformidad con los nuevos Acuerdos. Ningún cazador de sombras la ha visto ni ha oído hablar de ella desde hace meses... hasta ahora.

Raphael no dijo nada.

—Aquí pasa algo —dijo Maryse—. Queríamos darte la oportunidad de que te explicaras antes de mencionarle a la Clave la implicación de Camille. Es una muestra de buena fe por nuestra parte.

—Sí —dijo Raphael—. Sí, veo que es una muestra.

—Raphael —dijo Luke, con amabilidad—. No tienes por qué protegerla. Si la aprecias...

—¿Apreciarla? —Raphael se volvió y escupió, por mucha Proyección que fuera, más por el espectáculo que por otra cosa—. La odio. La desprecio. Cada noche, cuando me levanto, deseo su muerte.

—Oh —dijo Maryse con delicadeza—. En este caso, quizá...

—Nos lideró durante años —dijo Raphael—. Era la jefa del clan cuando me convertí en vampiro, y de eso hace ya cincuenta años. Venía de Londres. Era una desconocida en la ciudad, pero lo bastante cruel como para escalar hasta el puesto de jefe del clan de Manhattan en cuestión de pocos meses. El año pasado me convertí en su segundo de a bordo. Después, hará cuestión de meses, descubrí que había estado matando a humanos. Matándolos por pura diversión, y bebiendo su sangre. Quebrantando la Ley. Sucede a veces. Los vampiros se vuelven malvados y no se puede hacer nada para detenerlos. Pero que le suceda eso a un jefe de clan... cuando supuestamente tienen que ser los mejores. —Permanecía inmóvil, con los oscuros ojos introspectivos, perdido en sus recuerdos—. No somos como los lobos, esos salvajes. Nosotros no matamos a nuestro líder para sustituirlo por otro. Para un vampiro, levantar la mano contra otro vampiro es el peor de los crímenes, por mucho que ese vampiro haya quebrantado la Ley. Y Camille tiene muchos aliados, muchos seguidores. No podía correr el riesgo de acabar con ella. Lo que hice, en cambio, fue abordarla y decirle que tenía que abandonarnos, marcharse, porque de lo contrario yo pensaba acudir a la Clave. No quería hacerlo, claro está, porque sabía que si se descubría todo, sería la perdición para el clan. Desconfiarían de nosotros, nos investigarían. Nos veríamos avergonzados y humillados delante de otros clanes.

Maryse emitió un bufido de impaciencia.

—Hay cosas más importantes que la deshonra.

—Cuando eres vampiro, puede significar la diferencia entre la vida y la muerte. —Raphael bajó la voz—. Aposté porque me vería capaz de hacerlo, y lo hizo. Accedió a marcharse. La mandé lejos, pero dejó atrás un enigma. Yo no podía ocupar su puesto, porque ella no había abdicado. Y tampoco podía explicar su partida sin revelar por qué lo había hecho. Tuve que plantearlo como una ausencia prolongada, una necesidad de viajar. La inquietud viajera es bastante común entre los de nuestra especie; aparece de vez en cuando. Cuando puedes vivir eternamente, permanecer siempre en un mismo lugar puede acabar convirtiéndose en una cárcel después de muchos años.

—¿Y cuánto tiempo creías que podrías mantener ese engaño? —preguntó Luke.

—El máximo posible —respondió Raphael—. Hasta ahora, por lo que parece. —Apartó la vista y miró hacia la ventana, contemplando la brillante noche a través de ella.

Luke se apoyó en una de las estanterías. Le hizo gracia cuando se fijó que había elegido apoyarse precisamente en la sección dedicada a los cambiantes, llena de libros sobre seres lobo, naga, kitsunes y selkies.

—Te interesará saber que ella anda contando más o menos la misma historia sobre ti —dijo, evitando mencionar a quién se lo había contado.

—Tenía entendido que se había marchado de la ciudad.

—Tal vez lo hiciera, pero ha regresado —dijo Maryse—. Y por lo que parece, la sangre humana ya no basta para satisfacerla.

—No sé qué deciros —dijo Raphael—. Yo intentaba proteger a mi clan. Si la Ley decide castigarme, aceptaré el castigo.

—No estamos interesados en castigarte, Raphael —dijo Luke—. No, a menos que te niegues a cooperar.

Raphael se volvió hacia ellos, con los ojos encendidos.

—¿Cooperar en qué?

—Nos gustaría capturar a Camille. Viva —dijo Maryse—. Queremos interrogarla. Necesitamos saber por qué anda matando a cazadores de sombras... y a esos cazadores de sombras en particular.

—Si de verdad esperáis conseguirlo, confío en que hayáis urdido un plan muy inteligente. —Raphael empleó un tono que era una mezcla de diversión y burla—. Camille es astuta incluso para los nuestros, y eso que somos tremendamente astutos.

—Tengo un plan —dijo Luke—. Tiene que ver con el vampiro diurno, Simon Lewis.

Raphael hizo una mueca.

—No me gusta ese chico —dijo—. Preferiría no formar parte de un plan que se basa en su implicación.

—Bien —dijo Luke—, no es tan malo para ti.

«Estúpida —pensó Clary—. Eres una estúpida por no haber cogido un paraguas.»

La llovizna que le había anunciado su madre por la mañana se había convertido ya en un buen aguacero cuando llegó al Alto Bar de Lorimer Street. Se abrió pasó entre el corrillo de gente que estaba fumando en la acera y se sumergió agradecida en el calor seco del interior del bar.

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