Ciudad de los ángeles caídos (23 page)

BOOK: Ciudad de los ángeles caídos
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En silencio, Jace lo buscó en el bolsillo de su vaquero y se lo entregó. Estaba intacto. Clary lo guardó en el macuto antes de que la lluvia lo estropeara. Jace la observó todo el rato, con la misma expresión que tendría si ella acabara de pegarle un bofetón. Y aquello hizo rabiar aún más a Clary. ¿Qué derecho tenía él de sentirse herido?

—Creo —dijo Jace lentamente— que pensaba que lo más próximo a estar contigo era estar con Simon. Cuidar de él. Tuve la estúpida idea de que si te dabas cuenta de que lo hacía por ti, me perdonarías...

La rabia de Clary afloró a la superficie, una marejada encendida e imparable.

—¡Ni siquiera sé qué se supone que tengo que perdonarte! —vociferó—. ¿Se supone que tengo que perdonarte por haber dejado de quererme? Porque si eso es lo que quieres, Jace Lightwood, tú sigue a lo tuyo y... —Retrocedió un paso, sin mirar, y estuvo a punto de tropezar con un altavoz abandonado. Cuando extendió la mano para mantener el equilibrio, le cayó la mochila al suelo, pero Jace ya estaba allí. Se adelantó para sujetar a Clary y siguió avanzando, hasta que la espalda de ella chocó con la pared del callejón y él la tuvo entre sus brazos y empezó a besarla con pasión.

Clary sabía que tenía que impedírselo; su cabeza le decía que era lo más sensato, pero el resto de su cuerpo ignoraba en aquel instante cualquier atisbo de sensatez. Era imposible mientras Jace la besaba como si creyese que iría al infierno por ello, pero merecía la pena.

Clavó los dedos en los hombros de él, en el tejido empapado de su camiseta, palpando la resistente musculatura que había debajo, y le devolvió los besos con la desesperación acumulada durante aquellos últimos días cuando desconocía el paradero de Jace o en qué estaría pensando, sintiendo que parte de su corazón había sido arrancado de su pecho y no podía ni respirar. Clavó los dedos con más fuerza, notó que él hacía una mueca de dolor, y no le importó.

—Dime —dijo ella pegada a su boca, entre beso y beso—. Dime qué pasa... Oh. —Sofocó un grito cuando él la rodeó por la cintura y la levantó para colocarla encima del altavoz roto, dejándola casi a su misma altura. Entonces él puso las manos a ambos lados de su cara y se inclinó hacia adelante, de modo que sus cuerpos llegaron casi a tocarse... pero no del todo. Aquello resultaba exasperante. Clary percibía el calor enfebrecido que desprendía el cuerpo de él; aún tenía las manos posadas en sus hombros, pero no era suficiente. Deseaba que la abrazase con fuerza—. ¿Por... por qué? —jadeó—. ¿Por qué no puedes hablar conmigo? ¿Por qué no puedes mirarme?

Él bajó la cabeza para mirarla a la cara. Sus ojos, rodeados por pestañas oscurecidas por la lluvia, eran imposiblemente dorados.

—Porque te quiero.

Clary ya no podía más. Separó las manos de sus hombros, clavó los dedos en los pasadores del cinturón del pantalón de Jace y lo atrajo hacia ella. Él le dejó hacer sin oponer resistencia, con las manos apoyadas contra la pared, doblando el cuerpo contra el de ella hasta que estuvieron encajados por todas partes —pecho, caderas, piernas— como las piezas de un rompecabezas. Deslizó las manos hasta su cintura y la besó, un beso prolongado y lento que le hizo estremecerse.

Ella se apartó.

—Eso no tiene sentido...

—Ni esto —dijo él con un abandono desesperante—, pero no me importa. Estoy harto de fingir que puedo vivir sin ti. ¿No lo entiendes? ¿No entiendes que está matándome?

Clary se quedó mirándolo. Veía que hablaba en serio, lo veía en sus ojos, que conocía tan bien como los suyos, en las oscuras ojeras, en el pulso que latía en su garganta. Su deseo de respuestas luchaba contra la parte más primaria de su cerebro, y perdió.

—Bésame, entonces —dijo, y presionó su boca contra la de ella, mientras sus corazones latían al unísono a través de las finas capas de tejido que los separaban. Y ella se dejó arrastrar por la sensación de sus besos; de la lluvia por todas partes, en la boca, en las pestañas; de dejar que sus manos se deslizasen libremente por el tejido empapado y arrugado de su vestido, que la lluvia había afinado y pegado a su cuerpo. Era casi como tener sus manos sobre su piel desnuda, su pecho, su cintura, su vientre; cuando llegaron al dobladillo del vestido, le acarició con fuerza los muslos, presionándola contra la pared, mientras ella le rodeaba la cintura con las piernas.

Jace emitió un sonido de sorpresa, desde lo más profundo de su garganta, y clavó los dedos en el fino tejido de las medias. Se rompieron, como cabía esperar, y sus dedos mojados se encontraron de pronto sobre la piel desnuda de sus piernas. Para no ser menos, ella deslizó las manos por debajo de la camisa empapada de él y dejó que sus dedos exploraran libremente: la piel tensa y caliente que cubría sus costillas, las crestas de su abdomen, las cicatrices de su espalda, el ángulo de sus caderas por encima de la cintura de sus vaqueros. Era un territorio inexplorado para ella, y él se volvía loco: gemía suavemente junto a su boca, besándola cada vez con más pasión, como si nunca tuviera suficiente, nunca suficiente...

De pronto, en los oídos de Clary explotó un horrendo sonido metálico que hizo pedazos su sueño de besos y lluvia. Con un grito, apartó a Jace, con tanta fuerza que él la soltó y ella se tambaleó encima del altavoz hasta aterrizar en el suelo con cierto desequilibrio. Se arregló apresuradamente el vestido, con el corazón aporreándole las costillas como un ariete; se sentía mareada.

—Maldita sea. —Isabelle estaba en la entrada del callejón, su mojado pelo negro parecía una capa sobre sus hombros. Apartó de un puntapié una lata de refresco que se cruzaba en su camino y echó chispas por los ojos—. Oh, por el amor de Dios —dijo—. No puedo creer esto de vosotros dos. ¿Por qué? ¿Qué tienen de malo los dormitorios? ¿Y la privacidad?

Clary miró a Jace. Estaba empapado, el agua chorreaba por todo su cuerpo, su pelo rubio pegado a la cabeza, casi plateado bajo el débil resplandor de las lejanas farolas. A Clary le entraron ganas de acariciarlo de nuevo con sólo mirarlo, con Isabelle o sin Isabelle, era un deseo que resultaba casi doloroso. Jace miraba fijamente a Izzy con la expresión típica de alguien a quien acaban de despertar de repente de un sueño: perplejidad, rabia y conciencia de la realidad.

—Buscaba a Simon —dijo Isabelle, poniéndose a la defensiva al ver la cara de Jace—. Se ha marchado corriendo del escenario y no tengo ni idea de adónde ha ido. —Clary se dio cuenta entonces de que la música había cesado y que no lo había percibido—. Da lo mismo, lo que está claro es que no anda por aquí. Vosotros volved a lo vuestro. Qué sentido tiene desgastar una pared de ladrillo en perfecto estado cuando tienes a alguien a quien arrojar contra ella, es lo que yo siempre digo. —Y se marchó de allí, para entrar de nuevo en el bar.

Clary miró a Jace. En cualquier otro momento, el mal humor de Isabelle les habría hecho morirse de risa, pero la expresión de Jace era seria, y Clary supo de inmediato que lo que pudiera estar pasando entre ellos —lo que quiera que fuera que había florecido en aquella momentánea pérdida del control— se había esfumado. Notaba en la boca sabor de sangre, y no estaba segura de si era porque ella se había mordido el labio o era él quien se lo había hecho.

—Jace... —Dio un paso hacia él.

—No —dijo, con la voz muy ronca—. No puedo.

Y se fue, corriendo con aquella velocidad de la que sólo él era capaz, una figura desdibujada en la distancia que desapareció antes de que ella pudiera coger aire para llamarlo de nuevo.

—¡Simon!

Aquella voz rabiosa explotó en los oídos de Simon. Habría soltado a Maureen en aquel momento —o, como mínimo, eso fue lo que se dijo que haría—, pero no tuvo oportunidad. Unas manos fortísimas lo agarraron por los brazos, arrancándolo de ella. Kyle, blanco como el papel, desgreñado y sudoroso después de la actuación que acababan de terminar, era quien había tirado de él.

—Qué demonios, Simon. Qué demonios...

—Yo no quería —dijo Simon, jadeando. Su voz sonaba poco clara incluso para sus propios oídos; seguía con los colmillos fuera y aún no había aprendido a hablar con aquellas jodidas cosas. En el suelo, más allá de Kyle, vio a Maureen acurrucada, terriblemente inmóvil—. Ha sucedido sin que...

—Te lo dije. Te lo dije. —Kyle subió la voz y empujó a Simon, con fuerza. Simon le devolvió el empujón, con la frente ardiente, como si una mano invisible hubiera levantado a Kyle para proyectarlo contra la pared que tenía detrás. Chocó contra ella y cayó, aterrizando en el suelo como si fuese un lobo, a cuatro patas. Se incorporó como pudo y miró fijamente a Simon—. Por Dios, Simon...

Pero Simon estaba arrodillado al lado de Maureen, palpándole frenéticamente el cuello en busca de pulso. Cuando notó la vibración bajo sus dedos, débil pero regular, estuvo a punto de echarse a llorar de alivio.

—Apártate de ella —dijo Kyle con voz tensa, acercándose a Simon—. Levántate y vete.

Simon se incorporó a regañadientes y se quedó mirando a Kyle, de pie sobre el cuerpo inmóvil de Maureen. Entre las cortinas que daban al escenario se filtraba un rayo de luz; oyó a los miembros del grupo, charlando entre ellos, empezando a desmontarlo ya todo. En cualquier momento aparecerían por allí.

—Eso que acabas de hacer —dijo Kyle—. ¿Me has... empujado? No he visto que te movieras.

—Yo no quería —volvió a decir Simon, acongojado. Tenía la sensación de que hacía días que no decía otra cosa.

Kyle movió la cabeza de un lado a otro, su pelo acompañaba el gesto.

—Vete de aquí. Espera en la furgoneta. Ya me ocupo yo de ella. —Se agachó y cogió a Maureen en brazos. Era minúscula en comparación con el volumen de Kyle, parecía una muñeca. Miró fijamente a Simon y le dijo—: Vete. Y espero de verdad que te sientas horriblemente mal.

Simon se fue. Se dirigió a la salida de incendios y abrió la puerta. No saltó ninguna alarma; la alarma llevaba meses sin funcionar. La puerta se cerró de un portazo a sus espaldas y todo su cuerpo se echó a temblar. No le quedó más remedio que apoyarse en la pared exterior del edificio para no caer.

La parte trasera del club daba a una calle estrecha flanqueada por almacenes de diverso tipo. En la acera de enfrente había un solar cerrado con una valla metálica completamente combada. Las malas hierbas crecían en abundancia entre las grietas del pavimento. Seguía lloviendo a cántaros, el agua empapaba la basura que cubría el suelo, la corriente empujaba las latas vacías de cerveza hacia las alcantarillas llenas a rebosar.

Pero Simon pensó que era lo más bello que había visto en su vida. Era como si la noche hubiese explotado con una luz prismática. La valla metálica estaba hecha con resplandeciente alambre plateado, las gotas de lluvia convertidas en lágrimas de platino. La hierba que asomaba entre el resquebrajado asfalto eran flequillos de fuego dorado.

«Espero de verdad que te sientas horriblemente mal», le había dicho Kyle. Pero aquello era mucho peor. Se sentía fantásticamente, vivo como jamás se había sentido. Oleadas de energía recorrían su cuerpo como una corriente eléctrica. El dolor de cabeza y de estómago había desaparecido. Podría haber corrido veinte mil kilómetros.

Era horroroso.

—Hola, ¿te encuentras bien? —Le hablaba una voz educada, simpática; Simon se volvió y vio a una mujer vestida con una gabardina larga de color negro y un paraguas amarillo abierto sobre su cabeza. Con su recién adquirida visión prismática, parecía un girasol resplandeciente. La mujer era guapa —aunque, la verdad, en aquel momento todo le parecía precioso—, con una brillante melena negra y los labios pintados de rojo. Le pareció recordar haberla visto durante la actuación del grupo ocupando una de las mesas.

Asintió, prácticamente incapaz de hablar. Si incluso los desconocidos se le acercaban interesándose por su estado, era que debía de tener un aspecto de lo más traumatizado.

—Tal vez te hayas dado un golpe aquí, en la cabeza —dijo la mujer, señalándole la frente—. La magulladura es considerable. ¿De verdad no quieres que llame a nadie para que venga a por ti?

Simon corrió a taparse la frente con el pelo, para ocultar la Marca.

—Estoy bien. No es nada.

—De acuerdo. Si tú lo dices... —Parecía dudosa. Introdujo la mano en el bolsillo de la gabardina, extrajo una tarjeta y se la entregó a Simon. Había un nombre: Satrina Kendall. Y debajo del nombre, un cargo, «PROMOTORA DE GRUPOS», escrito en versalitas, un teléfono y una dirección—. Soy yo —dijo—. Me ha gustado lo que habéis hecho. Si os interesa algo a mayor escala, dadme un toque.

Y con eso, dio media vuelta y se marchó contoneándose, dejando a Simon mirando cómo se iba. Estaba resultando una noche de lo más extraña, se dijo Simon.

Moviendo la cabeza —un gesto con el que hizo volar gotas de lluvia en todas direcciones—, avanzó chapoteando hacia la esquina donde estaba aparcada la furgoneta. La puerta del bar estaba abierta y la gente continuaba saliendo. Todo seguía pareciéndole inusualmente brillante, pero la visión prismática empezaba a desvanecerse. La escena que tenía delante le resultaba normal: el bar vaciándose, las puertas laterales abiertas y Mark, Kirk y varios de sus amigos cargando la furgoneta por la puerta trasera. Cuando Simon se acercó un poco más, vio que Isabelle estaba apoyada en la furgoneta, con el tacón de la bota apuntalado en el magullado lateral del vehículo. Podría estar ayudando a desmontarlo todo, claro está —Isabelle era más fuerte que cualquiera de los miembros del grupo, con la posible excepción de Kyle—, pero era evidente que no pensaba tomarse la molestia. Simon no hubiera esperado otra cosa de ella.

Isabelle levantó la vista al percibir que Simon se acercaba. La lluvia apuntaba a una tregua, pero era evidente que llevaba bastante tiempo allí fuera; su pelo era una tupida cortina mojada cubriéndole la espalda.

—Hola —dijo apartándose de la furgoneta y acercándose a él—. ¿Dónde te habías metido? Has salido corriendo del escenario y...

—Sí —dijo Simon—. No me encontraba muy bien. Lo siento.

—Espero que estés mejor. —Le abrazó y le sonrió. Simon experimentó una profunda sensación de alivio al ver que no sentía necesidad de morderla. Y acto seguido se sintió culpable al recordar por qué.

—¿Has visto a Jace por algún lado? —preguntó.

Isabelle puso los ojos en blanco.

—Me he tropezado con Clary y él, estaban pegándose el lote —respondió—. Aunque ya se habrán ido, espero... a casa. Creo que necesitaban de verdad una cama.

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