Ciudad de los ángeles caídos (40 page)

BOOK: Ciudad de los ángeles caídos
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—Pero has dicho que era la madre de los demonios —dijo Maia.

—Consiguió crear demonios esparciendo gotas de su sangre sobre la tierra en un lugar llamado Edom —explicó Alec—. Al nacer como resultado de su odio hacia Dios y hacia la especie humana, se convirtieron en demonios. —Consciente de que todos lo miraban, se encogió de hombros—. Pero no es más que una leyenda.

—Todas las leyendas son ciertas —dijo Isabelle. Había creído en ello como un dogma desde que era pequeña. Era el dogma de todos los cazadores de sombras. Ninguna religión, ninguna verdad... y ningún mito carecían de significado—. Lo sabes muy bien, Alec.

—Y sé también algo más —dijo Alec, devolviéndole la tarjeta—. Ese número de teléfono y esa dirección son basura. No son reales.

—Tal vez —dijo Isabelle, guardándose la tarjeta en el bolsillo—. Pero no tenemos otra cosa por donde empezar a buscar. Por lo tanto, empezaremos por allí.

Simon no podía hacer otra cosa que seguir mirando fijamente. El cuerpo que flotaba en el interior del ataúd —el de Sebastian— no parecía estar vivo; o, como mínimo, no respiraba. Pero era evidente que tampoco podía decirse que estuviera exactamente muerto. Habían pasado dos meses. Simon estaba casi seguro de que, de estar muerto, tendría un aspecto mucho más deplorable. El cuerpo estaba muy blanco, como el mármol; tenía una muñeca vendada, pero por lo demás parecía ileso. Era como si estuviera dormido, con los ojos cerrados y los brazos extendidos a ambos lados del cuerpo. Sólo el detalle de que su pecho no se movía indicaba que algo allí iba muy mal.

—Pero —dijo Simon, sabiendo que lo que decía sonaba ridículo— si está muerto. Jace lo mató.

Lilith posó una de sus pálidas manos encima de la superficie del ataúd.

—Jonathan —dijo, y Simon recordó entonces que aquél era en realidad su nombre. La voz de Lilith tenía un matiz cariñoso al pronunciarlo, como si estuviera acunando a un niño—. Es bello, ¿verdad?

—Hummm —dijo Simon, mirando con aberración la criatura del interior del ataúd, el chico que había asesinado a Max Lightwood, de sólo nueve años. La criatura que había matado a Hodge. Que había intentado matarlos a todos—. No es mi tipo, la verdad.

—Jonathan es único —dijo ella—. Es el único cazador de sombras que he conocido que es en parte demonio mayor. Esto lo hace muy poderoso.

—Está muerto —dijo Simon. Tenía la impresión, no sabía muy bien por qué, de que era importante seguir subrayando aquel hecho, aunque Lilith no pareciera captarlo.

Lilith miró a Sebastian frunciendo el ceño.

—Cierto. Jace Lightwood consiguió ponerse a sus espaldas y le atravesó el corazón desde atrás con un cuchillo.

—¿Cómo te lo hiciste para...?

—Yo estaba en Idris —dijo Lilith—. Entré cuando Valentine abrió la puerta a los mundos demoníacos. No para combatir en su estúpida batalla. Por curiosidad, más que por otra cosa. Ese Valentine es tan arrogante... —Se interrumpió, con un gesto de indiferencia—. El cielo lo castigó por ello, por supuesto. Vi el sacrificio que realizó; vi al Ángel alzarse y volverse contra él. Vi las consecuencias. Soy el más antiguo de los demonios; conozco las Viejas Leyes. Vida por vida. Corrí hacia Jonathan. Era casi demasiado tarde. Por eso todo lo humano en él murió al instante, su corazón había cesado de latir, sus pulmones de hincharse. Las Viejas Leyes no bastaban. Intenté resucitarlo entonces. Pero hacía demasiado tiempo que se había ido. Lo único que pude hacer fue esto. Conservarlo a la espera de este momento.

Simon se preguntó por un instante qué sucedería si salía corriendo, si pasaba zumbando por el lado de aquella diablesa loca y se arrojaba al vacío. Como consecuencia de la Marca, ningún ser viviente podía hacerle daño, pero dudaba de que su poder se extendiera hasta el punto de protegerlo contra la caída. Pero era un vampiro. Si caía cuarenta pisos abajo y se rompía hasta el último hueso de su cuerpo, ¿conseguiría recuperarse? Tragó saliva y vio que Lilith lo miraba como si encontrase la situación muy graciosa.

—¿No quieres saber a qué momento me refiero? —dijo con su voz fría y seductora. Y antes de que Simon pudiera responder, se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en el ataúd—. Me imagino que conoces la historia de cómo los nefilim se convirtieron en lo que son. De cómo el ángel Raziel mezcló su sangre con la sangre de los hombres y se la dio a beber a un hombre, y de cómo ese hombre se convirtió de este modo en el primer nefilim.

—He oído hablar de ella.

—En efecto, el Ángel creó una nueva raza de criaturas. Y ahora, con Jonathan, ha nacido de nuevo otra raza. Igual que el cazador de sombras Jonathan originó el primer nefilim, este Jonathan originará la nueva raza que pretendo crear.

—La nueva raza que pretendes... —Simon levantó las manos—. ¿Sabes qué? Si te apetece liderar una nueva raza a partir de un tipo muerto, adelante. No entiendo qué tiene que ver esto conmigo.

—Ahora está muerto. Pero necesita no seguir estándolo. —La voz de Lilith era fría, carente de emoción—. Existe, claro está, un tipo de subterráneo cuya sangre ofrece la posibilidad de, diríamos, una resurrección.

—Los vampiros —dijo Simon—. ¿Quieres que convierta a Sebastian en un vampiro?

—Se llama Jonathan —replicó en un tono cortante—. Y sí, en cierto sentido sí. Quiero que lo muerdas, que bebas su sangre, y que le des a cambio tu sangre...

—No pienso hacerlo.

—¿Estás seguro?

—Un mundo sin Sebastian —Simon utilizó expresamente aquel nombre— es un mundo mejor que con él. No pienso hacerlo. —La rabia empezaba a apoderarse de Simon, una rápida marea ascendente—. De todos modos, tampoco podría aunque quisiera. Está muerto. Los vampiros no pueden resucitar a los muertos. Deberías saberlo, si tanto dices que sabes. Una vez el alma abandona el cuerpo, nada puede volver a traerla. Por suerte.

Lilith le clavó la mirada.

—No lo sabes, ¿verdad? —dijo—. Clary nunca te lo contó.

Simon empezaba a hartarse.

—¿Que nunca me contó qué?

Ella rió entre dientes.

—Ojo por ojo, diente por diente, vida por vida. Para impedir el caos debe existir el orden. Si se ofrece una vida a la Luz, se le debe una vida a la Oscuridad.

—No tengo literalmente ni idea de qué me hablas —dijo Simon, despacio y con toda la intención—. Y me da lo mismo. Tus villanos y tus horripilantes programas de eugenesia empiezan a aburrirme. Así que me largo. Puedes tratar de detenerme amenazándome o haciéndome daño. Te animo a que lo intentes.

Ella se quedó mirándolo y volvió a reír.

—Caín se ha levantado —dijo—. Eres un poco como él, cuya Marca llevas. Era tozudo, como tú. Terco como una mula, y tonto además.

—Se sublevó contra Dios. Yo simplemente me enfrento contigo. —Simon dio media vuelta dispuesto a marcharse.

—Yo de ti no me pondría de espaldas a mí, vampiro diurno —dijo Lilith, y algo en su voz lo obligó a volverse y a mirarla. Seguía inclinada sobre el ataúd de Sebastian—. Piensas que nadie puede hacerte daño —dijo con una sonrisa socarrona—. Y, de hecho, no puedo levantar la mano contra ti. No soy tonta; he visto el fuego sagrado de lo divino. Y no me apetece en absoluto verlo levantarse contra mí. No soy Valentine, dispuesta a regatear con aquello que no alcanzo a comprender. Soy un demonio, pero muy viejo. Conozco a la humanidad mejor de lo que te imaginas. Comprendo la debilidad del orgullo, del ansia de poder, del deseo de la carne, de la avaricia, la vanidad y el amor.

—El amor no es una debilidad.

—¿Ah, no? —dijo ella, y miró más allá de donde estaba él, con una mirada más fría y afilada que un carámbano de hielo.

Él se volvió, sin querer hacerlo pero sabiendo que debía, y miró a sus espaldas.

En el camino de acceso estaba Jace. Llevaba un traje negro y camisa blanca. Delante de él estaba Clary, aún con el precioso vestido de color oro que llevaba en la fiesta de la Fundición. Su larga y ondulada melena roja se había desprendido del recogido y se derramaba sobre sus hombros. Estaba muy quieta en el interior del círculo formado por los brazos de Jace. Habría parecido casi una imagen romántica de no ser por el hecho de que en una de sus manos Jace sujetaba un cuchillo largo y reluciente con empuñadura de hueso que apuntaba contra la garganta de Clary.

Simon se quedó mirando a Jace completamente conmocionado. El rostro de Jace no mostraba emoción, sus ojos carecían de luz. Miraban con amargura a la nada.

Ladeó la cabeza muy levemente.

—La he traído, lady Lilith —dijo—. Tal y como me pediste.

17

Y CAÍN SE LEVANTÓ

Clary nunca había tenido tanto frío.

Ni siquiera cuando había salido arrastrándose del lago Lyn, tosiendo y escupiendo su venenosa agua, había tenido tanto frío. Ni siquiera cuando había creído que Jace estaba muerto, había sentido en su corazón aquella terrible parálisis gélida. Después había ardido de rabia, de rabia contra su padre. Pero ahora sólo sentía frío, un frío helado de la cabeza a los pies.

Había recuperado el sentido en el vestíbulo de mármol de un extraño edificio, bajo la sombra de una lámpara de araña apagada. Jace la transportaba, con un brazo por debajo de las rodillas y el otro sujetándole la cabeza. Mareada y aturdida, había enterrado la cabeza contra su cuello por un instante, intentando recordar dónde estaba.

—¿Qué ha pasado? —había susurrado.

Habían llegado a un ascensor. Jace pulsó el botón y Clary escuchó el traqueteo que significaba que el aparato descendía hacia ellos. Pero ¿dónde estaban?

—Te has quedado inconsciente —dijo él.

—Pero ¿cómo...? —Entonces recordó y se quedó en silencio. Las manos de él sobre ella, la punzada de la estela en la piel, la oleada de oscuridad que se había apoderado de ella. Algo erróneo en la runa que le había dibujado, su aspecto y su sensación. Permaneció sin moverse en sus brazos por un momento y dijo a continuación:

—Déjame en el suelo.

Así lo hizo él y se quedaron mirando. Los separaba un espacio mínimo. Podría haber alargado el brazo para tocarlo, pero por primera vez desde que lo conocía no deseaba hacerlo. Tenía la terrible sensación de estar mirando a un desconocido. Parecía Jace, y sonaba como Jace cuando hablaba, y lo había sentido como Jace mientras la llevaba en brazos. Pero sus ojos eran extraños y distantes, igual que la sonrisa que esbozaba su boca.

Se abrieron las puertas del ascensor detrás de él. Clary recordó una ocasión en la nave del Instituto, diciéndole «Te quiero» a la puerta cerrada del ascensor. Pero ahora, detrás de él se abría un vacío, negro como la entrada de una cueva. Buscó la estela en el bolsillo; había desaparecido.

—Has sido tú quien me ha hecho perder el sentido —dijo—. Con una runa. Me has traído aquí. ¿Por qué?

El bello rostro de Jace permanecía completamente inexpresivo.

—Tuve que hacerlo. No me quedaba otra elección.

Clary se volvió y echó a correr hacia la puerta, pero Jace fue más rápido. Siempre lo había sido. Se colocó delante de ella, bloqueándole el paso, y extendió los brazos.

—No corras, Clary —dijo—. Por favor. Hazlo por mí.

Lo miró con incredulidad. La voz era la misma; sonaba igual que Jace, pero no como si fuera él, sino como una grabación, pensó Clary; los tonos y las modulaciones de su voz estaban allí, pero la vida que la animaba había desaparecido. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Le había parecido remoto y lo había achacado al estrés y al dolor, pero no. Era que Jace se había ido. El estómago le dio un vuelco y se volvió de nuevo hacia la puerta, pero Jace la atrapó por la cintura y la obligó a volverse hacia él. Lo empujó, sus dedos atrapados en el tejido de su camisa, rasgándola.

Se quedó helada, mirándolo. En su pecho, justo encima del corazón, había dibujada una runa.

Una runa que nunca había visto. Y que no era negra, como las runas de los cazadores de sombras, sino rojo oscuro, del color de la sangre. Y carecía de la delicada elegancia de las runas del Libro Gris. Era como un garabato, fea, sus líneas eran angulosas y crueles, más que curvilíneas y generosas.

Era como si Jace no viese la runa. Se observó a sí mismo, como si estuviera preguntándose qué estaría mirando ella, y a continuación levantó la vista, perplejo.

—No pasa nada. No me has hecho daño.

—Esa runa... —empezó a decir ella, pero se interrumpió, en seco. Tal vez él no supiera que la tenía ahí—. Suéltame, Jace —dijo entonces, apartándose—. No tienes que hacer esto.

—Te equivocas —dijo él, y volvió a cogerla.

Esta vez, Clary no forcejeó. ¿Qué pasaría si conseguía escaparse? No podía dejarlo allí. Jace seguía ahí, pensó, atrapado en algún lugar detrás de aquellos ojos inexpresivos, tal vez gritando y pidiéndole socorro. Tenía que quedarse con él. Enterarse de qué sucedía. Dejó que la cogiera y la llevara hacia el ascensor.

—Los Hermanos Silenciosos se percatarán de tu ausencia —le dijo, mientras los botones del ascensor iban iluminándose de planta en planta a medida que ascendían—. Alertarán a la Clave. Vendrán a buscarte...

—No tengo por qué temer a los Hermanos. No estaba allí en calidad de prisionero; no esperaban que quisiera marcharme. No se darán cuenta de que me he ido hasta mañana, cuando se despierten.

—¿Y si se despiertan más temprano?

—Oh —dijo, con fría certidumbre—. No se darán cuenta. Es mucho más probable que los asistentes a la fiesta de la Fundición se den cuenta de tu ausencia. Pero ¿qué podrían hacer? No tienen ni idea de adónde has ido y el Camino de Seguimiento hasta este edificio está bloqueado. —Le apartó el pelo de la cara, y ella se quedó inmóvil—. Tienes que confiar en mí. Nadie vendrá a buscarte.

No sacó el cuchillo hasta que salieron del ascensor. Le dijo entonces:

—Jamás te haría daño. Lo sabes, ¿verdad? —Pero aun así, se echó el cabello hacia atrás con la punta del cuchillo y presionó la hoja contra su garganta. En cuanto salieron a la terraza, el aire gélido golpeó como una bofetada sus hombros desnudos y sus brazos. Las manos de Jace eran cálidas al contacto y sentía su calor a través de la fina tela de su vestido, pero no la calentaba, no la calentaba por dentro. Sentía como si el interior de su cuerpo estuviera lleno de aserradas astillas de hielo.

Y el frío aumentó cuando vio a Simon, mirándola con sus enormes ojos oscuros. Su cara era pura conmoción, estaba blanco como el papel. La miraba, y a Jace detrás de ella, como si estuviera viendo algo fundamentalmente erróneo, una persona con la cara vuelta al revés, un mapamundi sin tierra y sólo con mar.

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