Caminarás con el Sol (17 page)

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Authors: Alfonso Mateo-Sagasta

Tags: #Histórico

BOOK: Caminarás con el Sol
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Me aficioné a seguir a Aixchel por el bosque y a observarla trabajando en los panales. Los colmenares de este pueblo son impresionantes, algunos cuentan con más de un millar de colmenas talladas en troncos de árboles ahuecados, con sus cebaderos y sus entradas. Suelen estar colocadas en el suelo, con una piedra tapando los extremos y con las grietas selladas con barro, de modo que hay colmenares que parecen un extraño paisaje de tocones, como un bosque con los árboles talados a dos codos del suelo. La mayoría de las colmenas llevan sólo visible en el exterior la marca del dueño, como un sello, pero las hay que son auténticas obras de arte, con toda la superficie labrada con motivos vegetales.

Toqué alguno, y las paredes eran tan finas que casi temí quebrarlas al darle con los nudillos.

Por la tarde seguía a las mujeres de vuelta a casa con las jarras llenas de miel, y más de una vez me quedaba con ellas mientras la hervían para que ganara en densidad. Era un paso necesario antes de almacenarla y venderla en el mercado.

Si el que la compraba quería hacer licor, tendría que deshacer el camino andado y echarle agua antes de ponerla a fermentar con la corteza del balché.

Aunque no me gusta mucho el dulce, más de una vez hundí el dedo en ese oro líquido para volver por un instante a mi casa y a mi infancia. Pese a tener un regusto diferente, si cerraba los ojos podía verme de puntillas frente a la jícara de barro donde guardaba mi madre la miel. Solía ponerla en alto, sobre la viga que enmarcaba la enorme chimenea del hogar, para que no la alcanzáramos ni los niños ni los animales que siempre pululaban por el suelo de la cocina, pero era inútil. Los hermanos nos jugábamos la crisma amontonando banquetas hasta que uno de nosotros, normalmente yo que era el más pequeño, alcanzaba a meter la cuchara.

Tekun me acompañaba en algún paseo con la excusa de la caza, aunque creo que se divertía observándome. Sin embargo, hasta un par de días antes de volver, no dejó traslucir ningún pensamiento. El día que eligió para hablar conmigo lucía alto el sol y las mujeres se habían quedado trabajando en las huertas. Como otras veces, le seguí sin preguntar. Él me guió por una vereda semioculta hasta una curiosa plantación, y una vez allí se acuclilló junto a uno de los árboles altos que plantan al lado de los frutales para protegerlos y darles sombra. Yo le imité. No me había dicho dónde íbamos, y me sorprendieron aquellos arbustos con extraños frutos como melones brotándoles del mismo tronco. Me recordaron a los árboles del Paraíso de los que había oído hablar en los mesones del puerto: unas higueras sin hojas y cuyos higos nacen pegados al tronco, los llamados «higos del faraón». Tekun arrancó uno, lo partió y me pasó un trozo. Mordí la pulpa rosada, viscosa y dulce. Era muy sabrosa. Al escupir las semillas, reconocí las almendras de cacao que yo conocía, y las recogí respetuosamente. Si alguien me hubiera dicho que de mi boca podía salir una fortuna. Tomé otro trozo. Ni el sabor ni el aspecto de la pulpa recordaban lo más mínimo al delicioso brebaje que se obtenía tostando y moliendo las semillas.

—He observado cómo miras a Aixchel —me dijo de pronto.

—¿Tanto se nota? —pregunté con precaución.

—Tanto, que es difícil llevar a cabo ninguna negociación ventajosa. El
atanzahab
anda un poco molesto contigo.

—¿El
atanzahab
? —pregunté sorprendido. Era la primera vez que oía esa palabra.

—Ya te dije que un hombre de tu condición necesitaba casarse.

—Sí, lo dijiste, pero…

—¿Y con quién mejor que con Aixchel? Es la hermana de mi mujer.

—Es un honor, no esperaba…

Tekun creyó detectar un deje de ironía en mi respuesta.

—Puede que no sea ni remotamente tan hermosa como ella, pero tú tampoco eres ninguna belleza, la verdad.

El
atanzahab
es el hombre que negocia las bodas, el casamentero, pensé, y luego, en voz alta dije:

—No puedo quejarme, sólo que. Esto ¿se te ha ocurrido aquí?

—Hace tiempo que hablé con el
atanzahab
. De hecho, ésa es una de las razones del viaje.

—¿Y mi opinión no cuenta?

—Un itzá no opina. El matrimonio es un asunto de la familia.

—¿Crees que soy un itzá?

Tekun me miró con extrañeza.

—Eso dice tu rostro.

—¿Y ella lo sabe?

—Claro. Incluso antes de vaciarte el cuerpo de gusanos —bromeó tocándome el hombro con una vara que había levantado del suelo—. Pero hay normas que tienes que cumplir. Deberás pasar al menos un año en casa de tu suegro para compensarle por la pérdida de su hija.

—¡Un año!

—Tienes suerte, yo estuve cinco. Ventajas de llevarte una viuda.

—Si así tiene que ser… ¿Cuál es mi parte en este negocio?

—Déjalo en mi mano. Tú bastante vas a tener con preparar tu propia milpa y aprender a preparar tabaco.

¿Preparar tabaco?, pensé, pero aunque no llegué a expresarlo. Tekun me lo leyó en la cara.

—He tenido que decir que no sólo eres un gran guerrero, sino un experto en la elaboración de las vainas, y yo nunca miento.

Volví a Xamanzama diez días después de esa conversación, y lo hice envuelto en una nube, derrochando energía y con prisa, no sabía muy bien de qué. Desde que Aixchel entró en mi vida empecé a pensar en el futuro, y para mi sorpresa sentía miedo, pero no un miedo al dolor y a la muerte, como el que había experimentado hasta entonces, sino miedo a la vida.

El viaje había sido muy fructífero. Llegamos cargados de miel, cacao, pequeñas conchas y cinabrio para hacer tintes, largas y sedosas plumas de quetzal, metates de lava, núcleos de jade y obsidiana y ceniza volcánica para los talleres y alfarerías de Coba. Igual que Chetumal cumplía una importante misión de enlace con los pueblos de las montañas, nosotros hacíamos de puente entre ellos y los cheles y cocomes de las tierras bajas.

Me incorporé con energía renovada a mis deberes en la ciudad. Aunque seguía viviendo en la casa del
nakón
, su servicio apenas me ocupaba tiempo y reinicié los entrenamientos con el escuadrón completo de
holcanes
. Salía también de caza, vigilaba las milpas y esperaba a que llegara el tiempo adecuado para preparar mi propio campo. Hasta bien entrada la temporada de lluvias sabía que era inútil ponerme a talar el bosque; la madera era demasiado dura y las herramientas se quebraban, pero me obsesionaba la necesidad de dejarlo todo preparado antes de viajar de nuevo a Chetumal. No podía ser de otra forma, si tenía que pasar todo un año en el sur trabajando para la familia de Aixchel.

En ese tiempo de espera aprendí a preparar tabaco. Hasta entonces no había cruzado más de tres palabras con Chinchao, el maestro tabaquero del
batab
, pero gracias a la mediación de Tekun, pasé con él muchas tardes aprendiendo su arte.

En esta tierra es costumbre regalar tubos de hojas rellenos de tabaco al padre de la novia en una boda, a los invitados en los banquetes o a los presentes en el nacimiento de los hijos. Así que, aparte de proceder de una familia noble, cosa que no podía improvisar a esas alturas, ofrecer un buen tabaco era lo único que estaba en mi mano para honrar a mi futuro suegro.

Es normal encontrar indios estevados, pero el caso de Chinchao era extremo.

Sus piernas casi formaban una circunferencia, daba la sensación de que las rodillas estaban a punto de estallar hacia fuera por el peso del torso. Porque ésa era otra: tenía el cuello corto y la barriga prominente, redonda y dura como una sandía. Al andar, todo su cuerpo se movía a barquinazos, y cada vez que se acuclillaba, parecía imposible que volviera a incorporarse. Pero su peculiar aspecto no había condicionado su carácter, al menos en nada malo. Era un hombre risueño, bondadoso, tranquilo y en general satisfecho con su posición en la tribu y en la casa del
batab
. Aunque no podía atender las milpas, se encargaba del tabaco de su señor y trabajaba en el taller de plumería.

De él aprendí que picar y preparar tabaco es un arte complejo en el que se muestran las cualidades de un hombre, la primera la paciencia. Empezó por enseñarme a tallar moldes de madera del grosor de un dedo en forma de huso y de un palmo de largo. Después me dijo cómo ligar una pasta densa con el polvo obtenido de carbonizar y triturar las tuberosidades del cocom, atole de camote y miel. Me enseñó a envolver el molde de madera con tiras de hojas de zapote sujetas con hilo de henequén, y a cubrirlo entero con una capa de la pasta oscura. Mientras esperábamos a que el sol secara y endureciera el envoltorio, me contó mil historias del pueblo, de sus orígenes remotos, de su relación con los pequeños dioses. Llegado el momento, me explicó cómo retirar el molde y cómo rellenar el hueco de tabaco cortado en hebras.

Inhalar mi primer tabaco fue un momento memorable.

La mañana en que el
halach uinic
nos hizo llamar a Tekun y a mí, contaba ya con un mazo de veinticuatro tubos rellenos de tabaco, el primero de los cinco con que pensaba ablandar el corazón de mi futuro suegro.

Hacía frío y una niebla densa fundía en una red de agua las copas de los árboles.

En la sala del oratorio nos esperaban los miembros del consejo más íntimo del príncipe: su tío materno, su hermano y tres
batabs
. Además estaba el
ah kim
con dos de sus acólitos, el
ah men
y un
chilam
. El primero llevaba colgado al cuello un pequeño tambor, y el otro cargaba con todos los aditamentos de un escriba: pinceles, cálamos, recipientes para los pigmentos y varios libros cerrados.

Nada más verlos, supimos que el asunto era serio.

A espaldas del trono, y pegadas al muro principal, estaban las imágenes de Itzamná, Kukulkán y Ek Chuah débilmente iluminadas por el tenue resplandor de los braseros que quemaban bolitas de copal.

Taxmar hizo su aparición al poco de llegar nosotros, indicó que nos colocáramos a su derecha y luego ordenó que avisaran al heraldo.

Dos
holcanes
con cinturón de jaguar corrieron las cortinas para dar paso a un mensajero couohe de la ciudad de Huaymil, al oeste de Coba, al otro lado de las tierras xiúes.

—Repite lo que me acabas de contar —ordenó Taxmar.

—Señor —empezó el guerrero hincando la rodilla en el suelo—, mi nombre es Nacuat, enviado de Ah Balam,
halach uinic
de Huaymil. Mi señor me manda a informaros de que una partida de guerra mexica compuesta por un centenar de canoas procedentes de Xicalango ha desembarcado en las playas de la ciudad. Se mueven deprisa porque los guían guerreros tutul xiúes procedentes de Uxmal.

Ante la sorpresa del ataque, sólo pudimos abandonar la ciudad y retirarnos a Oxkintok, pero hasta allí nos persiguieron, obligándonos a buscar la protección de los hermanos cocomes de Mayapán.

Todos los presentes escuchamos el relato con sorpresa y preocupación. Las miradas se cruzaron, y Tekun tomó la palabra.

—Los mexicas nunca han invadido un territorio sin una previa declaración de guerra.

El mensajero asintió.

—En cuanto tocaron tierra hicieron llegar a nuestra ciudad un regalo de mantas y armas.

—Ropa y armas —dijo el tío de Taxmar—, para que no haya excusa de no acudir a la batalla. Sí, es una declaración de guerra.

—¿Y el motivo? —preguntó el
halach uinic
.

El heraldo se giró sutilmente hacia Taxmar y agachó aún más la cabeza.

—Acusan a Ah Balam de esconder a un fugitivo de Tenochtitlán. El jefe mexica dice que viene a cumplir una misión: capturar al
dzul
, al «castilla» —dijo dedicándome una mirada de reojo—, para llevarlo a su ciudad.

Tekun y yo nos sobresaltamos.

—¿A mí? —exclamé saltándome el protocolo.

Tekun me tocó un brazo para que guardara silencio.

—Tienen orden de llevar a Ah Na Itzá ante su
tlatoani
—aclaró el heraldo ignorándome—. Al parecer lo relacionan con su dios Quetzalcóatl.

¿Ah Na Itzá?, me dije. ¿Así es como me llaman? ¿El hombre de la casa de los itzaes? Tekun sonrió al escucharlo, me pareció que le hacía gracia.

—¿Tienes tú algo que ver con Quetzalcóatl? —preguntó Taxmar señalándome con el dedo.

Yo miré al suelo sin saber qué responder.

—Mi señor —intervino el
nakón
—, me temo que Ah Na Itzá —dijo no sin cierta sorna— no conoce bien todavía a nuestros dioses, quizás si alguien le contara.

El aludido miró al
chilam
, que asintió imperceptiblemente.

—Quetzalcóatl es un dios mexica que nació humano hace mucho tiempo —explicó mientras abría uno de los libros que llevaba con él. El tal libro era una hoja larga de corteza de árbol pulida, enjalbegada de blanco y doblada en pliegues como un fuelle. Las tapas eran dos tablas forradas de piel de jaguar.

Intenté ver qué había escrito, pero sólo distinguí una sucesión de figuritas puestas en columnas—. Fue el último rey de una ciudad llamada Tula. Sus vasallos eran hábiles arquitectos, orfebres, ceramistas.

El hombre hablaba entrecortadamente, esforzándose en recordar mientras hojeaba el libro. Por fin pareció encontrar lo que buscaba. Leyó un momento en silencio, antes de hacerlo en voz alta:

—«Y en su reino el maíz era abundante, y tan grande que los elotes apenas se abarcaban con los brazos, y una vez retirado el grano, servían de leña para los hogares. También las calabazas eran de una braza en redondo, y sembraban y cogían algodón de todos los colores, y criaba aves de diversos y bellísimos plumajes. Y tenía todos los tesoros de oro, plata y jade».

El
chilam
se interrumpió, pasó un par de pliegues y siguió leyendo.

—«Tan bueno y abundante era su reino que despertó la envidia del dios Tezcatlipoca. Espejo Humeante, quien empezó a acosarlo de mil formas a él y a su pueblo, causándole tantos males y perjuicios que al final se vio forzado a huir de Tula. Se fue a Tenayuca, hacia el levante, porque sentía que lo llamaba el sol, y vivió allí por algún tiempo. Después partió a Culhuacán, y luego cruzó las montañas y llegó a Cuauhquecholan, donde empezaron a adorarlo como a un dios. En esta ciudad se demoró 290 años, pero allí también lo encontró Tezcatlipoca y tuvo que partir de nuevo. En Cholula vivió 160 años. Más tarde atravesó las sierras del Vulcán y la Sierra Nevada, y se fue hacia el sur hasta Tabasco, donde lo conocieron los itzaes».

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