Caminarás con el Sol (21 page)

Read Caminarás con el Sol Online

Authors: Alfonso Mateo-Sagasta

Tags: #Histórico

BOOK: Caminarás con el Sol
3.05Mb size Format: txt, pdf, ePub

Los mexicas alzaron sus escudos redondos para protegerse, pero nuestros arqueros disparaban a bocajarro una, dos, tres flechas al enemigo más próximo, les acribillaban los muslos, y a los que llevaban cimera les buscaban ojos y boca con sus dardos. Pronto las primeras filas estuvieron heridas e inmovilizadas en el suelo, sin posibilidad de hacer daño y estorbando además el ataque de sus compañeros. Los momentos de mayor peligro eran cuando llegaba junto a las puntas de las picas un mexica armado con una
tepoztopilli
, una lanza pesada hecha de madera muy dura y punta de cuchillas de obsidiana. Por suerte, acostumbraban a pelear asiéndolas con las dos manos; eran pocas las veces que las lanzaban, pero por si acaso, los
holcanes
con maza y escudo tenían que estar atentos para proteger a los que sostenían las picas, procurando luchar de dos en dos y con el apoyo constante de los arqueros.

El combate era cruento. Cuando caía un piquero era sustituido de inmediato, y el ejército mexica, estorbado e incómodo, empezó a respirar como un animal cansado. El agua de la noche y el calor de la selva estaban cumpliendo su función. Sus
ichcaupillis
y
tlahuiztlis
pesaban más de lo debido; sus vistosos estandartes pensados para luchar en terreno despejado, eran un estorbo entre las ramas y las lianas, y los guerreros tenían la cara desencajada y sudaban copiosamente.

Cuando consideré que el cuadro resistía, hice una señal a las trompetas, que hendieron el aire sobre los aullidos del combate. Era la señal convenida para que las alas de nuestro ejército fueran cediendo terreno, sobre todo en los extremos, como un quetzal que batiera las alas. Éste era el momento más delicado: nada hay más difícil que fingir una retirada sin que se convierta en una auténtica desbandada. Los hombres han de tener muy claro lo que están haciendo y confiar totalmente en sus mandos, y no sabía qué podía esperar de un ejército compuesto por cuatro tribus, cuando menos, suspicaces unas con otras.

Los tambores mexicas volvieron a cambiar de ritmo, y muchos guerreros del centro y gran parte de sus reservas se desplazaron hacia los extremos para dar el golpe de gracia a lo que presentían un frente casi roto. En el centro no tardamos en sentir que, aunque persistía el ataque, los mexicas se limitaban a mantener sus líneas. No envidié el puesto de Tekun y los otros
nakones
. Sobre ellos caía en ese momento todo el peso de la batalla.

Mi escuadrón resistió un poco más aguardando a que la línea de combate mexica estuviera suficientemente abierta y sus guerreros tan metidos en la selva que hubieran perdido por completo el contacto visual de sus flancos.

Entonces di orden de avanzar. El frente de picas se movió despacio cinco varas hacia delante, evitando los agujeros del suelo, e igual que en Ceriñola nos convertimos en un animal voraz. Los heridos que quedaban al alcance de nuestras mazas fueron rematados sin piedad. Avanzamos luego otras cinco, y cinco más. A nuestro alrededor la selva se volvió escarlata. El centro mexica intentó detenernos, pero desguarnecido como se había quedado, no podían ni auxiliar a sus heridos. Paso a paso alcanzamos la linde de la selva. Su jefe de guerra quedó ante nuestros ojos. El
tlacatecutli
, vestido con la piel del sacrificado, señalaba a uno y otro lado dando órdenes a los pocos guerreros que aún le rodeaban. Esperaba recibir de un momento a otro la noticia de la victoria, y lo que vio fue nuestro cuadro emergiendo de la selva. Por un instante se quedó paralizado. Luego dio una orden y los tambores cambiaron de ritmo y las caracolas sonaron lúgubres.

No había un momento que perder. Había llegado la hora. Empuñando un
maquahuitl
, hice seña al escuadrón itzá de reserva, que atravesó el cuadro de picas y salió a campo abierto como el proyectil de un arcabuz. Atravesamos a la carrera el descampado con un griterío salvaje. En aquel momento, ya no valía la norma del silencio. Los pocos guerreros jaguar y águila que habían quedado como escolta del palio fueron barridos y los tambores y caracolas silenciados. El mismo tlacatecutli intentó luchar, pero la piel que llevaba puesta se lo impidió.

Con dos golpes de
maquahuitl
lo tiré al suelo y, aún vivo, le abrí el abdomen con un cuchillo de pedernal. Me costó media docena de golpes conseguir atravesar y rasgar la doble piel, pero al final hundí mi brazo izquierdo en su pecho. Una sensación tibia y viscosa lo envolvió hasta el codo. No sabía exactamente dónde estaba el corazón, y pellizqué vísceras en todas direcciones en busca de alguna que se moviera. Sus ojos húmedos parecían suplicar piedad desde el fondo de la piel prestada. Su mano aún apretaba mi brazo cuando por fin así su corazón. Entonces clavé mis dedos en él, le hundí las uñas para que no se me escapara. Sus ojos se velaron y su brazo cayó al costado. Me sentí eufórico. Tiré con todas mis fuerzas y conseguí desplazar el corazón hasta los labios de la herida. Una vez allí, lo liberé de las arterias con unos cortes certeros y lo alcé para que todos pudieran verlo. Una contracción tardía arrojó un chorro de sangre sobre mi hombro. Luego le quité la piel del couohe que le cubría la cabeza como una capucha, y le arranqué la mandíbula inferior con mis propias manos. Sentí sus dientes mordiéndome cuando la estreché con rabia y la alcé en señal de victoria. Un aullido animal brotó de mi garganta, y los
holcanes
lo corearon con júbilo.

Cuando en Ceriñola se extendió la noticia de que el duque de Nemours había caído, la caballería francesa abandonó el campo y los soldados, sin jefes, dejaron de ver sentido a la lucha y se rindieron. Algo parecido sucedió en Maní. Al callar sus tambores, los guerreros mexicas empezaron a retroceder. Para ellos la batalla había terminado, y se dieron la vuelta para regresar a casa. Pero a nosotros no nos valía una simple victoria; la derrota del ejército de Tenochtitlan tenía que ser total para que nunca pensaran en volver.

Lo que siguió fue una orgía de sangre.

No recuerdo celebración tan salvaje como aquélla. Los restos del ejército mexica y tutul xiu se retiraron hacia Uxmal. La ciudad de Maní fue nuestra esa noche.

El Gran Capitán ordenó unas fabulosas exequias en la villa de Barletta en honor a su enemigo Luis de Armagnac, duque de Nemours, muerto en la batalla de Ceriñola. Yo por la noche comí carne del mío. El muslo del
tlacatecutli
mexica me correspondía como vencedor, e hice honor a mi derecho con un ansia y una rabia que no creía poseer.

Los cocomes se limitaron a sacrificar a sus prisioneros a Itzamná, pero itzaes, couohes y cheles participamos en el festín. La ciudad entera fue minada de hornos para espanto de sus habitantes cuando regresaran, y tan grandes que el olor a asado se extendió por la selva y nos impregnó el pelo y la ropa durante días.

Luego corrió el
balché
. Al principio intenté hacer comprender a los
nakones
que la victoria podía tornarse en derrota si se emborrachaban y volvía el enemigo, pero la mera idea de que algo así pudiera suceder les pareció ridícula. Y tenían razón. En este mundo la guerra tiene lo mismo de estrategia que de magia, y su resultado no depende tanto de nuestro esfuerzo como de los misteriosos acuerdos de los dioses. En realidad poco importan el destino de los hombres, sus familias, sus pueblos, sus tierras o sus riquezas; nuestra única función en el pacto es ofrendarles a esos seres divinos el corazón y la sangre de los vencidos.

Aun así, convencí a Tekun para que hiciera seguir a los girones del ejército mexica, y dos días más tarde los vigías confirmaron que los habían visto embarcar de vuelta hacia poniente.

Entonces nos apresuramos a abandonar el lugar. En estas tierras el calor pronto pudre los cadáveres, y aunque recogimos y quemamos los de nuestros compañeros para poder entregar las cenizas a sus familias, los restos insepultos de los mexicas emponzoñaban el aire.

Pese a la euforia del triunfo, el regreso a casa fue penoso. Durante un tiempo reinó el luto en la aldea, aunque las necesidades de la temporada nos obligaron a orillar la tristeza. Las primeras lluvias acudieron puntuales a su cita anual, y las milpas pronto reclamaron la atención de todos los hombres.

Para entonces, la mayoría de los guerreros ya habíamos pasado por las manos de Chikinuitz, el tatuador. Cuando llegó mi turno, la pila de mantas en pago por sus servicios cubría una pared y casi tocaba el techo de la palapa.

—¿Sabes ya cuál es mi uay, o me harás otras dos rayas? —le dije con ironía.

El anciano me obsequió con una mirada maliciosa.

—Siempre lo he sabido.

—¿Qué entonces?

—Sólo el
balam
se mantiene agazapado como tú en la linde de la selva.

—¿El
balam
? ¿El jaguar?

—¿No fueron esos tus colores de guerra?

La sesión de tatuaje que siguió a esta conversación fue mucho más lenta y minuciosa que la primera. Las rayas que me hizo en nuestro primer encuentro formaban parte de un dibujo más complejo que debía ocupar toda la cara, una representación esquemática de mi
uay
, del jaguar. En esta ocasión, se aplicó en terminar la tarea. Me dibujó primero con tinta unas líneas sinuosas que me enmarcaban los pómulos por arriba y por abajo, como si estuvieran en el centro de los brazos de dos íes griegas tumbadas, y luego prolongó el pie de éstas hasta la nariz para rematarlas con un bucle. Por último, en lo alto del pómulo izquierdo dibujó una raya con dos puntos encima, el número siete en su escritura, el número del dios jaguar.

Yo sentía el cálamo recorrer mi cara y no podía evitar presentir la cuchilla de obsidiana recorriendo el mismo camino. Por un instante tuve un acceso de pánico, pensé levantarme y escapar, pero creo que fue el propio miedo lo que me dejó paralizado. Sin embargo, el dolor, aunque agudo, fue más soportable que la primera vez. Sentí que el dibujo estaba ya en mi rostro desde hacía mucho tiempo, y que el
chilam
sólo le ayudaba a salir, como haría una matrona en un parto.

Por segunda vez estuve varios días con la cara cubierta de arcilla roja, entre dolores y picor, pero en esta ocasión aproveché para rehacer el mazo de tabacos que había pensado regalar a mi futuro suegro. Del primero que hice apenas quedaban tres o cuatro, después de tantas noches de insomnio.

Mi Destino

S'i' era sol di me quel che creasti

novellamente, amor che'l cielgoverni

tu'l sai, che col tuo lume mi levasti.

(Si yo por mí era sólo el que creaste

nuevo, amor que los cielos organizas,

tú lo sabrás que con tu luz me alzaste.)

Dante Alighieri
. Divina Comedia,

«Paraíso»

Llevaba casi dos años en estos bosques perdidos del mundo, y hacía planes para no dejarlos jamás. A veces me preguntaba si no sería ésta la tierra de lotófagos que no era capaz de abandonar Ulises el viajero, ese de quien le gustaba tanto hablar a Rafael en las largas noches de encierro. Puede que la selva emita humores que al respirar aneguen la conciencia y cieguen la voluntad, pero yo me sentía ágil, fuerte y con la mente despejada.

Algo en mi interior me urgía a llegar al futuro, y con esa prisa fui a hablar con el
ah men
para rogarle que hablara al bosque en mi nombre y le pidiera permiso para roturar una nueva milpa.

Nunca se me hubiera ocurrido trabajar el campo en mi tierra natal; arar, segar, trillar y aventar el grano era algo que nunca entró en mi mente. Cuando vivía allí veía mi sitio en la milicia, y en último caso en el mar, pero en este mundo todo era diferente.

Aunque aún no había llegado la fecha idónea para la tala, quería ir adelantando trabajo para que estuviera lista antes de ir a Chetumal a contraer matrimonio. De ese modo podría volver en primavera a quemarla y a sembrar, y que la cosecha de maíz estuviera en su punto a nuestro regreso pasado el año de ausencia.

Demasiados planes, lo sé, y demasiados dioses implicados para que todo saliera bien.

Durante tres días me interné con el
ah men
en la selva, repitiendo a menudo sus ritos de oración. Buscábamos una parcela en la que hubiera árboles de ramón o ceibas, puesto que estas especies crecen en suelos bien drenados y fértiles. El hombre ingería un pequeño trozo de un hongo y hablaba con los árboles, les pedía permiso para derribarlos, buscaba voluntarios para el sacrificio. Sin el consentimiento de al menos uno de esos colosos no había nada que hacer, mejor estarse quieto que dar motivo a los árboles a quejarse en el cielo. Al cuarto día, una ceiba accedió a dar su vida por mi familia, y con ella los otros habitantes de un pequeño espacio de treinta brazas por lado.

A partir del momento en que fijamos con templetes de caña los cuatro ángulos del terreno elegido, me dediqué casi en exclusiva a desbrozarlo. Digo casi porque las primeras horas de la mañana las dedicaba a sembrar las milpas comunes y las de mis antiguos amos, ahora casi familia, pero el resto del día lo pasaba solo en mi trozo de selva. La madera aún estaba muy dura porque la temporada de lluvias apenas había comenzado, y el trabajo era lento y penoso.

Sin embargo, lo recuerdo como un período feliz de mi vida. A medida que desbrozaba la selva, sentía que ella hacía lo propio con mi corazón.

—Podrían echarte una mano los esclavos —me dijo Tekun una tarde.

Me sorprendió verlo por allí; no era su zona habitual de caza. Lo primero que pensé es que había ido a buscarme, pero tampoco parecía tener prisa.

—No, gracias. No voy a pedirles que talen el bosque en mi lugar. ¿Qué haces tú por aquí?

Tekun no respondió de inmediato, se quedó con la mirada perdida. Ya conocía esa actitud, así que continué con mi trabajo sin esperar respuesta.

—Esta mañana han llegado tres heraldos cocomes de la ciudad de Chichén —dijo pasado un rato.

Me detuve, bajé el hacha y esperé pacientemente a que continuara.

—Venían a ver al
halach uinic
, a abogar por un acuerdo en el conflicto que mantenemos con los tutul xiúes.

—¿No están ellos también en guerra?

Una sonrisa irónica se apuntó en su rostro.

—Han decidido que el asunto con los mexicas es un hecho aislado. Nosotros llevamos años peleando con los xiúes.

—¿Y qué quieren?

—Que solventemos nuestras diferencias en un juego de pelota.

Other books

Violet Lagoon by John Everson
Lush by Beth Yarnall
Gingerbread Man by Maggie Shayne
Sinister Sudoku by Kaye Morgan
The King's Grey Mare by Rosemary Hawley Jarman
Curled in the Bed of Love by Catherine Brady
Fire and Hemlock by Diana Wynne Jones