Chikinuitz se colocó un mortero de piedra entre los pies y se puso a triturar los carbones. Luego mezcló un poco de aquel polvo con agua hasta lograr una tinta densa y negra.
—Túmbate allí —dijo señalando una estera junto a la puerta.
—¿Sabes ya lo que me vas a pintar? —pregunté con desconfianza.
El anciano no respondió. Cuando se colocó por detrás de mi cabeza, no pude evitar pensar en su testículo posado sobre mi pelo. No volvimos a cruzar una palabra.
Lo primero que hizo fue afeitarme el mentón con una cuchilla de obsidiana. A pesar de lo afilada que estaba la hoja, me daba tirones y empezaron a escocerme un poco las mejillas. En cuanto estuvo satisfecho, mojó en la tinta el cañón afilado de una pluma y me dibujó a cada lado de la cara una línea que, partiendo de la parte alta del bigote, junto a la aleta de la nariz, bajaba haciendo una suave curva hasta el mentón para luego seguir paralela a éste hasta casi debajo de la oreja. El anciano tenía el pulso firme, hizo los dibujos de un solo trazo y a la primera.
Acabada la segunda línea, estiró la espalda y echó la cabeza hacia atrás para comprobar el efecto. Satisfecho, empuñó una cuchilla nueva y, mientras con una mano estiraba la piel, empezó a recorrer con ella el dibujo de tinta. Apreté los puños y cerré los ojos con fuerza procurando no moverme. El anciano avanzaba despacio. A veces se detenía, pero sólo para volver atrás y avanzar más cómodo con cortes pequeños. El dolor era insoportable. Empecé a notar que la sangre me corría por el cuello, se filtraba bajo la perilla hirsuta y me entraba en la boca. Su sabor dulzón me impregnó hasta el velo del paladar. Cuando acabó con un lado cogió más polvo negro del mortero y lo pulverizó sobre la herida sangrante antes de cubrirla con una pella de barro rojo. Después me agarró suavemente de la barbilla y me giró la cabeza.
Con un lado de la cara en carne viva, a duras penas podía controlar el dolor del trazo de la cuchilla en el otro. Un par de veces pensé que me desmayaría, o al menos deseé hacerlo. Al terminar, sentía latir el corazón en mi cara lacerada, hinchada, abotargada. Con miedo me llevé la mano a las heridas y sólo percibí el barro húmedo. Pensé que me había dejado por rostro el tronco de un árbol.
A lo largo de casi dos días tuve dolores en forma de pinchazos repentinos y latigazos, más llevaderos, a pesar de todo, que el irritante picor que fue en aumento a partir del tercer día.
Durante ese tiempo sólo salí una vez de la casa de los
holcanes
, y fue debido a un temblor de tierra. El terremoto fue muy pequeño, pero me atrajeron al exterior las voces de los campesinos. Tardé en comprender que hablaban al maíz, gritaban a las milpas que se tranquilizaran, que no tuvieran miedo, que ellos no se irían y que estaban allí para cuidarlas. Ya sabía de su dolor, pero ignoraba que el maíz pudiera temer a los terremotos.
Por suerte, las heridas cerraron bien y no supuraron humores extraños. Dos costras oscuras me surcaban la cara, la barba volvía a crecer y yo sentía tal desazón, que apenas me molestó que el viejo Chikinuitz aprovechara una visita para horadarme los lóbulos de las orejas y me pusiera las pequeñas orejeras que me había regalado Tekun.
Eso ocurrió a los cinco días de tatuarme las líneas en la cara, y porque fui a casa de Chikinuitz a recoger unos paquetes de polvo prensado para hacer tinta. Al parecer, el polvo negro que saca el viejo de la madera resinosa es tan apreciado en otros lugares, que cada vez que hace una fogata prepara unos paquetes prensados y envueltos en hojas con vistas al comercio. En el sur, por ejemplo, los pagan con muchas almendras de cacao.
Apenas me dolió cuando me taladró los lóbulos. De hecho, punzarse y hacerse cortes es algo habitual en los rituales mayas, y por aquel entonces yo ya había participado en unos cuantos. Pero las orejeras pronto dejaron de parecerme pequeñas. Su peso se fue haciendo patente poco a poco, y la constante tensión en el extremo de la oreja empezó a provocarme un incontrolable estado de irritación que procuraba distraer volcándome en la rutina diaria.
Pasaron casi diez días antes de que pudiera lavarme a gusto la cara. La primera sensación fue muy extraña. No podía más que imaginar el resultado, carecía de espejo, pero me recorría las cicatrices una y otra vez con las yemas de los dedos, intentando acostumbrarme a los nuevos relieves de mi rostro. Paseé por el pueblo con la cabeza alta, y luego retomé los entrenamientos con los
holcanes
.
Sentí que todo el que me miraba lo hacía con respeto, y eso hizo que me sintiera bien.
Las milpas fueron agradecidas; la cosecha del año, buena, y los almacenes estaban a rebosar. Había llegado el momento de sacar" partido a las mercancías guardadas durante tanto tiempo. El propio rey Taxmar decidió organizar una gran expedición a la ciudad de Chetumal, en el sur, donde reinaba su lejano pariente Nachankán. La mayoría de los
batabs
estuvieron interesados en tomar parte, sobre todo desde que se supo que el mismo nakón y sus
holcanes
se harían cargo de la escolta.
Una flota de una quincena de canoas gobernadas por pilotos y remeros putunes arribó a las playas. Tan largas como una galera, y de casi seis codos de ancho, cada una tenía capacidad para más de cincuenta hombres. La proa y la popa estaban más elevadas que la línea de borda, y en el centro llevaba una cabina con techo de hojas de palma. No podía ni imaginar cómo serían los árboles que habían usado para tallarlas.
Antes de ocupar mi puesto junto a Tekun, supervisé la estiba de las mercancías de su padre. Me gustó volver a trabajar hombro con hombro con los esclavos, aunque sólo uno de ellos se atrevió a alzar la cabeza para mirarme a los ojos, y fue sólo para decir «sí, señor».
Reconocí muchos de los objetos comprados a los cocomes de Coba, como joyas de jade, pieles de jaguar, cerámica policromada y cuchillos de hojas de obsidiana. De los talleres del
batab
cargamos mantas,
huípiles
y taparrabos bordados con plumas, y además fardos de tabaco y copal, sacos de sal, piezas de carey y ámbar primorosamente trabajadas y paquetes del polvo negro preparado por Chikinuitz.
Los preparativos nos llevaron un día entero, al final del cual teníamos los dedos desollados y la espalda y los hombros cubiertos de rasguños. Recuerdo que hacía un calor inusual para la estación, una nube de pegajosos mosquitos nos envolvía constantemente, y de vez en cuando nos rondaban unas moscas grandes y peludas que parecían especialmente atraídas por la sangre.
Por fin la flota recibió orden de zarpar. Navegamos despacio, costeando, entrando y saliendo de la barrera de arrecifes. Yo remaba a veces como los otros guerreros, más por mover el cuerpo que por obligación. Me sentía bien, salvo por una de las heridas recientes en un hombro, que no acababa de cerrar. De hecho, se fue hinchando lentamente como una pápula o un forúnculo. Intenté reventarla un par de veces, pero tan sólo fluía un agüilla sanguinolenta. Me picaba, pero como no dolía, procuré olvidarla.
Supe que estábamos a punto de llegar a la laguna de Bacalar y a la ciudad de Chetumal, porque los pilotos aproaron las canoas en una playa y todos los mercaderes se tiñeron de negro y vistieron sus mejores galas. Según mis cálculos, debíamos de rondar el Año Nuevo de mi viejo calendario.
La ciudad de Chetumal se extiende por un brazo de tierra entre el mar y la laguna de Bacalar. Me dio la impresión de que era más grande que Xamanzama —yo diría que debe de rondar las dos mil casas—, y su centro ceremonial también me pareció mayor y más majestuoso.
Finalizada la recepción en la que su
halach uinic
Nachankán nos recibió arropado por toda su corte, los mercaderes marcharon a alojarse cada uno con sus aliados o conocidos.
En Chetumal no había un mercado como en Zama, al menos no en esas fechas, pero su posición de puente entre itzaes, cheles, cocomes y xiúes de las tierras bajas y quichés, itzaes y cachikeles del Peten y de las tierras altas, la convertían en un centro comercial de primer orden para el mundo maya. Más aún sabiendo que la línea entre la paz y la guerra de todos esos pueblos es más fina que los tatuajes faciales de las mujeres cocom.
Nosotros fuimos a casa de Hun Uitzil, el suegro de Tekun y uno de los
batabs
más importantes de la ciudad. Al igual que en Europa, los lazos comerciales se convierten en familiares.
Mientras servían la cena, las mujeres de la casa evitaron en todo momento mirarnos a la cara, incluso nos daban la espalda después de rellenarnos los vasos de agua o de balché. Como contrapartida a su silencio, se leyeron versos, hubo música y canciones y bebimos y comimos en abundancia. Habría sido una velada muy agradable, de no ser porque tenía el hombro cada vez peor. Era tal mi desazón que no pasó inadvertida.
—Pareces herido —dijo Hun Uitzil señalando mi espalda.
Un punto rojo había calado la manta blanca que llevaba puesta y atada sobre el hombro derecho. El prurito había hecho que me rascara y la herida volvía a sangrar.
—Es un arañazo. Me lo hice cargando las canoas.
—¿Lo ha visto algún chamán?
—No hace falta —dije abrumado por su interés—, sólo molesta un poco.
El
batab
dio orden de que acudiera su hija Aixchel para atenderme. Me extrañó que avisaran a una mujer, pero resulta que el oficio de curandera es común entre las mujeres del sur.
Como era habitual, las mujeres de la familia estaban excluidas de la fiesta, pero se mantenían cerca y alerta por si se requería su presencia. La muchacha entró apenas su padre la mandó llamar. Desde el momento en que la vi, no pude apartar de ella los ojos. Para mi sorpresa, no tenía la cabeza apepinada como su hermana, no le habían aplastado el colodrillo ni desviado la mirada. Era una hija segundona, su destino no era emparentar con la nobleza, y por tanto no se habían esmerado en su aspecto. La mirada penetrante y la frente alta, resultaba de lo más vulgar para los cánones de belleza local, pero a mí me cautivó de inmediato.
La larga melena negra, y la forma de peinarla con dos trenzas recogidas en la nuca era el único rasgo que yo recordara que compartía con su hermana.
Aixchel me pidió que me quitase la manta. Sentí que me miraba con curiosidad.
No era la primera vez que me ocurría, la barba y el pelo en el pecho despertaban por igual curiosidad y repulsa, sobre todo entre las mujeres. Incluso el berdache me había acariciado al principio con prevención. Yo la miré a ella detenidamente. Iba vestida con una especie de manta enrollada a la cintura, y no se cubría los pechos con un
quechquémitl
sino que los llevaba envueltos en un paño que se ataba por debajo de las axilas. Lucía también unos tatuajes finos y delicados como las mujeres cocomes, pero sólo en torno a las caderas y en la tripa. Se inclinó sobre mí de modo que pude respirar el suave aroma de liquidámbar que expelía el ungüento ligeramente rojizo con que se había untado el cuerpo. Si su intención hubiera sido acariciarme, no habría tanteado mi hombro con mayor delicadeza.
—¿Hace cuánto que tienes esta herida?
—Cinco o seis días. Una semana a lo sumo.
—Anda preñada de colmoyote.
—¿De qué?
—Larvas. Una mosca ha puesto sus huevos en la herida y las larvas han eclosionado.
—¿Están vivas?
Aixchel sonrió al ver mi cara de estupor.
—Están vivas y te están devorando.
—¿Las puedes sacar? —supliqué.
Aixchel sofocó la risa. Tenía una dentadura preciosa, blanca y cuidada.
De la calabaza que llevaba en la cintura sacó un buen pellizco de tabaco en polvo mezclado con semillas de estramonio y lo envolvió con una de las hojas que llevaba en una bolsa de cuero. Se colocó el paquetito entre los dientes y el labio superior, y empezó a salivar mientras me revisaba el cuerpo en busca de otros abscesos. Cuando consideró que ya estaba preparada, dejó caer sobre la herida un salivazo denso y ocre que la llenó hasta el borde. Yo sólo noté un ligero picor. Luego, se sacó la hoja de tabaco de la boca, la extendió como un lienzo y la colocó sobre la herida a modo de emplasto. Esperamos un poco atisbándonos de reojo, pero antes de que pudiera apurar un vaso de balché. Aixchel retiró el emplasto y observó la herida detenidamente. Yo la imité, giré la cabeza todo lo que pude y aguanté así a pesar del dolor del cuello. De pronto, me pareció que algo se movía en el interior. Aixchel empezó a apretar suavemente los bordes, y en menos de un padrenuestro tres gusanos largos como la uña del pulgar emergieron del agujero dejando un boquete del grosor de un cálamo.
—Hijos de puta —dije en el más puro castellano mientras los aplastaba entre mis dedos.
Ella volvió a rellenar el agujero con otro salivazo. Cuando estuvo segura de que no había más, me puso un emplasto de hierbas y una pella de barro rojo.
Lamenté que hubiera terminado. Aún no se había puesto en pie, y ya echaba de menos el tacto de sus dedos.
Los días siguientes pude observar que la vida en Chetumal no era muy diferente de la de Xamanzama. Los hombres se encargaban de las milpas, la caza y el comercio, y las mujeres, de las huertas y de los corrales. Aquellos días poco tenía yo que hacer salvo deambular de un lado para otro, así que me pegué a Aixchel como una rémora.
—¿Es soltera? —pregunté a Tekun, su cuñado, en un alarde de confianza.
—Entre nosotros los padres buscan pareja nada más nacer un hijo, y si es posible del mismo pueblo.
—Ya. Entonces está casada.
—Es viuda. Su marido murió de unas fiebres. Por eso se hizo hechicera.
—¿Y no tiene pretendientes?
—No puede unirse a otro hombre hasta pasado un año de la muerte de su esposo. Hasta entonces, está prohibido.
Además de guajolotes, palomas y tórtolas. Aixchel mantenía encerrado en un corral a una cría de un animal que yo no había visto nunca: una danta. La danta es una bestia entre vaca y cerdo que vive en la selva y que tiene un morro largo acabado en punta que usa como una mano. Es un animal difícil de domesticar; no se le puede dejar suelto, por lo que cebarlo requiere un esfuerzo enorme y la colaboración de varias mujeres. Pero a ella aún le sobraba tiempo para dedicarlo a la apicultura.
La primera vez que la vi capturar un enjambre, casi me desmayo. Yo había oído que un enjambre de abejas podía matar a un caballo, y había visto los enormes habones que les salían a los campesinos por trastear en los panales de la sierra de Huelva, así que ¿cómo iba a sospechar que la naturaleza de estas tierras, despiadada con muchas de sus criaturas, había hecho indefensas y mansas a sus abejas? Me dio pavor ver a aquellas muchachas expuestas a semejante peligro, pero ellas parecían tranquilas y cantaban inmóviles y sin protección alguna entre una ensordecedora tormenta de abejas. El influjo de su voz, tal vez, logró que los insectos empezaran a posarse en la rama baja de un arbusto cercano. Aixchel esperó a que el enjambre tuviera el tamaño de la cabeza de un niño antes de meter en él la mano con un vaso. Tres veces arrojó el contenido del vaso en el interior de un tronco ahuecado antes de acertar con la reina. En cuanto ella entró en el panal, el resto la siguió mansamente.