La idea de alianza, de comunión, de inmolación de un dios en beneficio de los hombres, me sonaba familiar, casi cristiano. Reconocí que aquello tenía sentido, al menos para mí. ¿No era la gran ceiba sagrada de los mayas representada como una cruz por los itzaes?
A pesar de todo, la ceremonia del sacrificio me trajo malos recuerdos, y eso que poco quedaba ya en mí del esclavo angustiado que vio morir a sus compañeros arrodillado al pie de la pirámide. Es más, al día siguiente yo mismo entregué al
ah kim
el segundo de los prisioneros xiúes sujetándolo por el pelo.
—Padre nuestro, que estás en los cielos —recé siguiendo el ejemplo de mi predecesor, y lo hice pensando en José y en Rafael, en sus almas inmortales y en mí y en los míos, que ya eran aquellos que me rodeaban—, acuérdate de nosotros que somos tuyos; danos salud, danos hijos y prosperidad para que tu pueblo se acreciente y te sirva; danos agua, buen tiempo y buenas cosechas, y ayúdanos contra nuestros enemigos para que vivamos en paz y podamos descansar.
—Oye nuestras peticiones; recibe nuestras plegarias —murmuró el
ah kim
cuando los chacs tenían ya sujeto al prisionero sobre la piedra.
Desde mi sitio tenía una visión privilegiada del interior del
teocalli
, el templo que corona la pirámide. Era la primera vez que estaba tan cerca. En el centro se veía una figura de Itzamná de jade, y sobre ella una estatua de estuco con la cara del sol rodeada de rayos de nácar. Me llamó la atención porque estaba hueca por arriba y se veía llena de dientes, como las redomas que usaban de reclamo los cirujanos barberos que conocí de niño. Delante de la estatua de Itzamná había otra piedra de sacrificios tallada en forma de ceiba y orientada hacia poniente, y a sus lados destacaban las imágenes de Kukulkán y Chac pintadas con colores brillantes. El aire estaba cargado por el humo del copal, y las sombras de las figuras parecían bailar a la tenue y oscilante luz de las lámparas. La atmósfera se hacía casi tangible, densa, como una puerta que pusiera en contacto dos mundos.
La presencia de los dioses era muy real allí arriba.
Después de extraer el corazón a los prisioneros, vi cómo un ayudante del
ah kim
los troceaba y colocaba algunos pedazos en las bocas de las estatuas antes de repartir el resto entre los pebeteros que ardían en las cuatro esquinas bajo los paquetes de huesos atados con cintas de colores. Al acabar la ceremonia descendí de la pirámide como sonámbulo, ebrio de sangre y muerte, y sorprendido de haber rezado a Itzamná por mediación de la sangre de un hombre, igual que me había valido de la sangre de Cristo en otras lejanas ceremonias.
Paseé por la ciudad sin rumbo fijo, mientras el aire se hendía con el olor a carne asada. Los hombres al verme se llevaban la mano al hombro con respeto y decían que me apurase, que el banquete estaba a punto de comenzar. Pero no fui capaz de unirme a ellos. Me alejé con una calabaza de balché y unos cuantos tamales y esperé a que terminara el festín de carne humana. Luego, medio borracho, me incorporé a la fiesta en la casa de los solteros.
Se me hizo raro ver allí mujeres, pero al parecer era habitual llevar rameras en ocasiones especiales. Esas mujeres viven en las casas próximas a la corte y son capaces de aguantar cientos de cópulas en una noche, al precio de diez almendras de cacao por cabeza. El olor a muerte actúa como un sutil afrodisíaco.
Pagué mi escote y me uní al grupo. El berdache me sonrió. El hombre-mujer se movía con soltura rellenando vasos de licor mientras asistía con expresión bondadosa a los excesos de los jóvenes con las putas.
Bien entrada la noche, me alejé de la casa. Para entonces las mujeres estaban exhaustas, rodeadas de jóvenes ahítos, arañados, descalabrados algunos por caídas o riñas y totalmente borrachos.
Pasé la noche con la espalda apoyada en el tronco de la ceiba que crecía en el patio del caserío de mi antiguo amo. Escondido en esa silenciosa oscuridad había escuchado los ruidos familiares del dormitorio de los esclavos y espiado el regreso de Tekun y la cálida bienvenida que le brindó su esposa. Salvo los breves períodos en que acudió a dar de mamar a su hijo, la mujer había aguardado inmóvil junto al umbral de la casa. El encuentro me hizo sentir un poco de envidia.
Con las primeras brumas del amanecer, vi llegar a uno de los guerreros con cinturón de piel de jaguar que guardaban el palacio de Taxmar. Sin hacer ruido, se detuvo delante de la puerta, y esperó. No movió ni un músculo hasta que Tekun, seguramente avisado por algún sirviente, se asomó para ver qué ocurría.
No pude escuchar el mensaje, pero estaba claro que el
halach uinic
quería verlo.
Tekun entró en la casa, y cuando volvió a salir vestía un taparrabos y una manta nueva y llevaba puestas todas las joyas que yo le conocía: el bezote de oro, el pectoral de jade, los pendientes de ámbar.
Un gran revuelo me esperaba en la casa de los
holcanes
, de nuevo limpia y ordenada. Hasta allí había llegado la noticia de que nos esperaban a todos en palacio, porque el
halach uinic
acababa de nombrar
nakón
a Tekun.
Esta gente llama
nakón
a su jefe militar, es decir, que a partir de entonces. Tekun sería para Taxmar lo que el Gran Capitán para la reina Isabel.
Los
holcanes
nos amontonamos a la puerta de palacio. La tradición exigía que lleváramos en litera al nuevo
nakón
desde allí hasta el templo donde debía ser ungido, aunque entre uno y otro no hubiera más de cincuenta pasos. La procesión fue impresionante. La litera pasó de mano en mano hasta que depositamos a Tekun en el templo y los sacerdotes colocaron un par de pebeteros ante él como si se tratara de la imagen de un dios.
Cinco días lo tuvieron encerrado sin ver la luz del sol, servido sólo por hombres y comiendo tamales y carne de pescado e iguana. Mientras tanto, sus guerreros ocupamos los aledaños del templo y pasamos ese tiempo en ayuno y abstinencia.
Pasado el plazo, el
ah kim
ordenó descorrer las cortinas del templo y llamó a cuatro guerreros para que lo lleváramos a su nueva casa.
La casa era grande, estaba sobre unas gradas de piedra con media docena de escalones y tenía varias estancias.
Dejamos a Tekun en la principal y dimos un paso atrás para permitirle descansar, si eso quería, pero nos pidió a Kixan y a mí que nos quedáramos a quemar con él unos tabacos.
Acepté encantado. Después de las tertulias con su padre me había acostumbrado a ese rito tan agradable. El humo picante y aromático del tabaco hurgando en todos los recovecos de mi boca me procuraba intensos momentos de placer.
Junto a la esterilla del dormitorio principal, alguien había dejado amontonadas sus pertenencias. Por un lado la ropa, por otro las armas y los objetos personales, entre los que estaba la caja de tubos de tabaco. La noche transcurría tranquila, templada y estrellada. Nos sentamos a oscuras en el primer escalón de la grada y encendimos los tabacos. Tenía un sabor algo más dulce que los de su padre, yo diría que llevaban miel en la vaina exterior, pero estaban bien acabados y tiraban de maravilla.
—¿Te gusta la casa?
—Sí, claro. No sabía que pensaras mudarte.
—Vivirás aquí conmigo y con Kixan.
—¿Y tu mujer?
—Durante los próximos tres años no podré tener trato con ninguna mujer, ni con la mía siquiera.
Lo miré sorprendido, los ojos muy abiertos. Tekun añadió:
—Ni comer carne, ni beber balché. Pero puedo elegir a mis compañeros de encierro. Y está decidido. Quiero que entrenes a un escuadrón completo en tu forma de luchar.
—Un escuadrón es…
—Cuatrocientos
holcanes
.
Asentí en silencio. Lamí la punta de mi tabaco y aspiré suavemente. El humo se expandió por mi boca y escapó lentamente por la nariz. Tekun me observaba.
—¿Crees que puede ser tu pueblo eso que tanto teme Moctecuhzoma?
—¿Cómo voy a saberlo? —respondí alzando los hombros.
—Háblame de vuestro ejército.
—Nuestro ejército… —carraspeé incómodo—. Los hombres llevan corazas de metal que vuestras flechas no pueden atravesar, y empuñan espadas y lanzas de hierro, armas para las que vuestras defensas son tan inútiles como el papel. Y algunos llevan un arma llamada arcabuz, que arroja fuego y metal y que puede matar a un guerrero a cincuenta pasos, y otros van montados en caballos, un animal…
—Como un venado sin cuernos…
—Como un venado sin cuernos, sí, y hombre y jinete hacen temblar la tierra, y su empuje es casi imposible de resistir.
Kixan y Tekun me miraron con expresión incrédula.
—Con esas armas, no tendréis muchos enemigos —dijo Kixan.
En un instante recapitulé sobre los enemigos que yo había conocido o contra los que había luchado: por supuesto Francia, los granadinos de las Alpujarras, el Imperio otomano, facciones de Milán, Toscana y Nápoles. Navarra, el Papa, y quién sabe si en el futuro Portugal, Inglaterra o el mismo emperador de Alemania, pero me pareció imposible explicar quién era cada cual y cuánto pesaba en su propio mundo.
—Al contrario —dije para simplificar—, nuestros vecinos nos odian. Y todos ellos tienen armas similares. En mi mundo mueren muchos hombres en las batallas.
—Nosotros también tenemos enemigos —replicó Tekun—. La guerra con los tutul xiúes ya ha durado demasiado, pero nunca podremos relajarnos. La relación con los cocomes del interior, los cheles del norte y los couohes de occidente no siempre ha sido tan cordial.
—¿Couohes? —pregunté extrañado. Era la primera vez que oía hablar de esa tribu.
—Su territorio se extiende por el otro extremo de las tierras mayas, casi hasta Tabasco, que es donde está la ciudad de Xicalango.
—¿Tratáis con ellos?
—No directamente, pero mantenemos contactos a través de los itzaes de Chetumal y de las montañas del Peten.
Tekun exhaló una bocanada densa. El humo veló su cara un instante y se entretuvo entre las cejas y la frente en su ascenso al oscuro cielo.
—Y los mexicas —dijo con desprecio—. Ellos son mi mayor preocupación.
—Tu padre no pensaba que.
—Luché contra ellos una vez, hace tiempo, cuando vivía en Chetumal con mis suegros. Nachankán, su
halach uinic
, acudió con un escuadrón de guerreros a ayudar a sus hermanos de la montaña que estaban sufriendo incursiones desde las posesiones mexicas de Soconusco.
—¿Eso queda lejos?
—A muchos días. Pero los mexicas están en continuo movimiento, son una amenaza constante. Estamos en su frontera, y sé que antes o después atacarán.
La única duda es cuándo.
Tekun se levantó con agilidad, fue un momento dentro de la casa y volvió con un atado de cuatro lujosas mantas labradas y un paquete envuelto en papel de corteza.
Para retomar la conversación iba a sumar a los españoles a su lista de amenazas, pero me callé. Sentía que algo difícil de definir empezaba a unirme a mi antiguo amo, el germen de una amistad, quizás, y no quería echarlo a perder inculcándole el temor a una vaga amenaza relacionada con mi pasado.
—Tengo dos regalos para ti —dijo él aprovechando mi silencio.
Me tendió el paquete de papel y lo desenvolví rápidamente. Eran unas orejeras.
El cilindro tendría un dedo de ancho, y mientras el labio de uno de los extremos se abría ligeramente para servir de tope, el de la cara exterior tomaba la forma de una tortuga. No está bien emocionarse si un hombre te regala joyas, pero me conmoví al relacionar aquella tortuga con la que nos salvó la vida recién llegados a la playa, y me pareció que todo tenía sentido.
—Gracias. Gracias.
—Además, he preguntado al
ah kim
qué
hots
te corresponde.
—
¿Hots?
Tekun se señaló los tatuajes de la cara, las rayas onduladas que partían de las comisuras a cada lado de la boca como seis rayos, y luego a Kixan.
—Los hombres y los dioses nos reconocen por nuestras marcas. Un guerrero que lleva la mandíbula de un enemigo en el brazo, debe llevar en el rostro la señal de su valor.
Recordé con un poco de aprensión la mandíbula del guerrero que el propio Tekun había entregado a unas mujeres para que la descarnaran y la cosieran a una hombrera de cuero. No era ése un adorno que me apeteciera lucir. Mi antiguo amo notó mis dudas, y añadió:
—Cada hombre debe llevar representado en el rostro el espíritu que lo alienta, su
uay
, el animal que tiene por agüero.
—¿Cómo se sabe?
—El
chilam
lo adivina para ti. El mío es un ocelote.
—¿Y el mío?
Tekun sonrió.
—Ve a ver a Chikinuitz mañana y entrégale esas mantas —dijo dándome el atado—. El sabrá qué hacer.
—Pero ninguno de los jóvenes
holcanes
está tatuado —comenté yo.
—Los solteros no se tatúan.
—Yo soy soltero.
—Eso también habrá que solucionarlo —dijo Tekun enigmático.
—¿Y el bezote? —pregunté señalando primero el suyo, y luego el de Kixan.
Ya me había dado cuenta de que pocos guerreros lo llevaban, sólo los más veteranos y con mayor número de tatuajes, o los más poderosos entre los nobles.
Tekun se llevó la mano al labio, se acarició el bezote y luego la barbilla.
—Sólo el
halach uinic
puede darte ese derecho.
La palapa de Chikinuitz estaba aislada del resto, al otro lado del recinto ceremonial. De las cuatro entradas teóricas a la ciudad, estaba cerca de la oriental, junto al altarcillo levantado en honor al chac protector.
El anciano no se sorprendió al verme; yo diría que me estaba esperando, puede que incluso llevara días esperándome.
Cuando llegué avivaba las ascuas de una hoguera que languidecía a la puerta de su palapa. Me miró de reojo, cogió las mantas de mis manos, las guardó cuidadosamente y siguió manipulando los restos de madera que se resistían a sucumbir al abrazo del fuego. El olor de la resinosa leña de pino me recordó al de la cocina de mi madre, y me extrañó, porque aquélla no era la madera con que los indios solían alimentar sus hogares.
Me puse en cuclillas y esperé. El tatuador era un hombre desdentado, con las mejillas hundidas y los labios desaparecidos. Su rostro estaba terriblemente deformado por una cicatriz negra en forma de espiral que le daba tres vueltas a la cara partiendo de la barbilla. La punta de la nariz era el final, el vértice de la caracola. Su aspecto sería siniestro si no fuera porque cada vez que se acuclillaba, un testículo le colgaba por fuera del taparrabos.