Caminarás con el Sol (13 page)

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Authors: Alfonso Mateo-Sagasta

Tags: #Histórico

BOOK: Caminarás con el Sol
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No tuvimos tiempo de disfrutar nuestro pequeño éxito. Tekun ordenó a tres veteranos que se colocaran en el otro extremo del patio y que nos pusieran a prueba. Siguiendo su tradición, dispararon primero una andanada de flechas.

Esquivamos dos, y la tercera la paré con el escudo. Luego tiraron los arcos y se lanzaron aullando al ataque empuñando lanza y escudo.

—Quietos —ordené a mis pupilos—. Esperad. A mi orden, a por el de la izquierda.

—¡Ya!

Los tres nos lanzamos al tiempo a por el mismo hombre. El de la lanza amagó un golpe mientras yo le cubría de los otros dos, y el arquero le disparó un flechazo en un muslo. El guerrero cayó de rodillas y el lancero le golpeó el pecho con el astil. La expresión de su cara me recordó a la del guerrero xiú cuando le hundí la lanza en el estómago. Mi idea era atacar luego juntos al de en medio, pero con la euforia del éxito, el arquero tiró su arma, empuñó la maza que llevaba terciada a la espalda y se lanzó solo a por él. Este, que le estaba esperando, le mantuvo a distancia con la lanza y empezó a arrinconarlo. El otro joven, al ver a su amigo en peligro saltó hacia delante saliendo de la protección de mi escudo y se dirigió con entusiasmo a por el segundo veterano. Yo dudé a cuál ayudar, pero dio igual porque ambos sucumbieron rápidamente. Me quedé solo. Los otros se fueron acercando entre las risas del público. Por suerte, el
batab
ordenó parar. Se incorporó despacio, disolvió con un gesto el círculo de guerreros e hizo seña a su hijo y a mí para que le siguiéramos a la plataforma de piedra sobre la que estaba construida su casa. Bajo el tejado de palma volvió a acuclillarse y nos invitó a imitarle. El ejercicio había sido un desastre, pero algo le había gustado.

—¿Por qué no habéis disparado el arco al principio?

—Porque a esa distancia no es seguro; es más eficaz de cerca.

—De cerca un guerrero debe buscar el cuerpo a cuerpo.

—Un guerrero debe vencer a su enemigo con todos los medios a su alcance.

El
batab
asintió despacio. Tenía los ojos medio cerrados, lo que pronunciaba aún más el denso reticulado de arrugas que los enmarcaba.

Una esclava salió con una jarra de cacao en polvo y otra de agua hirviendo.

Vertió la segunda en la primera desde la distancia de un brazo en un hilo fino y continuo, y cuando hubo terminado repitió la operación a la inversa.

—¿Tu pueblo siempre pelea unido?

—En mi pueblo también hay grandes guerreros que celebran combates singulares, pero las batallas se hacen de otra forma. En ellas luchamos juntos porque es la mejor manera de sacar partido a todas las armas.

—Luchamos contra vosotros una vez y os vencimos —dijo Tekun.

—Vencisteis a un grupo de hombres desarmados, heridos y enfermos.

Se hizo un silencio incómodo. El ruido del hilo de cacao cambiando de recipiente resultaba casi doloroso.

—Tres hombres contra uno —pensó el
batab
en voz alta—, poco servirá eso en una batalla. Tendríamos que ser tres veces más numerosos que el enemigo para vencerlo.

—No hemos peleado tres contra uno, sino tres contra tres —le corregí.

—Y no os ha ido muy bien —murmuró Tekun.

El
batab
sonrió, yo sonreí. Primero lo del mexica y ahora una muestra de humor.

Aquel animal estaba lleno de sorpresas.

La mujer se acercó al
batab
y le tendió un vaso repleto de humeante cacao.

Luego, le entregó otro al hijo, y por último uno a mí. Miré su interior sin acabar de creerlo, el cacao es una bebida prohibida a los esclavos, nunca pensé que llegaría a probarla. Me asomé al vaso con reverencia. Una densa espuma color marrón oscuro cubría la superficie. Esperé a que mis amos bebieran antes de acercar mis labios al borde. Con la punta de la lengua recogí un poco de la untuosa espuma y luego sorbí el líquido oscuro. Todo mi cuerpo se estremeció.

Su sabor amargo me llenó de emoción y me dejó como poso unas enormes ganas de vivir.

Recuerdo lo que siguió a aquella reunión como si hubiera pasado ayer. El
batab
se retiró y yo seguí a Tekun hasta una pequeña habitación de su casa, el oratorio familiar.

Nunca había entrado allí.

La estancia estaba en penumbra, iluminada tan sólo por dos incensarios colocados ante las coloridas efigies de varios dioses. Los había desde el tamaño de un dedo hasta el de un niño de cinco años. Entre ellos reconocí a Chac, el dios de la lluvia, por su larga nariz colgante, sus enormes ojos cuadrados y su boca desdentada.

Tekun se detuvo ante la estatua de Kinich Ahau Itzamná, el «señor del rostro del sol», una figura ataviada con un tocado con orejeras, pendientes y collares, y pintada de color rojo, verde, azul, amarillo y violeta. Tenía los ojos cuadrados, en su pecho se veían cuatro pétalos y de la comisura de la boca le salían unos ganchos. Me llamó la atención que los incisivos de la mandíbula superior estuvieran limados para formar una «T» como la que había visto lucir a muchas mujeres de Coba. Delante de la figura ardía un incensario de estuco con la forma de una tortuga, junto a un platillo lleno de espinas de pastinaca.

Con reverencia, mi amo tomó una de las espinas y se agujereó el lóbulo de la oreja derecha. Su sangre goteó mansa sobre un papel. Luego, con una cuchilla de obsidiana se rajó la izquierda y se quedó en cuclillas ante el dios hasta que la herida dejó de sangrar.

Imité sus movimientos sin saltarme un detalle, y al terminar ambos depositamos nuestras ofrendas —sendos papeles empapados en sangre— en uno de los braseros para que juntas se hicieran humo.

Mi amo me cogió entonces de la muñeca derecha y, sin soltarme, me condujo hasta la casa de los
holcanes
. Se trata de una gran casa de piedra situada a espaldas de la gran pirámide, encalada y pintada de rojo, que es donde viven los jóvenes guerreros solteros. Cuando franqueamos el umbral. Tekun me soltó la muñeca.

—Eres libre —me dijo—. A partir de ahora ésta será tu casa. Quiero que enseñes a estos hombres a pelear como dices.

Me llevaría muchos días entender en qué había cambiado mi vida. Por de pronto, me quedé inmóvil viéndolo alejarse. Aún me escocían un poco las orejas, y al rascarme una se abrió la herida y sentí correr la sangre por el cuello.

Los jóvenes guerreros fueron entrando poco a poco. Todos me miraron con curiosidad, sabían que había luchado contra los xiúes y que había sobrevivido, pero no acababan de darme la bienvenida, supongo que, entre otras cosas, porque casi les doblaba la edad.

La primera en hacerlo fue una mujer, una muchacha muy hermosa de la que había oído hablar, sin llegar nunca a entender su papel, ni si era libre o esclava.

Entre los esclavos se hablaba de esta mujer con cuerpo de ninfa que cuidaba la casa de los
holcanes
, que preparaba su comida, que los velaba cuando enfermaban, incluso que los complacía sexualmente para evitar que entraran en conflicto con los casados y compitieran por las mujeres.

El día de mi llegada. Ixcuat, que así se llamaba, avanzó hacia mí cargada con una esterilla, una manta limpia y un par de taparrabos. Llevaba suelta su larga melena negra y vestía un precioso huípil blanco con el pecho bordado de púrpura. Los jóvenes se apartaron a su paso. En sus miradas se apreciaba que la muchacha era querida y respetada por todos.

Al llegar a mi lado, depositó su carga sobre el poyete que circundaba la habitación pegado a la pared. Sus ojos me dieron la bienvenida. Con cada movimiento emanaba un suave perfume. Sentí que mi sexo se avivaba. Llevaba casi un año en aquellas tierras, y hasta ese momento no había pensado en volver a yacer con una mujer, pero de pronto el deseo se volvió urgencia. Soy un hombre libre, me dije, y puedo aspirar a todo lo que está al alcance de un hombre libre.

Ella se dio cuenta de mi turbación, y en vez de alejarse se acercó más, me desató el taparrabos y sus labios buscaron los míos. La abracé con fuerza, mi sexo entre sus manos. Los
holcanes
miraban sin recato, incluso alguno empezó a animarse con el espectáculo. Yo la dejé hacer. Llevaba tanto tiempo sin tratar con una mujer, que el baile duró un suspiro.

Ixcuat se apartó de mí con una sonrisa, pero apenas tuvo tiempo de limpiarse las manos. Dos de los jóvenes se adelantaron excitados, ella los recibió coqueta, se arrodilló sobre el poyete y les ofreció el culo. Me fijé entonces en que algo le colgaba entre las piernas. Aquella hermosa muchacha era un hombre, un berdache, como los llamábamos nosotros, uno de esos que adopta el aspecto y los modos de una mujer. Me quedé paralizado. No podía creer que hubiese conseguido la libertad para hacerme sodomita. Aún era pronto para comprender que lo que en un mundo se castiga del modo más cruel, en otro es el resultado de una visión sagrada. En Castilla queman a los bujarrones, y aquí los respetan porque creen que representan la armonía cósmica al reunir los atributos masculinos y femeninos.

Por lo que me pueda tocar, me quedo con lo segundo.

Mi Fortuna

Per correr miglior acque alza le vele

ormai la navicella del mió ingegno

che lascia dietro a sé mar sí crudele.

(La barca de mi ingenio, por mejores

aguas surcar, sus velas iza ahora

y deja tras de sí mar de dolores.)

Dante Alighieri
. Divina Comedia,

«Purgatorio»

En la primavera de 1512, casi un año después de llegar a estas tierras, tomé parte en mi primera ceremonia como hombre libre.

Los campos estaban preparados y limpios, pero la temporada de lluvias venía perezosa y los campesinos empezaron a impacientarse. Prendimos en las milpas grandes fuegos alimentados con hule para que su denso humo negro sirviera de reclamo a nubes preñadas de agua, y fumamos grandes y aromáticos tabacos para atraer a Chac. Todo el mundo conoce la afición al tabaco del dios de la lluvia; basta mirar al cielo durante la noche para sorprender de vez en cuando el fulgor de una de sus colillas arrojadas de un papirotazo.

Al persistir la sequía, recurrieron al rezador, como hacían los campesinos en Castilla con los curas. El ah men, como aquí se le llama, un sacerdote menor, nos mandó levantar un altar a las afueras de la ciudad, una estructura sencilla con cuatro postes de horquilla y una superficie de hojas. En cuanto estuvo hecho, tuvimos que ir en busca de agua zuhuy, es decir, no contaminada, agua que nunca hubiera tenido contacto con mujer. El agua virgen se sacaba de un cenote lejano, un pozo cuyo único acceso era un largo y resbaladizo túnel no más alto que mi cintura. Regresamos de noche cerrada, cada uno con una calabaza llena del preciado líquido, y siguiendo las indicaciones del ah men las colgamos en el altar antes de echarnos a dormir allí mismo. Todos los varones pasamos el día siguiente reunidos, guardando ayuno y abstinencia.

Amaneció el tercer día con el sol todavía calentando con fuerza, pero el cielo había cambiado de color y olía a humedad.

El rezador dispuso sobre el altar varios platos de maíz cocinado de distintas maneras, y ató a cada poste a un niño para que croaran como ranas mientras él reclamaba el auxilio de los dioses. A su lado, cincuenta aves de corral entre faisanes, tórtolas y palomas, rebullían en una jaula de bambú. Después de cada plegaria, el ah men sujetaba a una de ellas por el cuello, le pegaba el pico al pecho y le seccionaba la parte alta del cráneo. Los pájaros se derramaban como una botella tumbada en el suelo. Pequeñas y afiladas hojas de pedernal empezaron a pasar de mano en mano para que sumáramos nuestra sangre a la de los animalillos. Al poco tiempo todos teníamos las orejas harpadas y los cuellos rojos.

Cuando la última gota de sangre del último pájaro tocó la tierra, el ah men desató a los niños, cargó de copal los ya mortecinos incensarios y regó de balché el altar.

Aquélla era la señal para que las mujeres se acercaran con la comida. El rezador consagró los alimentos y los colocó en torno al altar para que los dioses se sirvieran. Nosotros nos alejamos en silencio un rato antes de volver eufóricos a engullir todo lo que pudiéramos. Las calabazas de balché corrieron de mano en mano. Por primera vez probé el licor sagrado. Su sabor era suave y dulce, como correspondía a un licor hecho con miel fermentada con la corteza del árbol balché, pero no me dejé llevar. Tenía frescos los excesos de algunos indios beodos en fiestas anteriores.

Bebidos unos tragos, un retortijón suave me obligó a perderme un rato en el bosque, y no fue la última vez de la noche. Entonces descubrí que el balché soltaba más cosas que la lengua.

De madrugada, un trueno nos despertó. Nos asomamos a la entrada de la casa para ver el inicio de una tromba de agua que se prolongó durante gran parte de la noche y el día siguiente. A partir de entonces, los chacs recuperaron su ritmo diario de lluvia y sol.

Resguardados bajo los aleros de palma, pasamos casi dos días desgranando maíz, y luego otros dos con las semillas puestas a remojo en grandes tinas de madera. Desde ese momento, toda la tribu se centró en la siembra de las milpas.

Nos colocábamos en línea pertrechados con un cayado de madera dura, largo y acabado en punta, y un par de taleguillas ceñidas al cuello, una con las semillas de maíz y la otra con semillas de frijol y calabaza. A cada paso, golpeábamos con el palo la tierra reblandecida por la lluvia y echábamos en cada agujero cinco o seis granos de maíz y un par de los otros. Luego lo pisábamos para que los pájaros no se llevaran la simiente.

Tan pronto acabábamos de sembrar una milpa, colocábamos palos al azar y tendíamos cuerdas de uno a otro con huesecillos y conchas marinas para mantener alejados a los pájaros de los brotes tiernos. Tampoco olvidábamos dejar a los
chacs
ofrendas de comida y
balché
para que no descuidaran la lluvia.

La gente aquí reza para pedir, sin rubor ni remordimiento, no para dar gracias, ni por bondad, sólo para pedir. En los templos itzaes no se ven reproducciones en cera de orejas, brazos y piernas o cualquier otro tipo de exvoto como en los españoles, ni cadenas de cautivos liberados, ni trenzas de jóvenes doncellas, pero tampoco se maldice a los dioses si no conceden lo que se les pide. Todo parece más sencillo, claro y directo.

Sacrificios, incensarios, oraciones y las propias leyes de la naturaleza hicieron que las lluvias se sucedieran a un ritmo constante, lo que facilitó el trabajo de siembra. Chac estaba satisfecho de sus fieles.

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