—A donde sople el viento —respondió Hernández de Córdoba—. Boriquén, Guanajas, Lacayas, Bahía.
—¿Bahía? Será hacer el viaje en balde, allí apenas quedan indios. Además, es tierra de flecheros.
—Sí, pero tiran sin hierba —bromeó Morante.
—Ya —dijo el recién llegado—, pero las flechas de palma se deshacen en mil astillas cuando se clavan. Esas heridas son malas, se infectan, casi pierdo una pierna en la última incursión.
—Pues calza botas —dijo Hernández de Córdoba golpeando las suyas.
A esta tierra nunca llegan las estaciones de mi infancia. No diré que echo de menos las nieves y el frío del invierno, pero sí el despertar alegre de la primavera y la sutil melancolía del otoño. Añoro los extensos campos abiertos llenos de flores efímeras y delicadas y los mantos rojizos con que se cubren los bosques antes de quedar definitivamente desnudos. A veces me sorprendo dispuesto a sacrificarlo todo por volver a ver una retama en flor, por oler una rama de espliego o de romero, por frotar con mis manos una mata de tomillo y llevármelas luego a la barba para dejar en ella su aroma.
Aquí sólo hay lluvia y sequía, especialmente aterradora en una tierra llana donde no hay ríos.
Desde que tumbamos las cañas de maíz, cada día cortábamos unos pocos elotes, de modo que la cosecha se prolongó a lo largo de muchos meses, casi hasta la primavera siguiente. Luego los atábamos en fardos apretados para que se secaran, desgranábamos las mazorcas ya secas frotándolas dentro de redes o parrillas de madera y guardábamos el grano en cajas forradas de hojas de palma.
A menudo nos quedábamos a dormir por parejas en las milpas para ahuyentar a los pájaros, sobre todo a los loros y papagayos que en la madrugada se reunían en bandadas y bajaban a esquilmar el grano maduro. Para resguardarnos del sol y del agua preparábamos unas plataformas en los árboles, una especie de torretas de madera cubiertas con ramas, y mientras uno se movía continuamente de aquí para allá y daba voces para espantar a los pájaros ladrones, el otro podía tumbarse un rato a descansar.
En la soledad de aquellas noches rezaba a la Virgen y a los santos, pero poco a poco se fueron colando en mis rezos los dioses de la tierra. Supongo que pensé que en aquel mundo tendrían mejor mano, o quizás fuera porque empecé a entender el lugar donde me encontraba, y en cierta forma a sentir su presencia.
Casi sin darme cuenta me había hecho a la vida en la aldea, salvo por lo relacionado con las comidas. Había sabores a los que no acababa de acostumbrarme, y por el contrario echaba en falta otros condimentos imposibles de encontrar. Me encantaban los jitomates, los guajolotes y las tortillas de maíz, pero añoraba el ajo y la cebolla, y sobre todo el cerdo. La vida se hacía cuesta arriba sin panceta, chorizo, morcilla y jamón, sin pan de trigo, sin queso y sin vino. A veces lo olvidaba durante largas temporadas, pero de pronto el recuerdo me golpeaba como un zurriago. En cuanto a la rutina diaria, no sólo conocía a los hombres con los que trabajaba y compartía habitación, sino a las esclavas que preparaban nuestra comida, a los niños y a las mujeres libres. Vi engordar mes a mes a la esposa de Tekun, embarazada de su tercer hijo, porque se instalaba a diario bajo el tejadillo de palma de la puerta de su casa para tejer y vigilar a los otros niños. El mayor, de cuatro años, tenía la cabeza deforme y los ojos estrábicos igual que ella.
La idea de escapar, aunque seguía presente en mi pensamiento, había dejado de apremiarme. No dejaba de escuchar los desvaríos y los planes disparatados de José, pero sin prestarles ya demasiada atención.
Creo que fue la certeza de que iba a vivir lo que me animó a esforzarme aún más en el estudio de la lengua. También aprendí que nuestros amos eran itzaes, una tribu extensa y orgullosa, y que las milpas tienen voz y cantan, y que cuando las recorre un soplo de viento sus hojas suenan como el cascabeleo de una corriente de agua fresca.
Me pareció curioso que la mayoría de los esclavos pertenecieran a la misma tribu. Al parecer la esclavitud era el castigo habitual por hurto, y dado que acababan de pasar una larga temporada de hambruna, muchos hombres purgaban así sus pequeños delitos. La noche que me lo contaron tardé en conciliar el sueño pensando en por qué hacíamos nosotros esclavos a los indios.
La esclavitud estaba prohibida en las Indias, según las muy civilizadas leyes de Castilla, pero la idea de civilización esconde a veces la herramienta para hallar el camino más corto hacia la voluntad del más fuerte.
—De parte de don Fernando, rey de Aragón, y de su hija doña Juana, reina de Castilla y León, domadores de pueblos bárbaros, nosotros, sus siervos, os hacemos saber que Dios nuestro Señor, uno y eterno, creó el cielo y la tierra y a un hombre y una mujer, de quienes todos descendemos.
El escribano leía con voz engolada ante un auditorio de indios asombrados. Los niños se agrupaban en torno a nosotros con los ojos tan abiertos como los de sus mayores. Eso era lo habitual, al menos las primeras veces, porque en poco tiempo nuestra fama se extendió por las islas y la gente corría a los montes o al interior de la selva en cuanto oteaban velas en el horizonte.
—De entre todo el género humano. Dios nuestro Señor señaló a uno llamado Pedro, y le dio el mundo por reino y jurisdicción. Él y sus sucesores nos gobiernan, y uno de ellos hizo, como señor del mundo, donación de estas islas del Mar Océano a los dichos rey y reina.
La aldea en la que habíamos desembarcado en aquel viaje no tenía más de una veintena de chozas hechas con postes y ramas de las que salían raquíticas columnas de humo. Desde donde estábamos se veían algunas hamacas, cacharros de cerámica y cestos de palma. Los enormes mastines y alanos que nos acompañaban miraban con desprecio a los perrillos pequeños e inquietos que ladraban como si tosieran a los forasteros y corrían nerviosos a refugiarse entre las piernas de sus amos.
—Todos los pueblos a donde ha llegado esta buena noticia han recibido a Sus Majestades sin resistencia, y los sirven y obedecen. Y todos ellos por su propia voluntad, sin premio ni condición alguna, se han convertido a nuestra santa fe, y así Sus Majestades los reciben con alegría y bondad, y los mandan tratar como a sus otros súbditos y vasallos.
Ante nosotros aguantaban de pie los que debían de ser los notables de la aldea: un anciano con un penacho de media docena de plumas en la coronilla y siete u ocho hombres más de distintas edades. Algunos llevaban arcos y aljabas con flechas, y todos ellos estaban completamente desnudos. Las mujeres se mantenían a distancia, pero no se escondían. Muchas llevaban niños metidos en fardos que sujetaban a la espalda de modo que las criaturas quedaban sentadas a horcajadas en sus caderas. A nuestros pies se amontonaban los platos de comida y objetos diversos que nos habían ofrecido en señal de amistad tan pronto saltamos a la playa. ¡Si supieran lo que pasó en Granada! Casi daba risa. Entre las condiciones de la capitulación, los reyes Isabel y Fernando se comprometieron a respetar la libertad, las propiedades y la religión de los habitantes de la ciudad, pero siete años más tarde prefirieron mirar para otro lado mientras el arzobispo Cisneros se encargaba de hacer conversiones. Pocos no pedían a gritos el bautismo ante la peculiar catequesis de su capellán Pedro León y sus celdas con el suelo inundado. Nunca hay que fiarse de la palabra de un rey.
—Por tanto, tened en cuenta las palabras que os decimos, reconoced a la Iglesia por señora y superiora del universo mundo, y al Sumo Pontífice, en su nombre, y al rey y a la reina, nuestros señores, en su lugar, como a superiores y reyes de estas islas.
Todos escuchaban con deferencia, como si se estuvieran enterando de algo, y miraban con curiosidad nuestros vestidos, nuestras armas, incluso a nuestros perros con carlancas y cicatrices quietos como estatuas. Algunos iban y venían a la costa para echar un vistazo a los barcos, y tocaban con respeto los pequeños bateles en los que habíamos llegado a la orilla. Nosotros los mirábamos a ellos con similar curiosidad, en busca de cualquier objeto de valor. Lo único destacable era la nariguera del jefe, una pieza de hueso como el meñique con un anillo dorado en cada extremo.
—Si así lo hiciereis. Sus Altezas y nosotros en su nombre, os recibiremos con todo amor y caridad, os dejaremos vuestras mujeres, hijos y haciendas libres y sin servidumbre, y nadie os obligará a que os convirtáis al cristianismo, salvo que vosotros mismos descubráis la verdad y deseéis convertiros a nuestra santa fe católica, como lo han hecho casi todos vuestros vecinos de las otras islas.
Nosotros éramos treinta hombres, más que suficientes para una cacería como aquélla. A medida que el escribano apuraba el requerimiento, empezamos a prepararnos. Nos ajustamos los guantes, los coletos, los cuellos de acero. Los ballesteros apuntaron sus virotes y los arcabuceros soplaron las mechas de sus armas con gran regocijo de los indígenas. Francisco Hernández de Córdoba estiró las botas que llevaba dobladas por la rodilla de forma que le protegieran los muslos, y se ató las correas a la cintura.
—Pero si no lo hacéis, o dilatáis maliciosamente vuestra decisión, os garantizo que, con la ayuda de Dios, cargaremos contra vosotros con todas nuestras fuerzas, os haremos la guerra de la forma más cruenta, os esclavizaremos a vosotros, a vuestras mujeres y a vuestros hijos, tomaremos vuestros bienes y os haremos todos los males y daños que podamos como a vasallos traidores y mendaces.
Ya estaba casi. Sólo faltaba la guinda.
—Y que conste que todas las muertes y daños que se deriven de esa actitud serán culpa vuestra y no de Sus Majestades, ni nuestra ni de estos caballeros que nos acompañan.
El escribano entornó los ojos y enrolló el pliego del requerimiento para guardarlo en un tubo de plomo. El capitán dio un paso hacia el anciano jefe y se inclinó para ver bien los regalos. Miró con interés los collares de conchas, tocó las frutas.
—¿Tenéis oro? —preguntó señalando la nariguera.
El indio lo miró con cara de extrañeza.
—¿Oro? —insistió el capitán.
—En esta mierda de pueblo no hay nada —murmuró el arcabucero que le guardaba las espaldas.
—Está bien —dijo Hernández de Córdoba—, acabemos cuanto antes. Como vasallos de la reina de Castilla debéis entregar un quinto de vuestras propiedades en concepto de impuestos a la Corona.
Los indios siguieron inmóviles, sin entender. El anciano sonreía y señalaba la comida. No podían ni imaginar lo que se les venía encima.
—¿Os negáis?
Nadie se movió. El jefe volvió a hablar en tono bajo.
—¿Os negáis? —insistió el capitán—. Escribano, tome nota. Los súbditos de Su Majestad de esta aldea se niegan a pagar tributos, y yo, como representante de la reina, los declaro en rebeldía —dijo desenvainando la espada con desgana.
—¡Adelante!
El arcabucero apuntó con su arma al indio que estaba a la derecha del anciano y el disparo le arrancó media cabeza. Recio, el alano de Hernández de Córdoba, saltó sobre el jefe y le desgarró la garganta de un mordisco. Los demás indios se tiraron al suelo aterrados, momento que aprovecharon los españoles para caer sobre ellos y atarlos en grupos de tres.
En un instante se había desatado el infierno. Los indios no entendían nada, no sabían qué habían hecho para enfurecer de ese modo a los extraños visitantes.
El capitán arrancó la nariguera al cadáver del anciano y la miró con curiosidad antes de guardársela en la manga del jubón. Luego se dedicó a recorrer el pueblo de un lado para otro supervisando la captura de nativos, registrando las cabañas en busca de botín y azuzando a hombres y perros para que batieran la selva colindante y no se escapara nadie apto para el trabajo. Al salir de una de las cabañas se encontró con que varios hombres habían dejado de perseguir indios para discutir sobre la propiedad de dos mujeres altas, de labios carnosos y pelo largo y negro hasta la cintura, dos verdaderas bellezas.
—Ahorcadlas —ordenó.
Los hombres se miraron indecisos.
—¿Cómo?.
—Pero.
—¡He dicho que las ahorquéis! ¡Colgadlas de ese árbol, vamos, ahora mismo!
Uno de sus hombres de confianza pasó dos cuerdas por una rama alta, ató a las mujeres por el cuello y, ayudado por los que antes peleaban, las colgó.
—Una de ellas tenía un bebé.
—Colgadlo de una pierna de la madre.
Todo había sucedido demasiado rápido, los nudos no estaban bien hechos y su agonía duró casi todo el tiempo que estuvimos deambulando por la aldea. A pesar de mi experiencia, me repugnaba la crueldad innecesaria, así que pasado el acaloramiento del instante, pregunté al capitán por qué había dado esa orden.
—No puedo permitir que dos esclavas, por hermosas que sean, revolucionen el real y comprometan la partida —respondió muy serio—. Y estos indios no pueden ver que los españoles tenemos debilidades.
Siempre era igual. Todas las incursiones en las que participé acabaron de forma semejante. En poco tiempo controlábamos la situación, apresábamos a la mayoría de los nativos y matábamos a los incómodos. Para mantener a los prisioneros amedrentados mientras los marcábamos con el hierro, troceábamos a uno de los niños muertos y se lo echábamos de comer a los perros.
Los indios llegaron a temer ir al cielo por encontrarse allí con cristianos tan devotos.
A finales de año, el trabajo en el campo se hizo menos exigente, y empezaron a encargarnos otras tareas, como el cuidado de los huertos domésticos y de los corrales.
De niño me encantaba trabajar en el corral, me divertía recoger los huevos y perseguir a los pollos esquivando las arremetidas de la llueca, afilar los espolones de los gallos, correr tras los conejos. Aquí crían guajolotes y palomitas blancas, o tortolillas, y por temporadas tienen codornices y faisanes, y patos blancos, aunque a ésos los guardan en corralones aparte, ya que les dedican un cuidado muy especial porque los crían por sus plumas. Aquellos días guardaban además una hembra de venado, a la que trataban con tanto mimo que parecía una más de la familia.
Las mujeres siguieron alimentando a los animales, como es su costumbre, y a nosotros nos dejaban la tarea de limpiar los excrementos y de repartirlos luego por el huerto que crecía a espaldas de la casa. Acabada esa tarea, algunos de nosotros se quedaban en el huerto, y al resto nos dividían entre las viejas milpas de los frutales y el almacén del
batab
. Mi corpulencia ayudó a que cada vez más a menudo me destinaran al almacén, donde pasaba el resto del día cargando fardos de un lado para otro, ordenando materiales o descargando las canoas que llegaban a la playa no sabía de dónde.