Flotamos doce días a la deriva, arrastrados por las corrientes, y cada uno de ellos fue como un escalón en el descenso al infierno.
Al día siguiente del desastre, cuando cedieron al fin el viento y la lluvia, el sol se declaró nuestro enemigo. Hombres y mujeres nos quedamos en camisa, y con las faldas, los sayos y toda la ropa que pudimos reunir, fabricamos un toldo que cubría casi toda la barca. Mi jubón acabó hecho tiras para unir las piezas. De cualquier modo, cuatro siempre quedaban expuestos, y salvo los heridos, el resto nos turnábamos la sombra. Por la noche, bajábamos la toldilla y nos arropábamos con ella todos arrebujados, pero aun así el frío nos impedía conciliar el sueño.
De poco sirvieron tantas precauciones. Al tercer día rostros, brazos y piernas se cubrieron de ampollas que se reventaban como uvas maduras. En su lugar quedaban finas llagas de carne viva que supuraban un líquido seroso y transparente. Las salpicaduras de agua salada quemaban como plomo fundido.
La comida no alcanzó para dos días, y el agua, muy racionada, apenas llegó al tercero. El hambre empezó a consumirnos, pero nada hay comparable al martirio de la sed. Sentía el sarro en la lengua, en el paladar, en las encías. Las comisuras de nuestras bocas se poblaron de perlas blancas antes de agrietarse, salvo la del capitán Valdivia, que se retrajo como la cicatriz de una quemadura. A partir del cuarto día orinábamos en los pellejos para volver a beber nuestra orina, convertida ya en un líquido denso y oscuro.
Hernán dejó de sangrar, pero le subió la fiebre. Alternaba el intenso calor con las tiritonas, y la herida empezó a oler a podrido. Sus quejidos eran una letanía constante, hasta tal punto que llegué a rezar para que muriera de una vez y dejara a los demás hacer lo propio en paz. Incluso pensé en ayudarle, pero ni siquiera tuve fuerzas para pedir un cuchillo. Cundió el desánimo. El mismo Jerónimo de Aguilar, quien durante los primeros días leía al anochecer en voz alta algún fragmento de un librito de horas que siempre llevaba consigo, dejó de rezar.
La situación se volvió tan desesperada que, pese a las órdenes en contra. Pero Fernández cedió a la tentación de beber agua de mar. El agua salada actúa sobre la sed como el viento en una milpa en llamas. Aunque en un primer momento parece achicar el fuego, incrementa su furia.
El capitán Valdivia notó el cambio de comportamiento del marinero, e intentó vigilarlo de cerca. El que bebe agua de mar se ve arrastrado a una espiral de locura. En el caso de Pero, algo veía en el capitán que le causaba horror, quizás la boca siempre abierta, o el colmillo de oro que titilaba a la luz del sol como la llama de una vela. El delirio se cebó en él de tal manera, y le provocaba tales arrebatos de furia, que tuvimos que arrojarlo al agua porque a punto estuvo de hacernos zozobrar.
Hernán murió al octavo día del naufragio, después de dos noches abismado en un ronquido inquieto y profundo. En ese tiempo se le afiló el perfil y sus rasgos se difuminaron hasta parecerse a los de tantos otros muertos. No puedo decir que lo lamentara.
Dudamos qué hacer con el cadáver. La idea de comer carne humana no me era extraña. Mi pueblo está cerca de Niebla, y dicen que por allí, cuando la gran hambruna, muchos recurrieron al canibalismo para sobrevivir. Quién sabe si mi propia familia no tomó parte en aquella vergüenza. Lo que nos detuvo fue el olor a podrido, insoportable, y el que la tarde de su muerte se desatara un aguacero providencial. Todos bebimos en abundancia, llenamos los odres de agua limpia, y además, como si su muerte hubiera marcado el límite de nuestra desgracia, nos cruzamos con un banco de peces voladores. Nunca había soportado el pescado crudo, pero no recuerdo comida que me haya sabido mejor.
Decidimos tomar aquello como una señal. Ni siquiera pensamos en usar su carne como cebo para capturar a alguno de los tiburones que nos escoltaban desde hacía días. Simplemente lo dejamos caer al agua y no volvimos la cabeza cuando empezó el chapoteo.
Sin embargo, nuestro calvario aún no había terminado. Aunque a partir de entonces llovió todas las tardes, estábamos exhaustos. Una noche, un golpe de viento arrancó la toldilla, y no tuvimos fuerzas ni para quejarnos. Creo que fue Valdivia, o Salamanca, lo recuerdo como en un sueño, el que dijo haber visto un pájaro, y poco después, otro de nosotros, tampoco recuerdo quién, gritó «¡tierra!» señalando el horizonte. La línea de costa era muy fina, apenas se alzaba del mar, pero todos creímos verla. Pese a sospechar que era una alucinación, derrochamos las últimas fuerzas en remar hacia ella con las manos.
Un espolón de coral abrió un surco en la barca como lo hubiera hecho una reja de arado. No nos importó. Todo nos daba ya igual, teniendo como teníamos delante una enorme playa de arena blanca enmarcada por una densa línea verde que anunciaba ricos manantiales de agua fresca.
Once llegamos vivos a la playa, con el deseo de encontrar una sombra donde respirar sin la sensación de que el aire nos quemaba los pulmones. Jerónimo de Aguilar desató el nudo que había hecho en un pico de su camisa y alzó al cielo el pequeño libro de horas para dar gracias a Dios. Todos le acompañamos con fervor.
Empezó entonces una discusión sobre dónde habíamos ido a parar, si a La Española. Jamaica o la isla Fernandina; y, por tanto, si no sería conveniente echar a andar por la costa hasta encontrar un asentamiento de cristianos.
Salamanca, el piloto, opinaba que tal cosa sería inútil porque la isla estaba más al oeste, y que hasta era posible que hubiéramos alcanzado Cipango, después de todo.
Valdivia mantuvo la cabeza fría e hizo valer su autoridad. Consiguió que dejáramos a un lado la discusión y nos distribuyó en grupos para emprender la búsqueda de agua y comida, cosa que hicimos cargados de optimismo. Quizás por eso fue más angustioso descubrir que en aquella isla no había ríos ni manantiales.
En una primera batida no encontramos ninguna poza en la que aplacar la sed, pero, como había venido sucediendo los últimos días, al anochecer descargó una lluvia torrencial. Con unas hojas enormes que crecían por el entorno nos apresuramos a hacer cucuruchos que se llenaban casi al instante, y en menos tiempo todavía los apurábamos nosotros entre risas y bromas. Nos relajamos porque estábamos seguros de que antes o después encontraríamos un manantial.
Tanto verdor no era posible sin agua dulce en algún sitio.
Pero a pesar de la decepción del agua, nuestra situación había mejorado considerablemente. Entre todos recolectamos un buen montón de frutas con que llenar el estómago y conciliar el sueño. Pasamos la noche en la playa arrebujados unos junto a otros para darnos calor como si siguiéramos en el batel.
Por primera vez en mucho tiempo nos atrevimos a fantasear con el futuro.
Al día siguiente, el capitán volvió a organizamos en grupos, pero esta vez lo hizo pensando en abarcar más recursos. Nos dividió en cinco parejas, tres salimos en distintas direcciones por la selva y las dos restantes se quedaron en la playa para construir un refugio y recolectar lo que hubiera en la orilla. Pasado el mediodía, todos regresamos al punto de partida. Seguíamos sin encontrar agua, pero a cambio reunimos una buena cantidad de fruta y varios animales: una pequeña iguana, una serpiente de un codo de larga y de color pardo, un montón de moluscos y varios cangrejos. Por desgracia, una vez limpio todo apenas había carne para saciar a una persona.
Después del frugal almuerzo, nos preparábamos para emprender una nueva batida en busca de agua, cuando Juan de Acevedo echó un vistazo al mar y murmuró con su voz de bajo quebrado:
—¡Tiburones!
Miré en la dirección que él lo hacía, y vi también unas aletas en la superficie del agua.
—No son tiburones… —dijo el piloto—. ¡Es una tortuga!
Todos nos pusimos en pie.
Ante nuestra mirada incrédula, una tortuga nadaba en aguas someras dudando si salir a la playa.
Salamanca echó a correr hacia el mar gritando con entusiasmo, y los demás le seguimos como un solo hombre. Pronto rodeamos al animal y lo empujamos a la orilla. Era enorme. Una vez en la arena le dimos la vuelta y la arrastramos como si fuera un trillo. La tortuga agitaba rítmicamente las aletas traseras y movía la cabeza de un lado a otro con los ojos medio cerrados. Acevedo le sujetó el pico con la mano izquierda y la degolló de un solo tajo. Sus labios sellaron la herida para que no se desperdiciara ni un hilo de sangre. Entretanto. Tomás Colchero le abrió el abdomen con destreza y dejó expuesto el botín de carne fresca.
Los cuchillos no daban abasto. Engullíamos casi sin masticar, con el ansia de saciar un hambre infinita. Las tiras de carne eran blancas y sabrosas, con textura de ave y regusto a pescado. Entre las vísceras surgió una bolsa llena de huevos flotando en un líquido gelatinoso. Había varias docenas, y empezamos a comerlos directamente del cuerpo aún tibio del animal. «No más de tres por cabeza —ordenó Valdivia cuando ya llevaba cinco—, no quiero que nadie enferme».
Dejamos de comer y preparamos una cesta donde guardar el resto para el día siguiente, aunque para tres de nosotros el consejo llegó tarde. Fui el primero en caer, pero me siguieron Aguilera y Fresnedo. Pasamos la noche entre vómitos y cámaras, y al día siguiente apenas nos teníamos en pie. Volví a sentir una sed angustiosa, como en los peores días del naufragio. Los demás desayunaron tortuga, y con las vísceras prepararon cebos para cangrejos.
Los tres enfermos nos quedamos tumbados a la sombra en la linde de la selva, donde habíamos empezado a levantar una especie de refugio, y el resto reemprendió la búsqueda de agua y comida. Pero al poco de separarnos. Salamanca y Colchero, los dos que se habían quedado buscando por la orilla, corrieron hacia nosotros para esconderse. Una enorme canoa con más de una veintena de hombres surcaba el mar en paralelo a la playa. Nos ocultamos rápidamente. Nada nos hizo sospechar que nos habían descubierto, pero los restos del batel eran visibles en la orilla.
Cuando la canoa desapareció de nuestra vista. Salamanca y Colchero corrieron a buscar a los demás. Si estábamos cerca de un pueblo que pudiera ser hostil, debíamos tomar precauciones. Mientras tanto, nosotros buscamos palos y piedras con que defendernos. No tardaron en volver, pero apenas tuvimos tiempo de hacer planes porque casi de inmediato nos vimos rodeados.
Era la primera vez que veía guerreros como aquéllos. La mayoría iban semidesnudos, con el sexo apenas cubierto con un taparrabos blanco con bandas de color en los extremos, pero un par de ellos llevaban una manta anudada al cuello y otros un pequeño coleto de algodón colorado. Tiras de cuero adornaban rodillas y tobillos, y todos calzaban sandalias con taloneras blancas. Lo más sorprendente era que traían el cuerpo pintado de negro, con manchas blancas y rojas en la cara. Se protegían con escudos pequeños y cuadrados, y blandían lanzas largas con punta de pedernal. Varios llevaban arcos a la espalda y aljabas bien surtidas de flechas.
En cuanto se dejaron ver, el capitán Valdivia se descompuso gritándonos órdenes que éramos incapaces de cumplir. A duras penas acertamos a formar un círculo, las mujeres en el centro, todos armados con palos secos y quebradizos.
Desde el primer momento se hizo evidente que dos cuchillos no serían suficientes.
Valdivia avanzó un paso e intentó parlamentar, pero uno de los guerreros que tenía el cuerpo cubierto de tatuajes y escarificaciones le arrojó una piedra, más con intención de provocarle que de hacerle daño.
El que parecía el jefe se destacó del resto y se dirigió resuelto hacia Valdivia. Su aspecto era impresionante. Se cubría el pecho y los hombros con un pectoral de placas de armadillo, y en la cabeza llevaba un denso penacho de plumas rojas de guacamayo, de cuyo centro brotaban otras verdes, largas y brillantes, que le caían por la espalda. Valdivia alzó su palo con las dos manos, pero estaba demasiado débil y sus movimientos resultaban lentos y previsibles. Sin aparente esfuerzo, el guerrero esquivó el golpe y le hirió con la lanza en un hombro. El capitán se encogió, y entonces el otro le golpeó la cabeza. El resto de la partida cargó contra nosotros, y tras breves forcejeos nos desarmaron a todos.
Estábamos tan débiles y enfermos que los palos en nuestras manos parecían más muletas que lanzas. Los únicos que resistieron un poco fueron Colchero y Acevedo con sus cuchillos, y Salamanca y Ternero que procuraron echarles una mano. Jerónimo se limitó a empuñar con fuerza su libro de horas y a pedir una ayuda que el cielo no estaba en condiciones de brindar.
Aquél fue mi primer contacto con el horror de estas tierras. Sin mediar palabra, y ante nuestros atónitos ojos, desnudaron al capitán Valdivia y lo ataron a un árbol con los brazos en alto. El del penacho rojo se puso frente a él con un cuchillo de pedernal en la mano. Desde mi posición se veía bien el adorno que le colgaba del hombro izquierdo: una pieza de cuero con tres mandíbulas humanas.
De un golpe certero el indio rajó el abdomen al capitán y le arrancó el corazón aún palpitante. Nunca olvidaré la mirada de incredulidad de Valdivia cuando aquel ser sanguinario le hundió la mano en el pecho.
Los demás fuimos amontonados como ganado y conducidos en fila hasta la ciudad de Xamanzama con las manos atadas a la espalda.
Durante el trayecto pude fijarme en los hombres que nos habían capturado, tan distintos de los caribes que solíamos tratar. Tal vez Salamanca tuviera razón después de todo y hubiéramos alcanzado al fin alguna isla del reino de Catay.
Bajo el tinte negro de su piel, la mayoría tenía escarificaciones y tatuajes. Al jefe, por ejemplo, a quien todos llamaban Tekun, le salían tres cicatrices desde las comisuras de la boca que le atravesaban las mejillas como los bigotes de un gato. Su autoridad era evidente, tenía la voz pausada y el tono profundo. Sólo mirarlo daba escalofríos, porque sujeta a las otras con una cuerda llevaba la quijada de Valdivia aún con el labio y los pelos de la barba.
Miré a mis compañeros con lástima, de sobra sabía lo que nos esperaba. Al vernos en ese estado no podía sino recordar las cuerdas de esclavos que capturaba con Hernández de Córdoba. Nosotros los atábamos de forma similar, pero con colleras, y los tratábamos peor que a los animales. Dábamos estocadas a los niños que no seguían el paso de las madres, y si alguno de la recua enfermaba o moría, le cortábamos la cabeza para no perder tiempo en desatarlo y abandonábamos el cuerpo junto al camino.