—¿Qué pinta aquí un sacerdote?
—El conoce los viejos textos y puede aconsejar.
Ante el
batab
, de rodillas y separados de los demás, aguardaban dos hombres y una mujer. Reconocí a los hombres de inmediato, los había visto muchas veces trabajando en el taller de plumería cuando llevaba los paquetes de material que guardaba el amo en el almacén.
Empezó a hablar el más viejo a instancias del
batab
, y aunque no comprendí todo el discurso, me enteré de que acusaba al joven de adulterio. Habló luego éste y la mujer, pero poco podían oponer al acusador que los había sorprendido in fraganti. El
batab
consultó rápidamente con el escriba, preguntó al viejo si perdonaba al otro, éste respondió que no y entonces promulgó la sentencia.
La mujer fue expulsada del patio a empujones e insultos, y a su joven amante lo sentaron bajo la ceiba. El esposo burlado subió por una escalera a una rama alta y desde ella soltó una piedra del tamaño de un melón sobre la cabeza del reo. El impacto sonó como si chascara una rama seca. Un instante antes el preso miraba aterrado al público que tenía delante, y al momento sus ojos se quedaron en blanco. La sangre manó manchándole la cara.
Nos quedamos con la vista fija en el muerto hasta que uno de los
holcanes
nos ordenó volver al trabajo.
Días más tarde, no recuerdo cuántos. José enfermó del estómago. El capataz lo encontró por la mañana bañado en sudor y manchado de vómito. Poco habíamos podido hacer para auxiliarle durante la noche, apenas darle un trago de agua de vez en cuando, pero ni eso toleraba.
Rafael y yo lo lavamos y lo dejamos tendido sobre una esterilla limpia y cubierto con su manta de algodón. Ardía de fiebre, y en su delirio hablaba de la fuga, de los barcos que seguro nos andaban buscando y de cómo hacer para que nos vieran desde algún altozano de la costa, hablaba de trucos para burlar a los
holcanes
, de la muerte que tenía reservada a cada uno de los que le habían hecho daño y de que era un error que él estuviera allí. Por suerte, seguía sin hablar una palabra de maya, así que para nuestros amos aquello no era más que un balbuceo incomprensible. Lo primero que hizo el curandero fue colocar un elote en cada esquina de la estera y otro junto a la cabeza para alejar del lecho a los malos espíritus, y lo segundo fue escupir sobre el enfermo salivazos amarillentos de tabaco.
En la misma postura que los dejamos por la mañana los encontramos al volver de las milpas. José parecía estar mejor. Seguía con fiebre, pero ya no era tan alta como de madrugada, incluso comió algo y fue capaz de beber. Pero a medianoche volvió a empeorar. El pobre temblaba en la esterilla como un pez fuera del agua. Con el amanecer volvió la mejoría, pero su debilidad ya parecía crónica. Tenía el rostro céreo y los ojos se le hundían tras los pómulos picudos.
No hizo falta que nadie me dijera nada, conocía el retrato. Igual que mi padre, igual que Hernán, igual que tantos.
El anochecer del segundo día de su enfermedad trajo una novedad bien diferente. La anunció un revuelo ante la casa del amo, y luego unos gritos desgarrados nos confirmaron que algo malo había sucedido.
Todos nos asomamos.
En el último escalón de las gradas de la casa del
batab
había dos cadáveres: un padre y un hijo. La esposa y madre lloraba quedamente sentada sobre los talones y con la mano derecha apoyada en el pecho ensangrentado del hombre. Una herida profunda por debajo de la última costilla indicaba que le habían extraído el corazón. La que gritaba era una mujer mayor, la madre o suegra del muerto, que golpeaba a la joven en el hombro con la mano abierta mientras repetía entre sollozos:
—Tu culpa… tu culpa.
Tekun se inclinó sobre el cuerpo del muchacho y tiró de una de las flechas que llevaba clavadas en el pecho.
—Tutul xiúes —murmuró antes de desaparecer en el interior de su casa.
Salió instantes después con sus armas y echó a correr hacia las milpas seguido por una veintena de
holcanes
.
—¿Ha dicho xiúes? —pregunté a uno de los esclavos.
—Tutul xiúes. Es una tribu del oeste, del interior de la selva. Hace tiempo que itzaes y tutul xiúes están en guerra.
—¿Atacan las milpas?
—Han debido de tener mala cosecha.
No me resultaba extraño que una guerra se recrudeciera en época de cosecha, pero para los itzaes, que alguien atacase las milpas era de una vileza imperdonable. La relación de un hombre con su milpa es sagrada.
—¿Y por qué culpa la vieja a la joven de una cosa así?
—Algo ha debido de hacer mal para que les toque la desgracia. Seguro que ha derramado más de un grano en la molienda, o ha permitido que los niños no se acaben la comida. Los dioses de la milpa son muy exigentes.
Los
holcanes
regresaron con las manos vacías. La partida de xiúes ya estaba lejos, de vuelta a su pueblo, cuando los nuestros llegaron a las milpas. Al menos no había más pérdidas que lamentar.
Esa misma noche murió José. Quedó el cadáver tendido en la estera durante todo el día, y al atardecer los otros esclavos me ayudaron a amortajarlo. Con gran recogimiento le llenaron la boca de
koyem
, el maíz molido que solían darnos diluido en agua caliente por las mañanas. Entremedias deslizaron un par de semillas de cacao, de las que tienen por moneda, para que en la otra vida no le faltase de comer. Luego abrieron un agujero bajo su propia esterilla y lo colocaron envuelto en su manta y con algunos idolillos entre las manos. Rafael y yo metimos una pequeña cruz de madera, que los otros vieron como una representación de la gran ceiba. Dadas las circunstancias, fue un entierro digno.
Rafael y yo nos miramos a los ojos, y nos sentimos un poco más lejos de casa.
Como si de verdad hubiera una fuerza equilibradora del mundo, aquella noche se puso de parto la mujer del amo. Oímos sus gritos desde la palapa de los esclavos y vimos entrar a las comadronas. No pasó mucho tiempo hasta que escuchamos claramente el primer vagido de la criatura.
A los cuatro días volvieron las comadronas y sacaron a la madre y a la niña al porche de la casa. Era una mañana llena de luz. La expusieron al sol y pudimos verla todos. La cría cerraba con fuerza los ojitos y torcía el gesto en una mueca burlona. Era una niña preciosa. La tendieron boca arriba sobre un pequeño lecho de plumón, le pusieron una tablilla en el colodrillo y otra en la frente, y luego las vendaron juntas. Cuando estuvieron satisfechas, colgaron del tocado una bolita de resina que le llegaba al entrecejo.
—Pero.
—Dentro de unos años, esa niña tendrá la frente plana y los ojos bizcos, y será la envidia de todas las muchachas.
Recordé a Taxmar y a su corte de deformes, y comprendí que se tenían por los seres más bellos de la tierra.
Por último, una de aquellas mujeres extrajo de un saco una enorme rana uo, una de esas de color negro y rayas anaranjadas en los costados, y frotó con ella las manos de la pequeña, mientras otra hacía lo propio en el pecho con un nido de colibríes.
—¿Y eso?
—Para que sea buena tortillera y tenga pechos erguidos y llenos.
Sin querer miré a la madre, y tuve que aceptar que esa magia sí parecía funcionar.
A duras penas llevo la cuenta del tiempo. No sé qué meses tienen treinta y un días, ni por qué a veces febrero sólo llega a veintiocho, así que me limito a contar hasta treinta antes de cambiar de mes. Según este rudimentario cómputo, calculo que estábamos a finales de marzo cuando Tekun fue a hablar con el
chilam
, el adivino.
Se acercaba la época de lluvias y por tanto de la siembra, pero antes había que quemar la milpa segada el verano anterior. Se trataba de una tarea compleja y peligrosa, que debía llevarse a cabo en un día favorable, y ahí entraba el
chilam
.
El día señalado el monte estaba seco y listo: las lindes limpias, las ramas amontonadas. Después de una pequeña ceremonia para implorar la colaboración de Ajtok, el dios del viento, dos hombres nos situamos con antorchas en el lado desde donde soplaba. El monte ardió rápido y bien, una ligera brisa ayudó a la expansión del fuego sin desbocarlo. En unas horas, una densa capa de ceniza cubría la superficie de la milpa.
Poco después cayó un aguacero prometedor, y la mayoría de los hombres se apresuraron a preparar las milpas para la siembra. A mí, sin embargo, me enviaron de nuevo a los almacenes. Aunque no era la mejor época del año para viajar, mi amo estaba preparando una expedición hacia el interior, a la ciudad de Coba, tierra de cocomes. En poco tiempo preparamos más de cincuenta petates con miel, cacao, metates de lava, piezas de jade y obsidiana en bruto, ceniza volcánica, tabaco, así como una amplia variedad de mantas y taparrabos decoradas con plumas del taller del
batab
y tocados para la cabeza. También incluimos muchos sacos de la sal comprada a los cheles, y dientes de tiburón agujereados para hacer collares y pendientes.
Antes de salir, repartieron entre los porteadores taparrabos nuevos, sandalias de suela de cuero y tobilleras recias de algodón. Además, nos dieron un cinturón con una calabaza llena de polvo de tabaco con cal, y una bolsa que contenía astillas de ocote para encender fuego, hojas de tabaco, pescado salado y tortillas secas con frijoles molidos.
A mí me tocó cargar con un paquete de juegos de plumas engarzadas, voluminoso pero ligero, tres sacos de sal fina, un metate y dos manos de piedra volcánica. Cada vez que cargaba el petate a mi espalda y me ajustaba el mecapal a la frente, sentía que mis pies se hundían un poco en el blando suelo de la selva.
Nos pusimos en movimiento. El amo abría la marcha, sentado en una litera cargada por cuatro hombres y con un abanico de plumas en la mano, símbolo de su rango. Le seguían sus ayudantes: un escriba y los portadores de abanicos, parasoles y cayados ceremoniales. Y por último, en fila y vencidos bajo el peso de los petates, marchábamos nosotros. Como los caminos eran peligrosos, una partida de
holcanes
abría y cerraba la caravana moviéndose a lo largo de la recua de esclavos.
La marcha se hizo lenta y penosa. Viajamos hacia el sur hasta dar con la saché —un camino de piedra unida con cal y sobreelevado respecto al terreno natural— que une Zama con Coba. Me sorprendió encontrar semejante vía en la selva, a pesar de haber visto ya los edificios de piedra de aquella gente. Aunque había tramos rotos y casi perdidos, aquella calzada parecía obra de romanos o de gigantes, y hablaba de una sabiduría que no tenía nada que ver con todo lo que yo había conocido hasta el momento en las Indias.
Una vez en la saché, todo se hizo más fácil. Al menos, el barro no se pegaba lastrando los pies.
Hicimos noche en el camino. Mientras nosotros roíamos nuestra ración de tortillas secas, el amo y sus ayudantes montaron un altarcito con tres piedras en el centro del campamento y pusieron sobre ellas un incensario cargado de oloroso copal para rogar la protección de Ek Chuah, dios del comercio.
A medianoche empezó a llover, y a duras penas pude pegar ojo. Reemprendimos la marcha antes del alba, empapados, y al atardecer vimos las primeras casas de la ciudad de Coba. La caravana se detuvo, y di las gracias al cielo porque estaba agotado.
Mientras Tekun se desataba la manta que llevaba anudada sobre el hombro derecho, sus ayudantes se apuraron en deshacer uno de los petates para sacar varios frutos de xagua. Pensé que los comerían, ya que es fruta muy dulce, pero en vez de ello el amo se frotó con ellos el cuerpo y la cara. Como el jugo es claro y transparente, daba la impresión de que se estaba lavando con una pequeña esponja húmeda. Luego, según se secaba sobre su piel, el jugo se fue oscureciendo hasta quedar completamente negro, de un negro azabache, igual que cuando lo vi por primera vez en la playa. Para terminar, se pintó el contorno de la boca y la punta de la barbilla conjugo rojo de bija.
Un ayudante le entregó entonces un taparrabos bordado con primor y rematado con llamativas plumas multicolores en los extremos, las orejeras y el bezote de oro y por último el pectoral de oro y jade. Se ajustó a la cabeza el turbante con abanicos de papel, bandas de piel de jaguar y nenúfares que le entregó otro de sus ayudantes, y retiró las protecciones de paja y cuero del cayado ceremonial.
Antes de reemprender la marcha, se ordenó tras él de nuevo toda su pequeña corte, con los parasoles y los mosqueadores de palma y pluma.
La ciudad de Coba era enorme, majestuosa, pero exhalaba cierto aire de decadencia. Un comité de bienvenida nos esperaba en el centro de la plaza principal, al pie de la gran pirámide. Aunque era un edificio sobrecogedor, muchos escalones estaban rotos y la selva empezaba a brotar entre sus llagas.
Llegamos hasta ellos andando lentamente. Cuando las cabezas de ambas comitivas se encontraron, todos tocaron el suelo con la mano derecha y luego se la llevaron al hombro izquierdo en señal de saludo, paz y amistad. Tuve tiempo de sobra para observar a nuestros anfitriones antes de que pudiéramos descargar los petates.
Un pueblo extraño, los cocomes. Lo que en los itzaes parece excepción, en ellos es regla. Todos tienen la frente aplastada y la mirada perdida, pero las mujeres resultan aún más llamativas, y no sólo por ir desnudas de cintura para arriba.
Muchas llevan los dientes cortados en forma de sierra, como un escualo, o limado el ángulo inferior izquierdo y derecho de cada paleto, para que juntos tengan la forma de una «T». Además son ellas las que se tatúan, no los varones, pero con dibujos muy finos, casi como pelos, ondas sutiles en las mejillas a ambos lados de la boca. Otra cosa que distingue a los cocomes es que tanto hombres como mujeres se horadan la nariz por la ternilla, y ahí es donde les gusta enganchar las cadenitas de oro, ámbar y jade que se cuelgan en las orejas.
Pasamos cuatro días en Cobá, y la mañana de nuestro regreso se demoró varias horas la partida hasta que el amo cumplió todos los ritos de despedida. Ek Chuah es exigente con sus adeptos, y entre sacrificios y oraciones creí que se haría otra vez de noche.
Regresábamos igual de cargados que a la ida, aunque entonces con cerámica policromada, mantas de algodón teñidas, hachuelas de cobre, pieles de jaguar y sacos de copal. Lo más destacable eran las piezas de joyería, sobre todo las de jade. Los cocomes son unos virtuosos trabajando el jade. Sus máscaras rituales, collares, brazaletes, pulseras, pendientes, orejeras y pectorales son lo más hermoso y delicado a lo que un espíritu sensible puede aspirar.