Caminarás con el Sol (25 page)

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Authors: Alfonso Mateo-Sagasta

Tags: #Histórico

BOOK: Caminarás con el Sol
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Sin embargo, esa noche no pude reunir a más de un centenar de guerreros y a otros tantos campesinos y pescadores. Aun así, tenía que actuar. Por desgracia, ante una situación desesperada, sólo se me ocurrió un plan desesperado.

Varias canoas con guerreros armados sólo con cuchillos se acercarían por la mañana a los barcos con la visible intención de corresponder a su hospitalidad invitándolos a un banquete en nuestro pueblo. Una vez que se hubieran subido a las canoas y alejado de las naves, los tripulantes de cada una debían degollar a sus pasajeros por sorpresa. Además, por si el resto de los azules intentaban alguna represalia, preparamos un terrado a cada lado del camino que conducía de la playa a la ciudad para, medio ocultos por la selva, poder darles el golpe final.

Como es lógico, nada salió como estaba previsto.

Hernández de Córdoba receló algo desde el principio. Aunque aceptó la invitación, se negó a subir a nuestras canoas y prefirió desembarcar en sus propios bateles. Además, una vez en la playa esperaron a estar todos juntos y formados en cuadro antes de avanzar. Conté quince ballestas y diez arcabuces, una fuerza demoledora.

Para complicarlo todo aún más, el que hacía de jefe anfitrión y guiaba al grupo por el camino, se puso nervioso y empezó a gritar antes de que la tropa hubiera entrado en la trampa. Los guerreros tuvieron que lanzar desde demasiado lejos su andanada de flechas y piedras, y las pocas que dieron en el blanco, se quebraron contra las corazas y las rodelas de hierro. Los españoles respondieron a la descarga y entonces pareció desatarse el infierno. Los escudos de cuero y caña saltaban en pedazos o eran atravesados por los proyectiles como si fueran tortillas de maíz. El griterío era ensordecedor, más por el pánico que por el deseo de lucha, y no era de extrañar siendo la primera vez que escuchaban el retumbar de un arma de fuego y olían su aliento a azufre. Entre el humo y la sangre vi en el centro del cuadro a Hernández de Córdoba frío, imperturbable, dando órdenes precisas y sin un solo rasguño.

A mi alrededor sólo había muerte. Más de diez hombres estaban en el suelo con el pecho o la cabeza reventados, y otros tantos intentaban arrastrarse lejos de aquel monstruo feroz que amenazaba con devorarlos a todos.

Ordené la retirada para que el daño no fuera peor; nos adentramos en la selva y dejamos franco el camino a la ciudad. Una vez allí, los soldados se entregaron al saqueo. Me quedó al menos la satisfacción de haber ordenado la noche anterior el desalojo de los ancianos, mujeres y niños, y de todo aquel que no pudiera empuñar un arma.

Desde mi escondite en el bosque pude ver que sacaban de las palapas colgantes y diademas, patenillas y pequeños adornos a modo de escamas de pescado y plumas de pájaro, todo de oro, y eso que yo había dicho que lo escondieran.

Deberían haberlo enterrado todo, pero ya era tarde. El fraile, ayudado por dos indios caribes que le acompañaban, fue el que metió todo en una arquilla y se lo llevó al barco.

En su retirada, también se llevaron a dos hombres, a dos guerreros capturados en medio del pánico y la confusión. Sus familiares vinieron a mí con el rostro desfigurado por el miedo y la angustia, pero yo los tranquilicé; les dije que los castellanos no los matarían, que ellos no sacrificaban hombres a sus dioses, al menos no sacándoles el corazón. Me callé que ellos prefieren arrebatárselo poco a poco en las minas, en los trapiches, en los bohíos. Ya habíamos tenido suficiente dolor por un día.

Vi partir las naves hacia poniente, hacia tierra de cheles. Lo primero que pensé es que pronto necesitarían agua, sus pipas eran viejas y estaban medio vacías, pero en esa dirección no había ningún río, o eso creía recordar del viaje que hice con Tekun.

—¿Hay algún río hacia poniente? —pregunté para asegurarme.

—¿Río? Hasta Champotón.

Pedí al
batab
media docena de heraldos jóvenes, fuertes y bien pertrechados de
mai
, esa mezcla de tabaco verde en polvo mezclado con cal y chile que logra que un corredor no sienta las piernas. Cuatro de ellos debían seguir los barcos por la costa y mantenerme al día de sus movimientos. Los demás, en parejas, debían informar cuanto antes a los
halach uinic
de Mayapán y Huaymil, a Namux Chel y a Mochcouoh. A los dos primeros les pedí que enviaran sus guerreros a Campeche, al tercero que siguiera a los barcos por la costa con los suyos, y al último,
halach uinic
de Champotón, que se preparara a recibirnos a todos porque éramos el único remedio contra la peor plaga que pudiera imaginar. Envié también una canoa con cuatro de los
holcanes
de Xamanzama con la misión de recoger a Aixchel en Cozumel y luego pedir a Taxmar que enviara a Kixan con el ejército a Cobá, donde le estaría esperando.

Yo no era nakón ni tenía autoridad para ordenar semejante movilización, pero salvo Mochcouoh, todos me conocían y habían luchado conmigo, y después del triunfo en la batalla de Maní, confié en que tomaran en serio mi aviso.

Durante casi quince días los mensajeros cheles nos fueron informando del lento camino de la flota hacia poniente, primero, y luego hacia el sur, hacia Champotón, como habíamos previsto, lentos de día por temor a los bajos y al pairo por las noches. Estaba claro que querían bojar la isla, y que seguirían esa derrota, al menos hasta que encontraran agua.

Quince días. A esas alturas sus reservas debían de estar agotadas, y seguro que la sed empezaba a atormentarlos. Yo sabía bien que no hay nada peor que el suplicio de la sed.

Los itzaes estábamos aún a veinte leguas de Champotón, cuando un mensajero couohe vino a informarnos de los últimos sucesos. Al parecer los castellanos habían intentado desembarcar en Campeche con cuatro bateles bien pertrechados y armados. El
halach uinic
de la ciudad había salido a recibirlos dando señales de paz para ver qué querían, y ellos respondieron que sólo buscaban agua, para lo que habían bajado varias pipas a la playa. Como no tenía claro qué debía hacer, el
halach uinic
intentó retenerlos invitándolos a acogerse en sus casas, y en ésas estaban cuando aparecieron los guerreros cheles, cocomes y couohes del norte. Los castellanos, en cuanto vieron tanto movimiento, se apresuraron a volver a sus barcos y partieron.

—¿En qué dirección?

—Champotón.

Pensé que Kixan, que acudía como nakón de los itzaes, tendría que esforzarse para explicar al
halach uinic
Mochcouoh quién era yo y por qué debía escucharme, y que luego yo me volvería loco esgrimiendo las razones por las que había que temer a los
dzules
, pero por suerte todo fue mucho más sencillo.

El viejo guerrero había oído hablar de mí a los itzaes de las montañas del Peten: el
dzul
con barba casado con la hija de Hun Uitzil, el hermano de Tekun, el vencedor de la batalla de Maní.

Desde el primer momento Mochcouoh me trató con total confianza. Recorrí con él la costa con ojo de marino sediento, y vi una ensenada como a una legua del pueblo que desde el mar tendría todo el aspecto de ser la desembocadura de un río. Junto a ella, había varias milpas con el maíz de la altura de un hombre, algunos pozos y casas desperdigadas. Por suerte, había bastantes bajos, lo que unido al movimiento de las mareas hacía imposible que los navíos se acercaran demasiado a la costa, como mucho a una o dos leguas. Tendrían que acercarse a la playa en bateles, y además no podrían usar su artillería.

Cinco días más esperamos ver aparecer las velas en la boca de la ensenada. Los guerreros se mantenían ocultos y repartidos entre las milpas y la selva, nerviosos, ansiosos por entrar en combate y temerosos del resultado. Por fin los españoles llegaron pasado el medio día del sexto. Seis días más con el agua racionada los había llevado al borde de la desesperación. Necesitaban beber con urgencia, así que desembarcaron sin pensarlo dos veces, dispuestos a conseguir agua al precio que fuera. En cuanto vieron un pequeño pozo, se abalanzaron sobre él como si hubieran encontrado los tesoros del reino de Saba.

En el consejo de guerra dejé clara mi opinión de que deberíamos atacar directamente, sin aviso y sin cuartel, pero Mochcouoh era un hombre respetuoso con las tradiciones, así que antes de emprender la lucha decidió pedir primero a los extranjeros que se fueran. Acaté su decisión y me quedé agazapado con mis hombres tras las milpas, observando mientras él se aproximaba ceremoniosamente por la orilla.

En cuanto lo vieron, los españoles formaron un cuadro en torno al pozo, y se negaron a moverse. El pozo que habían elegido era muy pobre, de modo que tardaban una eternidad en llenar cada vasija, y además de agua no muy buena.

Mochcouoh insistió en que abandonaran el lugar, pero ellos volvieron a negarse y le pidieron que tuviera un poco de paciencia. Se hizo de noche, y los sedientos
dzules
montaron el real dispuestos a aguantar hasta el amanecer. Parecía que nunca acabarían, porque los soldados del cuadro bebían casi todo lo que daba el manantial, y apenas quedaba agua para llevar a los barcos.

Insistí de nuevo en atacar cuanto antes, sin darles tiempo a embarcar, pero para los
nakones
reunidos eso estaba fuera de todo lo admisible en la guerra. La batalla sería al día siguiente, con el amanecer. Al menos, propuse, no dejemos que descansen, que suenen sin parar los tambores y las trompetas, que pasen la noche en vela y que sus nervios se tensen hasta el límite.

Los
holcanes
que habían luchado conmigo en la batalla de Maní me preguntaron si repetiríamos al día siguiente la misma táctica, y respondí que no, que de nada valía un cuadro con nuestras armas contra las espadas, moharras, corazas, ballestas y arcabuces de los castellanos. Les conté que ni el escudo de madera ni la armadura de algodón los protegerían de las espadas, y que las ballestas eran mortíferas y los arcabuces, ruidosos.

—¿Entonces? —me preguntaron desconcertados.

—Son pocos y estarán agotados. Atacaremos de forma rápida y contundente, turnándonos si hace falta, pero que ellos no encuentren ni un instante de reposo.

Evitad el cuerpo a cuerpo, a no ser que logréis separar a alguno del cuadro y podáis atacarle por varios sitios. Lucharemos en grupos de tres, pero en movimiento, no en formación. El mayor trabajo será el de los arqueros, que deben disparar siempre al cuello, a la cara y a los muslos. La única debilidad de la ballesta y el arcabuz es su lentitud de carga. Por cada disparo suyo, un arquero puede responder con diez, y eso quiero que hagáis. Localizad primero a los que llevan esas armas, y centrad en ellos vuestras saetas. A los arcabuceros hay otra forma de abatirlos, y para ello necesito que preparéis muchas flechas con la punta incendiaria. Esos hombres llevan en la cintura y el pecho el polvo negro que hace lanzar rayos a sus tubos, y quiero que lo queméis antes de darles tiempo a cargar. Y sobre todo, tenemos que matar a su
halach uinic
, el hombre que lleva la coraza y el morrión plateado con una pluma roja. Si ese hombre muere, la batalla será nuestra.

Al amanecer, los sacerdotes de Champotón encendieron delante de los
dzules
una fogata de carrizo, y todos los guerreros se colocaron en posición.

Ciento diez castellanos armados hasta los dientes habían bajado a aquella playa, y les aguardaban casi tres mil guerreros pintados de negro, rojo y blanco. Yo sólo me pinté la frente para que fueran bien visibles las marcas de jaguar que me adornaban la cara, me ajusté el pectoral de armadillo de Tekun y la hombrera con las dos mandíbulas cobradas en combate, esgrimí un maquahuitl mexica y me protegí con una rodela de concha de tortuga regalo de Mochcouoh.

Se apagó el
guimaro
. Sonaron las caracolas. Redoblaron los tambores.

Los castellanos cerraron filas entorno al pozo. Itzaes y cocomes surgimos de las milpas por lados contrarios del cuadro, los cheles habían dado un rodeo para atacar desde la playa y los couohes lo hicieron desde el pueblo. El combate fue rápido y feroz, pero extraño. Los hombres se gritaban y amenazaban sin llegar a entrar en contacto, al menos al principio. Los guerreros se acercaron hasta una distancia de cinco pasos del cuadro español, y aguantaron la línea mientras detrás de ellos los arqueros disparaban sin cesar. Los españoles soportaron al principio la lluvia de saetas pensando que seguiría un cuerpo a cuerpo en el que se sabían superiores, pero tal cosa no acababa de suceder. Los arqueros vaciaban sus aljabas y volvían a por más saetas sin apenas recibir daño. Bien es cierto que la primera descarga de arcabuces creó un revuelo importante entre nuestras filas, sobre todo cuando media docena de hombres cayeron al suelo desplomados con horribles agujeros en el cuerpo, pero yo gritaba una y otra vez que eran como flechas aunque no viesen los virotes, y que el ruido era para asustar, que el ruido no mataba.

En muy poco tiempo veinte castellanos yacían muertos, y otros tantos estaban heridos, pero aún tenían fuerza y capacidad para reaccionar y destrozarnos. Por suerte no se decidían a romper el cuadro y buscar el combate directo, lo que habría sido una sangría para los nuestros. Aun así, demasiados guerreros caían bajo los disparos de ballestas y arcabuces, cuando no atravesados por las espadas de los más atrevidos.

Era urgente acabar con su fuego antes de que los guerreros aflojaran en su empuje. Me fijé en uno de los ballesteros que sujetaba un virote entre los dientes, y se lo señalé a los arqueros a mi mando. Llegó a meter el pie en el estribo de la ballesta antes de recibir su primer flechazo en un muslo, y luego, desde que enganchó el cranequín hasta que empezó a darle vueltas a la palanca para doblar la verga, encajó otra media docena entre los muslos y un brazo.

Antes de que llegara a colocar el virote cuatro más habían encontrado asilo entre el cuello y la cara. El hombre cayó muerto al suelo con el arma montada.

Uno tras otro fueron cayendo los ballesteros. Hernández de Córdoba pareció darse cuenta de nuestra estrategia y les dio orden de reagruparse en el centro del cuadro junto a los arcabuceros, al tiempo que mandó salir a unos cuantos rodeleros para enseñarnos el filo de sus espadas. El acero toledano atravesaba las armaduras de algodón como si fueran tira de manteca, y los arqueros no podían detenerlos sin descuidar su misión principal.

Uno de los rodeleros se lanzó contra mí; supongo que le deslumbraría mi penacho y mi coraza de armadillo y pensaría que era una buena pieza. Dos arqueros le acertaron en el pecho y en el costado, pero ambas flechas con punta de pedernal se quebraron contra la coraza de acero. De todos modos, el ruido y el impacto lo distrajeron lo suficiente como para que yo pudiera sorprenderle con un golpe de maquauitl en su brazo derecho que le quebró el codo. El tipo emitió un grito agudo y cayó al suelo, pero en vez de rematarlo, como siempre ordenaba hacer a los
holcanes
, lo arrastré hacia atrás e hice que lo sacrificaran a la vista de sus compañeros.

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