Caminarás con el Sol (24 page)

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Authors: Alfonso Mateo-Sagasta

Tags: #Histórico

BOOK: Caminarás con el Sol
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—Eres tan hermosa… —le dije, y al instante me avergoncé de haberlo hecho.

Ella se limitó a mirarme con descaro y a sonreír. Me quedé quieto, dudando qué hacer, no era ése un terreno en el que me moviera con soltura. La última vez que había estado con una mujer había sido en la fiesta en casa de los
holcanes
después de la victoria contra los tutul xiúes, y tampoco es que antes hubiera tenido encuentros muy diferentes: burdeles, mozas de taberna, rameras de esas que siguen a los ejércitos escondidas en los carros de bagajes. Por no hablar del encuentro con el berdache. Y en cuanto a eso que llaman amor, no lo había conocido, al menos hasta entonces. Supongo que crecer a la sombra de tres hermanas había hecho de mí un hombre algo más que desconfiado.

Aixchel no pareció afectada por mis dudas. Sin dejar de sonreír se quitó la blusa y luego se desató el enredo. La delicada tela cayó al suelo dejando al descubierto su cuerpo cobrizo. Con parsimonia, alzó los brazos para quitarse el complejo tocado hecho a base de plumas, tiras de papel y cintas de cuero, y al hacerlo sus pechos bailaron ante mis ojos. Cuando soltó su pelo me envolvió su aroma a liquidámbar. Mi excitación se hizo evidente, así que de un ligero tirón aparté el taparrabos y me acerqué a ella. Nuestras piernas entraron en contacto, y su calor me enardeció aún más. Ella me acarició un hombro, el pecho, la barba. De sobra sabía yo lo que pensaban aquí del pelo en la cara, así que agaché la mirada con vergüenza, pero ella me levantó la barbilla y unió sus labios a los míos. Luego se sentó a horcajadas sobre mí y engulló mi sexo como si una mano secreta tirara de él hacia sus entrañas. Ambos nos quedamos inmóviles, erguidos, pecho contra pecho, hasta que nuestras pelvis empezaron a moverse por su cuenta. Yo cerré los ojos y la rodeé suavemente con mis brazos. Durante todo el tiempo que estuvimos unidos, mis dedos recorrieron una y otra vez los intrincados tatuajes de sus caderas, el infinito juego de líneas que adornaba su cintura. Deseé que no amaneciera nunca, y cuando al fin lo hizo, recé para que la noche cayera pronto de nuevo.

Mi compromiso era trabajar un año para mi suegro en compensación por privarle de su hija, y a ello me apliqué desde el principio. Cuando conocí al padre de Aixchel me pareció un hombre en extremo cauto y silencioso. Sin embargo, conmigo dejó a un lado esa pose y me brindó toda su ayuda y su confianza.

Pronto hizo de mí un experto en navegar por la zona de Bacalar, tan llena de bajíos y manglares. Me puso al día en lo referente a las explotaciones de miel y de cacao, me guió por las rutas hacia el interior y las selvas del Peten, me introdujo con los itzaes de las montañas, que son quienes encuentran los núcleos de jade y obsidiana, y me puso en contacto con los comerciantes couohes y putunes que remontan los grandes ríos del sur desde la lejana Tabasco. Gracias a él oí hablar por primera vez de Mochcouoh, el gran
halach uinic
de Champotón, al que no tardaría en conocer en difíciles circunstancias.

En muchas ocasiones le acompañé en sus viajes comerciales a las tierras altas de los mayas, a las montañas donde se crían los quetzales, y me enseñó los cazaderos, cómo colocar las redes y cómo arrancarles sus llamativas plumas sin causarles daño.

De tantas idas y venidas saqué la conclusión de que una tierra tan extensa, donde además se hablaban varias lenguas, no podía ser una isla.

Muchas cosas diferenciaban a Chetumal de Xamanzama, pero una de las más llamativas era su especial devoción a Ek Chuah, dios de los comerciantes, que también resulta ser patrono de los cultivadores de cacao. Junto a Aixchel asistí por primera vez al banquete que los dueños de árboles de cacao celebran en su honor allá por los últimos días de la temporada seca. En día tan señalado sacrifican y cocinan iguanas azules y un perro con manchas de color marrón en la piel al tiempo que queman una enorme cantidad de copal.

El final de ese banquete fue el momento elegido por Aixchel para decirme que estaba embarazada.

Semejante noticia espoleó mi deseo de viajar a Xamanzama para ir preparando el regreso, así que le pedí a Hun Uitzil que me permitiera encabezar el envío que estaba preparando de metates, plumas de quetzal, miel y jade. El hombre me había tomado aprecio, y aceptó sin poner ningún reparo.

Casi dos meses estuve fuera, tiempo suficiente para terminar de talar la milpa y dejarla preparada para la siguiente temporada de lluvias.

A finales de noviembre me desperté con la estera mojada. Era noche cerrada, pero Aixchel había encendido una vela, objeto que desde la boda nunca faltaba en nuestra casa, y me miraba con los ojos muy abiertos. «El niño viene», me dijo en un susurro controlando una mueca de dolor. No sé cómo lo supieron, pero antes de que diera la voz de alarma, dos viejas hechiceras entraron en la habitación con una imagen de la diosa Ix Chel para colocarla bajo la almohada.

Sin mediar palabra, una pasó una cuerda por la viga maestra, la ató y le hizo un nudo grande a tres codos del suelo, mientras la otra acariciaba la tripa de la parturienta y le untaba el sexo con sebo. Cuando decidieron que estaba preparada. Aixchel se colocó en cuclillas sobre un lebrillo en el centro de la habitación y se agarró con fuerza a la cuerda. Las mujeres le enrollaron una manta por la parte superior de la tripa y la retorcieron por la espalda. A cada contracción, ellas tiraban de la manta hacia abajo y ayudaban a la madre a empujar.

Puede que fuera por la barba, mi fealdad o la fama de estrafalario, pero el caso es que nadie dijo que me fuera. Nunca había visto una mujer de parto, y no puedo decir que fuera hermoso. Me pareció sucio y salvaje, pero no hubiera querido estar en ningún otro sitio.

Nació un varón. Mi primer hijo, y varón. Me arrodillé junto a la madre para verlo bien. Estaba hinchado, amoratado y sucio de moco y heces, pero tenía dos ojos, dos orejas y diez dedos. Aixchel no había expulsado todavía la placenta y aún les unía el cordón umbilical. Una de las mujeres colocó entonces una mazorca de maíz debajo de éste y puso un cuchillo nuevo de obsidiana entre mis manos. Yo miré al niño, a la mazorca y a la mujer sin comprender qué esperaba de mí.

—Corta el cordón —susurró Aixchel con una débil sonrisa.

Obedecí. El llanto del niño pareció amainar con la salmodia de las viejas. El elote quedó manchado de sangre y las mujeres sonrieron satisfechas antes de llevarse el niño para lavarlo con agua fría.

—Ahora sólo queda ponerlo junto al fuego y dejar que se seque —dijo Aixchel—. Con ese grano sembraremos la nueva milpa.

Temblé como si tuviera fiebre, y me avergoncé de mí mismo al ver su sonrisa exhausta.

Por suerte, ni soy noble ni mi hijo estaba destinado a ocupar ningún puesto de prestigio o poder, así que no le deformaron la cabeza ni le forzaron la bizquera.

A los diez días lo sometieron a su primer ritual, le pusieron en la mano izquierda una pequeña rodela y en la derecha una saeta para que fuera hábil en su oficio cuando fuera mayor.

Mi primer hijo. Nunca hubiera imaginado que uno de los mayores placeres que podía brindar la vida era ver mamar a un hijo. Había visto hacerlo a cientos de niños, pero cuando veía la mano diminuta del mío apoyada en el pecho de su madre, tenía que hacer un gran esfuerzo para no aplastarlos a los dos con un abrazo.

Al cumplir el año de la boda, justo antes de que empezara la estación de las lluvias, me despedí de los padres de Aixchel, empaquetamos nuestras pertenencias y viajamos a Xamanzama. Me produjo un enorme placer volver con mi mujer y mi hijo pequeño a la que ya consideraba mi casa, prender fuego a la milpa y entregarme a la siembra del maíz fecundado con la sangre de mi familia.

La viuda de Tekun tenía preparada la casa para su hermana, y nuestra llegada supuso una alegría para todos. Para ella, recibir a su hermana fue como ventilar una habitación largo tiempo cerrada. La hija pequeña de Tekun, la que casi vi nacer, adoptó pronto como juguete a su primo recién nacido. Ya le habían quitado las tablillas que oprimían su cabeza, pero no la bolita de resina que le colgaba del flequillo bailando ante sus ojos bizcos. Cada vez que se inclinaba para besar al pequeño, éste intentaba cogerla con sus manitas inseguras, y ella reía con ganas. Daba gusto verlos juntos.

Por lo demás, todo iba bien. La paz con los tutul xiúes parecía duradera, sobre todo ahora que éstos tenían roces con los cheles del norte, y no se habían vuelto a tener noticias de los mexicas, a pesar de que sus
pochtecas
seguían frecuentando los mercados de la costa. Era como si la invasión nunca hubiera tenido lugar. Tampoco había novedad alguna respecto a mi temor más secreto, aunque estaba seguro de que mis antiguos compatriotas, antes o después, acabarían por aparecer.

Y sucedió a mitad de la estación seca, al poco de que Aixchel volviera a decirme que estaba embarazada.

A la noticia de que iba a tener un segundo hijo, siguió la petición de que la llevara al santuario de la diosa Ix Chel en Cozumel para poder agradecerle todos sus favores. No pude negarme. Habían pasado cinco años desde que visité Cozumel por primera vez siendo esclavo, y ahora iba a hacerlo como hombre libre, esposo y padre. Definitivamente, tenía mucho que agradecer a la diosa.

Partimos con tres canoas y una docena de
holcanes
para aprovechar el viaje y traer al regreso un cargamento de sal que teníamos apalabrado en la ciudad de Ekab. Desde que Tekun murió, el viejo
batab
había renunciado a llegar a tierra de cheles y se abastecía en la ciudad del norte. Salía un poco más caro, pero reducía el riesgo.

Nos desviamos a Cozumel a la ida, dejé a Aixchel en la playa con dos
holcanes
de confianza y seguí camino de Ekab para cargar cuanto antes y regresar junto a mi esposa. Pero los planes, y la vida misma, se tuercen en el momento más inesperado. Llegando a la ciudad, vi venir hacia tierra tres naves de Castilla con sus enormes velas blancas hinchadas por el viento. Los remeros se quedaron paralizados mirando el extraño espectáculo, y tuve que gritarles casi uno a uno para que reaccionaran y se apresuraran a desembarcar.

Corrí en busca del
batab
para avisarle del peligro que se cernía sobre la ciudad, pero el hombre estaba tan asombrado que no entendía nada de lo que le decía.

Entretanto las naves se detuvieron, arriaron el trapo y echaron el ancla. Yo conseguí una cuchilla nueva de obsidiana, me afeité tan deprisa como pude y me cubrí la cara de carbonilla para igualar sombras. Cuando acabé, cinco canoas esperaban en la playa para ir a ver a los recién llegados, que agitaban las capas y hacían señas con los brazos para que nos acercáramos. Sin perder un momento ordené a los remeros que se despojaran de todas las armas y adornos, en especial los de oro, antes de abordar las canoas. Luego puse un colorido penacho a uno de los
holcanes
que me acompañaban y le dije que se comportara como un jefe, y a los demás que lo trataran como tal.

A medida que nos acercamos escuché las voces de los españoles invitándonos a subir a sus barcos. Se me hizo muy raro entender un idioma que ya tenía por olvidado. Ellos hablaban sin parar enseñándonos sus manos desnudas para darnos confianza.

Guié las canoas hacia la nave que me pareció la capitana, una bella carabela con el casco negro como la pez. Los españoles echaron escalas y subimos a cubierta.

Mis peores temores se hicieron realidad cuando vi instalado en una silla frailera a la puerta del camarote a Francisco Hernández de Córdoba. A su derecha, sentado sobre las patas traseras, respirando trabajosamente y con los ojos entrecerrados como dos heridas de puñal, su alano Recio seguía atento los movimientos de los indios por cubierta.

Empecé a deambular de un lado para otro como los demás, curioseando para no llamar la atención. Observé a los vigías armados nerviosos y alertas, y pude ver con qué artillería contaban; tres falconetes fijos en las amuras y una bombarda en cubierta. Respecto a sus efectivos, calculé más de doscientos hombres entre los tres barcos de armada, lo que significaba que no habría menos de veinte o treinta arcabuces y ballestas.

Como muestra de hospitalidad, el capitán ordenó que nos sacaran de comer pan cazabe y tocino, y además nos obsequió a cada uno con un sartalejo de cuentas verdes de cristal. Cuando mordí mi trozo de tocino casi se me saltan las lágrimas. Una bocanada de aire de la sierra de Huelva me horadó el cielo de la boca, sentí en la piel como por arte de magia el olor de la retama, de los pinos, y la vista se me nubló con la imagen de grandes encinares. Un alud de recuerdos, entre los que no faltaron familia y amigos, acudieron de golpe a mi memoria como si se hubiera reventado un dique, pero los deseché sin contemplaciones.

Para echar un vistazo a sus reservas dije a varios indios que pidieran agua insistentemente, y así pude comprobar que eran escasas, y que las pipas y las vasijas eran viejas y perdían. Se veía que aquélla era una partida organizada con pocos medios en busca de gran beneficio.

El agudo tañido de una campana de bronce atrajo nuestra atención hacia el castillo de popa. Los indios acudieron divertidos a ver qué había producido ese ruido, pero yo me quedé helado en cuanto vi la escena que empezaba a desarrollarse. Junto a la campana estaban Cristóbal Morante, el fraile Alonso González y Bernardino Iñiguez. Éste sostenía un pliego entre las manos, y leía con voz alta y engolada:

—…Nosotros, sus siervos, os notificamos y os hacemos saber que Dios nuestro Señor, uno y eterno, creó el cielo y la tierra, y un hombre y una mujer, de quien nos y vosotros y todos los hombres del mundo.

Un escalofrío me recorrió la espalda hasta la nuca. El orador dirigía indistintamente su mirada a los indios que tenía delante en cuclillas y a la tierra que estaba a un tiro de ballesta. Hernández de Córdoba, sentado en su trono, acariciaba indolente la cabeza de Recio.

Ya había visto bastante. Hice una seña a nuestro presunto jefe, que dio orden de volver a las canoas pese a las protestas de los españoles.

De vuelta en el pueblo, me costó mucho convencer al
batab
y a sus consejeros de que aquellos hombres no buscaban su amistad, sino su sometimiento, y que el motivo de su viaje no era otro que el oro y la captura de esclavos. Pero una vez que entendieron el peligro, se pusieron a mis órdenes para hacer que los
dzules
lo pensaran mucho antes de volver a poner el pie en aquella tierra, si es que escapaban con vida.

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