Cabo Trafalgar (14 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

BOOK: Cabo Trafalgar
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–¿Qué hacemos, mi comandante?

Esta vez don Carlos de la Rocha no responde. Asombrado, Ginés Falcó lo ve mirar, indeciso, hacia la línea de combate, que desde el nuevo bordo se aprecia ahora casi a lo largo, envuelta en humo y fogonazos, con el retumbar artillero estremeciendo el aire: barcos inmóviles entre el humo blanco de los cañonazos y el negro de los incendios, velas que arden o se desgarran, palos que caen, buques aferrados por garfios de abordaje. Pumba, pumba, pumba, y el crac-crac de la fusilería y el crujido de palos y vergas al romperse. En el centro, pabellón en alto, aún poderosos pese a que el insignia francés está casi desarbolado, el
Bucentaure
y el
Santísima Trinidad
escupen fuego por babor y estribor, causando un daño terrible a la jauría de navíos ingleses que los acosa.

–¡El
Intrepide
no obedece!

Ole sus huevos, piensa Ginés Falcó, asomándose como todos a mirar, apretados los dedos en la balayóla. El setenta y cuatro cañones francés (capitán de navío Infernet), con todo el paño arriba menos la mayor y el trinquete, flameando al viento los jirones de la cangreja rota en el abordaje con el
Mont-Blanc
, que ni se molesta en recoger, pasa entre los barcos de la vanguardia que aproa al sudoeste, con un decidido rumbo sur. O sea: que abandona la formación, ignorando las frenéticas señales que le hacen desde el
Formidable
. El bauprés del
Intrepide
casi toca el farol de popa del
Antilla
al maniobrar para cortarle la estela. Y luego, Falcó, con el orgullo instintivo de quien contempla a un hermano de bandera dirigirse al combate, lo ve desfilar a todo lo largo, el casco con dos franjas de color rojo vivo pintadas a la altura de las baterías, el trapo henchido en las vergas, los cañones asomando por las portas abiertas de estribor, los marineros y fusileros en cubierta, aprestando armas, los tiradores apostándose en las cofas. Y sobre la toldilla ve una figura con casaca azul y calzón blanco, impasible, abiertas las piernas para compensar el balanceo del buque, que no se quita el sombrero galoneado para responder al saludo que desde el
Antilla
le hace el comandante Rocha, y que al alcance de la voz, haciendo bocina con las manos, grita algo así como «lu capo su lu
Bucentaure»
, que no se entiende muy bien, la verdad, porque a ese Infernet, que habla con un acento provenzal del copón, a veces no lo descifran ni sus compatriotas. Pero en realidad lo que dice está clarísimo: yo pongo proa al centro del combate, a socorrer a mi buque insignia. Y a vosotros, que os vayan dando por la retambufa. A todos. – ¿Qué hace el
Neptuno?

A Ginés Falcó le cuesta reconocer a don Carlos de la Rocha, a quien siempre vio tranquilo, en el rostro crispado que ahora tiene delante. Nunca, en el tiempo que lleva navegando bajo sus órdenes, lo había visto así. Ni siquiera en Finisterre, lloviendo leña por un tubo. Otras veces resignado y frío, casi indiferente, la pugna que el comandante del
Antilla
debe de estar librando en sus adentros parece tan intensa que ni el segundo oficial Oroquieta se atreve a hacer comentarios ni mirarlo a la cara. Deber. Disciplina. Órdenes del inmediato superior. Órdenes generales. Sentido común. A fin de cuentas, el propio almirante Gravina ha estado diciéndoles todo el tiempo claro que sí, uí mesié, rien faltaría plus, a los gabachos. Don Federico Gravina y Nápoli. Entre otras cosas, por eso están allí: porque don Fede, tan correcto y pulquérrimo siempre con su peluca empolvada a la antigua y sus charreteras (a saber cómo lo estarán poniendo ahora de bonito en la cola de la línea, donde se oye granear un fuego horroroso), puso el culo como lo pone Godoy, como lo pone Su Católica Majestad Carlos IV, rey por la gracia de Dios de Castilla, de León, de Aragón, de las Dos Sicilias, etcétera, y como lo pone todo cristo; no sea que Napoleón se cabree y nos invada. Nos invada un poquito más. Y ahora el comandante tiene que tomar una decisión particular nada cómoda. Tragar él también y cumplir las órdenes que le da su jefe inmediato, el contralmirante franchute Dumanoir, o desobedecerlas a su riesgo y expensas. Eso, factores de conciencia aparte, pues don Carlos está al mando de un buque tripulado por setecientos y pico desgraciados de los que las tres cuartas partes son artilleros sin preparación, marineros ineptos, carne de cañón empaquetada a la fuerza, de la que él, y no Dumanoir, ni Gravina, ni Napoleón, es directo responsable. Llevar a todos esos infelices a combatir es llevarlos derechos al mostrador de la carnicería. Y además de ordenar babor, estribor y fuego así o fuego asá, mandar un barco significa también asumir todo eso: pensar en las futuras viudas, huérfanos y padres ancianos, en una España donde, cuando un marinero palma, hay funcionarios, contadores y hasta capitanes que no lo borran del rol para quedarse con su sueldo. Donde un mutilado de guerra se ve obligado a pedir limosna por las calles, porque para cobrar la pensión que le corresponde debe esperar, por lo menos, a que al cabo Tres Forcas lo asciendan a sargento.

–¡El
Neptuno
viene por el través!… ¡Tampoco obedece! Por suerte para él mismo, el guardiamarina Ginés Falcó aún está lejos de ejercer un mando y comerse el tarro con toda esa murga. Lo suyo está claramente definido en el título 8, apartado 32, de la Real Ordenanza:
«Ciega y universal es la obligación que impongo al guardiamarina de prestar toda obediencia y sumisión a sus respectivos superiores»
. En días como hoy, eso alivia. Así que, aplazando los escrúpulos filantrópicos para cuando tenga en el cofre la patente de capitán de mar y guerra, el joven corre hacia la banda de estribor, se encarama en una chillera y observa al otro navío español de la vanguardia. El
Neptuno
, que navegaba en cabeza de toda la línea aliada, acaba de virar de bordo; y aunque parecía dispuesto a ocupar un puesto en la formación tras el
Formidable
del contralmirante Dumanoir, su comandante parece pensarlo mejor. Después de un par de maniobras indecisas, que podrían hacer pensar que tiene vida propia (no los hombres que lo tripulan, sino el barco mismo) y se debate a impulsos de su conciencia, el setenta y cuatro cañones español arriba un poco más, proa al sur, braceando vergas para coger viento. La división aún no está formada, y los barcos, algo apelotonados, intentan no abordarse unos a otros. El
Antilla
se encuentra ahora a tiro de pistola por la aleta de babor del
Formidable
, y desde ahí sus tripulantes ven venir al
Neptuno
por estribor, dispuesto a cortar la estela de ambos navíos para navegar rumbo sur como antes hizo el
Intrepide
. Y cuando en la toldilla del
Antilla
todos, comandante incluido, acuden al coronamiento de popa a verlo pasar, observan que, en el
Formidable
, Dumanoir y su plana mayor gabacha hacen lo mismo, y que el contralmirante en persona se lleva una bocina de latón a la boca e interroga al brigadier don Cayetano Valdés, que lo mira impasible desde la toldilla de su navío. Uesquevús allez, pregunta el gabacho, a grito pelado. Purcuá nobeisez pas. O sea, resumiendo, dónde vas, colega. Y en ésas Valdés, flaco, despectivo, tranquilo, sin molestarse en usar la bocina que le alarga un guardiamarina, se vuelve a medias para gritar su respuesta, seco:

–¡Al fuego!

Después, el costado de su navío pasa casi rozando la popa del
Antilla
, y Ginés Falcó escucha el fúnebre ranrataplán-plan-plan del tambor que redobla en el
alcázar:
mientras observa (casi le parece que puede tocarlos, de lo cerca que pasan) a los marineros y soldados que abarrotan la cubierta y las cofas y las baterías del buque que se dirige a la batalla: los rostros silenciosos enmarcados en las treinta y siete portas abiertas en el costado de estribor, por cada una de la cuales asoma la boca negra de un cañón y el humeo de las mechas encendidas. Unos pocos del
Neptuno
saludan al pasar, levantando una mano o moviendo la cabeza; pero la mayor parte están quietos, como si pasaran ante extraños. Un par de hombres (pinta de marineros veteranos) escupen con poco disimulo en dirección al
Antilla
. Nadie grita, nadie vocea. Nadie dice ni pío. Sólo se oye el chapaleo del agua entre los dos cascos y el crujir de la jarcia y la arboladura. Ni siquiera el comandante Valdés, erguido en su toldilla y mirando ahora a su compañero el comandante Rocha, abre la boca. Hasta que, ya alejándose por la aleta, parece dar una orden y tres gritos de
Viva el rey
y uno de
Viva España
recorren el
Neptuno
de proa a popa, como un desafío. O como un insulto para quienes quedan atrás.

–Eso va con segundas -murmura Oroquieta-. Por nosotros.

–Cállese.

–Con todo respeto, mi comandante…

–He dicho que se calle.

Ginés Falcó se vuelve a mirar a don Carlos de la Rocha. También este caso, piensa, está previsto para un guardiamarina en las Ordenanzas de marras:
«Celando no prenda en sus corazones la semilla de la opinión»
. Eso, en principio, lo deja libre de calentarse la cabeza. Pero salta a la vista que tal no es el caso del comandante. Éste da unos pasos con aire ausente, rodea el palo de mesana y observa la cubierta de su navío, atestada de hombres expectantes que a estas alturas ya no saben a qué atenerse, y en cuyas caras (en las de muchos) se pinta el alivio de empezar a creerse a salvo. Luego echa un vistazo hacia la banda de estribor, por donde el
Duguay-Trouin
, el
Mont-Blanc
y el
Scipion
empiezan a alinearse en fila tras el
Formidable
, que ya se aleja con rumbo sudoeste luciendo en la verga seca una escueta señal con el número del navío español.

–Orden del
Formidable
señor comandante -anuncia el guardiamarina Ortiz desde el cofre de banderas-.
Sitúese a mi popa
.

Ginés Falcó se da cuenta de que don Carlos de la Rocha no responde. Está con las manos cruzadas a la espalda y mira absorto al sur, hacia las velas del
Neptuno
y del
Intrepide
. Navegando a un par de cables uno del otro, el español y el francés se dirigen al centro de la pelea, allí donde, entre los claros que de vez en cuando se abren en la humareda, se distingue al
Redoutable
, que al fin se ha separado del
Victory
pero deriva aferrado a otro tres puentes enemigo, con un tercer navío inglés disparándole a él por una banda y al
Bucentaure
por la otra. El
Bucentaure
acaba de perder su último palo, el de trinquete; su cubierta destrozada está rasa como un pontón, y ya no tiene dónde mantener izada (hasta que cayó el último pedazo de madera la mantuvo allí) la inútil señal número 5. Ahora es el
Santísima Trinidad
, batiéndose ferozmente con cuatro navíos ingleses, el que iza en la verga del trinquete la señal ordenando a cuantos navíos no combaten acudan al fuego. El comandante Rocha lo observa un instante más, inmóvil, el aire ausente, mientras, estupefacto, Falcó le oye canturrear muy flojito, por lo bajini:

Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos; que Dios ayuda a los malos cuando son más que los buenos.

El comandante se quita el sombrero, dándole un par de vueltas entre las manos (Falcó observa que en el interior, junto a la badana, hay cosida una estampa de la Virgen del Carmen). Después se lo cala de nuevo, encoge los hombros y suspira. Oroquieta, dice. Y cuando el segundo oficial acude, don Carlos le pregunta en tono discreto, como hablando de tomar una copita: -¿Tiene usted alguna preferencia? – ¿Perdón, mi comandante? – Digo que dónde prefiere que nos escabechen. Al tiempo hace un amplio ademán con la mano, abarcando todo el campo de batalla. El tono es tan suave y resignado que a Falcó, que escucha sin atreverse a intervenir, le parece irreal. No habla de nosotros, se dice. Está de guasa. Pero luego ve cómo el segundo oficial sonríe forzadamente mientras se rasca las patillas. Me da lo mismo, don Carlos, responde después de meditarlo. Tampoco, susurra mirando a uno y otro lado, me voy a poner exquisito a estas alturas del desmadre. ¿No le parece? Entonces el comandante asiente despacio, como pensando en otra cosa, y luego encoge los hombros por segunda vez, alza el rostro para comprobar la dirección del viento en la grímpola, se vuelve hacia Linares, el primer piloto, que está preparado junto a la bocina de los timoneles, y con una voz tan firme y tranquila como si estuviesen fondeados en Mahón, le ordena poner rumbo sudeste cuarta al sur. Derechos al
Trinidad
, añade. Y que Dios reconozca a los suyos.

8. La primera batería

Asomado a la porta del undécimo cañón de babor de la primera batería del
Antilla
, Nicolás Marrajo observa el combate cercano. En su puta vida, piensa espantado, imaginó algo como aquello. Aunque aún se encuentran a cierta distancia, el estruendo del cañoneo próximo, la onda expansiva de los sañudos cebollazos que se atizan españoles, franceses e ingleses, hace vibrar la gruesa tablazón del navío. A veces la brisa refresca un poco, y en la humareda que envuelve a los buques trabados unos con otros se abren claros que permiten ver velas llenas de agujeros, palos tronchados, marañas de jarcia y lona caída sobre cubiertas destrozadas donde balas, palanquetas y metralla arrancan trozos enormes y hacen volar nubes de astillas. Más hecho al secano que a la mar, hombre de tierra que de navegar conoce lo justo en cualquiera que frecuenta los puertos, trapichea y se busca la vida como puede, Marrajo está impresionado. Le habían contado sobre batallas navales, pero nunca imaginó que los relatos oídos en tabernas y muelles tuvieran algo que ver con el ruidoso desparrame hacia el que, lenta, inexorablemente, parece dirigirse el navío en el que se encuentra confinado contra su voluntad.

–Vaya manteca, pisha.

A su lado, los ojos desorbitados por la jindama, su compadre Curro Ortega (la torrija del mareo se le ha pasado de golpe, a la vista del espectáculo) mira en la misma dirección, igual que todos los hombres (ojos desmesuradamente abiertos, bocas mudas y caras de color ceniza) que se agolpan en la penumbra alrededor de los catorce cañones de 36 libras que se ven siniestros, recortados en los cuadrados de luz de las portas abiertas, negros, enormes sobre sus grandes cureñas de madera sujetas con trincas. Listos para disparar. Y para que les disparen. – No me entra la saliva por el gañote. A Marrajo tampoco, pero no lo dice. Pernas, el artillero de preferencia encargado de la pieza número 11 de babor y de su gemela de estribor (si se combate por ambas bandas a la vez, los sirvientes deberán repartirse entre los dos cañones, mitad y mitad), les ha explicado con detalle el cometido de cada cual, y el uso básico de los instrumentos que sirven para cargar, disparar y recargar. Más o menos, ha dicho, la cosiña consiste en la rapidez con la que nos coordinemos todos. ¿Vale? Esos perros casacones tiran más rápido, así que tenemos que hacer lo posible por compensar la cosa. Fijaos. Esto redondo obviamente son balas, que sirven para joderles el casco a los malos, y esto otro en forma de barra con bolas o medios conos en los lados son palanquetas, y sirven para romperles a esos hijoputas las jarcias, los palos y las vergas. Aquellos saquitos de lona llevan cargas de metralla, o sea, dieciséis balas de a dos libras cada una, que al disparar se abren y se reparten y hacen filetes a quien pillan en medio. ¿Está claro? Lo que pasa es que al ser nosotros la batería más baja del barco, metralla vamos a usar poca, y palanquetas las justas. A desarbolar, supongo, al pie de las arraigadas, al bauprés y todo eso, tiraremos de lejos. Pero cuando estemos paño a paño con un casacón, lo nuestro será endiñarle zurriagazos con balas del treinta y seis en el casco, en las portas para desmontarle los cañones, en los guardatimones para dejarlo sin gobierno, o en la lumbre del agua, que es la línea de flotación. Normalmente disparamos con el balance a barlovento, que es cuando la puntería resulta rasa y más estable; pero el mejor momento para darles por saco a esos perros es cuando los pillemos por popa: ahí no hay protección, y una andanada como Dios manda (de enfilada, llamamos a eso) recorre los entrepuentes enemigos todo a lo largo, haciéndoles una escabechina que te cagas. O que se cagan.

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