Authors: Arturo Pérez-Reverte
–Alguno se retira sin combatir, señor comandante.
–Ya.
–¿Es que no nos ven, ni nos oyen?
Don Carlos de la Rocha se encoge otra vez de hombros. O mejor dicho encoge el que le queda sano. A estas alturas de la feria me importa un huevo, dice su silencio, si nos ven, si nos oyen, o no. Pero a su espalda Falcó alcanza a escuchar comentarios en voz baja del timonel Garfia y de los que se encuentran bajo la toldilla. Fíjate que limpio se larga MacDonnell, o Gastón, o Fulano, me juego lo que sea a que el
San Justo
no lleva siete heridos a bordo, o sea, muy mal rollo es lo que ha habido aquí, colega, con tanta leña el que no anda caliente es porque no quiere. Y nuestro almirante Gravineti nos deja tirados como colillas. ¿Qué tal lo ves?
–Veo mucha cagada de rata en el arroz.
Falcó se vuelve, ordena silencio (con una energía que a él mismo le sorprende), y los hombres se callan.
–Joder con el niño -murmura Garfia.
Lo cierto es que cerca del que fue centro de la escuadra combinada sólo pelean ya dos navíos aliados: el
Antilla
y el francés
Intrepide
. Este último se encuentra más a sotavento y en mejor posición, intentando unirse a los que huyen con el
Príncipe
. Y hasta retirándose, piensa Falcó, el capitán Infernet hace honor al nombre de su barco, el tío, pues lucha por ambas bandas a la vez contra tres navíos ingleses, la bandera izada en el muñón del mesana, el palo mayor caído y arrastrando los restos por el agua. Le queda un palo en pie, y es la lona allí desplegada la que le permite moverse todavía. Y tal vez lo consiga, desea Falcó, sintiendo intensificarse la sensación de soledad y desamparo. Porque duda mucho que el
Antilla
pueda hacer lo mismo, llegar hasta el otro lado de la línea de batalla para unirse a las velas que navegan rumbo a Cádiz y la salvación. Nos han dejao solos a los de Tudela, por eso palmamos de cualquier manera, oye canturrear por lo bajini a uno de los timoneles. Y más solos que vamos a estar, piensa el guardiamarina, desolado. Se encuentran lejos, el navío tiene muchas averías y hay demasiados enemigos interpuestos: los que pelean con el
Intrepide
, los que acaban de rendir al
Neptuno
, los que el
Antilla
tiene cerca y todos los que, una vez acabada su tarea, acudirán como lobos para acosar al solitario español. Pero nunca se sabe. Pese a la herida del brazo, don Carlos de la Rocha sigue en el alcázar. Y conoce su oficio. Ahora, liberado del mesana que hacía de ancla flotante, mientras el contramaestre Campano y sus hombres ayustan brazas, colocan calabrotes y espías en la jarcia rota, y ponen quinales y brandales para sostener los dos palos que quedan (el mayor se sostiene de milagro, pasado a balazos y con varios obenques cortados), el
Antilla
se mueve con las velas del trinquete, lenta, trabajosamente, flojas en el otro palo las escotas de gavia, el viento largo a trece cuartas por estribor, balanceándose en la marejada con crujidos que parecen lamentos del casco malherido, mientras se aparta a duras penas de los dos navíos ingleses con los que ha estado peleando: el que se hallaba por la aleta ha perdido, además del bauprés y la verga de mayor, la arboladura de trinquete desde la primera cofa para arriba, y está inmóvil, sin aparente maniobra. El de babor ha aflojado el fuego, arribando un poco, en retirada, para asegurar palos y reparar averías. Así que lo mismo sale nuestro número en la rifa y lo conseguimos, se dice Falcó fugazmente esperanzado, mientras escruta la expresión del comandante Rocha para confirmarlo. Y no es el único que lo mira. En apariencia ajeno a esas miradas (o tal vez precisamente a causa de ellas), pálido por la pérdida de sangre, fruncido el ceño y atento al viento, al rumbo y a la posición de los enemigos, don Carlos de la Rocha permanece impasible, erguido entre la maraña de cabos, maderas rotas y velas hechas trizas que cubre el alcázar, entre los hombres (cada vez menos, más agazapados y con menguante vigor) que siguen disparando como pueden cañones y mosquetes, mientras parece buscar con la mirada un hueco por el que escabullirse entre los ingleses y unirse a los navíos que se retiran hacia Cádiz.
–Treinta pulgas de agua en la bodega, don Carlos. Y seis balasos a la lumbre del agua… Las bombas ashican, de momento. Tengo a toa mi gente dale que te pego.
Garlopa, el primer carpintero, acaba de aparecer de nuevo en el alcázar, hecho polvo, mojado de cintura para abajo, a dar su informe. Desde que empezó la batalla, con sus ayudantes y calafates provistos de tapabalazos, brea y estopa, recorre sin descanso los callejones de combate, los entrepuentes, la sentina, reparando daños.
–¿Cómo está el casco?
–Controlao, sarvo averías que no podemo remedia porque están en las trincas del baupré, en er codaste y en la portería. ’ -¿El timón?
–Ahora va mehón. La enfila de los míster rompió un guardín, pero hemos colocao el de respeto.
–¿Y cómo anda la enfermería?
–Figúrese, don Carlos. Abarrota. Acaban de bahá, por sierto, al guardiamarina má shico… Er niño de la segunda batería.
–¿Juanito Vidal? t -Ese. Sin piernas iba, er pobrete. Shorreando.
El comandante asiente, el aire absorto, y despide al carpintero jefe con un movimiento de cabeza. Luego se vuelve a Falcó (que al oír lo de Juanito Vidal se ha puesto blanco) y tras unos instantes señala arriba, hacia popa, sobre la toldilla desmantelada donde ya ni el teniente Galera ni nadie dan señales de vida.
–Hay que izar una bandera -dice. El guardiamarina observa el rostro grave de su superior y luego mira hacia donde éste indica. Entonces deja de pensar en Juanito Vidal (esa madre y esas hermanillas despidiéndolo desde el bote frente a la Caleta, ese padre en el
Bahama
destrozado que acaban de apresar los ingleses) y cae en la cuenta. Al irse por la borda, el palo de mesana se llevó con él la bandera que ondeaba en el pico de cangreja.
–No vayan a creer esos perros que nos rendimos. Falcó comprende del todo y dice entendido, señor comandante (ciega y universal es la obligación, etcétera). Luego va hasta el cajón de banderas de respeto que hay en el armario del piloto (tan desencajado a metrallazos como su difunto propietario), coge una bandera roja y amarilla, cruza el alcázar procurando no agacharse mucho (una bandera es una bandera), la ata a una de las drizas que siguen intactas, y con el alma helada la hace subir hasta el calcés del palo mayor. Ahora ya sospecha que don Carlos de la Rocha no alberga esperanza alguna de salir de allí. La cuestión, concluye viendo tremolar la enseña (el fuego del inglés más próximo se intensifica, furioso), es cuánto castigo estará dispuesto a soportar el comandante antes de arriarla o hundirse; en cuántas arrobas más de sangre cifrará el honor del buque bajo su mando. O (dicho en Real Ordenanza Naval de 1802) hasta qué punto querrá asegurar su defensa ante el consejo de guerra por la rendición o la pérdida del navío.
–¿Por qué sólo cien muertos y doscientos heridos?… ¿Tan difícil le era, capitán Rocha, subir hasta doscientos muertos y cuatrocientos heridos?
–Lo intenté, señores almirantes.
–¿Lo intentó?… ¿Palabrita del niño Jesús?
Tump, tump, tump. En ese momento, como si los enemigos quisieran aclarar las cosas, el guardiamarina siente nuevos cañonazos enemigos. Tump, tump, suenan a proa. Entonces mira hacia la amura de babor y ve acercarse las velas de otro navío inglés que, tras batirse con el rendido
Neptuno
, viene a colaborar en el desparrame del
Antilla
. A ponerle fácil al comandante lo del consejo de guerra. Y aquello suma tres: el inglés de popa, el de babor (que animado por la presencia del colega orza de nuevo para proseguir el combate, y tal vez abordarse) y el recién llegado delante, a sotavento, cortando toda posible retirada. Ahora Falcó distingue las tres franjas amarillas pintadas en su casco: un tres puentes. Hasta aquí llegó el
Antilla y
llegué yo, piensa. Ite, misa est. Y mientras se tira al suelo sin complejos, en busca de protección, el joven siente cómo el casco encaja la nueva andanada con un estremecimiento lúgubre del costillar de roble, una sucesión de crujidos encadenados que parecen a punto de descoyuntarlo en toda su eslora, al tiempo que por la cubierta vuelan astillas, fragmentos de metal convertidos en metralla, balas que rompen y matan, que cortan los obenques y los estays del palo trinquete, y hacen que éste oscile a una y otra banda, lento, casi con desgana, antes de partirse a diez pies por encima de la fogonadura, viniéndose abajo entre un crujido que parece interminable, craaaaac, con los pocos gavieros que se mantenían arriba y los infantes de marina de la cofa cayendo al mar entre la maraña de vergas, lona y jarcia rota.
A proa!… ¡Nos abordan por proa!
Cuando oye el grito propagarse a lo largo de la primera batería, con ruido de pistoletazos y tintinear de armas blancas al fondo, cling, clang, cling, clang, a Nicolás Marrajo se le pone la carne de gallina. No exactamente de miedo, porque a esas alturas del escabeche la jindama se ha convertido en algo vago, impreciso, sofocado por sentimientos más vivos que le suben de las entrañas y los cojones. Más bien se trata de una cólera y un odio infinitos hacia el universo en general y hacia los ingleses en particular, incluida la purísima madre que los parió. Rediós, recristo y rehostia, blasfema de continuo sin palabras el barbateño, moviendo silencioso los labios resecos y agrietados que de vez en cuando alivia humedeciéndolos con agua sucia del mismo balde donde sus compañeros mojan el lampazo, chof, chof, para refrescar el ánima del cañón que disparan, hacen retroceder, cargan, ponen en batería y vuelven a disparar una y otra vez, con movimientos que de puro repetidos se han vuelto mecánicos, precisos y casi indiferentes. Tump, tump, hace el enemigo. Pumba, pumba, pumba, hacen los cañones propios. Se pelea desde hace horas, sin descanso. La borda amarilla y negra de un navío inglés está muy cerca, casi para tocarla con la mano. Ahí mismo. Por babor. Oscurecida a rachas bajo el humo que entra por las portas con cada descarga, la batería cruje con los bandazos doloridos del navío, retumba con el tronar propio y ajeno, se estremece cuando el roble encaja nuevos cañonazos, resuena con las voces de los artilleros que piden pólvora o balas, con los gritos de los heridos, con los mosquetazos de los infantes de marina que, entre tiro y tiro de artillería, se asoman para disparar a las portas enemigas. Crac, crac. Hay sangre en el suelo y en los tablones de las chazas, sangre en diversos grados de coagulación, en los pies descalzos de Marrajo y en sus calzones desgarrados y sucios. Ronco de gritar, áspera la garganta y enrojecidos los ojos del mismo humo de pólvora que le ennegrece la cara y el torso reluciente de sudor, ensordecido por los cañonazos, las manos desolladas de tirar de los palanquines, el barbateño pelea junto a los compañeros que le depararon la vida y el destino, en la siniestra penumbra de la cubierta baja del
Antilla
. Y como ellos, ignora si gana o pierde, o sea, no sabe lo que está ocurriendo afuera, alrededor, en cubierta ni en ninguna otra parte. Ni falta que le hace.
–¡A las portas!… ¡Armaos y a las portas de proa!
Ran rataplán, plan, plan. El tambor redobla, monótono, junto a la mecha del palo mayor. Confuso, Marrajo ve cómo dos de los hombres que sirven su pieza cogen alfanjes y chuzos, uniéndose al tropel de gente que algunos cabos y el teniente de artillería joven que manda aquella parte de la batería empujan hacia proa, donde crece el ruido de armas cortas y sablazos. Por lo visto uno de los navíos ingleses se ha acercado lo suficiente para meterle al
Antilla
algunos hombres en el beque y por las portas de las amuras de babor. El abordaje principal se está llevando a cabo en la cubierta superior y por la segunda batería, pero las portas de la primera (la más baja) también están pegadas al inglés, y a través de ellas se hace fuego de pistola y se pelea con chuzos y bayonetas, muy de cerca, para rechazar a los atacantes. Hasta por los escobenes de las anclas se dispara. Repeled el abordaje, grita el teniente joven, apuntando con el sable hacia proa, empujando a los artilleros que socairean u obedecen a regañadientes, mientras los infantes de marina de guardia en las escotillas del sollado rechazan a golpes a quienes abandonan los cañones queriendo refugiarse abajo (uno de ellos recula hasta Marrajo con las manos en la cara ensangrentada y escupiendo dientes, tras recibir un culatazo en la boca). A proa, a proa, a proa, sigue gritando el teniente. Echemos a esos perros casacones al agua. Vivaspaña, etcétera. A por ellos. Más culatazos a los desnortados y a los remolones. Ran, rataplán, sigue el tambor, manejado por un muchacho con uniforme de artillero de tierra que redobla las baquetas sobre el parche con la mirada perdida en el vacío, como si no estuviera allí. Que igual ni está. El teniente joven anda enardecido o se lo hace, pero la verdad es que lo toma a pecho, el chinorri, y llega a ponerle la punta del sable en la garganta a los indecisos. O luchas o te degüello, cabrón. Venga. Tira palla. Así que, como otros, Marrajo va hasta la chaza y coge un hacha de abordaje, titubea un poco con aquella herramienta de tajar en la mano, y al fin, sin saber por qué ni para qué, camina aturdido hacia proa, haciéndose a un lado para esquivar el retroceso de las pesadas cureñas que todavía disparan, y allí, a empujones, se abre paso entre el caos de hombres, pistoletazos, golpes de chuzos y sables que intenta rechazar a los ingleses que se cuelan por las portas.
–¡Al agua!… ¡Echad a esos perros al agua! Esos perros. De pronto, y de forma insólita, el repeluco en la carne erizada de Marrajo (esa palabra, abordaje, trae imágenes terribles de acero cortando carne y quebrando huesos) se tranquiliza. Ahora sí, estalla de pronto con júbilo siniestro. Nuevo punto de vista. Ahora sí los ve por fin de cerca, cara a cara. A los ingleses hijolás. Y a pesar de la natural aprensión por lo que está cayendo, descubre que le agrada ese enfoque del asunto. Qué cosas, y quién lo iba a decir. Entre la patulea de sus compañeros agrupados entre los cañones, entre la humareda del combate, puede ver al fin, a pocos palmos, las mismísimas jetas de los ingleses, sus caras asomadas a las portas del navío enemigo, las casacas rojas de sus infantes de marina, el brillo de las bayonetas y los sables, los hombros desnudos de sus artilleros, patillas rubias y rojizas y morenas, bocas abiertas en gritos, pañuelos anudados en torno a la cabeza, ojos enloquecidos, pistolas y mosquetes, hombres increíblemente audaces que se agarran al navío español, intentando colarse dentro. Y Marrajo concluye, muy a pesar suyo y de su instinto de conservación (que también, a ráfagas, lo incita a usar el hacha contra los centinelas de las escotillas propias y refugiarse en la bodega), que desea matar a todos los ingleses, él personalmente, uno por uno. Descuartizarlos a hachazos que hagan chas, chas, a los hijoputas, para vengarse él, primero, y luego para vengar al pobre Curriyo Ortega, su compadre, que a estas horas hace compañía a los peces, el infeliz (a la vuelta, piensa fugazmente, va a tener que calzarse a su novia, la Maripepa, para consolarla, un compadre es un compadre), y al cabo de cañón Pernas, y a todos los que han palmado y a los muchos que todavía van a palmar, para echar fuera del corazón y la barriga la furia desmesurada que se le aviva a la vista de esos cabrones. De esos rubios y pelirrojos y pálidos maricones de playa que, después de haberles estado pegando una letanía de cañonazos, tienen ahora los santos huevos, encima, de querer metérseles allí mismo, por las portas, por el morro, por la cara, arrogantes hijos de la gran puta. Os voy a cortar el pescuezo, aulla Marrajo, feroz, o lo piensa. Por los clavos de Perico el Loco. Y de postre os voy a meter este hacha por el culo. Así que escupe en la palma de una mano, luego en la otra, aprieta bien el mango y empuja a sus compañeros para hacerse sitio, apoyado en el cañón. Y cuando un inglés con casaca azul y una pistola en la mano se agarra a unos cabos de jarcia suelta para encaramarse arriba, Marrajo saca medio cuerpo fuera y le pega al tontolapolla un hachazo en las tripas, y grita de júbilo cuando el otro se suelta y cae entre los cascos de ambos barcos, aullando y con el mondongo suelto, largando metros y metros, ésa para ti y para tu primo, cabrón, uno, joder, ya tengo arranchao a uno, hostiaputa, mío, ése fue mío y de nadie más, cagüentodo, y en eso hay un fogonazo a dos palmos de su cabeza, algo ardiente le pasa zumbando junto a la cara, como si la quemara, y ve a nada, ahí mismo, la cara desencajada de otro casacón, un tipo con pinta de oficial joven o de guardiamarina guapito, vamos, de niño litri que acaba de sacudirle un pistoletazo marrándole por tanto así, y que ahora se vuelve a gritarle a los hombres que tiene alrededor, gou, dice el guiri cabrón, jarriap, gou, gou, y con ellos salta como un gato a la porta y a la jarcia que cuelga, dispuesto a trepar por ella o meterse dentro o vaya usted a saber, ocho o diez enemigos pegados a la tablazón, trepando traca a traca con más cojones que la burra del Soto, y otros tantos asomando por las portas inglesas para cubrirlos a mosquetazos y tiros de pistola, la de Jesucristo es Dios, un barullo espantoso, las bordas de los dos navíos crujiendo una contra otra por impulso de la marejada, las pisadas, los golpes de los que pelean en la cubierta superior haciendo ruido arriba, la sangre goteando a través de los enjaretados. Y en ésas alguien empuja a un lado a Marrajo (un oficial de marina español, parece, por la casaca azul y las charreteras), y sacando una pistola por la porta le empeta un viaje, pum, en los mismísimos huevos al oficial casacón, o al guardiamarina, o a quien sea, y luego se asoma un poco más y se lía a sablazos con los otros, a ellos, joder, grita, a ellos y a la puta que los cagó, mientras más marineros e infantes de marina españoles lo siguen aullando como esgrillaos, asomándose por las portas, y se enzarzan con los ingleses a caraperro entre golpes de bayoneta y pistoletazos, pum, pum, pum, y entre ellos Marrajo se ve a sí mismo, como si la pesadilla siguiera adelante, desbocada sin remedio, sacando también medio cuerpo fuera, entre los dos inmensos cascos de los navíos que se juntan y separan y vuelven a juntar entre crujidos, el agua chapaleando abajo, muy cerca, con el agua que casi lo salpica, y empuñando el hacha con ambas manos empieza a pegar, enloquecido, chas, chas, hachazos a todo cuanto se menea enfrente y a su alcance, chas, chas, chas, chas, hace, tol mundo a donde picó el pollo, y a un inglés que en ese momento se agarra a un obenque caído le corta el brazo a la altura del codo (chas-clac, suena) de un golpe preciso como el de un carnicero que tajase carne de vaca sobre la tabla, y ve caer el brazo por un lado y al inglés por otro, dando alaridos en su puto idioma, entre los dos barcos, glup, chaf, con el montón de hombres que ya están ahí abajo, hundiéndose, flotando a medias, tiñendo el agua con el rojo que escapa de sus heridas y miembros desgarrados, como atunes en las almadrabas de Zahara.