Authors: Arturo Pérez-Reverte
Es curioso. Cuando Ginés Falcó, sorbiéndose los mocos (el humo, el olor de la pólvora, el recuerdo de Ortiz desangrado en la toldilla), regresa e informa a su comandante (no hay problema con la bandera, señor comandante, mientras el teniente Galera siga ahí arriba no creo que la arríe nadie, etcétera), no piensa en la derrota. Ni de lejos. Así de individual se ha vuelto todo, el combate, el desafío inmediato con los dos setenta y cuatro ingleses, el dramático aparte que con sus respectivos enemigos hace cada navío español o francés de los que se encuentran en fuego. Es como si lo colectivo, el resultado final del conjunto, hubiera dejado de importar, y lo que contara fuese el dar y recibir, el tú a tú que se establece entre los tripulantes de un navío y aquellos enemigos a los que disparan y de quienes reciben el daño. Quizá por eso, concluye el joven echando un vistazo alrededor, hombres a quienes el rey y la patria importan en este preciso instante una puñetera mierda (él mismo se sorprende de sentir algo parecido, o casi; patria es una palabra desprovista de sentido en aquel desmadre), se están batiendo sin otro motivo que devolver ojo por ojo, diente por diente, a quienes los martirizan a cañonazos. A menos que en ese momento la patria se circunscriba a la propia piel, a la vida que alienta en el corazón y la cabeza, a los camaradas que caen al lado gritando su estupor, su locura y su rabia. Al lugar remoto, alejadísimo hoy, donde alguien los aguarda. Tantas madres, piensa el joven pensando en la suya. Tantos hijos, padres, hermanos y esposas que ahora mismo, encaramados en las murallas de
Cádiz
o en las peñas del cabo Trafalgar, miran hacia el mar, hacia los estampidos lejanos que suenan más allá del horizonte, o están en otras ciudades y pueblos, ignorantes del heroísmo, la cobardía, la locura, la vida o la muerte de aquellos a quienes aman y esperan. De aquellos por quienes en este momento, golpeada por la metralla inglesa sobre el foso del combés, a proa, la campana del
Anttlla
repiquetea una y otra vez, aguda y lúgubre, doblando a muerto.
La voz de don Carlos de la Rocha arranca al guardiamarina de sus pensamientos.
–¿Se encuentra bien, Falcó?
–Sí, señor comandante.
Ve a don Carlos cambiar una mirada con el segundo oficial Oroquieta. Sin duda, parece apuntar su expresión, la toldilla no ha sido un espectáculo reconfortante para el chico. Pero hoy nadie puede elegir la clase de espectáculo a que se enfrenta. Raaaca, bum. Raaaca, bum. Los cañones propios y ajenos siguen tronando, la arboladura y el casco se llevan lo suyo, los hombres mueren. Hay cosas que hacer, entre ellas procurar que también muera el mayor número posible de enemigos antes de que el
Antilla
y sus tripulantes arríen bandera o se vayan al diablo. Un combate honroso, es lo que estipulan las ordenanzas que debe cumplir con puntual exactitud el comandante de un navío. Una honra calculada en litros de sangre como la ajena que mancha los zapatos, las medias y los faldones de la casaca del guardiamarina (mejor ajena que mía, piensa a ráfagas, con súbita ferocidad). La honra incluye también responder, mientras el navío sea capaz de moverse sobre el agua, a la funesta señal número 5, que sigue izada en lo que queda del trinquete del
Santísima Trinidad
. Y como en ese momento empieza a refrescar el viento otra vez, y las velas se agitan, Falcó oye a don Carlos de la Rocha decírselo al segundo oficial: habrá que moverse, Oroquieta, no vamos a quedarnos aquí rascándonos la entrepierna hasta que nos hundan, de manera que a ver si mareamos el trapo que nos queda, doblamos al perro de babor y luego arribamos un poco más para arrimarnos a lo que queda del
Trinidad
, Que Cisneros, por lo menos, si sigue vivo, vea que intentamos darle cuartelillo. Oroquieta se aparta para esquivar un cuadernal que cae del palo (las redes de combate se han venido abajo hace la tira) y luego mueve la cabeza, dubitativo, señalando al inglés que tienen por el través de babor, en fin, protesta, yo hago marear lo que usted mande, mi comandante, pero dudo que ese cabrón nos deje pasar, sin contar el que tenemos al otro lado, por la aleta, que nos va a romper el ojete de enfilada, con perdón, en cuanto le demos popa franca.
–No es una sugerencia, Oroquieta. Es una orden.
Así que el otro dice no se hable más, mi comandante, y da las órdenes oportunas, que es para hoy, rediez, caza cangreja o lo que queda de ella, afirma los puños de gavia, bracea todo arriba; y pese al caótico barullo de cubierta, con la gente arremolinada en torno a los cañones, artilleros, fusileros, marineros de maniobra, unos disparando como pueden y otros despejando de lo que más embaraza, tirando cadáveres por la borda o arrastrando heridos hasta las escotillas, el contramaestre Campano (que además de hacer ayustes en brazas y escotas cortadas acaba de conseguir bajar la verga mayor y echarla por la borda pese a la que está cayendo) se pone a pegar gritos por encima del estruendo del zipizape, gente arriba y a las brazas de sotavento, maldita sea mi sangre, aulla, y los guardianes empiezan a tocar el silbato y a sacudir rebencazos a los remolones (a un grupo que se ha querido refugiar en el combés lo sacan de allí a bofetadas, pinchándoles en el culo con las bayonetas de los infantes de marina), y el propio comandante se asoma a una y otra banda, pese a los zurriagazos ingleses que vuelan por todas partes, para echar un vistazo y luego mirar arriba, asegurándose de que las bolinas estén claras y no haya jarcia suelta o enredada que estorbe la maniobra y los joda a todos.
–Larga trinquete.
El segundo oficial Oroquieta mira a don Carlos de la Rocha, indeciso, apenas un segundo (la vela de trinquete está cargada desde hace un rato, recogida en su verga para que no se incendie con el fuego del castillo durante el combate), y luego repite la orden primero entre dientes, vale, de acuerdo, masculla, y luego a gritos, bracea verga de trinquete por barlovento, lo quiero para hoy, nostramo, más hombres arriba, larga trinquete, mientras Ginés Falcó observa, inquieto, cómo a proa, en el castillo, don Jacinto Fatás y el segundo contramaestre Fierro empujan a su gente hasta los obenques, a todos cuantos pueden reunir, cuatro o cinco, pero sólo dos y el segundo contramaestre se atreven a subir; así que es el propio don Jacinto quien, exponiéndose mucho, trepa hasta medio camino, voceándoles instrucciones a ellos y a los dos gavieros que ya estaban en la cofa y que ahora, sobre la verga, los pies descalzos en precario equilibrio sobre los marchapiés, sueltan los tomadores y despliegan la enorme lona sobre cubierta pese al fuego de mosquetería que los tiradores ingleses les hacen. Ziaaang, ziaaang. Un fuego que (las cosas como son, y a cada cual lo suyo) los pocos infantes de marina españoles que quedan en las cofas del
Antilla
, parapetados bajo los tamboretes de los palos, devuelven tiro por tiro, crac, crac, crac, cubriendo a sus compañeros.
–Menos mal que aún sobran huevos -murmura Oroquieta.
De puro milagro, observa Falcó, no cae ninguno de arriba, y la maniobra se ejecuta como Dios manda. Entonces el segundo oficial Oroquieta ordena bracear trinquete por sotavento y cazar escotas (las que quedan) mientras cangreja, sobremesana, gavia, velacho y juanete se hinchan con la brisa, la vela de trinquete coge viento, los timoneles mueven la rueda poniendo el timón a la vía, y el
Antilla
empieza a moverse de nuevo lenta, dolorosamente, inclinándose unas pulgadas a sotavento, mientras por su banda de babor las dos baterías bajas y la de cubierta avivan el intercambio de fuego con el inglés que está por ese costado.
–El
Trinidad
se ha rendido, mi comandante.
A Ginés Falcó el corazón se le para en el pecho. La noticia corre por la cubierta, y los hombres tiznados de pólvora, relucientes de sudor, miran hacia sotavento, al centro de la destrozada línea francoespañola donde el legendario cuatro puentes, el navío más poderoso del mundo, arrasado de todos sus palos y con la cubierta deshecha, acaba de rendirse tras cuatro horas de horroroso combate. Cagoentodo. La parte positiva, comenta el segundo oficial Oroquieta (siempre práctico, el fulano), es que ya no hay que ir hasta allí para ayudarlo, pasando entre los ingleses. Así que nada: tranquis y a cuidar nuestro pellejo. Pero don Carlos de la Rocha, impasible, señala con el mentón hacia el
Neptuno
, que continúa batiéndose cerca, a sotavento del
Antilla
. Entonces intentemos socorrer a Valdés, dice, porque ahora los que machacaban al
Trinidad
irán a ocuparse de él.
–¿Y quién nos socorre a nosotros?
–Cállese, cono.
Entonces, de pronto, algo hace patapumba, pumba, a lo lejos. El teniente Machimbarrena (un artillero de tierra regordete y rubio que ocupa el puesto del fallecido Cebrián), que dirige el fuego de los cañones que aún disparan en el
alcázar
, se queda con el brazo que sostiene el sable en alto, de pasta de boniato, igual que el resto de los artilleros. Hasta Juanito Vidal vuelve a asomar la cabeza por la escala del combés. Esta vez el estampido se ha elevado por encima del fragor del combate, aunque viene de muy al sur, casi al extremo de la línea aliada (o de lo que a estas alturas queda de ella), donde la nube de humo oscuro del navío que llevaba un rato ardiendo acaba de convertirse en un hongo negro, enorme y siniestro. Un barco acaba de volar por los aires, sin duda porque el fuego ha llegado a su santabárbara.
–Ojalá sea inglés -comenta Oroquieta, sin mucha convicción.
Ginés Falcó, después de mirar, espantado como todos, la densa columna de humo negro, observa que don Carlos de la Rocha, inmóvil en apariencia, engarfia los dedos entrelazados de las manos que mantiene a la espalda. Pero su voz parece serena cuando se vuelve a los timoneles y al contramaestre Campano, ordenándoles mantener el rumbo para arribar luego y doblar por el bauprés al inglés de sotavento, que también marea velas al observar la maniobra del
Anttlla
, oliéndose la jugada. – Escotas de sobremesana en banda. – A la orden, señor comandante. – Carga cangreja.
El contramaestre Campano mueve la cabeza. – Imposible, don Carlos. Están picados los brioles. – Haga lo que pueda, nostramo. – Como mande usía… Pero tampoco queda ya mucha vela que cargar.
El comandante se encoge de hombros. Proa al
Neptuno
, ordena a los timoneles. El segundo oficial Oroquieta hace ademán de asomarse a la batayola y mirar atrás, pero lo piensa mejor (allí silba de todo menos música) y se limita a dirigir una mirada inquieta a don Carlos de la Rocha, que Ginés Falcó interpreta de sobra. El inglés de la aleta va a soltarles una andanada por la popa de un momento a otro. Una como para jiñarse. Así que angustiado, los músculos en tensión, el guardiamarina mira alrededor, calculando en qué lugar estará más protegido cuando llegue la descarga. Y entonces llega, tump, tump, tump, con crujidos y choques secos de balas incrustándose en los yugos de popa y en el palo de mesana, y el rumor bajo sus pies, haciendo temblar la cubierta, de otras balas que siguen camino libre a lo largo de los entrepuentes, zuuuas, zuuuas, zuuuas, con los chasquidos de la madera al quebrarse y el metálico clingclang del hierro al golpear en los cañones. A saber, piensa, cuántos cascabeles nos ha capado. Pero pronto deja de pensar, porque una bala golpea en el parapeto de la batayola de babor, hace saltar por los aires una nube de trizas blancas, mochilas y coyes pulverizados, y con ella extiende en abanico, hacia el alcázar, un enjambre de astillas aguzadas como puñales. Falcó siente un golpe en la espalda que lo tira de bruces, y en el suelo se revuelve, angustiado, en busca de la herida que no tiene. Sólo una dolorosa contusión. Al incorporarse ve al segundo oficial Oroquieta boca abajo con la cabeza abierta y los sesos desparramados sobre la cureña desmontada de un cañón, al comandante sujetándose el brazo donde tiene clavada una astilla de dos palmos, a Roque Alguazas, el patrón de su bote, atendiéndolo, y a varios muertos y heridos entre los fusileros y las dotaciones del alcázar, entre ellos el teniente de artillería de tierra Machimbarrena, a quien el contador Merino y otros dos marineros bajan por la escotilla con la mitad de una pierna colgando, sujeta sólo por tiras de carne y piel, mientras pega unos alaridos que hielan la sangre. En ese momento cae el palo de mesana.
–¡El
Neptuno
arría la bandera!
Ginés Falcó no tiene tiempo de analizar sus sentimientos, pero son de extrema soledad. Se limita a echar un rápido vistazo al navío amigo, completamente desarbolado, la artillería desmontada y el casco hecho astillas (la carnicería a bordo debe de ser curiosa), que tras una resistencia tenaz, enfrentado a varios ingleses, acaba de suspender sus fuegos. Luego sigue dando hachazos. Desde hace rato trabaja a la desesperada, con un grupo de marineros, para cortar la jarcia que mantiene los restos del palo que flotan en el agua sujetos a la aleta de babor del
Antilla
, frenando su marcha como un ancla flotante y haciéndolo caer muy despacio para esa banda. Falcó, la casaca desabrochada y empapado de sudor, un pie sobre el trancanil, maneja el hacha con ambas manos, cortando cuanto puede, agachándose cada vez que la mosquetería repica en la tablazón o el inglés que se mantiene por el través les envía otra andanada. Intentando no pensar en los sesos desparramados del segundo oficial Oroquieta (han tirado el cuerpo por la borda, pero los sesos siguen ahí) ni en ninguna otra cosa. A pocos pasos, en el alcázar, don Carlos de la Rocha, ahora en mangas de camisa y con un vendaje ensangrentado en torno al brazo derecho, se mantiene en pie, muy pálido pero tranquilo en apariencia, pese a la devastación y al desorden que, poco a poco, se adueñan del nsavío español.
–Todo zafo, señor Falcó.
El guardiamarina deja caer el hacha y apoya las manos en la astillada regala, exhausto. Al otro]aJ0
¿e\
inglés que los cañonea por la amura de babor, ej panorama puede apreciarse ahora con mayor claridad, p,ues jos buques españoles y franceses rendidos han suspendido ej fuego, y la brisa se lleva el humo a sotavento, acidando el lugar de la batalla. Por barlovento, donde el sol s^ encuentra ya muy cerca del horizonte aturbonado y rojizc^
\os
cuatro navíos franchutes de la división Dumanoir y tí^dos sus anfansdelapatrí han desaparecido con mucha prisa. Por sotavento, hasta donde abarca la vista, todo es ur^a sucesión de navíos desarbolados y hechos astillas, aún aferrados algunos con sus captores británicos, una docen a de los cuales están tan rotos como sus presas. Además (JeJ
Trinidad
el
Bucentaure
y el
Redoutable
, Falcó cree identificar entre los rendidos del centro a los españoles
Sar*ta Ana, San Agustín, Monarca y Bahama, y
a los gabachos
Fougueux y Aielealgunos
tan pasados de balazos que no los conoce ni su padre, hasta el punto de que parece imposible se mantengan a flote. Hay mucha gente en el agua, intentando subir a los botes o a los maderos a la deriva, nadando, ahogándose. El joven coge el catalejo y echa un vistazo. La sensación de soledad se hace más intensa, como sj e¡ cielo se nublase también dentro de su corazón. Sólo un navío combate al final de la antigua línea aliada, a} sur› rodeado por cuatro o cinco enemigos: alguien asegura que Se trata del brigadier Churruca y el
San Juan Nepomuceno
. Lo que sí puede apreciarse con claridad es un grupo de navíos españoles y franceses que se aleja del combate por sotavento con rumbo nordeste, hacia Cádiz, siguiendo las aguas del
Príncipe de Asturias
, donde el almirante Gravina, si es que sigue vivo, ha izado algo de vela y la señal de reunión absoluta y retirada en el único trozo de palo que le queda, mientras navega remolcado por una de las fragatas de observación francesas. Dispuesto, supone Falcó, a hacerle un elegante y muy diplomático parte de incidencias de la batalla a don Manuel Godoy. Hasta en el cielo de la boca, Excelencia, como estaba previsto. Las hostias. Siguiendo al
Príncipe
, el guardiamarina cuenta hasta diez navíos españoles y franceses: unos desmochados de palos y masteleros, tan maltratados como él, y otros casi intactos, como el
San Justo
, el
San Francisco de Asís
, el
Rayo
y el francés
Héros
.