Authors: Arturo Pérez-Reverte
–Garlopa.
–Mande usté, don Ricardo.
–¿Cuánta agua hay en la bodega?
–Tres pies y una miaja.
–¿Podemos aguantar a flote?
–Eso depende de las sircustansias… ¿Cuánto tiempo, si me permite usté la curiosidá?
–Un cuarto de hora más.
Los hombres que hay en el alcázar se miran entre sí. También esta vez Marrajo comprende el sentido de la pregunta, el plazo que el teniente de fragata Maqua le pide al carpintero jefe: suficiente para que nadie diga que el
Antilla
se rinde antes de tiempo, recién tomado él su mando, y también lo justo, por otra parte, para que el barco no se vaya al fondo con doscientos heridos atrapados en la bodega. Más los que caigan. Y mientras Marrajo, algo desconcertado por tales cálculos (nunca en su vida terrestre imaginó que, en un barco, luchar o rendirse dependiera de cuarto de hora más o cuarto de hora menos), se pregunta cuántos muertos y heridos costará eso, el carpintero jefe se rasca la cabeza bajo el gorro de lana que lleva puesto. Con lo que llevamos embushao, dice al fin, y con mi hente y el buso metiendo tapabalasos y clavando planshas en el sollao, no hay problema, don Ricardo, siempre que las bombas ashiquen como es debió (menos mal que las dos inglesas son de doble émbolo) y no se estriñan con toda la mierda que, con perdón, hay en la sentina después de tanto batirnos el cobre. Pero si los míster siguen sobándonos la lumbre del agua, no respondo. ¿Mesplico?
–Te explicas. Vete abajo y haz lo que puedas.
–Como usté diga, don Ricardo. Con su permiso.
Garlopa desaparece por la escotilla y el teniente de fragata se queda pensando, atento al retumbar bajo sus pies de los cañones que siguen disparando en la primera y segunda baterías. «Mi deber», le oye murmurar Marrajo entre dientes, por lo bajini. Luego el teniente de fragata se vuelve hacia el contador.
–Merino.
–Mande, don Ricardo.
–Vaya a la segunda batería, salude de mi parte al señor Grandall y pídale que suba al alcázar… Y usted, Falcó, baje a la cámara del comandante, meta los pliegos reservados, los libros de claves y señales secretas en una bolsa de lona, átelos a una palanqueta y tírelos por la borda.
–A la orden.
Mientras el guardiamarina desaparece agachándose bajo los restos de la toldilla, don Ricardo Maqua mira de nuevo el sol, y después vuelve a observar otra vez el palo mayor (que sólo de milagro sigue ahí) antes de asomarse un poco sobre la regala destrozada para observar el navío inglés que los bate por estribor. Entonces sube por la escala que hay bajo la toldilla el alférez de navío Jorge Grandall, único oficial de marina del Antilla
que, con don Ricardo Maqua, queda sano a bordo. Viene agotado, sucio, sin sombrero. Sacudiéndose la casaca donde luce, sobre el hombro derecho, la única charretera de su grado. Con un arañazo en la cara. Mira el panorama sin decir palabra y luego a su superior. Tengo el mando, dice éste con sencillez. Grandall asiente.
–¿Cómo lo ves?
–Como tú.
–Se ha hecho todo lo humanamente posible.
–Más que eso.
Don Ricardo se queda callado un rato. La gente ha cumplido bien, murmura de pronto, pensativo. Demasiado bien, confirma de nuevo Grandall. Tienes mi conformidad para rendir el navío. Aún está diciéndolo cuando el aire resuena raaca, bum, bum, clac, clac, clac, todo se llena de hierro zumbando, y una nueva andanada inglesa (esta vez no es metralla sino bala maciza) golpea la banda de estribor, desparrama astillas y jarcia rota, y hace que se agachen Grandall y los otros. Todos menos el teniente de fragata Maqua, que sigue absorto en sus reflexiones, mirando el palo mayor. Así lo encuentra el guardiamarina Falcó a su regreso.
–Todo en el agua, don Ricardo.
El oficial no responde. Sigue atento al palo, como echando allí algo de menos.
–La bandera -dice de pronto.
Marrajo mira hacia arriba igual que los otros, desconcertado, hasta que comprende. La andanada casacona ha cortado la driza de la bandera, izada en el palo mayor al caer el de mesana. Ahora el trapo rojigualda cuelga sobre los destrozados cabuleros del propao, en cubierta.
–Un cuarto de hora más -murmura el oficial, como para sí mismo.
El alférez de navío Grandall duda un instante y quiere decir algo, pero lo piensa mejor. Saluda y desaparece bajo la toldilla, de vuelta a su batería. Don Ricardo Maqua se vuelve a mirar fijamente al guardiamarina Falcó, y Marrajo observa cómo el muchacho, que se había puesto pálido bajo la mugre de la cara, enrojece de pronto mientras afirma con la cabeza. No puede ser, piensa el barbateño. No me creo que, por quince cochinos minutos y un pedazo de tela, don Ricardo mande a este chinorri a jugársela de esa manera. Si tantas ganas tiene, que vaya él. O ese otro de una sola charretera. Ellos y todos los que nos metieron aquí. Y además lo manda sin decírselo, espilfarrándose varios pueblos, como si se lavara los dátiles en plan Pilatos. Mala congestión le dé. Que este chico tendrá madre, digo yo. Y a estas alturas da lo mismo bandera que no bandera, o sea, nos la refanfinfla de proa a popa: nuestros cañones aún disparan y esos perros de ahí afuera nos van a seguir fileteando igual. O más.
El caso es que Marrajo todavía está pensando todo eso, a medio camino entre la indignación y el desconcierto, cuando ve al guardiamarina santiguarse y luego apretar los dientes, agachar la cabeza y salir disparado por la cubierta, saltando por encima de los escombros y los destrozos, en dirección al palo mayor. Con más agallas que una tintorera. Y lo que son las cosas chungas de la vida. Acto seguido, sin tiempo a reflexionar, empujado por un impulso extraño que lo estremece de la cabeza a los pies, el propio Marrajo levanta el rostro al cielo y se caga en don Ricardo Maqua y en Dios, por ese orden, en voz alta y clara, y luego sale despendolado detrás del chico, a toda leche, sin saber muy bien por qué. Tal vez porque le conmueve verlo allí solo, corriendo por la cubierta devastada, hacia la puta bandera de colores.
Y ahora sí que me la endiñan, piensa, los pulmones ardiendo por el sofoco. Ahora sí que me dan en la cresta, o me vuelan los huevos, o me sacan las túrdigas del pellejo, y a ver qué carajo de la vela hace el hijo de mi madre en este cirio, y de quién son las piernas con las que acabo de echarme esta carrera tan a lo gilipollas detrás del chinorri. A ver cuánto me duran las gambas antes de que una bala o palanqueta casacona se me lleve una, o un brazo, o la cabeza, o una de esas balas de mosquete que repiquetean alrededor como repelón de bautizo buscándome con tantas ganas, que se aplastan o se incrustan en el palo, llegue y se me aloje en los malditos sesos, haciéndome dar la boquea. A ver, cono, a ver, cuándo me tocan los iguales: la Negra, el Casamiento, la Breva. La Muerte. Tengo menos sentío que un salmonete. Que alguien venga, pare esto y me diga qué hostias estoy haciendo aquí.
Pero nadie se lo dice, claro. Sólo oye raaaca, raaaca, pumba y pumba, crujir de maderas rotas, silbar de astillas, pasar balas. El finibusterre. Y así, agazapado al pie del palo, oyendo volar hierro por todas partes, de rodillas sobre la tablazón rota de la cubierta que se estremece a cada nuevo impacto (me van a poner de plomo como al lagarto de Jaén, se dice), Nicolás Marrajo ayuda con dedos nerviosos al joven Falcó en su intento por ayustar la driza. La bandera, observa (nunca había visto una tan de cerca), tiene una corona, un castillo a la izquierda, y a la derecha un león de pie y con un palmo de lengua fuera, el hijoputa. Tan asfixiao como ellos. Pero al león y al castillo y a la corona les van a dar mucho por saco, porque no consiguen izarlos. La driza se ha salido de su roldana, arriba en la cofa, y no hay nada que hacer. La bandera se queda abajo como España se queda sin barcos. Hasta la siega del tocino. Ésa es la fija. Por un momento, el guardiamarina y Marrajo se miran, indecisos.
–Vamonos, almirante -sugiere el barbateño, práctico.
El chico es tozudo. Niega con la cara vuelta hacia arriba, negra de pólvora y reluciente de sudor, a los obenques que aún quedan tensos, y que van de la mesa de guarnición de estribor hasta la cofa, con flechastes intactos donde aún se pueden apoyar los pies. Tela. Ni se te ocurra, chaval, empieza a decir Marrajo; pero antes de que pueda articular una sílaba, el guardiamarina agarra la bandera, se la ata a la cintura, se pone en pie y sube de un salto a la mesa de guarnición, por fuera de la borda destrozada. El jodio. Sin darse cuenta de lo que él mismo hace, Marrajo se incorpora tras el joven para sujetarlo por el faldón de la casaca e impedirle seguir, y en ese momento, descubiertos ambos como liebres en un prado, los tiradores de las cofas del tres puentes inglés, situado a pocas brazas por el través de estribor, se frotan las manos, claro, y empiezan a dispararles mosquetería, crac, crac, pam, pam, pam, y los abejorros de plomo silban por todas partes, chascando contra la regala, en los tablones rotos. Chac, hacen. Chac, chac, chac. Sin achantarse, emperrado en lo suyo, el joven intenta liberar el faldón de la casaca, pone un pie en los flechastes y luego el otro, trepa un poco, y en ésas llega una bala cabrona y le pega en una pierna con un crujido al romper el hueso, craj, hace (Marrajo lo oye partirse como si fuera una rama), y el guardiamarina emite un quejido ahogado antes de soltarse y caer de espaldas mientras Marrajo tira de él desesperadamente, ven aquí, joder, y sólo gracias a tenerlo cogido por el faldón logra atraerlo hasta la cubierta, evitando que se vaya al mar.
Entonces (cosas de la vida) el barbateño se vuelve loco. Pero loco de atar, o sea. Absolutamente majareta. Mientras el chico se arrastra por la cubierta dejando un reguero de sangre y rompiendo como puede tiras de su camisa para hacerse un torniquete en el muslo, Marrajo se inclina sobre él, le quita en dos manotazos la bandera de la cintura, se pone en pie, y encaramándose por los tablones rotos de la regala a la mesa de guarnición, importándole ya todo un huevo, agita el paño a gualdrapazos en dirección al tres puentes inglés. Perroshijosdelagrandísimaputa, aulla hasta que parece a punto de rompérsele la garganta. Mecagoenvuestrosmuertoscabronesyenlaputaqueosecb.óalmundo, joder todo ya. Por mis dos huevos. Por tos mis muertos. Por Cristo y la Virgen que lo parió.
–¿Y sabéis lo que os digo?… ¿Sabéis lo que os digo, casaconesjodíosporculo?… ¿Queréis saberlo?… ¡¡¡Puesquemevaisachuparelcipoteeeeee!!!
Y luego, ronco de gritar, sordo de sus propias voces, oyendo como un rumor confuso, lejano, los estampidos de los disparos, los cañonazos, el ziaaang, ziaaang de las balas que buscan su cuerpo, Nicolás Marrajo Sánchez, natural de la ensenada de Barbate, provincia de Cádiz, hijo de madre poco clara, sin trabajo ni profesión conocida salvo la de picaro, contrabandista, rufián y buscavidas, escoria de las Españas, reclutado forzoso por un piquete de leva en la taberna La Gallinita de Cai, se envuelve la bandera roja y amarilla en torno a la cintura, remetiéndosela por la faja, y se pone a trepar como puede por los obenques, tropezando, resbalando en los balanceos y sujetándose de milagro, mientras todos los ingleses del mundo y la perra que los trajo apuntan con sus mosquetes y le disparan, pam, pam, pam, y él sigue trepando y trepando ajeno a todo, entre docenas de plomazos que pasan zumbando, ziaaang, ziaaang, y él sube y sube y requetesube, una mano, un pie, otra mano, otro pie, entrecortado el aliento, los pulmones en carne viva y los ojos desorbitados por el esfuerzo, blasfemando y jiñándose a gritos en cuanto albergan el cielo y la tierra, cagoendiezycagoentodo, sin mirar abajo, ni al mar, ni al paisaje desolador de la batalla, ni al tres puentes inglés cuyos tiradores, poco a poco, sorprendidos sin duda por esa solitaria figura que trepa al palo del barco moribundo con una bandera sujeta a la cintura, van dejando de disparar, y lo observan, y hasta algunos empiezan a animarlo con gritos burlones al principio y admirados luego, hasta que el fuego de mosquetería cesa por completo. Y cuando por fin Marrajo llega a la boca de lobo de la cofa, y allí, las manos temblando, con uñas y clientes, como puede, anuda la bandera y ésta se despliega en la brisa (el puto león con la lengua fuera), desde el navío inglés llega el clamor de los enemigos que lo vitorean.
Informe del teniente de navío Louis Quelennec, comandante de la balandra de S.M.I. y R.
Incertain
, al comandante general de la escuadra combinada.
Cádiz, 3 de brumario (25 de octubre)
Excmo. Sr.:
Habiendo recibido el 23 del corriente (1 de brumario) orden de darme a la vela de la bahía de Cádiz con las fragatas y seis navíos españoles y franceses, a fin de socorrer en lo posible a los buques desmantelados de nuestra escuadra después de la batalla y del temporal del SO que se levantó esa misma noche y al día siguiente, y tras oírse durante toda la noche cañonazos de buques pidiendo socorro cerca de la costa, verifiqué la salida en cuanto me fue posible, con viento abonanzado del S, fuerte marejada y cielo nuboso amenazando lluvia. Reconocí desde la bahía de Cádiz hasta el cabo Trafalgar, dando caza a algunas velas que resultaron ser navíos ingleses llevando a remolque navíos propios o presas con rumbo a Gibraltar, de las que nuestra fuerza represó a los españoles Santa Ana y Neptuno, después de que, por lo sabido, los prisioneros dominaran a las dotaciones británicas que los marinaban, adueñándose otra vez de ellos. Según parece, el enemigo estaría remolcando hasta cerca de Gibraltar los navíos españoles Bahama, San Ildefonso, San Juan Nepomuceno. San Agustín y Argonauta, aunque tan maltratados por el combate que se ignora si aún seguirán a flote.
Refrescando el viento al SSO hasta volverse el tiempo duro y cerrado con agua, pasé la noche del 23 entre chubascos y a la capa a la altura del cabo Trafalgar, separado de nuestra fuerza y procurando mantenerme lejos de los bajos de la zona, y al amanecer del 24, habiéndome acercado de nuevo a la costa para barajarla hacia el N, tuve el dolor de ver las playas llenas de despojos, pertrechos y cadáveres arrojados por el mar, y muchos navíos desarbolados y rotos, llevados allí por el temporal después de que el enemigo se viera obligado a picar los cabos de remolque o las tripulaciones apresadas se sublevaran. De navíos franceses pude reconocer, además del Bucentaure y el Aigle a la entrada de Cádiz, el Fougueux por la parte de Sancti Petri junto a un navío inglés de 84 cañones que no pude identificar y que tenía mucha gente ahogada, el Indomptable cerca de Rota y el Berwick frente a Sanlúcar, incendiado por el enemigo. Allí estaba también el español Monarca, tumbado sobre su banda de babor y abandonado por los ingleses con mucha gente herida dentro, a la que por el mal estado de la mar no pude socorrer. De los otros navíos españoles identifiqué al Neptuno y al Francisco de Asís varados por la parte de Santa Catalina, y al Rayo apresado por los ingleses y en muy mala situación frente a Sanlúcar. Unos pescadores de Rota me confirmaron que a resultas del temporal se ha ahogado muchísima gente, y que los lugareños están socorriendo por igual a náufragos españoles, franceses e ingleses. Corresponde participar igualmente a VE. que, según todos los indicios, el Santísima Trinidad, que también iba a remolque de navíos ingleses (al parecer tuvo a todos sus oficiales heridos o muertos), habría terminado hundiéndose por los graves daños sufridos en el combate, por lo visto con muchos heridos y mutilados a bordo, que no pudieron salvarse por su mal estado. En la costa ha aparecido un trozo grande de su casco. Ese ha sido también el desgraciado caso del Antilla, de cuya suerte se ignoraba todo hasta que tuve conocimiento con las primeras luces de ayer, cuando, el cabo Trafalgar demorando un cuarto de legua por el NE, di con un serení medio anegado a bordo del cual se encontraban dos supervivientes de ese navío. Según el relato de éstos, el Antilla, capturado por los ingleses en los últimos momentos del combate del día 21 y remolcado a Gibraltarpor un navío británico que parece ser el Spartiate, hallándose desarbolado de todos sus palos y muy maltrecho por los daños sufridos y por el temporal subsiguiente, se fue a pique en la noche del 22 con mucha gente y gran número de heridos a bordo, incluido su comandante, que a causa de su grave estado no pudo ser transbordado con otros prisioneros al buque inglés. Los dos españoles supervivientes, que he desembarcado hoy en Cádiz, son un guardiamarina herido en una pierna y un marinero que cuidaba de él.