Authors: Arturo Pérez-Reverte
–La que está cayendo, compañero.
–Más vale allí que aquí.
–Eso sí, la verdad.
–Una estiba que te deshidratas.
Pero si muchos de ellos deben de sentirse aliviados viendo los toros desde la barrera, ése no es el caso de Ginés Falcó, ni de refilón. El tiempo que lleva navegando no le ha quitado todavía el sentido de la disciplina, de los deberes de un futuro oficial de mar y guerra, el amor a la patria, a la gloria y toda esa murga. Así que el joven se debate entre el desconcierto y la vergüenza. Normal. Además, está seguro de no ser el único. Cierto es que el teniente chusquero, con el cuello de la casaca desabrochado, el pelo revuelto y los ojos vidriosos, parece lejos de comprender nada; pero la cara del veterano segundo contramaestre Fierro, su forma de manosear el pito de latón que le cuelga de un ojal de la casaca parda, sus miradas respetuosas pero significativas repartidas entre el lugar del combate y don Jacinto Fatás, cantan
La Traviata
(cosa singular, por otra parte, ya que a estas alturas
La Traviata
todavía no la ha compuesto nadie). El caso, resumiendo, es que el contramaestre sí sabe de qué va el asunto, y no se le escapa el casposo papelón que está haciendo la vanguardia, o sea, ellos. El
Antilla
y los colegas. Y cuando Falcó se vuelve hacia proa y echa un vistazo más allá del bauprés, al coronamiento de la toldilla del
Neptuno
, que navega delante, a un cable, ciñendo muy tranquilo el viento con gavias y juanetes, comprueba que los oficiales del otro navío español se agolpan en torno al brigadier don Cayetano Valdés mirando también hacia atrás, con pinta de estar murmurando lo suyo. Y no es para menos. Cuando el segundo comandante Fatás hace un ademán de impotencia con las manos en dirección a éstos, uno de ellos responde del mismo modo. A mí que me registren, compi. Donde hay patrón, etcétera. Yo soy un mandado.
–Señales en el
Formidable
, don Jacinto.
El segundo contramaestre Fierro señala las banderas que ascienden por la jarcia del buque del almirante Dumanoir y se despliegan en la brisa. El capitán de fragata Fatás se vuelve con rapidez y da unos pasos hasta la cureña del tercer cañón de babor del
Antilla
, encaramándose a ella para ver mejor, con el catalejo incrustado bajo la ceja derecha. Los sirvientes de la pieza se hacen a un lado para dejarle sitio, respetuosos, y el guardiamarina Falcó le va detrás.
–Está repitiendo las señales del
Bucentaure
, me parece.
–Sí -confirma el joven-.
A toda la vanguardia. Virar por avante
.
–Joder. Ya era hora.
Ginés Falcó siente que se le eriza la piel de la nuca. Ahora sí, piensa. Por fin. De popa llegan órdenes por la bocina, y la cubierta del navío se llena de hombres que acuden avivados por los gritos, los pitos y los rebencazos de contramaestres y guardianes. El teniente de voluntarios de Cataluña parece despertar de un sueño, se cierra el cuello de la casaca y ordena a la veintena de soldados bajo su mando que se pongan a las órdenes del contramaestre para tirar de las brazas o lo que se les mande. Ya mismo, ar. Ep, aro, ep, aro. Hay hombres trepando a la verga de trinquete y a la de velacho, los veteranos empujando a los de tierra adentro, arriba, cono, arriba, cuyos pies descalzos vacilan, torpes, en la jarcia alquitranada. Un hombre con trazas de campesino blasfema de Dios y de la madre que lo parió al atraparse la mano en un cabulero, y antes de que el guardiamarina Falcó lo amoneste y le pida el nombre para ser castigado según las ordenanzas (de doce o veinte palos hasta azotes sobre un cañón, a gusto del comandante), el segundo contramaestre Fierro, amigo de simplificar las cosas cuando se está en zafarrancho, le cruza al fulano la boca con el rebenque, zas, zas, zas, tres golpes que dejan al infeliz sangrando, las manos en la cara y la sangre escurriéndosele entre los dedos.
–Poco viento -comenta don Jacinto Fatás, mirando el grimpolón-. Tenemos la virada por avante un poquico jodida.
En efecto. Vela que toca el palo, malo, dicen los que saben. Por mucho que se braceen las vergas, la brisa del oestenoroeste no parece suficiente para que tres mil toneladas de madera y hierro pasen la proa por el ojo del viento. Que es mucho pasar, y más teniendo en cuenta que el
Antilla
, aunque es un navío moderno y maniobrero (el
San Ildefonso
, su gemelo, también navega en la escuadra aliada), lleva en su batería baja cañones de 36 libras en vez de los de 24 recomendados en los planos originales. Entorpecido además por la marejada, el buque no debe de navegar ahora a más de dos nudos. Y Ginés Falcó conoce de sobra el problema: si en vez de orzar y virar por avante el barco arriba, pasando el viento por la popa, el círculo descrito será tan amplio que lo alejará mucho del lugar del combate. Para negar al carajal por barlovento, eligiendo sitio para pelear, tal vez haya que ayudarse en la virada con los botes que están en el agua; así que Fatás ordena al guardiamarina que vaya a popa y se ofrezca al comandante para ayudar en la faena. A sus órdenes, señor segundo, dice el chico. Y mientras se abre paso entre los marineros y soldados que atestan el pasamanos de babor, comprueba que algunos navíos de la vanguardia ya han iniciado trabajosamente la virada, balanceándose en la mar agitada y con las velas atrapando muy poco viento. El de cabeza, el
Neptuno, orza
muy despacio, flameando gavias y velacho, y algún navío francés, como el
Scipion
, se ayuda con los botes, los marineros remando, allez, allez, allez, para remolcar la proa hacia la brisa.
–A sus órdenes, señor comandante… Don Jacinto me pone a su disposición por si hay que usar los botes.
–No creo. Pero quédese aquí, por acaso.
Falcó echa un vistazo a la gente de la toldilla. El comandante, que ha ordenado largar todo el trapo posible y arribar una cuarta para ganar algún nudo extra de velocidad, está apoyado en el antepecho sobre el alcázar, observando la maniobra acompañado por el segundo oficial, teniente de navío don Javier Oroquieta, y por el teniente don Antonio Galera, que manda la tropa embarcada de infantería de marina, de la que hay veinte granaderos selectos formados al pie de la escala. En vez del uniforme marrón de faena, Galera ha ordenado que, para la ocasión, esos veinte lleven, como él, la ropa de tierra: sombrero con escarapela, casacas cortas azules de vueltas encarnadas y ancla de latón en el cuello, calzón blanco y polainas negras. Su aspecto es impecable, y se encuentran listos para subir a la toldilla en cuanto empiece el combate. El guardiamarina Cosme Ortiz se encuentra en su puesto, junto a los cajones de banderas. Roque Alguazas, el patrón del bote del comandante, las manos metidas en los bolsillos de su casacón de botones dorados, se mantiene un poco aparte, junto al primer piloto, un veterano alférez de
fragata
llamado Bartolomé Linares, que transmite por la bocina las instrucciones a su ayudante y a los timoneles que están en la cubierta de abajo, junto al timón y la bitácora, protegidos bajo la toldilla. Y los diez artilleros de las carroñadas, que han cargado y cebado las dos de babor, se ocupan ahora de alistar las de estribor. Las balas y los saquitos de metralla están dispuestos junto a las piezas, cada llave de pedernal tiene puesta su driza del tirador, y la mecha de reserva humea en su barril de arena.
–Hacemos menos de tres nudos, mi comandante -informa Oroquieta-. Dicho en lenguaje terrícola, una mierda. – Pues nos tiene que valer.
El guardiamarina Falcó observa con intensa atención a don Carlos de la Rocha. Aquí es donde se revela la verdadera condición de un marino. Fallar la virada por avante significa caer a sotavento y perder el puesto en la formación, e incluso verse sin posibilidad de acudir al combate. Así que el comandante, junto a la escala de estribor que baja de la toldilla al alcázar, dirige él mismo la maniobra: silencio todo el mundo, acuartela cangreja, timón a la orza, escotas en banda, etcétera. Azuzada por los contramaestres, los gavieros arriba y todo el mundo en sus puestos de proa a popa, la gente trabaja en las brazas de barlovento, brandales y burdas de sotavento, bolinas, amuras y escotas. Y la compleja máquina empieza a actuar. A medida que el
Antilla
salta bolinas y acerca su proa al viento, el velacho del trinquete flamea y luego, braceado por sotavento, se pone en facha.
–Todo delante en facha, mi comandante. – Levanta amuras mayores.
–Sobremesana en facha, mi comandante.
–Pues allá va con Dios.
Algunos marineros se persignan. Falcó mira a don Carlos de la Rocha, que no aparta las manos de los costados pero mueve los labios como si rezara. Qué curioso, piensa el guardiamarina. Los españoles, los italianos y los portugueses somos los únicos que invocamos a Dios en las viradas por avante, como los pescadores al largar las redes. Es como descargar en él parte de la responsabilidad. O toda.
–Orza a la banda.
Con ayuda de Dios o sin ella, lo cierto es que la proa se mueve muy despacio. Aunque el comandante ha ordenado abroquelar el velacho y acuartelar foques para facilitar la maniobra, la orzada del navío es desesperantemente lenta.
–Parece que este cabrón no quiere virar.
–Lo estoy viendo, Oroquieta. Cierre el pico.
–A la orden.
La proa del
Antilla
vacila en el viento, cabecea de forma interminable, pierde velocidad, parece a punto de volver atrás. Pero, poco a poco, el bauprés empieza a moverse hacia babor, a barlovento, con la gavia de mayor flameando. En la cofa de mesana y abajo, al pie del palo, en la toldilla, media docena de marineros, algunos sirvientes de las carroñadas, un guardián y el primer contramaestre se mantienen listos para cargar la gran vela cangreja si la virada por avante se va a tomar por saco y el comandante ordena virar en redondo. La voz de Oroquieta suena más animada.
–Viento a fil de roda… Viento a una cuarta por estribor, mi comandante.
–Cambia al medio.
Ginés Falcó mira, como todos, hacia arriba. La gavia de la mayor aún flamea indecisa, pero empieza a abolsar viento. El
Antilla
, buen chaval, está logrando virar. – Viento abierto a tres cuartas, mi comandante. – Arría escotas de foques.
El guardiamarina mira alrededor, hacia los otros navíos. Pese a la orden de virar por avante a un tiempo, toda la vanguardia no ejecuta la maniobra de modo homogéneo. Igual que está haciendo el
Antilla
viran por la proa el
Formidable
del almirante Dumanoir, los franceses
MontBlanc, Scipion, Duguay-Trouin
y el español
Neptuno
; el gabacho
Intrepide
, que falla la virada por avante, lo hace al fin por redondo, ciñendo luego el viento cuanto puede para mantener la proa en dirección al combate; pero el
San Francisco de Asís
, el decrépito tres puentes
Rayo
(lastrado además por el peso excesivo de sus cien cañones) y el francés
Héros
, ya sea porque fallan la virada, porque sus comandantes consideran más oportuno hacerlo popa al viento, o porque el médico les ha prohibido terminantemente recibir ninguna clase de balazos (que son fatales para la salud), viran en redondo y se dirigen a sotavento, tan panchos.
–¿Pero dónde cojones van ésos? – Atienda a lo suyo, Oroquieta. – Sí, mi comandante… Pero es que MacDonnell y Flórez se largan.
–Ese no es asunto nuestro. Vigile la maniobra, maldita sea.
–A la orden. Tenemos el viento a la cuadra.
–Caza foques y trinquete. Timón a la vía.
Mientras el
Antilla
completa la maniobra (doce minutos exactos, el doble de lo que emplea una tripulación entrenada), Ginés Falcó comprueba que la orden de virar acaba de dividir la vanguardia en dos: los siete navíos que más o menos apuntan al lado oeste de la línea, al barlovento que les permitirá dirigirse hacia el lugar donde se combate, y los tres que aproan hacia el lado este, el más seguro de la línea, lejos del verdadero centro de la batalla y con
Cádiz
a mano para largarse soltando membrillo si hace falta. Prudencia marinera, o sea. Como al segundo oficial Oroquieta, a Falcó le sorprende que el capitán de navío Flórez, y sobre todo el brigadier MacDonnell, los comandantes del
Asís
y el
Rayo
, tomen un rumbo que los aleja de la lucha, como también ese francés, el
Héros
(pese al nombre, algunos tienen de heroico lo justo). Por si fuera poco, y para complicar las cosas entre los que sí están en situación de combatir, los gabachos
Intrepide
y
MontBlanc
acaban de abordarse en plena maniobra, enredándose las jarcias y rifándose la vela cangreja del primero. El segundo oficial Oroquieta los observa moviendo la cabeza, reprobador.
–Nosotros hemos virado como unos señores, mi comandante.
–Sí. De milagro.
–De eso nada, don Carlos. Pericia marinera… No como los franchutes, que han tenido que ayudarse con los botes. Es usted un fenómeno marítimo.
–No me dé coba, Oroquieta.
El guardiamarina Ginés Falcó mira alrededor. El
Formidable
, haciendo señal de que el resto de la vanguardia siga sus aguas, navega para ponerse en cabeza de ésta, con un rumbo sudoeste que los podría acercar después al combate del centro (donde el fuego sigue sostenido y vivísimo, prolongándose hasta el extremo de la línea) y a la columna inglesa de la insignia blanca, cuyos últimos barcos aún arriban sin haber abierto fuego todavía. Pero el rumbo que marca el contralmirante Dumanoir parece demasiado divergente. Va ciñendo a rabiar, a seis cuartas: cuanto permite el viento que sigue soplando flojo del oeste-noroeste. Un poco mosqueado, el segundo oficial se lo hace notar al comandante.
–Yo diría que mi primo también se larga.
–No fastidie.
–Se lo juro por los niños que no tengo. Fíjese.
Oyendo a sus jefes, el guardiamarina Falcó considera la situación. Es cierto que, con el rumbo que marca el
Formidable
, la vanguardia puede doblar por atrás a los últimos navíos ingleses que aún se dirigen hacia la melé; pero hasta para un guardiamarina resulta evidente que la maniobra que ahora se impone es arribar con la proa directa al centro, a sostener al buque insignia y a los navíos empeñados, que aunque se baten como gatos panza arriba están siendo hechos polvo por la superioridad numérica y artillera inglesa. Dicho de otro modo: pese a que la última orden del
Bucentaure
(al que en este momento, crac, se le parte el palo de mesana) era que todos los navíos que no combatían entrasen inmediatamente en fuego, el rumbo marcado por el jefe de la vanguardia a los siete navíos que le quedan los
aleja
del fuego. O los alejará de aquí a nada, tras un breve cañoneo, al pasar, con la cola de la columna inglesa.