Authors: Arturo Pérez-Reverte
–Pienso clavar la bandera, o así -le dijo a Rocha al despedirse, mirándolo con sus ojos azules y tristes-. Y si te dicen que mi navío ha sido apresado, ten la certeza de que estaré mirando a Triana. O sea, fiambre.
Rocha sigue observando el panorama de la batalla. A veces los claros entre la humareda permiten distinguir al Santa Ana, un poco más cerca, medio desarbolado pero haciendo fuego con todas sus baterías. Y las cosas como son: para tratarse de un barco que acaba de salir del arsenal (la Iteuve hecha de mala manera y una tripulación execrable), el tres puentes español está haciendo prodigios de bravura tras encajar con mucho cuajo el impacto de la vanguardia inglesa. Más arriba, hacia el centro, los dos buques principales, el Santísima Trinidad y el insignia de Villeneuve, el Bucentaure, están rodeados por cuatro navíos ingleses que los baten muy de cerca, pero de momento parecen sostenerse bien. El enorme Trinidad, comprueba Rocha con orgullo, tiene todavía sus palos en pie, excepto la verga de velacho, y se bate muy honrosamente, oponiendo la poderosa gallardía de sus cuatro puentes a dos enemigos que se le han situado a tiro de pistola. Sin embargo, cuatro navíos de la línea aliada (el San Justo, el Neptune francés, el San Agustín y el San Leandro) han caído muy a sotavento, apenas participan en el combate, y por sus huecos se está metiendo, tenaz, el grueso de la fuerza británica. Y el navío francés que marchaba en cabeza del centro, el Héros, que debía hallarse en defensa del Trinidad y el Bucentaure, prosigue tranquilamente su marcha hacia el norte, en pos de la vanguardia, alejándose cada vez más de los barcos de su división empeñados a su popa.
Porque ésa es otra, y al comandante Rocha le toca el asunto muy de cerca. La vanguardia, de la que el Antilla navega en segunda posición de cabeza, no combate.
–Señal del navío almirante Bucentaure, señor comandante… Bandera única. La número 5… A los que por su actual posición no combaten, tomar una que los lleve rápidamente al fuego.
Carlos de la Rocha asiente, con íntimo alivio profesional. Que nada tiene que ver con sus deseos, por cierto. Entrar en combate con esa tripulación y con ese barco no le apetece nada; pero reconoce que ya era hora. La vanguardia aliada lleva demasiado tiempo haciéndose el longuis, como si el combate de allí abajo no fuese con ella. Y por lo visto, poco satisfecho con la actitud de la división que manda su cornpatriota el contralmirante Dumanoir, Villeneuve ha decidido poner las cosas claras. La señal es general, y cada cual debe batirse lo mejor que pueda y donde pueda, sin aguardar nuevas instrucciones.
–Listos para virar, Oroquieta.
–A sus órdenes. Pero con esta ventolina lo tenemos un poquito crudo.
Rocha observa el mar y las flaccidas grímpolas y hace sus cálculos. Aunque dificultada por el poco viento, la virada por avante permitiría a los navíos de vanguardia acudir al combate en socorro del centro, a costa de perder muy poco barlovento. En cambio, si arribasen virando viento en popa, quedarían tan sotaventeados y lejos de la acción que les sería difícil entrar en fuego. Así que imagina que la orden para la virada será por avante.
–Esperemos la confirmación del Formidable.
Rocha mira hacia popa, al navío insignia, tres puestos más atrás, donde está el almirante Dumanoir; pero éste mantiene el rumbo, impasible, sin que a sus vergas ascienda la señal de enterado ni orden ninguna. Inquieto, el comandante del Antilla se pregunta qué espera el franchute para cumplir la orden de su almirante en jefe, dar media vuelta y acudir en socorro de los navíos empeñados. Indecisión o cobardía. No puede haber más. Aquí no hay enemigos con los que luchar, excepto el solitario setenta y cuatro inglés que navega de vuelta encontrada, forzando velas para unirse al ataque de sus compañeros, y que se encuentra ahora a tiro de cañón por el través del Neptuno.
–¿Qué hacemos, mi comandante? – pregunta Oroquieta.
–Ya lo he dicho. Esperar órdenes.
Quien manda, manda, se dice Rocha. Él es un marino puntual y ordenancista, muy respetuoso con el orden jerárquico. Faltaría más. Así es como se asciende en la Marina española: por escalafón y diciendo a la orden. En realidad está convencido de que su obligación, como la del resto de la vanguardia, es cambiar de bordo e ir directo contra el enemigo; pero el almirante Dumanoir tiene el mando y mantiene el rumbo norte; y por otra parte, Cayetano Valdés, que es brigadier y más antiguo que Rocha, también sigue abriendo obediente la cabeza de la marcha con el Neptuno, sin decir ni pío. Rocha se siente cubierto por ese lado; y en la milicia, tener un jefe que asuma la responsabilidad significa las tres cuartas partes del negocio. O más. Así que al Antilla no le queda otra que hacer lo que le manden. Sin disciplina todo se iría al carajo. Incluso con disciplina a menudo se va.
–¿No vamos a virar, señor comandante? Con cara de pocos amigos, Rocha se vuelve hacia el guardiamarina Ortiz, que con el libro de señales en las manos, lo contempla con los ojos muy abiertos. – Cállese.
El joven enrojece hasta la raíz del pelo, abre la boca y la cierra de nuevo. Y otra cosa, añade Rocha en tono seco. Cuando esto termine, considérese usted arrestado. Si es que sigue vivo, naturalmente. ¿Entendido? – En… Glups. Entendido, señor comandante. Evitando la mirada del segundo oficial Oroquieta, que lo observa con fijeza, Rocha echa un vistazo al resto de la gente que se encuentra en la toldilla: el patrón de su bote, el primer piloto Linares, un guardián, los diez artilleros de las carroñadas, el teniente de infantería de marina que manda los veinte granaderos que aguardan agrupados al pie de la escala, en el alcázar. Sus rostros traslucen sentimientos diferentes: alivio en los menos, indiferencia en otros, inquietud en los más. Está claro que, les guste o no entrar en combate, la mayoría piensa que el Antilla y el resto de la vanguardia están donde no deben, y miran a su comandante intentando comprender por qué siguen alejándose del pifostio. Nueve navíos que no combaten, y que tal vez podrían cambiar las tornas allá abajo: Neptuno, Antílla, Scipion, Intrepide, Formidable, Duguay-Trouin, MontBlanc, San Francisco de Asís y Rayo, este último bastante sotaventeado de la línea. Diez, en total, si se cuenta al Héros, el de la división del centro que los sigue como un perrillo faldero. Tiene bemoles el asunto. Rocha no puede olvidar la instrucción general que impartió el almirante Villeneuve antes de salir de Cádiz: el navío que no se halle en fuego no estará en su puesto. Y para más inri, desde los consejos de guerra que siguieron al desdichado combate naval de San Vicente en el año 97 (quince navíos ingleses apresaron a cuatro españoles de una escuadra de veinticuatro, mandada por el almirante Córdova, porque sólo siete de ésta se batieron mientras los otros seguían navegando en línea sin entrar en fuego), todo cristo sabe que la señal número 5 de una sola bandera, izada en un palo del almirante en jefe, no admite discusión ni interpretación alguna. Cada uno debe pelear en el acto. Además, la Ordenanza Naval vigente (redactada para evitar un bis del desastre de San Vicente) anima a los buques de la línea cortada a virar y acudir al corte para doblar a su vez a los atacantes, así como a ayudarse unos a otros sin necesidad de señales. Resumiendo: iniciativa, apoyo mutuo y extremada resistencia. Resumiendo más: intrepidez y cojones. Justo lo contrario de lo que ellos hacen hoy. – Responde el Formidable.
Rocha se vuelve a mirar a popa. En ese momento, como consecuencia de la señal de interrogación que Ortiz acaba de izar por la driza hasta el peñol de la verga seca de mesana, a los palos del navío del almirante Dumanoir, que navega tres puestos más atrás en la línea, ascienden las banderas con el número del Antilla y la respuesta: Manténgase en las aguas del navío de cabeza.
–Joder -exclama Oroquieta.
–Lo mismo no ha visto la señal del Bucentaure -sugiere el joven Ortiz, desconcertado.
–Cómo no la va a ver.
El comandante del Antilla traga saliva. De pronto la casaca le da un calor insoportable, y teme que se le note. A barlovento, el solitario inglés sigue su marcha hacia el sur. Ya se encuentra casi por el través del Antilla, y cuando Oroquieta pregunta si le disparan una andanada, como hizo el Neptuno, Rocha niega con la cabeza. Está al límite del alcance y no merece la pena.
–Anote todas las incidencias, Ortiz. Las señales recibidas y las horas exactas de cada una.
El teniente de navío Oroquieta observa a su comandante, aprobador. No dice nada, pero Rocha sabe lo que el segundo oficial está pensando: más vale, sí, cubrirse las espaldas ante eventuales consejos de guerra. Porque seguro que, cuando todo termine, habrá unos cuantos.
–Ahí va ese inglés.
Observando al navío enemigo pasar ante la vanguardia aliada con todas las velas arriba, acudiendo solitario a la pelea, el comandante experimenta un sentimiento de admiración. O de envidia. Imagina al capitán, a quien el amanecer encontró lejos de su escuadra, haciendo todo lo posible por unirse a sus compañeros, angustiado por el deshonor de llegar tarde a la batalla. Y qué mala suerte, se dice amargamente Rocha, no poder algunas veces ser inglés. Cada uno de esos cabrones entra en combate pensando ante todo en reventar al enemigo, mientras que el español y el francés lo hacen angustiados por no faltar al reglamento y porque no se vaya a mosquear el almirante, imaginando ya lo que alegarán en su descargo ante el tribunal naval que los empapele. Pero bueno. A fin de cuentas, aunque las Ordenanzas estipulan lo de acudir al combate, etcétera, también niegan a cada comandante el hacerlo por su cuenta, y dejan esa decisión al jefe de cada división de tres o cuatro barcos. O sea, a Dumanoir. Así que, por una parte, Rocha se tranquiliza: él cumple. Por la otra, cuando piensa en los amigos que se están batiendo allá atrás, se encrespa: maldita sea mi sangre. Perra y caótica España. Luego aleja esos pensamientos (que no llevan a nada bueno cuando se manda un navío de setenta y cuatro cañones), camina acercándose al antepecho sobre el alcázar, y a través de la maraña de jarcia y la arboladura del barco, sobre la cubierta llena de hombres expectantes que lo miran desde abajo como si miraran a Dios (si ellos supieran, piensa estremeciéndose) apunta el catalejo hacia la doble balconada de popa del Neptuno, que navega remolcando sus lanchas y botes a unas cien brazas delante del bauprés del Antilla. Allí alcanza a distinguir la delgada figura de Cayetano Valdés en el coronamiento de la toldilla, rodeado de sus oficiales. Valdés también tiene un catalejo pegado a la cara y mira hacia atrás, hacia el Antilla, hacia el Formidable o hacia el combate. También a él, como más antiguo y de mayor graduación entre los capitanes españoles integrados en la vanguardia, le recomendó el almirante Gravina que fuese obediente y escrupuloso cumpliendo las órdenes de los franceses, Cayetano, por favor, extrema delicadeza y no te digo más. ¿Capisci?… Así que Rocha, incómodo entre sus sentimientos y el sentido de la disciplina, aunque aliviado en el fondo, se tranquiliza un poco: su responsabilidad está a cubierto. Sota, caballo y rey. Valdés decide. Con señal número 5 o sin ella, mientras el Neptuno siga ahí, él irá detrás. Una orden es una bendita orden.
Bum, bum, bum. Pese a la candela que le están arrimando por todas partes, que es horrorosa, el almirante Villeneuve sigue locuaz hasta por los codos. Desde el castillo de proa del
Antílla
, a través del catalejo, el guardiamarina Ginés Falcó ve ascender nuevas señales a los palos de trinquete y mesana del
Bucentaure
, que ha perdido el palo mayor y se bate en el centro de la línea junto al
Santísima Trinidad
y el
Redoutable
, rodeados de humo y de navíos enemigos que los triplican en número. El
San Agustín
, que estaba sotaventeado, ha logrado acercarse y lleva un buen rato luchando con mucha decencia contra un tres puentes inglés que a su vez dispara sobre el
Santísima Trinidad
. No es el caso del español
San Leandro
y el
Nepíune
francés, que han abatido demasiado y hacen fuego de lejos, arriesgando poco. El que no arriesga nada es el
San Justo
, que navega muy a sotavento, intactas la arboladura y el casco negro con dos finas líneas amarillas, sin intervenir apenas en el combate. La señal va dirigida a nosotros, señor segundo. A la vanguardia.
También esta vez la señal del buque insignia resulta fácil de comprender. La componen dos banderas, y es tan clara que el segundo comandante, el capitán de fragata Fatás, con otro catalejo pegado a la cara, también la interpreta sin necesidad de libro de códigos.
–Virar por avante, por contramarcha.
La señal, observa el joven guardiamarina, refuerza la número 5, que el buque insignia mantiene en alto de modo constante pese a que los cañonazos enemigos empiezan a llevársele jarcias y vergas de los dos palos que le quedan en pie: A los que por su actual posición no combaten, tomar una que los lleve rápidamente al fuego.
–Más claro, agua de Jaca – murmura don Jacinto Fatás.
En realidad casi lo escupe. Ginés Falcó observa el rostro curtido del segundo comandante, que encoge los hombros, cierra su catalejo con un chasquido y esboza una sonrisa amarga, del tipo hay que joderse.
–Nos están llamando cobardes, mozo.
Al guardiamarina (dieciséis tacos de almanaque) se le atragantan las palabras.
–¿Perdón, señor segundo?
–Pues eso. Cobardes. Acojonaícos vivos. A ti, a mí y a toda la peña.
Por encima del hombro, Falcó observa de reojo al oficial de infantería que manda la tropa de fusileros destinada al castillo: un teniente chusquero de voluntarios de Cataluna que se pasó la noche echando los hígados por la boca y ahora se agarra a los obenques, con la cara más blanca que el uniforme.
–Eso no puede ser, señor segundo – farfulla Falcó en voz baja, para que el teniente no los oiga.
–Lo que yo te diga.
Confuso, el joven se vuelve hacia la toldilla, a popa, donde está el comandante Rocha, sin comprender por qué éste no da la orden por su cuenta, hasta aquí hemos llegado, señores, cagüenmismuelas, y el
Antilla
vira de una vez y acude en socorro de sus compañeros. Esa misma pregunta, piensa, se la debe de estar haciendo en ese momento toda la gente que desde cubierta y las cofas observa sñenciosa el combate, impresionada por el estrépito del cañoneo, los fogonazos y la humareda que dejan atrás. A trechos, el joven alcanza comentarios de los más próximos, marineros, artilleros y soldados que se agolpan junto a los cañones de 8 libras.