Authors: Arturo Pérez-Reverte
–Que echen aquí la arena.
No dice más, pero Ginés Falcó le adivina el tono. Si esos infelices resbalan y tropiezan con la cubierta así, mejor no pensar lo que ocurrirá cuando la tablazón se encharque de sangre. Estremeciéndose en los adentros, el guardiamarina se asoma por la escala del foso del combés y da las órdenes pertinentes a los jóvenes pajes que aguardan abajo, en la segunda batería, con baldes llenos de arena. Cuando ésta empieza a ser esparcida por la cubierta del castillo, los marineros veteranos se dan con el codo. Cómo lo ves, paisano. Chungo. Los nuevos preguntan en voz baja y luego miran alrededor con la boca abierta y ojos de espanto, que aumenta cuando otros pajes colocan en las chazas alfanjes, hachas y chuzos de abordaje tan afilados que da grima mirarlos. Una vez extendida la arena, un chico de diez o doce años pasa entre los hombres con un cubo de aguardiente y un pichel, dándole un trago de matarratas a cada uno, tan exiguo que sólo da para hacer glú-glú una vez. Entre los veteranos agrupados junto al cabrestante, uno alza la voz con descaro mientras afila un hacha de abordaje en la piedra de amolar:
–Si al marinero le dan de beber, o está jodido o lo van a joder.
Don Jacinto Fatás, por aquello de guardar las formas, le ordena al segundo contramaestre que apunte el nombre del chistoso. Para meterle un paquete que se va a cagar, dice. El segundo contramaestre hace como que lo apunta, aunque todos, menos los nuevos, saben que dentro de media hora, cuando empiecen a volar astillas y metralla y a caerles encima pedazos de la arboladura y pedazos de fulano y pedazos de todo, lo que apunten Fierro o su puta madre no va a importarle a nadie un pimiento. Y mientras el segundo contramaestre guarda la libreta, el guardiamarina Falcó levanta la vista y mira el bosque inmenso de madera, velas y jarcia que cruje sobre su cabeza, los palos reforzados y las vergas con bozas de cadena para que no se vengan abajo en el combate. Cric, croe, chirrin, chirrán, gruñe todo al balancearse perezoso en la marejada, haciendo que el muchacho se sienta como un ratón dentro de un violín tocado por manos torpes. Ginés Falcó lleva ocho meses a bordo y conoce el navío de los topes a la sentina; pero cuando mira alrededor, como ahora, las proporciones del monstruo lo siguen dejando de pasta de boniato: un flamante setenta y cuatro cañones de tres mil y pico toneladas de madera, lona, cáñamo, hierro y carne humana sobre un casco de ciento noventa pies de eslora y cincuenta y dos de manga, forrado de cobre bajo la línea de flotación, clavado y empernado de bronce y cabillería de madera americana, con roble ferrolano, haya asturiana, pino aragonés, jarcia murciana y valenciana, lona andaluza, bronce catalán y sevillano, hierro cántabro. Una máquina perfecta, prodigio de la ingeniería naval, plataforma artillera hecha para moverse con el viento, soportar temporales y hacer picadillo al enemigo, si se deja. El non plus ultra sobre quilla y cuadernas de los mejores bosques de España y América. Todo limpio, cepillado, con el metal pulido y cada cabo adujado en su sitio, dentro de lo que cabe. Cuarenta millones de reales a flote. Y sin embargo, de aquí a nada, piensa el joven Falcó, buena parte de todo esto volará en astillas y jirones, y el suelo de la cubierta se volverá resbaladizo por la sangre, y al personal se le irá la olla con el humo de la pólvora, y allí reinará un barullo de veinte pares de narices. O más pares. El guardiamarina no sabe todo eso porque se lo hayan contado. Ni hablar. Lo vivió él mismo hace tres meses, en Finisterre, cuando al regreso de las Antillas la flota combinada se estuvo batiendo todo el día con la escuadra del almirante Calder, pumba, pumba, pumba, hasta que los ingleses se retiraron por la noche llevándose dos barcos españoles apresados, por la patilla, sin que ni el almirante Villeneuve ni los navíos franceses cercanos (gabachos ratas de cloaca) hicieran nada por evitarlo.
Ginés Falcó Algameca, nacido hace dieciséis años en Cartagena de Levante (casualidades de la vida: el mismo año y en la misma ciudad en cuyo arsenal fue construido
elAntilla)
, tiene el pelo casi rubio y granos en la cara. Es un chico de buena familia, media tirando a alta, porque en la escuela de guardiamarinas de Cádiz, cantera de la Real Armada, centro de prestigio que alumbra desde su fundación oficiales cultos y bien formados, sólo ingresan muchachos de razonable posición, con hidalguía probada (o comprada) en las líneas paterna y materna. De los tres jóvenes aspirantes a oficial embarcados en el
Antilla
, es el de en medio: Cosme Ortiz, el veterano que se ocupa de las señales en el alcázar, tiene dieciocho años, y el pequeño Juanito Vidal, trece. A este último, Falcó acaba de verlo trepar a toda mecha por los flechastes del palo mayor, sin duda enviado a la cofa para informarse de algo con los vigías, y le ha parecido en buena forma, pese al mareo que anoche le hizo echar la pota en la camareta de guardiamarinas. Puag. Pese a la mascada con la que el pequeño cabroncete estropeó la cena, Vidal es un chico joven y voluntarioso, y a Falcó le cae bien, a diferencia del estirado Ortiz y sus pijoteras banderas de señales, siempre tan tieso como si acabaran de meterle un atacador de cañón de 36 libras por el culo. Que igual sí. Además, lo del mareo resulta razonable: Vidal embarcó hace sólo dos días, en su primera salida a la mar, con madre y tres hermanas llorando como Magdalenas al despedirlo desde el botecillo que los acompañó un trecho cuando se dejaban llevar por el levante hacia la bocana, con todo Cádiz agitando pañuelos en San Sebastián y en La Caleta, esposas, hijos, padres, amigos y todo cristo allí amontonado mirando salir la escuadra en un silencio de muerte, los hombres vueltos hacia tierra como si la vieran por última vez, y en el bote que navegaba al costado enorme del
Antilla
, la madre y las hermanas de Vidal repitiendo adiós, Juanito, adiós, con el pobre Juanito agarrado a un obenque mirándolas muy pálido y muy serio, abotonada la casaca azul hasta el corbatín, sorbiéndose con disimulo los mocos para no llorar. Juan Vidal Romero, caballero guardiamarina. Trece años. Por cierto que el padre, teniente de navío, también anda cerca. O navega cerca. Más o menos en algún lugar de la vanguardia, a bordo del
Bahama
; así que a estas horas la madre y las hermanillas de Vidal, como Cádiz al completo desde Puerta de Tierra a La Viña, deben de estar arrodilladas ante cualquier Cristo o Virgen de la ciudad, rosario en mano, Virgo potens, turris ebúrnea, porta coeli, etcétera, rezando para que el padre y el hijo vuelvan con los brazos y las piernas en su sitio. O para que, por lo menos, vuelvan. Que sólo volver, en el estado que sea, con aquella cantidad de ingleses cerca, ya será como para darse con un canto en los dientes.
–Voy a echar una meadilla -dice don Jacinto Fatás-. Contrólame esto.
Sin perder el tiempo en bajar al beque (los jiñaderos de la tripulación se encuentran allí, a proa y bajo el bauprés, poéticamente justo detrás del fiero león coronado y rampante del mascarón), el segundo comandante se encarama con desenvoltura a la mesa de guarnición de sotavento, echa atrás los faldones de la casaca, y se alivia. En zafarrancho nadie puede abandonar su puesto, así que algunos marineros veteranos lo imitan con disimulo un poco más lejos, en equilibrio sobre las serviolas de las enormes anclas de sesenta y seis quintales trincadas en las amuras. Anoche después de la cena, en la camareta, aprovechando que don Carlos de la Rocha estaba echando un vistazo por cubierta, el segundo comandante del
Antílla
hizo, en obsequio de los jóvenes guardiamarinas y de algunos oficiales, un resumen de lo que los había llevado hasta allí. A fin de cuentas, apuntó ecuánime, los ingleses tenían sus motivos para mirarlos torcido. En la anterior guerra, hasta que por la ineptitud del almirante Córdova todo se fue al carajo en San Vicente, la escuadra española no se desenvolvió nada mal, pese a que el almirante Mazarredo había denunciado al rey (le costó la destitución, por supuesto) el mal estado en que se hallaba la Armada: en 1796 los marinos españoles destruyeron los arsenales ingleses de Bull y Chateaux, arrasaron las islas de Miquelon y San Pedro, hundieron o capturaron ciento trece buques de Su Majestad británica, y de remate el
San Francisco de Asís
les dio las del pulpo, o sea, una estiba guapa, a cuatro fragatas inglesas que se aventuraron, muy chulitas ellas, en la ensenada de Cádiz; sin contar la soba que las lanchas cañoneras le encuñaron a Nelson cuando intentó beberse el té de las cinco en la Tacita de Plata. Luego, firmada la paz de Amiens y recobrada Menorca a costa de ceder la isla de Trinidad, Napoleón intentó varias veces que España entrara de nuevo en guerra. Al no conseguirlo exigió la destitución de los gobernadores de Málaga y Cádiz y del comandante militar de Algeciras, por la cara, y además el compromiso de pagar indemnizaciones, cesar en los armamentos, disolver las milicias y entregar a los gabachos la base de El Ferrol y las guarniciones de Burgos y Valladolid, amén de permitir el paso a dos ejércitos franceses para fumigarse Portugal y Gibraltar. Unas tonterías, vamos. Durante un tiempo, Godoy (que será lo que ustedes quieran, caballeros, pero no tiene un pelo de tonto) logró llamarse a altana; a cambio tuvo que comprometerse a aflojarle a Su Majestad Imperial un subsidio de seis milloncejos mensuales, lo que suponía una tela larga. El tratado era secreto, a fin de mantener la neutralidad española. Pero claro. Como al Petit Cabrón le interesaba que el asunto se hiciera público, no tardó en serlo. Y los ingleses, tras poner el grito en el cielo, empezaron a dar por saco: sin declaración previa de guerra capturaron las fragatas
Santa Florencia
y
Santa Gertrudis
en el cabo Santa María, luego volaron la
Mercedes
(con mujeres y niños a bordo) y apresaron la
Medea
, la
Fama
y la
Santa Clara
, con los caudales que traían de Lima para pagarle los subsidios a Francia. De postre le metieron mano a la
Matilde
y a la
Anfitrite
cuando salían de Cádiz para América. Así que Napoleón se frotó las manos, encantado, y a Godoy, presionado por la indignación pública, no le quedó otra que declarar la guerra a los míster y poner la escuadra española al servicio de la Frans. Y allí estaban.
–¿Tú has meado ya? – pregunta Fatás al volver, abrochándose.
–Aún no, mi segundo.
–Pues mea, mocico. Mea. No te vayan a dar un palanquetazo con el depósito lleno.
Obediente, el guardiamarina va hasta la mesa de guarnición, pasa las piernas al otro lado de la regala, se apoya con la rodilla contra la boca de un cañón para no caerse al agua en el balanceo, aparta los faldones de la casaca azul de solapas rojas y se abre la portañuela de los calzones. Con los ingleses tan cerca le cuesta trabajo encontrársela. Y al devolverla a su lugar, descansen, no puede evitar pensar, inquieto, si dentro de cuatro o cinco horas seguirá teniéndola en su sitio. Cuando el zipizape de Finisterre, donde el
Antilla
perdió el mastelero del trinquete y tuvo once muertos y treinta heridos, a Falcó le tocó ayudar a bajar al sollado a un artillero que ya no la tenía, y aún le vienen sudores al recordar cómo gritaba el fulano. En fin. De regreso a su puesto, Falcó mira hacia barlovento, donde la escuadra británica sigue en aparente desorden, aunque parece empezar a formarse en dos líneas paralelas que apuntan perpendiculares a la línea francoespañola. Aun así, desordenada y todo, impresiona. Como Ginés Falcó es joven y tiene los estudios frescos, el Ciscar, el Mendoza y Ríos, el
Compendio de navegación
de Jorge Juan, las
Punterías
de don Cosme Churruca y la
Táctica
de Mazarredo incluidos, sabe que la costumbre tradicional de que, en una batalla naval como Dios manda, dos escuadras enemigas naveguen paralelas pegándose sartenazos, y luego, muy al final, una doble la línea de la otra para cogerla entre dos fuegos y joderla bien, está más pasada de moda que los lunares postizos de María Antonieta, que en paz descanse. Según comentan los oficiales experimentados, las nuevas tácticas del inglés Nelson han cambiado el paisaje. Touch Nelson, lo llaman. O algo así. Hasta el jefe de la flota aliada, Villeneuve, en la instrucción para el combate remitida a los capitanes saliendo de Cádiz, ha advertido que probablemente el enemigo, en vez de un combate artillero a distancia, intentará cortarles la línea o envolver la retaguardia, concentrando el fuego masivo de sus cañones sobre los buques que allí vayan quedando desamparados. Más claro, agua. Proporción de varios buques a uno, muy a la inglesa, con el plus de la proverbial eficacia artillera de su Puta Majestad Británica. Por eso, poniendo la venda antes que la pedrada, el almirante gabacho ha advertido que, empezado el combate, con el humo que no dejará ver una mierda y toda la parafernalia, él hará pocas señales, y que
el navío que no se halle en fuego no estará en supuesto
. Literal. Como para quedarse calvo pensando. O sea, que nos ha ilustrado aquí, el táctico insigne. Porque eso es, dicho de otra manera, una vez liado el carajal que cada perro se lama su órgano. Y, como Falcó oyó comentar en Cádiz al teniente de fragata don Ricardo Maqua, jefe de la primera batería (que iba de anís del Mono hasta la toldiüa), si hasta ese franchute, oigan, que no tiene ni zorra idea de táctica naval, se da cuenta del panorama, imaginen, caballeros, la que nos viene encima. Rediós. Los ingleses nos van a cortar la línea, el aliento y los huevos. Ésa es la fija. Nos van a dar hostias hasta en el cielo de la boca.
–¿Y por qué salimos, entonces? – preguntó alguien.
–Porque don Manuel Godoy y Álvarez de Parias, además de tirarse a la reina, le pone el culo a Napoleón. Hip. Y éste le ha dicho a Villeneuve que o sale a la mar o le quita el mando.
–¿Y qué dice Gravina?
–Nuestro señor almirante Gravina es un hombre de honor y un caballero. Hip. Dicen. En cualquier caso, tiene órdenes. Hip. Y traga.
El que traga es nada menos que don Federico Carlos Gravina y Nápoli, cuarenta y nueve primaveras, un marino respetado y hasta cierto punto prestigioso, con hoja de servicios muy decente: lucha contra los piratas argelinos, asalto del fuerte de San Felipe, ataque de las baterías flotantes a Gibraltar, jabeques de Barceló, desembarcos de Oran y Santo Domingo, heroica defensa de Tolón. Un curriculum, vamos. Y todo un caballero. Quizá demasiado pulcro y cortesano, apuntan algunos. Hábil en moverse por Palacio y sitios así. Un niño fino, figurín típico de esos oficiales ilustrados de la Real Armada, algunos de los cuales (las cosas como son) están universalmente reconocidos como los más cultos y mejor preparados entre las marinas europeas de su época: astrónomos, cartógrafos, matemáticos, ingenieros, autores de libros traducidos al inglés y al francés, formados en el sacrificio y el estudio entre combates y expediciones científicas, últimos herederos de la tradición naval de Patino, Ensenada, Floridablanca y la España borbónica del XVIII. Gravina es uno de ésos, o casi. Lo que pasa es que en la Marina se conoce todo cristo, y a nadie se le escapa que ese chico es un tipo presentable, de acuerdo. Con mano izquierda y con maneras, y encima, guapo y bailarín. Pero en la Real Armada hay fulanos de bandera, o sea, marinos solventes como Mazarredo y Escaño, por ejemplo. Unos profesionales que te rulas. El mayor general Escaño, sin ir más lejos, bailar, lo que se dice bailar, no baila una mierda. Cierto. Es un marino más bien rudo, la verdad; pero también el mejor comandante de navío de la Armada y el táctico más notable de su tiempo. Sin embargo, ahí anda: de machaca del niñato Gravina, o sea, de mayor general de la escuadra (algo así como ayudante) a bordo del
Príncipe de Asturias
, del mismo modo que tampoco le dieron el mando cuando la felpa de San Vicente.