Authors: Arturo Pérez-Reverte
–Creí ver algo, mon capitain.
–¿Algo?… ¿Qué algo?
–Yenesepá.
Quelennec se apoya en el cabulero y pone toda su atención en la masa gris que la proa de la
Incertain
hiende. Nada. Ni una silueta, ni un ruido salvo el de la roda que bajo sus pies corta suavemente el agua. La bruma clarea un poco a cuatro cuartas por la amura de babor. También la brisa refresca, y la lona de los foques gualdrapea cada vez menos. Amurada a estribor, la
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lleva izados el foque, el petifoque y la enorme cangreja; y en la gavia del único palo el velacho se encuentra aferrado pero listo para soltarlo con rapidez, por si hay que largarse cagando leches. Quelennec se hurga la nariz y levanta la vista a la cofa, oscilante sesenta pies sobre su cabeza y apenas visible entre la bruma. No se atreve a gritarle al otro vigía que está arriba, con toda aquella niebla alrededor que cualquiera sabe lo que esconde; así que manda por los obenques al guardiamarina Galopín, que tiene catorce años y trepa como un simio. Un momento después Galopin se desliza de nuevo abajo por el estay de la trinqueta, para llegar antes, y comunica que desde arriba se ve menos que por el culo de un muerto. Eso dice: el culo de un muerto. Le cul de un palmé. Incluso para la Marina francesa post-revolucionaria, imperial desde hace media hora, la expresión es demasiado libre. En otro momento, Quelennec habría reconvenido con dureza al joven Galopin, quesquesesá, monanfant de la patrí, demasiado suelto de una lengua que tarde o temprano le traerá problemas si vive lo suficiente para tenerlos; pero este amanecer otras cosas le ocupan la cabeza. Por algún lugar entre la
Incertain
y tierra navega una escuadra combinada francoespañola de treinta y tres navíos de línea, cinco fragatas y dos bergantines, esperando que la balandra regrese con su informe, y lo cierto es que lo del culo del muerto no es mala comparación. La vieja idea vuelve a preocuparlo. Podrían estar navegando por mitad de la flota inglesa, haciendo el cimbel y sin enterarse de nada.
–Hijos de puta -repite entre dientes.
–Nespá culpa nuestra, mon capitain -protesta el vigía de proa, creyéndose incluido en el paquete-. No se ve una autentique merde con esta niebla.
–Ne te he parlé a tuá, Berjouan. Métete en tus afaires.
El vigía se calla, gruñendo por lo bajini. Quelennec, que no necesita las Ordenanzas Navales para manejar a sus hombres, lo deja refunfuñar tranquilo. La brisa sigue refrescando, comprueba con alivio. No es supersticioso, pero silba un poquito para darle ánimos al viento. Fiu, fiu, fiu. El vigía lo mira de reojo, pero a Quelennec le importa un nabo. Más ridículo sería arañar las burdas, como hacen los ingleses, o rezar y persignarse como los españoles, que hasta para tomar un rizo a las velas enrolan a Dios y le rezan a San Apapucio y al copón de Bullas. Así que pasa un ratito más haciendo fiu, fiu. Lo justo, calcula, para que levante un poco aquella
bazofia
gris, se hinchen las lonas y él pueda cumplir con su obligación y con la Patrie, echando un vistazo decente audesús de la melé. Que ya va siendo hora.
–Está refrescando, mon capitain.
Es cierto. La brisa se hace más fresquita, entablándose de poniente cuarta al noroeste, y la niebla empieza a moverse en jirones ante la proa. Ahora las velas pintan en todo lo suyo, tirando de los garruchos que las sujetan a los estays; las escotas se tensan y el avance de la balandra se hace más perceptible y firme.
–Hay quelquechose devant -insiste el vigía.
Quelennec entorna los párpados, escudriñando la mebla, el oído atento. A veces se vuelve a observar de soslayo al marinero, que sigue mirando entre la cortina gris, impasible. No está allí por casualidad. Berjouan es el mejor vigía de a bordo, y se diría que tiene un sexto sentido para este tipo de cosas. Una vez, a la vuelta del Canadá y a unas cien millas del cabo Farewell, descubrió un iceberg entre la niebla a dos cables de distancia. «Témpano», dijo (no era muy parlanchín, el jodio), y a todos se les paró el corazón mientras el timonel metía la caña a una banda y la
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pasaba rozando aquel monstruo blanco. Berjouan había olido el hielo, con un par, del mismo modo que a Quelennec le gustaría que hoy oliera a los ingleses.
–Vualá -dice el vigía.
Que se me caiga a pedazos, se dice Quelennec, si no tiene razón este oncle. La brisa sigue refrescando y se lleva la niebla, y entre las brechas que se abren en la cortina gris empiezan a definirse luces doradas y sombras. Hay una nube extensa y muy baja que recibe la luz por arriba y se mantiene oscura por abajo; y a medida que la balandra avanza ciñendo la brisa por la amura de estribor y se abren más claros, la parte blanca de la nube parece fragmentarse en formas trapezoidales, en docenas de cuadrados de tamaños diversos que un sol invisible a este lado de la mebla ilumina desde atrás. Entonces la
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avanza un poco más, la brisa se vuelve viento, y la extraña nube se fragmenta ante los ojos de Quelennec no ya en decenas, sino en centenares de trapecios y triángulos que no son otra cosa que velas. El grito del otro vigía suena alarmado arriba, en la cofa, justo cuando el de proa se queda tieso, incapaz como su comandante de articular palabra, viendo cómo la parte baja y oscura de la nube se multiplica, se convierte en innumerables cascos de buques con franjas negras, amarillas y blancas, una escuadra inmensa, navíos de línea de dos y tres puentes que navegan con rumbo sursudoeste y el viento de través, todas las velas desplegadas, flanqueados por las fragatas de observación que se mueven en torno, como perros guardianes de un peligroso rebaño.
–Hijos de puta -confirma al fin Quelennec, cuando recupera el habla.
Está inmóvil, los ojos muy abiertos. Nunca había visto tantos barcos enemigos juntos en su húmeda vida. Y habría seguido así vaya usted a saber cuánto tiempo, si en ese momento no hubiese aparecido un resplandor en el flanco de la fragata más cercana: un fogonazo silencioso cuyo estampido llega un momento más tarde, a la vez que el desgarrador crujido de una bala de cañón pasa haciendo raaaaca por encima de la
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y va a perderse detrás, donde aún persiste la niebla.
–¡Cuéntalos, Berjouan!… ¡A virar!… ¡Todos a virar!
Para entonces Quelennec ya se dirige a popa procurando no correr, gritando esas y otras órdenes, mientras los marineros acuden a las brazas, los gavieros trepan por los flechastes, los artilleros se agrupan junto a sus cañones, y el teniente de fragata De Montety, segundo de a bordo, asoma la cara soñolienta y desconcertada por el tambucho.
–¡Prepares pour largar le velaché!… ¡En cuanto vire!
Un segundo fogonazo de la fragata, y luego un tercero procedente de uno de los navíos grandes que se encuentran más próximos, a menos de media milla, envían dos nuevas balas que hacen rugir el aire junto al palo de la
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, Raaaaca. Raaaaca.
–Hihosdelagranputa.
Esta vez el comentario viene, obviamente, de Manolo Coguegüevós, el piloto español, mientras se agacha tras timonel. Uno de los cañonazos casi le ha hecho la raya e medio del pelo antes de caer por la aleta, levantando una columna de agua
—¡Izad nuestra drapeau! —vocifera Quelennec.
El guardiamarina Galopin arría la inútil bandera mercante portuguesa, que apenas les ha concedido tres minutos de cuartelillo, e iza en su lugar el pabellón tricolor: Liberté, egalité, etceteré. De Montety, en mangas de camisa y quitándose las legañas con una uña, ya está en su puesto junto a la bitácora y grita órdenes de maniobra. El primero y el segundo contramaestres azuzan a los hombres en cubierta, y el jefe artillero Peyreguy apresta la batería de babor. Hay prisa y nervios; pero los hombres llevan año y medio navegando juntos, y Quelennec sabe que todos conocen su oficio. De un vistazo calcula rumbo, viento y distancias, comprueba que ya hay gente en la banda de babor, y que a estribor todos están atentos para tirar y amarrar después de la virada.
—Allonsanfán —le dice a De Montety.
El segundo asiente y empieza a dar órdenes. Quelennec manda al timonel que orce a la banda, y mientras éste gana velocidad metiendo adentro la caña, ordena largar las escotas de los foques y acuartelar botavara. El siguiente cañonazo de la fragata, que orza de modo inquietante y empieza a virar también hacia ellos, cae al mar, corto esta vez, cuando la
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ya se encuentra en plena virada por avante, el viento abierto casi tres cuartas por la nueva amura, los foques flameando sobre el bauprés y los marineros a punto de cazar escotas a la otra banda.
—¡Diles aurevoir, Peyreguy! —le grita Quelennec al jefe artillero—... ¡Una andanada por el emperador!
Peyreguy se toca el gorro con un saludo vagamente marcial, comprueba que tres de los seis cañones de babor ya están listos, se agacha tras el cascabel de uno cerrando un ojo para apuntar, le quita de las manos el botafuego al jefe de la pieza, sopla la mecha, espera a que la cubierta suba con el siguiente balanceo, y aplica la brasa al oído del cañón. Bumb-raaas. No se ve dónde cae la bala, pero al menos el cañonazo indica que la balandra está dispuesta a escaquearse con la dignidad adecuada. La fragata inglesa, más lenta de maniobra con sus tres palos y todas las velas cuadras desplegadas, se va quedando primero por el través y luego hacia la aleta, con la lona dando zapatazos mientras busca el viento de la otra banda para iniciar la caza. Aún les da la popa cuando, bum-raas, bum-raaas, los otros cinco cañones de babor de la
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disparan a su vez, levantando remolinos de humo negro en la cubierta y penachos de agua junto al inglés.
—Largad el velaché y la escandalosé —le dice Quelennec a su segundo.
La fragata inglesa ya queda por la popa, y la balandra arriba proa al nordeste, alejándose. Mientras los hombres amarran a sotavento la maniobra de foques y botavara, los gavieros terminan de desplegar la gran vela cuadrada, que se extiende con restallar de lona al mismo tiempo que, abajo, los de cubierta bracean las vergas y trincan escotas y brazas. Raaaaca. El siguiente cebollazo de la fragata inglesa, que todavía se encuentra a media virada, abre el un agujero en el velacho, haciendo agachar las cabezas allá arriba a los gavieros que ahora trabajan en desplegar la escandalosa. Apenas abierta, la vela triangular atrapa el viento y hace escorar más la balandra. Quelennec, de pie en la popa, las manos en los bolsillos del casacón, consciente de la ojeada furtiva que le dirigen el piloto, el timonel y Manolo Coguegüevós, observa con fingida indiferencia la majestuosa escuadra británica que navega impasible, manteniendo el rumbo sursudoeste como si la escaramuza de su escolta con aquel inoportuno barquito no la afectara en lo más mínimo. Luego piensa que ojalá Berjouan haya contado bien el número de barcos, sin meter la gamba. Por si acaso, se vuelve hacia el guardiamarina Galopin y le ordena que apunte cuántos navíos de tres y dos puentes pueden verse, antes de que los pierdan de vista. Luego calcula mentalmente círculos, cuadrados y triángulos, catetos e hipotenusas: los movimientos de la fragata perseguidora, que justo ahora termina de virar, y los de otra que, algo más al norte, también parece querer unirse a la caza. La muy cochina. Pero la
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es rápida, y Quelennec se tranquiliza al sentirla navegar veloz y a todo trapo entre los últimos jirones de niebla, la botavara de la gran vela cangreja bien abierta, la afilada roda macheteando el mar, y todo eso al extremo de una estela de espuma blanca, larga y recta, en busca de la escuadra francoespañola. Con la noticia de que sir Horacio Nelson acude puntual a la cita.
El capitán de navío don Carlos de la Rocha y Oquendo, cincuenta y dos años de vida y treinta y ocho de mar a las espaldas, comandante del navío de línea de setenta y cuatro cañones
Antilla
, es justo, seco e inflexible. También es hombre religioso, de rosario en el bolsillo y misa diaria cuando se encuentra en tierra, aunque sin llegar a la categoría de meapilas. A bordo, el hombre más poderoso después de Dios. O según se mire, más que Dios. Resumiendo: Dios.
«Nos van a escabechar», se dice.
Así interpreta el panorama.
El comandante cierra el catalejo con un chasquido y mueve desalentado la cabeza mientras pasea la vista por la línea y piensa: Virgen del Carmen. A esas alturas, aquello sólo puede llamarse línea haciendo un esfuerzo de buena voluntad, porque hay un desorden increíble. Con varios navíos sotaventeados o retrasados en sus puestos, aunque razonablemente juntos, la escuadra francoespañola navega con rumbo sur con poco viento, recibiéndolo por estribor. Flojo oeste cuarta al noroeste. Las cinco fragatas, los dos bergantines y la balandra (todos franceses) situadas fuera de la línea de combate mantienen una actividad frenética explorando la formación inglesa o repitiendo las órdenes e indicaciones del almirante Villeneuve, que se encuentra hacia la mitad de la línea, a bordo de su buque insignia. Treinta y tres velas enemigas al oeste, dicen las banderas de señales. Pero no hacen maldita falta las banderas ni las señales ni la madre que las parió, porque en el horizonte, con la primera luz de la mañana, se distingue ya a simple vista la masa enorme de velas inglesas preparándose para la batalla, a barlovento. Y en los combates navales, en principio, quien tiene el barlovento decide cuándo, dónde y cómo romperle al adversario los cuernos. Si puede. Y esos hijoputas son los mejores marinos del mundo. Luego pueden.
–Veintisiete navíos de línea… Cuatro fragatas… Una goleta… Una balandra… Agrupándose sin orden.
La voz del guardiamarina Ortiz, que apunta con otro catalejo hacia las banderas de señales, suena un poquito excitada en el silencio de la toldilla, traduciendo los informes de los exploradores: lo justo para que no sea necesario llamarle la atención al chaval. Al fin y al cabo el guardiamarina, que es el mayor de los tres que hay a bordo, tiene dieciocho años, y el que más y el que menos ha pasado por ahí. Carlos de la Rocha mira a su segundo comandante, el capitán de fragata Jacinto Fatás, que le devuelve la mirada sin decir ni pío. Fatás es un aragonés callado; de los que han ascendido según el principio de que en boca cerrada no entran moscas. Además, él y Rocha llevan tiempo navegando juntos y saben ahorrar palabras inútiles. comprenden los nervios del chico, y los de cada cual. También saben de sobra la que les viene encima desde que hace dos días levaron de Cádiz. O desde antes. Desde que el almirante gabacho incumplió las órdenes de Napoleón y se dejó encerrar allí como un pardillo, dando tiempo a que llegara Nelson y se agruparan los ingleses. El Villeneuve de los cojones. Y al final, enterándose de que iba a ser relevado en el mando, decidió salir a la mar, tarde y mal.