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Authors: Víctor Coviello Guillermo Barrantes

Tags: #Cuento, Fantástico

Buenos Aires es leyenda (6 page)

BOOK: Buenos Aires es leyenda
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—¿Y usted qué hizo?

—¡Ah, muchachos! —exclamó don Sandoval mostrándonos, con un círculo casi perfecto, sus dotes de hacer figuras con el humo del tabaco—. Mi instinto no me dejó pensar. Abrí la puerta y me tiré del taxi. Casi me mato. Me raspé todo el cuerpo. Me corté acá y acá (nos señala las cicatrices que ya habíamos visto en su rostro). Me quebré las dos piernas, y me rompí la nariz. Pero aquí estoy, sí señor. Que digan lo que quieran, que estoy enfermo, loco: lo-que-quie-ran. Yo lo único que sé es que el fantasma de mi viejo me salvó del taxi, me salvó de las garras de la Parca.

—Nos dijeron que usted asegura, además, haber visto una discusión entre los fantasmas de Gardel y de Gilda.

—Sí, ¿y? ¿Me creen loco por eso? Claro que me creen loco. Miren, señores, aquello que está a sus espaldas (Sandoval señaló, con su pipa, el cementerio más allá de la ventana) es una necrópolis, una enorme ciudad de muertos, con calles, diagonales, monumentos. Hay sepulcros que parecen casas. ¿Cuesta tanto creer que Gilda salió de su nicho para dar un paseo por aquella tierra santa, y que en la intersección de las calles 6 y 33 se encontró con
el Zorzal
, y que entonces discutieron de lo que habían hecho en vida, de la música que tocó cada uno? Pregúntenle a esos gardelianos, que se juntan todos los domingos, si alguna vez no les pareció ver que se movía la estatua de bronce que tanto veneran, la misma a la que le dejan cigarrillos encendidos en las manos.

Don Sandoval tosió dos veces, y con los ojos colorados culminó su descargo diciendo:

—Si la estatua de Gardel se mueve, ¿por qué dos muertos no pueden juntarse a conversar?

—¿Volvió a ver al taxista? —preguntamos, tratando de volver nuevamente al mito.

—Muchas veces. Cuando me doy cuenta de que es él, lo miro desde la vereda. Y él también me mira. No soporta que se le escape una presa. Él sabe que yo jamás subiré a su taxi nuevamente. Pero es poderoso. Y quiere que yo tenga un accidente o algo así. Me quiere en su mundo. Me quiere muerto.

Sandoval vació la pipa en el cenicero y sacó más tabaco de un paquetito que tenía en el bolsillo del overol. Le hizo un gesto al mozo. Se pidió otro cortado.

—Y otra cosa más, muchachos —continuó—. No soy el único.

—¿El único en ver a ese taxista?

—El único en escapar. Conocí a una chica, una florista de acá, de Chacarita. Tenía un puestito ahí, al lado de este bar. Ella también subió al taxi y escapó. Yo hablaba con ella. Me decía que se estaba volviendo loca, que todos los días veía pasar al taxi maldito. Y que el cadáver que lo maneja le clavaba siempre la vista. No aguantó más y se llevó el puestito a Avellaneda. Hace un mes la mataron por accidente. Quedó en medio de un tiroteo. ¿A que no adivinan dónde descansan sus restos ahora? Sí, ahí enfrente (nuevamente señaló el cementerio con la pipa). Y ese hijo de puta me quiere hacer lo mismo a mí. Pero le va a costar mucho. Yerba mala nunca muere.

Para concluir, podemos decir que la historia del taxi maldito de Chacarita parece ser el resultado de la combinación de un mito universal, el del taxi-fantasma, con un excelente caldo de cultivo para historias fantásticas, como es un cementerio (y más teniendo en cuenta el tamaño y la importancia que tiene el nuestro). El mito echó raíces dentro del cementerio, y extendió sus ramas al exterior, a las calles del barrio que lo rodea.

Don Sandoval murió una semana después de nuestra entrevista. Tuvo un paro cardíaco mientras caminaba por la calle.

Sus restos descansan en el cementerio de la Chacarita.

Congreso

Media estación

Marina baja las escaleras del subte sin mirar atrás. Quiere huir, quiere esconderse en lo más profundo. Y lo mejor es el subte. Meterse en el túnel oscuro y morir un poco. Estar consciente mientras el corazón se deshace. Arriba, todo es calor, aunque sea de noche. La ira y el dolor también son calor para Marina.

Pero cómo pudiste, piensa ella, y con una secretaria.

Y el calor es peor cuando recuerda la cara de él al pescarlo in fraganti, cuando bajó los cuatro pisos por la escalera de la Intendencia Municipal, cuando sintió que la pesadez de esa noche de verano se le metía sin piedad.

Angustia.

Pagar el pase con los ojos llorosos, mirando los escalones que se desdibujan, que son como teclas, para llegar al fondo. El andén de la línea A es como el retorno a un tiempo mejor, esplendoroso, piensa Marina. A la esperanza de la niñez.

En el túnel corre una brisa tibia que por un segundo la hace olvidar. En la estación hay gente, pero es como si no existiera para ella.

El subte es como un viejo borracho sobre rieles. Primero anuncia su llegada con un silbido, un rasgueo típico, un aviso de su proximidad. Después, el par de luces de la cabina y el bamboleo de esa bestia antigua, que se mece aquí y allá, pero aún resiste.

El vagón está casi vacío. Como no tiene a nadie cerca por el momento y de nuevo el calor y los recuerdos la agobian, abre la ventanilla. Marina se enfrenta al túnel desde el agujero de la ventanilla abierta. Mientras, el subte supera varias estaciones: Piedras, Congreso…

Alguien se le sienta enfrente y la mira con insistencia. A Marina no le extraña. Por su tarea, debe estar bien arreglada, casi como si todos los días fuera a una fiesta. Está a punto de cambiar de lugar, pero la brisa del túnel le hace bien.

Estación Pasco. Nunca le gustaron ni esa ni la otra media estación, Alberti. Esas estaciones que son de un solo andén siempre la incomodaron. Son como estaciones mancas, piensa Marina, algo arrancado, sin terminar. Y tal vez no se equivoca.

Ahora, el subte se mueve, lento. El tipo que está sentado enfrente la mira sin disimular. Eso no la inquieta. Lo que la angustia es que ese hombre se parezca tanto a su novio, o mejor dicho su ex novio, pero más joven.

A pesar del viento en la cara, Marina se siente asfixiada. Además sabe que entre esas dos estaciones siempre se corta la luz unos segundos.

El subte va más despacio que nunca.

La luz se apaga y entonces ella ve.

Su reacción es tan violenta que el sujeto que tiene cerca le pregunta si se siente bien.

Marina saca la cabeza cuando llegan a Alberti. Balbucea algo de unos muertos.

—Pero ¿de dónde salió esa estación? —dice en voz alta.

—¿Qué estación? —pregunta el pasajero que está en el otro asiento.

—La que pasamos, la… la que está en el medio —le contesta Marina—. Se ve que está en construcción, no está terminada.

—Mirá, te propongo que bajemos en la próxima y me contás mejor.

Marina se siente tan perturbada por lo que vio, que accede. Tiene que tomar aire.

El extraño la lleva a un bar que conoce bien, en la esquina de Matheu y la avenida Rivadavia.

Se sientan a la mesa y Marina se larga a llorar sin represión alguna.

El joven, cuyo nombre es Leandro, escucha lo que dice ella con todo el interés del mundo.

—… y estaban sentados en el andén con los pies en el aire. Estaban muertos, estoy segura.

—A ver si entiendo: vos me decís que entre Pasco y Alberti viste una estación a medio terminar, con dos muertos, corrijo, dos obreros muertos mirándote.

Marina le agarra la mano y le dice que sí.

Leandro piensa que la chica está totalmente loca, pero le gusta demasiado para levantarse e irse.

La pregunta es ¿qué vio realmente Marina?

Cuando nos llegó esta historia, y después de ordenarla y recrearla en el relato que acaban de leer, lo primero que hicimos fue pasar incontables veces entre las dos estaciones. Después, hablar con la gente del bar de Matheu y Rivadavia.

Felipe C
., el dueño del lugar, ya conocía la historia.

—No es nuevo lo que me cuentan —dice el señor Felipe, sentado en una de las sillas de su bar algo pasado de moda, pero que da la sensación de que ninguna crisis puede voltear—. Acá una vez un viejo, y les estoy hablando de hace más de diez años, me dijo algo por el estilo. Qué pálido estaba ese hombre. La tacita de café le temblaba tanto que la volcó.

Le pedimos mayor precisión.

—Fue para la época del plan Bonex. El hombre ya era mayor y había puesto sus ahorros en el banco, y claro, se lo devolvieron con esos bonos. Ese día los vio. Como venía muy seguido y ya teníamos confianza, le traté de sacar algo más. Primero, me confesó que estaba tan deprimido por lo de los bonos que abrió la ventanilla y estuvo a punto de tirarse. Después pensó en la jermu y los nietitos y se la aguantó. Por la angustia que tenía se agarraba el pecho y pensé que se me iba de un infarto ahí mismo. Luego me contó que lo peor fue cuando pasó
eso
.

»Se los puedo relatar casi palabra por palabra porque me lo acuerdo perfecto. El viejo me dijo que miraba el túnel y justo cuando se apagó la luz del vagón, sería más o menos entre Pasco y la otra, vio como si hubieran hecho un gran agujero para atrás. Todavía no era una estación pero se distinguía bastante. El andén ya estaba. Y en el medio, con una ropa como la que usaban de pibes para trabajar, estaban dos obreros. Estaba seguro de que eran dos. Con las ropas llenas de polvo, sentados en el andén. Las caras más tristes que él hubiera visto. No estaban vivos. No sabía cómo explicarlo. Lo raro es que, para él, si bien estaban ahí, el fondo de esa estación a medio hacer se les transparentaba por sobre la ropa.

Por supuesto, investigamos al protagonista del relato de Felipe. Sus amigos le decían Pippo. Pero había fallecido, y nadie de su familia aportó mayores datos.

Nuestro siguiente paso fue entrevistarnos con las autoridades de Metrovías.

El señor
Juan Carlos M
. nos atendió cordialmente y nos mostró planos de las líneas, inclusive las remodelaciones modernas.

Cuando le preguntamos el origen de las «medias estaciones» de Pasco y Alberti, dudó un poco y quiso saber para qué necesitábamos esa información. Le aseguramos que era para un trabajo de urbanismo, para la carrera de Arquitectura.

—Tengo entendido —dijo el directivo, arrugando tanto la cara en su gesto de concentración que parecía exagerado— que no daba el terreno y se tuvo que hacer de esa manera.

Después agregó que casi no había registros de esa época (exactamente de los años 1913 y 1914).

Revisamos todos los diarios de ese período y sólo encontramos menciones con respecto a la evolución de las obras de la línea A.

Debemos aclarar que fuimos al Museo de la Ciudad de Buenos Aires, y no nos quisieron facilitar planos de la época, aduciendo que en la actualidad, «no se entrega ese tipo de material, con la finalidad de prevenir atentados». Una explicación insólita por cierto.

Intuitivamente, recorrimos los hoteles más antiguos de la zona, de ser posible, que coincidieran con la época de la última oleada inmigratoria, con la probabilidad de que alguno de estos trabajadores se hubiera hospedado allí.

Después de visitar casi todos los hoteles del barrio, pudimos hablar con la hija de la primera dueña del hotel familiar de Av. Rivadavia al 2400.

Esta vez, con la excusa de un trabajo sobre urbanismo y sociedad, la señora
Fermina S
., de unos 70 años aproximadamente, nos relató lo siguiente:

—Mi madre me contaba con admiración lo de las obras de la línea A. Decía que, gracias a otros tanos como ella, este país iba a ser el mejor del mundo. Ya ven lo que quedó.

Le hablamos de la estación que no había podido concretarse. La cara de la mujer cambió rápidamente. Nos preguntó qué sabíamos al respecto. Le dijimos. Y ella, a su vez, respondió:

—Todos ocultaron, mintieron. Esos ingleses de mierda y el gobierno, cuándo no, lo taparon todo ¿y por qué?: porque los que murieron eran italianos. Si hubiera sido uno de los de ellos, te quiero ver —la señora Fermina estaba exaltada, y las venas del cuello se le hincharon visiblemente—. Veo que no saben nada.

»Lo cierto es que la excavación comenzó, pero, aunque el terreno no era muy firme y se desmoronaba, siguieron adelante. Uno de esos desprendimientos se llevó a los dos tanos. Entonces, trajeron un ingeniero de allá y armaron esas dos estaciones a medias para solucionar el problema. ¿Los nombres de los muertos? Mi madre cuando ya era muy vieja y con arteriosclerosis me contó la historia tantas veces que los nombres me los sé de memoria. Se llamaban Giuseppe y Leonardo.

De más está decir que no encontramos registros necrológicos de personas con esos nombres en las fechas de la construcción de la línea A. No resulta extraño. Teniendo en cuenta su carácter de inmigrantes, no es difícil pensar que nadie reclamaría nada o que no se hicieron muchos esfuerzos para asentar o aclarar el hecho.

Mientras tanto, si algunos de los lectores son creyentes, recen una plegaria por esas almas extraviadas; si no, sólo disfruten del viaje.

Nueva Pompeya

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