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Authors: Víctor Coviello Guillermo Barrantes

Tags: #Cuento, Fantástico

Buenos Aires es leyenda (8 page)

BOOK: Buenos Aires es leyenda
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Este suceso disparó una serie de rumores. El más fuerte de ellos aseguraba que el gorro había sido dejado por el fantasma de unas de las víctimas del día fatal.

Por nuestra parte pudimos corroborar varias inscripciones en las paredes del pasillo que conduce a la Puerta 12 (ahora Puerta M), algunas de las menos nítidas (y quizá más antiguas) podrían pasar por un «Benedictino» escrito a las apuradas.

Lo concreto es que efectivamente un tal
Benedictino G
. existió. Está documentado en los diarios de la época (diario
La Nación
del día posterior a la tragedia). Su nombre aparece en la nómina de fallecidos. Tenía 15 años.

—River es un club muy grande —nos dijo un empleado de la institución, grande de verdad, y se dicen demasiadas cosas.

Pero cuando le nombramos a Benedictino, se puso serio y habló en voz baja.

—¿Quién les dijo eso?

Le explicamos que se trataba de una historia que nos había llegado vía mail. También le aseguramos que no había nada contra el club.

—Es en el barrio de Núñez la investigación, ¿no? —preguntó el empleado—. ¿Por qué no preguntan acá enfrente, en el Tiro Federal? Esos sí que tienen historias.

Y era verdad.

Para ingresar al Tiro Federal tuvimos que recurrir a un amigo nuestro que está asociado. Él mismo conocía varias historias. Aun así, nos recomendó hablar con don Martín, un anciano que conocía el club como la palma de su mano.

Lo encontramos tomando café al lado de una máquina expendedora. El hombre, toda una institución, nos relató una serie incontable de anécdotas. Pero preferimos indagar sobre el mito de la Puerta 12.

—El zapato embarrado, seguro que les contaron ésa —afirmó el desdentado don Martín—. Todos los años aparece, en cualquier parte del Monumental, un zapato con barro, siempre uno solo. Después lo guardan, pero siempre se hace humo. Algunos dicen que es un gorrito, pero yo le pongo todos los porotos a la versión del zapato.

Hay una historia también, un «suceso barrial» que nos pareció útil llevar a ustedes. Es el siguiente:

Se dice que en la década de los setenta funcionaba un restaurante sobre la avenida Figueroa Alcorta, donde tenían una extraña costumbre: cada 23 de junio si un cliente pedía té o café, recibía como respuesta un «sepa disculparnos, pero hoy no se sirven infusiones». La razón de esta extraña actitud habría que buscarla en aquel 23 de junio, cuando alguien pidió un té y le vino muy oscuro (a pesar de que lo había pedido con limón). El color podía pasar, pero el gusto era muy raro, dulce, aunque el comensal estaba seguro de que no le había puesto azúcar. La misma escena se repitió en otra mesa. El color del té era escandalosamente rojizo. Por si fuera poco, un señor que tomaba café se encontró con pedazos de barro en el fondo.

Ese día, la confitería tuvo que permanecer cerrada.

Los dueños, fanáticos del club millonario, ataron cabos y concluyeron que todo aquello estaba relacionado con la tragedia de la Puerta 12. Y, por lo tanto, decidieron no arriesgarse más.

Si aceptamos que estos sucesos realmente ocurrieron pueden barajarse ciertas explicaciones lógicas, como que aquel día el lavacopas no estuvo muy inspirado para hacer su trabajo, o quizá la partida de infusiones que se utilizó estaba en mal estado.

La investigación no se cerraría adecuadamente si no incluyéramos el testimonio de uno de los actores que animan ese deporte de conjunto que es el fútbol:
Abdul G
., un muchacho que juega en las inferiores de River Plate. Abdul es parte del barrio. Nació a unas cuadras del Monumental y creció allí también.

«Venía escuchando lo de la maldición de la Puerta 12 de muy pibe. Los vecinos decían cosas, que escuchaba inclusive de mi propio viejo. Entre todos me habían hecho tanto la cabeza que apenas empecé a ir al club pregunté por esa historieta. Ahí todos se hacían los boludos. Pero seguí insistiendo cuando me metí en las inferiores. "Vos sólo juga, nene", me cortó un día mi entrenador. Y no hay nada peor para un chaboncito como yo que le oculten la verdad. Me puse más hinchabolas. Al final, de tanto romper me fui enterando… Por ejemplo, que esos bosteros que murieron en la Puerta 12 nos habían maldecido la cancha, ¿por qué se creen sino que recién ganamos el campeonato en el '75? O la historia de los zapatos embarrados, lo del gorrito. Igual, tenía un quilombo en la cabeza que ni les cuento, no sabía si creer en todas esas historias de fantasmas o no. Hasta que me pasó algo a mí: eso fue el año pasado y, cada vez que me acuerdo, se me pone la piel de gallina. Resulta que teníamos entrenamiento esa tarde y uno de mis compañeros me pidió que llevara una vela. Pero no cualquiera, debía ser blanca. Me pareció raro, pero pensé que sería algún tipo de cábala para darnos suerte. Para hacerla corta, a eso de las ocho de la noche y con un frío bárbaro llevamos nuestras velas directamente a la famosa puerta. Las prendimos y nos sentamos en las escalinatas "¿Y ahora qué hacemos?", pregunté. Nadie me contestó. Lo que puedo decir es que de pronto sentí una corriente de aire helado en la nuca, como si me pasaran un montón de cubitos de hielo. Después de eso, uno de los chabones, un pibe que se llama Silvio A. y que juega de tres, puso una cara muy rara y empezó a decir cosas como en otro idioma y con una voz gruesa, de viejo. Lo único que llegué a entender es que preguntó dónde estaba el hijo. Yo ya me quería ir rajando. Entonces, apareció de entre el grupo un tipo vestido de blanco, que hasta ese momento yo no había visto. Levantó la vela y le dijo al fantasma ese que su hijo estaba muerto igual que él, y que debía irse, que debía irse de una vez por todas. La respuesta del viejo fue lo más zarpado que oí en mi vida. Fue un ¡NO! que sonó como en medio de un vómito. Entonces, todas las velas se apagaron al mismo tiempo, o eso creo, porque del pique que metí en dos segundos ya estaba fuera del estadio.

»Días después, me dijeron que las noches del 23 de junio se hace eso para ir avivando a los fantasmas y que se vayan de ahí. Y que esto se hace con las divisiones inferiores porque nosotros, los pendejos, tenemos más energía para sacarlos. Lo que les cuento es la pura verdad, pero todos van a negarlo. ¿Quién va a creer una cosa así? A mí, si no me hubiera pasado, tampoco lo habría creído. Seguro que no».

Cerraremos entonces esta puerta por ahora, pero el misterio sigue abierto.

PARTE III
Voces misteriosas
San Telmo

El pozo sin fin

Todas las ciudades importantes, y Buenos Aires es una de ellas, tienen un pasado arqueológico de riqueza variada. Con más de 400 años, Buenos Aires recién adquirió un cierto relieve como metrópoli a partir de la década de 1870. Hasta ese entonces, era conocida como la «Gran Aldea», un poblado de cierto interés estratégico pero totalmente desorganizado —como el resto del país, cabe decir—, sin planificación concreta.

Si vemos los reportes de extranjeros que visitaban «la Gran Aldea», todos eran comentarios desfavorables: pocas comodidades para el visitante, casas sumamente húmedas, mínima planificación urbana, calles intransitables, escasa higiene. Incluso decían que la sangre vertida por los matarifes, muy cercanos a la ciudad, traía infinidad de enfermedades, y la gente, en los días lluviosos, estaba obligada a recorrer las calles atravesando ríos sangrientos.

A partir de las últimas tres décadas del siglo XIX, entonces, el panorama cambia drásticamente y el desarrollo urbano es muy veloz. La relativa estabilidad política permite una mejor perspectiva económica. Además, Buenos Aires multiplica su población con el proceso inmigratorio que aporta mano de obra extra.

Como consecuencia de ese período de crecimiento, que se mantiene con una intensidad asombrosa hasta bien entrado el siglo xx, la ciudad devora costumbres, grupos étnicos, estilos arquitectónicos, y se reinventa varias veces sepultando a su paso algunos misterios centenarios. Precisamente, el que queremos abordar ahora es el misterio de la Gruta, o el pozo, como se lo conoció después. Un mito urbano muy antiguo pero no tan popular.

La tradición cuenta que los indios quilmes, habitantes naturales de Buenos Aires y alrededores a la llegada de los españoles, ya mencionaban un lugar adonde iban a parar los que no tenían alma y sí algún enemigo ocasional. Ellos lo llamaban «Guruc»; con las deformaciones lingüísticas se convirtió en «Gruta», a pesar de que se trata de una depresión en el terreno. Posiblemente, el nombre Guruc se debiera a un efecto acústico, el de un objeto o persona al caer.

Nuestra investigación no consigna que haya crónicas al respecto hasta el siglo XIX, cuando se construyen y reconstruyen varios edificios, entre ellos, el Colegio Nacional de Buenos Aires. Durante el siglo XX la pequeña historia de la gruta devenida pozo fue dejada de lado… hasta hace muy poco.

Los rumores de acontecimientos extraños se dieron desde las primeras excavaciones modernas en el barrio de San Telmo, en la época de la última dictadura militar. Fueron llevadas a cabo en forma desprolija; en consecuencia, se perdió gran parte del material de valor histórico. Esto es muy notorio, por ejemplo, en las excavaciones de la Aduana Taylor, es decir, la antigua aduana de Buenos Aires que llegaba hasta la casa de gobierno.

En años posteriores se encararon las labores en forma más planificada y los trabajos se extendieron hacia otros edificios. También se extendieron los rumores. Éstos hablaban de extraños sonidos en las profundidades, hasta de pequeños temblores, muy raros para un tipo de suelo de meseta.

Acerca de estas cuestiones, hablamos con una autoridad en arqueología urbana,
Daniel H
., quien nos dijo:

—Un disparate, liso y llano. No tiene asidero desde ningún punto de vista, ni siquiera desde el geológico. Ni por asomo estamos en una zona sísmica. Por otro lado, un pozo… mejor dicho, una depresión que tuviera una profundidad indeterminada…

—Pero ¿cabría la posibilidad «geológica» de que la hubiera? —preguntamos.

—Creo que a ustedes les gustó mucho Verne. Sobre todo
Viaje al centro de la Tierra
.

—¿Es posible? —insistimos.

—Nada es imposible para la naturaleza, pero carece de sentido por lo que les dije anteriormente.

—Si lo aplicamos a valores racionales…

El arqueólogo se acomodó los pequeños lentes y se repasó el pelo enrulado con una mano. Después, sacó del cajón de su escritorio una bolsita que contenía lo que parecía ser una taza.

—¿Ven esto? Este objeto, en este caso un pocillo de cerámica, lo encontramos en una excavación de una casa en la calle Humberto I. Así como ésta, encontramos otros objetos. Con esos pequeños datos reconstruimos toda una época. Es un trabajo metódico, pero para los que estamos en esto es sumamente gratificante. Por supuesto, no tiene nada que ver con la imagen del arqueólogo-héroe estilo Indiana Jones. No buscamos el arca perdida de la Alianza y menos un agujero, ¿qué dice este mito? ¿Que hay un portal directo hacia el…?, por favor, seamos adultos.

—Pero tenemos entendido que en la excavación de los túneles, en el lugar que ahora ocupa un restaurante tradicional de San Telmo, encontraron una figura utilizada en los ritos vudú.

—Eso no tiene nada de extraño. Hace un siglo todavía había bastante gente que descendía de africanos o brasileños.

—Justo en la zona en la que se encontraría el pozo.

El arqueólogo miró su reloj, nos dijo que no podía perder más tiempo y nos despidió deseándonos suerte.

La siguiente etapa de la investigación fue tediosa, pero dio resultados. Pudimos ubicar a un obrero calificado que había trabajado en varias excavaciones, la de la Aduana Taylor inclusive.

—Después de lo que pasé la última vez —nos dijo, enérgico,
Pedro C
.— me fui a la mierda. Por suerte pude conseguir otra cosa, igual, yo creo que me cagaría de hambre antes de agarrar otro laburo como ése.

Caminamos con Pedro por la plaza Colón hasta llegar al lugar en donde se desenterró parte de la vieja aduana.

—Éste fue el primer laburo de excavación en el que estuve. A los pocos días, o mejor dicho a las pocas noches, empezaron a pasar cosas raras.

—¿Qué cosas?

—Las voces, como gente quejándose, pero mucha gente quejándose. Al principio, pensamos que era una especie de corriente de aire, no sé.

Pedro llegó hasta una baranda que delimita el perímetro de la excavación y ahí se detuvo.

—Ese tramo es una pequeña parte de la remodelación. La mayor parte se tapó con escombros porque la cosa estaba pesada con el país y se cortó la guita. Hubo varios muchachos que rajaron, me acuerdo. Yo tenía pibes chiquitos por eso no me podía hacer el loco. Las noches eran lo peor. A veces hacía doble turno. De día tenía máquinas pesadas y a la noche le daba con pala. Me acuerdo que estábamos a las órdenes de un pibe muy joven. Alguien le contó sobre las voces y él explicó, todo académico, que podían ser cursos de agua subterráneos. «Sí, claro, venga por acá», le dijimos. El pibe se puso tan pálido al escuchar las voces que pensamos que se había muerto. Esa sección fue una de las que se rellenó con más escombros.

Subimos la explanada de la casa de gobierno hacia la Plaza de Mayo. Notamos que Pedro estaba tenso, los puños cerrados, el rostro duro. Le preguntamos si se sentía bien.

—No, la verdad es que recordar todo esto me pone la piel de gallina. ¿Y saben por qué se los cuento? Para que alguien se ocupe del tema, ahí abajo pasa algo muy raro que no es de este mundo.

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