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Authors: Víctor Coviello Guillermo Barrantes

Tags: #Cuento, Fantástico

Buenos Aires es leyenda (3 page)

BOOK: Buenos Aires es leyenda
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La investigación aún sigue abierta.

Barrio Norte

El falso médico

Son muchas horas y el cansancio se acumula. Se siente sobre los hombros. Varios cafés engañan al sueño y lo retardan un poco pero esto solo no alcanza. Las guardias son inevitables, pero él sabe que con eso también suma experiencia.

Le pide a una enfermera que le alcance las historias clínicas de los pacientes de la habitación 224. Es el último esfuerzo. Ya se va. Una cama mullida y no una camilla durísima y fría. Eso es lo que necesita.

Repasa las historias clínicas: no son casos graves. No tiene que tomar más decisiones por el día de hoy.

—Buenos días —dice en voz alta y firme—, cómo están hoy.

Braulio, un señor de unos 70 años lo saluda apenas con la mano, pero le hace el gesto de que está todo bien. Cálculos. Cálculos renales como para llenar una estantería completa. Un poco dopado pero evolucionando bien. Lo revisa. Todo en orden.

En la cama de al lado, la otra paciente, Rosa. Entró con un cuadro de vesícula inflamada, para intervención. Tiene para unos días antes de ser operada. Con la vesícula inflamada hay más riesgos. ¿Es él que la ve muy pálida o realmente lo está? Le hace la pregunta de rigor:

—Y, doña Rosa, ¿cómo se siente?

—Con dolor m'hijo, duele la herida.

El doctor trata de procesar rápidamente la información, vuelve a consultar la historia clínica.

—¿Qué herida, doña Rosa?

—La de la operación, cuál va a ser si no —le contesta la señora al mismo tiempo que se levanta la sábana y parte del camisón. La marca de la herida no le deja lugar a duda. La incisión se ve desprolija y la sutura no mucho mejor. El doctor no sabe por dónde empezar, pero hace la pregunta obvia:

—¿Pero quién… cuándo la operaron, doña Rosa?

Doña Rosa le pide que le sirva un vaso de agua, pero el doctor está tan nervioso que casi se la toma él.

—Vino un muchacho joven, como usted y se presentó como el dotor… no me acuerdo el apellido. Ya estaba con los guantes y con lo que va en la boca, eso, el barbijo y me contó, hablando muy suavecito, que me iba a operar. Le pregunté si tenía que ser ahora. Me dijo que era el único momento en que el… ¿cómo se llama?, eso, quirófano, estaba libre. Bueno, me dijo, ahora cierre los ojitos y relájese. Después, me puso un pañuelo en la boca y me quedé dormida. ¿Pasa algo malo, dotor?

El doctor repasa por décima vez la historia clínica. Sólo figura la rutina diaria, nada más.

—Dotor, ¿pasa algo?

Al médico le tiemblan las piernas y no puede decidir si dejar a Rosa sola o llamar a la enfermera, aunque no es la misma de la noche. Se pregunta cómo puede ser posible, cómo.

Esta leyenda urbana, o una de características más o menos similares, deambula por infinidad de centros de salud. Nosotros decidimos realizar la investigación en un lugar paradigmático como es el Hospital de Clínicas, un centro de salud relacionado directamente con la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires.

El caso que acabamos de relatar nos llegó por diferentes canales muy coincidentes entre sí.

¿Cómo puede ser posible? Eso mismo nos preguntamos nosotros.

El mito está instalado.

Paradójicamente, ésta es una de las leyendas urbanas más aterradoras pero más cercanas a una raíz potencialmente real.

Las causas son tan variadas como posibles.

Si bien las leyendas de falsos médicos se remontan a tiempos lejanos, nuestro mito se centra puntualmente en la persona de un tal Pascual Colombo, un muchacho venido de una provincia del Norte. Un pibe humilde que fue enviado a Buenos Aires para ser doctor con la esperanza y los ahorros de toda la familia. Como suele ocurrir, al provinciano ingenuo le pasan las mil y una, el dinero se le va rápidamente, y se ve obligado a buscar cualquier trabajo. Eso resiente su estudio y es reprobado sistemáticamente. En su casa paterna reciben cartas que hablan de otra realidad, por supuesto.

En este punto, las versiones difieren unas de otras. Están las que dicen que Colombo deja embarazada a una chica. La familia entonces se agranda y el muchacho debe abandonar el estudio por completo. Y está también la versión que supuestamente originó el relato que expusimos al principio, según la cual la madre del provinciano muere por una vesícula reventada, lo que lo deja «trastornado» y dispuesto a operar sin haber aprobado más que el diez por ciento de la carrera.

Si bien la facultad no nos facilitó detalles del tal Colombo, extraoficialmente averiguamos que cada vez que se produce un caso de características poco claras se habla de «colombismo».

Consultamos a una alta autoridad del hospital, que se excusó argumentando que no tenía tiempo para ese tipo de rumores. «Yo trabajo con certezas, las certezas de la ciencia y la convicción de curar», nos dijo.

Según pudimos indagar, esta leyenda probablemente se originó en la década de los ochenta, en los primeros años de la democracia recuperada. Recordemos que se había decretado el ingreso irrestricto a las universidades a través de un curso de ingreso denominado CBC (Ciclo Básico Común).

He aquí el testimonio de
Federico G
., integrante de la agrupación política de estudiantes denominada Franja Morada:

—Conozco la historieta de Colombo —nos dijo el muchacho, mientras terminaba el café que le habíamos invitado en el bar de la facultad—. Tengo entendido que esa bola la hizo correr el Rectorado. La razón es obvia ¿no? Los «conserva» de acá no querían y no quieren una universidad para todo el mundo. Tiraron esa para dejar en claro que, cuando hay demasiados alumnos, el nivel disminuye y salen médicos como éstos.

—Sin embargo —interferimos—, en la versión más firme que tenemos, Colombo queda tan traumado por no poder salvar a su madre que por eso opera.

—Sí, de acuerdo, pero el sistema lo abandona en su conjunto y la ilusión de acceso a la carrera se le vuelve en contra. Digamos que la versión que tienen ustedes tiene más cosas del alumnado.

—¿Cómo terminó Colombo?

—El final nadie lo sabe, algunos dicen que volvió a su provincia, otros que lo vieron en una obra en construcción, y que cuando le salta la térmica se da una vueltita por el Clínicas o algún otro hospital.

A continuación, enfrentamos uno de los momentos más impresionantes de cualquiera de nuestras investigaciones. Fue la entrevista que hicimos a la persona encargada de proveer y acondicionar los cadáveres desde la morgue hasta la sala donde son «examinados» por los estudiantes. Se mostró dispuesto a darnos información con la condición de hacerlo mientras trabajaba. Por lo tanto, vestidos con guardapolvos prestados, debimos acompañarlo por los pasadizos con olor a formol de la morgue del Hospital de Clínicas.

—Escuché ese cuento —dijo rápidamente, mascando algo que no pudimos precisar— y me encontré varias veces con tipos que diseccionaban fiambres en horas no permitidas. De hecho, conozco tantas cosas que podrían escribir un libro sólo sobre mí.

Entramos en la morgue propiamente dicha.

—Conozco la historia de Pascual Colombo, como sé de muchas. Según tengo entendido, era un cabecita de provincia que se tiró el lance pero le salió mal, como a tantos. Hasta tuve la oportunidad de agarrar uno que me afanaba los hígados de los fiambres.

—¿Para venderlos?

—No, se los morfaba; lo agarré justo cuando se llevaba el de una vieja que había llegado el día anterior. Miren muchachos, en el Clínicas y, como me imagino, en todos los hospitales, si se truchan las historias clínicas, no veo por qué no puede haber médicos falsos. Bueno, ¿me acompañan a la fiesta, muchachos? Los «boys» de la facultad me están esperando ansiosos.

Todavía con la impresión del lugar y con el olor penetrante del formol impregnado en nuestra ropa, dejamos la morgue y fuimos en busca de más testimonios.

El siguiente provino del personal de seguridad del hospital. El hombre en cuestión pidió que no reveláramos su nombre.

—Mirá, no es por defender a nadie, pero este hospital está muy bien organizado, dentro de todo. Jamás escuché una cosa así. Bueno, jamás no, pero me parece muy difícil que algo así pase, ¿viste?

—¿Por qué?

—Nosotros tenemos en planillas todos los movimientos del personal médico. Todos tienen que pasar por acá.

—¿Y con respecto a la guardia?

El hombre se quedó pensativo unos segundos.

—Para pasar sin ser descubierto, el tipo tendría que hacerse pasar por paciente. A mí nunca me pasó, aunque tampoco estoy hace tanto tiempo, ¿viste?

Una enfermera del hospital, de nombre Ana, coincidió con estas afirmaciones y reconoció la historia de Pascual Colombo.

—Está en el baño, está escrito en las paredes del baño de hombres y en el nuestro también. Dice: «Colombo estuvo aquí». Claro que lo pudo haber escrito cualquiera. Lo que les puedo comentar es que yo sí vi a un tipo que se creía médico y que hasta se ponía guardapolvo, un loquito que no duraba más de una hora antes de que la policía se lo llevara porque ya lo conocían todos, pero no creo que tuviera algo que ver.

Nos faltaba algo más, obviamente: la opinión de los pacientes. Sobre todo la de los que esperan ser operados de vesícula.

—Es lo primero que me dijeron —nos comentó una señora muy simpática,
Berenice M
.—. Apenas llegué me comentaron: «Cuidado, que no te agarre el doctor Colombo». Así que yo pregunto a todos los médicos quiénes son, por las dudas.

—¿Y vienen practicantes de medicina?

—Uf, eso es un bochorno. Una se siente como una rana que van a despanzurrar en cualquier momento, es espantoso. Igual, siempre vienen de a muchos. Está el profesor, o como se llame, y los estudiantes que se ponen al borde de la cama. La verdad, algunos tienen tanta cara de asustados y son tan bebés que no me gustaría que uno de esos me atendiera.

En ese momento, intervino una persona que hasta entonces sólo miraba el techo sin decir nada: era el paciente de la cama de al lado, un señor muy mayor.

—Miren, jóvenes —nos dijo sin dejar de mirar el techo—, yo soy un veterano del Clínicas. Como vivo solo y la cosa se pone brava con la jubilación, me vengo para acá, total seguro que algo me van a encontrar. No me quejo. Me dan de comer, me atienden, no paso frío, un buen
service
, bah. Acá se escuchan muchas cosas. Y la del Colombo es un clásico, te la cuentan para que no puedas dormir, para que compartas el insomnio con todos los que esperan pasar por el cuchillo.

Creemos que no sería desacertado decir que Pascual Colombo podría tratarse, entonces, del equivalente hospitalario del «Hombre de la Bolsa», un personaje siniestro en el cual se concentrarían todos los temores de los pacientes… como también los de los profesionales.

«El miedo es creativo —afirma el ensayista y pensador argentino Héctor Arregui en su ensayo
Las resonancias del instinto
—. El miedo de un hombre que espera puede ser el más creativo de todos. Y el más desesperante».

Villa Devoto

Meter el perro

En el curso de nuestras investigaciones nos vimos obligados a conformar, con algunas de las historias recopiladas, ciertos subgrupos afines (dentro de los grupos que terminaron dándole nombre a cada una de las secciones del libro). Uno de ellos se denominó «sorpresas repentinas». La siguiente es una recreación de la historia que consideramos más interesante de este subgrupo:

En el sueño, Perry, su vieja mascota, la miraba fijo, pero sus enormes ojos no poseían brillo alguno. La lengua afuera, como una lija seca, caía de costado.

Marta se despertó en llantos: era un sueño demasiado real. Apenas despabilada, se levantó de un salto —a pesar de que ya era una mujer mayor—, se puso las pantuflas y fue derecho a la alfombrita que usaba Perry. Lo llamó varias veces pero el animal ni se movió. Las lágrimas de su sueño no se habían secado aun cuando Marta acercó una mano cautelosa al perro. Estaba duro. Aunque sabía que a veces Perry también tenía pesadillas y se ponía rígido, no pudo engañarse más que unos segundos. Era una inconfundible rigidez cadavérica. El can parecía un felpudo arriba de otro felpudo. Marta se agachó, se apoyó contra el suelo y retorciendo la alfombrita —la verdadera— lloró. Lloró desconsoladamente, y sus lágrimas de vigilia se unieron y superaron a las del sueño.

Marta miraba el cadáver del pobre Perry y no podía marcar los números de Raquel, su mejor amiga. No recordaba la secuencia. Después de dar con un par de equivocados, acertó con los dígitos correctos.

—Lo maté, Raquelita —dijo Marta apenas le contestaron—, yo lo maté.

—¿Quién habla?

—Marta, Marta, perdoname, Raquelita.

—¿Qué pasa? Querida, pará de llorar y tranquilizate.

—No puedo, yo tengo la culpa.

—Mirá, calmate y decime.

—Es Perry. Yo te dije que debía llevarlo a Córdoba, que el veterinario…

—¿Está bien tu mascota?, ¿otra vez el asma?

—Se me fue… Raquelita, qué hago sin él ahora. ¡¿Eh?!, me querés decir.

—Bueno, Martita, no quiero ser brusca, pero en principio, tenés que enterrarlo. ¿Hace cuánto que estiró… que murió el bichito?

—No sé, me desperté y lo vi así. Yo había soñado…

—Bueno, bueno, ¿tenés dónde enterrarlo?

—Dónde… ¿qué querés decir?

—Sí, dónde cubrirlo con tierra para que… descanse tu perrito.

—Virgencita santa, no lo había pensado.

—Escuchame, en el jardín de atrás de mi casa tenemos espacio, qué te parece si me lo traés.

Marta no quería tocar a Perry. Si hubiera sido por ella, habría dejado ahí a su fiel compañero de años. Pensó en embalsamarlo, pero no aprobaba ese procedimiento cruel, aunque sabía que su perro no iba a sufrir. No, había que resignarse a perderlo. Haría un pequeño ataúd, se lo encargaría a la maderera, o si no, a la funeraria, uno como para un bebé. Marta revisó el monederito que usaba de alcancía. Y sí, le alcanzaba, pero de gastar no tendría para la prótesis dental y la verdad era que la necesitaba. Buscó algo que pudiera reemplazar el ataúd, pero todas las cajas eran muy chicas. Revisó los armarios y finalmente se decidió por una caja de zapatos que estaba nueva. Su finado marido no tuvo ni tiempo para estrenar los zapatos que contenía.

Perfumó a Perry con su mejor fragancia. Después, sacó un mantelito bordado a mano por su madre y lenta y cuidadosamente amortajó al animal. Tuvo bastantes problemas con la lengua seca. Suavemente la enderezó y la rozó por última vez. Colocó a Perry en la caja. Por suerte y acomodando una de sus patitas, Perry entró perfectamente. Antes de cerrar la tapa, Marta acarició el hueso de plástico favorito y otras pertenencias de su mascota. Entrevió los ojos apagados del perro entre la mortaja improvisada y lloró otra vez. Con manos nerviosas cerró la caja, la ató con un piolín y finalmente la envolvió con un papel araña que le sobraba de sus tiempos de docente. Lo único que quedaba era arreglarse un poco e ir a lo de Raquel.

Hacía tanto tiempo que Marta no se ponía aquellos tacos blancos, que le costaba caminar. El vestido negro con la cartera haciendo juego ya lo había usado varias veces, pero no se acostumbraba. No tenía importancia, Perry se merecía una despedida digna. Marta estaba convencida de que nadie podría haber llenado esos años de soledad mejor que su pequinés.

Miró el reloj.

Tenía que apurarse, Raquel ya la había llamado varias veces para preguntarle el porqué de la tardanza. Generalmente tomaba radiotaxis o remises, por los robos, pero esta vez tendría que parar cualquier taxi.

Autos y más autos, ningún taxi, y la bolsa roja donde descansaba la caja, pesada. Una camioneta, un taxi ocupado, dos autos y una moto. Un taxi libre. Una cuadra antes lo tomó otra persona.

Marta volvió a mirar la hora. Cuando levantó la cabeza, la moto, como un insecto gigante, fue contra ella. Uno, dos tirones, un empujón.

«Soltá, vieja de mierda», alcanzó a escuchar Marta desde el anonimato del casco. Después, el empujón, y el tobillo que se rompió con un ruido horrible al dar con el cordón de la vereda. Quiso gritar pero perdió los dientes postizos con la caída y tan sólo le salió un silbido frágil mientras veía alejarse la moto.

El ladrón casi no se detuvo hasta llegar al galpón donde acostumbraba guardar el botín. Antes, en un semáforo, revisó brevemente la cartera de Marta pero no encontró gran cosa. Tan sólo unos pocos pesos, unas fotos en la billetera. El ladrón se rio de las fotos: una de un viejo de unos 60 o 70 años, y la otra de un pequinés muy feo.

Qué vieja pelotuda, pensó, nunca quieras cambiar un hijo por un rope. Miró una vez más la cartera y la desechó. Sacudió un poco la bolsa. Cambió el semáforo y arrancó convencido de que debía tener algo importante, si no la vieja no hubiera chillado tanto.

Estacionó la moto detrás de las chapas acostumbradas. Antes de sacarse el casco, se aseguró de que no hubiera nadie. Encendió un sol de noche y se dedicó a violar el paquete. Cuando descubrió el contenido, por unos segundos, no supo qué hacer.

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