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Authors: Víctor Coviello Guillermo Barrantes

Tags: #Cuento, Fantástico

Buenos Aires es leyenda (7 page)

BOOK: Buenos Aires es leyenda
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Sexo, muertes y video

Hemos citado ya el subgrupo mitológico «sorpresas repentinas» (véase «Meter el perro»). Es el turno ahora de otro: el subgrupo conformado por los mitos de albergues transitorios.

A medida que este grupo se nutría, fuimos dándonos cuenta de que, debajo de los descoloridos empapelados de flores, murmurando entre las melosas notas de la música funcional, fluyendo entre la fragancia flotante de perfume barato, nos aguardaban extraños relatos, rumores de sucesos increíbles.

La variedad era muy atrayente: historias de fantasmas, asesinatos, ritos satánicos, voces; y además los casos se repartían en una gran cantidad de albergues.

El primer paso de nuestra investigación fue profundizar en cada una de estas historias. Esto nos permitió eliminar a las que presentaban contradicciones, a las poco claras y a las que eran incomprobables. Entonces vimos que los relatos que nos quedaban compartían más de una coincidencia: directa o indirectamente, todas parecían ser diferentes versiones de una misma leyenda.

Los invitamos a que lean la historia de
Ángela K
., la cual elegimos por creerla la más convincente, la más sólida. No podemos dar el nombre del albergue al que fue Ángela con su actual esposo, hace siete años. Sólo diremos que está enclavado en el barrio de Nueva Pompeya.

Ángela nos recibió en su departamento de Flores, nos hizo pasar a la cocina y nos sentamos alrededor de una mesita, en la que había estado tomando mate. Mientras tiraba la yerba vieja nos ofreció café. En cuanto tuvimos delante las tazas humeantes, ella comenzó con su relato:

Nos había tocado la número 22. La habitación no tenía nada de raro, era como muchas otras en las que habíamos estado. Y bueno, nos desvestimos y empezamos a hacer lo que habíamos ido a hacer. Estábamos en la cama cuando Carlos me dijo si quería que prendiera la televisión. Yo le dije que sí. En esos lugares te salen más fácil los sí que los no
. (Ángela dejó escapar una risita nerviosa. Luego tomó un lápiz de arriba de la mesa y se puso a hacer garabatos en una hoja de papel).
Así que bueno, Carlos agarró el control y prendió la tele. Era un canal común, de aire. Me acuerdo porque lo primero que apareció en la pantalla hizo que me matara de risa: estaban dando Brigada A. «Acá podrían llamarla Brigada ¡Ahh!», dijo Carlos y nos seguimos riendo. Después Carlos buscó el canal condicionado. Cuando lo encontró, estaban mostrando a un negro y a una rubia pechugona. Carlos dejó el control remoto y seguimos con lo nuestro. Hasta que sucedió
.

(Aquí Ángela le entregó más energía al trazado de sus garabatos, y el papel se rompió. Luego hizo un bollo con la hoja rota y la dejó en un costado junto con el lápiz. Continuó con su relato).

No sé bien en qué momento hicieron el cambio de película, porque la imagen era diferente, parecía más real. Como esa diferencia de imagen que tienen una película yanqui y una serie argentina. No tenía dudas, ésta era otra película… con otros protagonistas. Ahora la pantalla mostraba a un muchacho rubio y una chica morocha. Hacían el amor como locos; pero en eso no había nada de raro. Lo raro estaba en el lugar donde lo hacían. Estaban en una especie de caverna… y la pareja se revolcaba en un colchón de cadáveres.

(Ángela prendió un cigarrillo. Lo hizo de forma mecánica, sin ofrecernos a ninguno de nosotros. Parecía concentrada en su narración, sumergida en sus recuerdos).

Todo el piso de la cueva estaba cubierto de cuerpos, y el rubio y la morocha no paraban de retorcerse sobre ellos. Dios, si hasta jugaban con los muertos, la piba les pasaba la lengua… Me acuerdo que le dije a Carlos que cambiara aquella porquería; él agarró el control y cambió a otro canal, y luego a otro, y a otro… pero no había caso, esa basura estaba en todos los canales. Y entonces pasó lo peor
. (Aquí Ángela comenzó a temblar. Le pedimos que se calmara, que se tomase su tiempo para seguir con el relato. Pero ella apagó el cigarrillo a medio fumar, y continuó).
De repente la pareja en la televisión se quedó inmóvil, como si fueran dos cuerpos más en ese… mar de muertos. Sí, un mar de muertos, porque los cadáveres se movían de un lado a otro, despacito, como si flotaran en un líquido. Entonces el rubio y la morocha nos miraron. Miraron a la cámara, pero yo sé que nos miraban a nosotros
. (Ángela prendió otro cigarrillo).
Carlos dice que a no escuchó nada, pero el rubio dijo mi nombre. Sí, no me miren así; les juro que el rubio de la televisión me señaló con el dedo, y me llamó por mi nombre
.

(Aquí Ángela estuvo a punto de llorar. Repitió varias veces que Carlos no había escuchado nada, pero que ella juraba que el tipo de la película había pronunciado su nombre. Luego se tomó unos minutos para terminar el cigarrillo, y continuó).

Grité como una loca. Carlos trató de tranquilizarme pero yo no podía parar. En un segundo nos vestimos y salimos de la habitación. Yo le seguí gritando al encargado del telo, pero el tipo revisó la programación y nos aseguró que en ningún canal estaban dando una película como la que acabábamos de describirle. Carlos lo insultó y nos fuimos.

La última pregunta que le hicimos a Ángela fue si ella conocía el mito con anterioridad. Nos dijo que una amiga le había contado la historia, y que ella se lo tomó a broma. Nunca pensó que el mito la encontraría.

Cuando terminamos la entrevista no pudimos hacer otra cosa más que dirigirnos al hotel alojamiento de Nueva Pompeya. Íbamos con la idea de que no seríamos bien recibidos, ningún comercio quiere que su clientela se vea espantada por una historia, sea real o ficticia. Pero sucedió todo lo contrario. «No saben la cantidad de parejitas que vienen por lo de la película de los muertos», nos aseguró el encargado, que resultó ser el hijo del dueño del albergue. De todas maneras, no quiso que diéramos el nombre del hotel ni la dirección exacta, «con el rumor nos alcanza», nos dijo. «Mi viejo no quiere que se nos dé vuelta la torta».

Luego de este inesperado recibimiento, el encargado nos comentó que toda aquella historia se había originado unos quince años antes, su padre recordaba la fecha exacta (era quien estaba a cargo en aquellos tiempos).

Mi viejo cuenta que aquella noche una pareja de aspecto normal pidió un turno y subió a la habitación. El muchacho era rubio y llevaba un estuche de guitarra. Ella era flaquita y morocha. No sé, pero yo siempre me la imagino como Morticia, la de los Locos Adams. Bueno, la cuestión fue que el turno se cumplió y mi viejo quiso avisarles por teléfono. Pero en la habitación no atendía nadie. Entonces subió y golpeó a la puerta. Como no obtuvo respuesta, miró por la cerradura. La llave no estaba puesta. Buscó la copia que tenía en el bolsillo y entró al cuarto. Estaban muertos. Al parecer era eso lo que habían ido a buscar: morir cogiendo. Mi viejo encontró a la pareja sobre la cama, unidos, y no solamente por lo que se imaginan, sino también por una espada que atravesaba los dos cuerpos.

Mi viejo opina que el pibe rubio la había escondido en el estuche de la guitarra. La policía aseguró que, al no encontrarse una tercera persona en la habitación, uno de los amantes había realizado aquella acción suicida y asesina. Casi con certeza, el pibe.

Y fue así que después de aquel día empezaron las quejas, la historia de la película con los cadáveres. Y también empezaron a llegar parejas buscando tener suerte y poder ver «el video de los muertos», creo que así le dicen. Buscan una experiencia diferente.

Mirá, yo no suelo tener miedo, pero lo único que me da «cosa» es que, a veces, algunos de los que se quejan describen a una pareja que los mira desde la televisión. Y la descripción suele coincidir con los dos chicos muertos hace quince años.

Mientras estuvimos en el lugar salieron solamente dos parejas, pero ninguna de ellas se quejó ni parecía asustada.

Gracias a contactos dentro de la policía, pudimos constatar la existencia de la macabra doble muerte que supuestamente había dado lugar a la leyenda urbana.

Según nuestras conclusiones, la historia del video maldito en el albergue, si bien derivó en otras tantas historias paralelas, no se trataría del primer eslabón de la cadena. Su origen puede rastrearse en los mitos clásicos de fantasmas y casas embrujadas. Porque al fin de cuentas es eso: un relato de fantasmas. Pero lo que llama la atención es el medio que utilizan los espectros para manifestarse, el cual tiene una sospechosa similitud con un mito relativamente nuevo, existente desde que se inventó la cinta de video. Este mito, ahora famoso gracias a la película «La llamada» (
The Ring
, 2002), afirma la existencia de un videocasete en el que se encuentran grabadas imágenes que matarán a quien las vea.

Por eso, hay que tener en cuenta la posibilidad de que la leyenda urbana del albergue de Nueva Pompeya haya nacido, quizás hace muchos años, como un cuento más de aparecidos, y que luego, en algún momento, haya incorporado el elemento del «video que mata», tomando así su forma definitiva.

En la última etapa de nuestra investigación anduvimos por las calles que rodean al albergue, y conversamos con los vecinos. Los más racionales aseguraban que todo era un invento de la familia dueña del hotel, que con tal de conseguir clientes hacían cualquier cosa:

Hugo F
.: «Hace un par de años te filmaban en la habitación y después vendían el video. Lo hacen todo por la guita. No me extrañaría que hayan filmado semejante asquerosidad para hacerse propaganda».

Federico L
.: «La gente se aburre e inventa pavadas. En el telo de acá, dos pibes se matan y dicen que ahora están en la tele. Hace unos días se mataron dos putos en un telo de Flores. El diario dice que fue por causas naturales, pero ya andan diciendo que los dos fiambres se te aparecen en los espejos del techo que tiene el hotel. Dejate de joder».

Otros, en cambio, confirman que el mito es real, que los fantasmas de aquella pareja muerta aún rondan por el hotel de Nueva Pompeya y se manifiestan en los televisores con aquellas imágenes aterradoras.

Celeste M
.: «Hace unos años, conocí a una chica que estuvo allí. Ella contaba que vio el video y que el fantasma del chico le habló. La llamó por su nombre y le dijo que estaban esperándola, que querían revolcarse sobre ella. Y a los tres días murió».

Lamentablemente, Celeste les perdió el rastro a los familiares de esta muchacha. Ni siquiera recuerda su nombre.

¿Hasta dónde puede llegar un mito? Este último testimonio puede darnos una idea:

Nélida D
.: «Y esto es sólo el comienzo. El video maldito se multiplicará. Comenzará invadiendo los televisores de todo el barrio, y luego los de toda la Capital, los de Argentina, los del mundo. Tarde o temprano, todos terminaremos flotando en aquella caverna. Flotando eternamente…».

Núñez

La puerta 12

El domingo 23 de junio de 1968, en el estadio de fútbol Antonio V. Liberti, más conocido como
El Monumental
del Club Atlético River Plate, ocurrió un hecho tan trágico como inexplicable.

Se jugaba el superclásico del fútbol argentino, es decir, un River-Boca. El partido en sí se había desarrollado sin ningún tipo de incidentes. En realidad, era un superclásico atípico. Las emociones no llegaban y los 90.000 espectadores (eran otros tiempos) estaban por irse desilusionados por aquel triste empate.

Varios espectadores comenzaron a retirarse unos minutos antes de finalizar el encuentro por el sector de populares, más precisamente por la Puerta 12. Pero, en un hecho que muchos tildaron de insólito, la gente se vio impedida de salir. Al terminar el partido, los que ya estaban en la puerta fueron alcanzados por los que recién bajaban. Así, se produjo una avalancha mortal que terminó aplastando entre 60 y 70 hinchas.

Los testimonios de la época son contradictorios. Algunos testigos sostenían que «las puertas no se abrieron»; otros, que los molinetes de la entrada «trabaron la salida de la gente», y unos cuantos más, que directamente no había ningún tipo de obstáculo. Lo cierto es que (como se puede ver claramente en fotos de la tragedia) la situación fue de horror puro. Padres con sus hijos, gente mayor y la composición que podemos imaginar a merced de esa marea humana letal. Aún después de que los cuerpos fueron retirados, permanecieron desperdigados en el lugar pequeños objetos, mudos testigos de la tragedia: abrigos, pañuelos, zapatos, gorras…

Es allí donde empieza nuestro mito.

Se dice que todos o casi todos los años sucedes cosas extrañas en la cancha de River y sus adyacencias, sobre todo, en cada aniversario de la tragedia. Tanto que (aunque ninguna de las autoridades del club lo confirmó) en varias ocasiones se trajeron sacerdotes para que estas «manifestaciones» terminaran.

Esta versión fue confirmada por un barrabrava de River,
Miguel G
., más conocido como «El Pochi»:

—Sí, trajimos un curita, el padre Federico, un muchacho muy joven, porque los curas viejos no te dan bola. Bendijo hasta los vestuarios, mirá. Y bueno, un poco aflojó el asunto. Eso sí, te quiero aclarar una cosa: no importa si los muertos eran bosteros o no. Con los difuntos no se jode.

Más pistas: se comenta que hace algunos años, cierta persona «habitué» del club encontró un gorrito embarrado que lucía la inscripción de un nombre: Benedictino. Después de lavarlo, notó que el diseño era bastante antiguo. Las letras del nombre parecían como bordadas. Pero no. Estaban escritas con un líquido muy penetrante (¿sangre tal vez?). Esta persona lo guardó en unos de los armarios reservados para empleados, pero al cabo de un tiempo el gorrito desapareció.

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