Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX (21 page)

BOOK: Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX
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La acción se realizó al margen de la organización, que no tuvo conocimiento de los hechos. Montoya se encontraba en esos momentos sin posibilidades de actuar abiertamente y pesaban sobre su cabeza dos órdenes de expulsión del país por sus acciones en México y Tampico como dirigente sindical; era el mismo caso de Román, cuya organización, la Juventud Comunista Anárquica, había sido reprimida por el ejército y la policía años antes.

Durante el asalto, Durruti fue el autor del disparo contra el empleado que intentaba huir y Francisco Ascaso hizo un tiro al aire.

Tras la acción, los miembros del grupo se reunieron en la casa de Delgado para discutir el destino de los exiguos fondos obtenidos, y tras una breve discusión optaron por destinarlo a colaborar con la fundación de una escuela racionalista que la CGT estaba promoviendo, y ceder una parte menor para la publicación de
Nuestra Palabra
.

Durruti y Francisco Ascaso se presentaron en una reunión del Comité Confederal de la CGT e hicieron entrega del dinero. Como su presencia y el origen de los fondos provocó un cierto recelo, Durruti mostró una carta del patriarca anarquista Sebastián Faure donde éste le rendía recibo de fondos entregados a la Biblioteca Social.

La misiva disipó las dudas y se aceptó el dinero que había sido robado de las oficinas de La Carolina, sin que los dirigentes cegetistas supieran su origen exacto, aunque suponiendo que había surgido de una acción violenta.

Algo así como la versión del cronista policial de «El Demócrata»

Mientras un grupo de la venerable colonia española ha reunido veinte mil pesos (ofendidos porque los autores del atraco fueron paisanos suyos) como recompensa a aquellos que den pistas o detengan a los asaltantes de La Carolina, las tensiones siguen creciendo dentro de los cuerpos policíacos a causa de la lentitud con la que progresa una investigación que en apariencia no ofrece dificultad; ayer fueron cesados seis agentes de la reservada por su ineficacia.

Las pesquisas realizadas personalmente por este reportero al margen de las instituciones policiales tienden a vincular al grupo de La Carolina con el reciente asalto perpetrado en la persona del general Francisco Romero, al que le sustrajeron veinte mil pesos tras quemarle los pies para obligarlo a dar noticia de la existencia de esos fondos en su caja fuerte. Los que cometieron con el general Romero tan bestial atentado fueron tres enmascarados cuya descripción física coincide al menos con dos de los dirigentes del caso de La Carolina.

Luis Mazcorro, jefe de las Comisiones de Seguridad, tiene su renuncia pendiente de un hilo; las pistas que siguen sus huestes no van a ninguna parte. Ayer mismo se realizó una redada en los billares del teatro Colón en la que fueron detenidos treinta y cinco españoles, los cuales en su totalidad tuvieron que ser liberados por falta de pruebas a las nueve de la noche.

La persecución de Fernández Frank y del
Kewpie
se ha desplazado ahora al puerto de Veracruz y un nuevo nombre se ha añadido a la lista de los buscados por la policía: Leandro Alonso.

Los Errantes

Durruti dijo a los miembros del Comité Confederal de la CGT: «Estos pesos los tomé de la burguesía… No era lógico pensar que me los diera por simple demanda».

La suma robada ascendía a cuatro mil pesos, los mismos que fueron entregados a la Confederación.

Algo así como la versión del cronista policial de «El Demócrata»

Tras diez días de suspenso, una sorpresiva acción de la policía ha producido un arresto que saca del atasco la investigación en torno al robo de La Carolina y aporta sensacionales informes.

Ayer, en una casa de la calle República de Cuba, fueron detenidos José Greco y Carlos Pavía, el primero de nacionalidad argentina y el segundo francés. Aunque no fueron identificados en rueda de presos, no se duda de su culpabilidad.

Se habla también de la próxima detención de Sansan, compañero de Lenormand en el asesinato del chófer y que es sin lugar a dudas el hombre que puede vincular el asesinato con el asalto a las oficinas de La Carolina. Sus ropas ensangrentadas han sido encontradas durante el registro realizado en la casa 18 del Callejón de Medinas.

Por último quiero reseñar que esta febril actividad policíaca ha producido otro arresto sensacional el de Manuel López San Tirso, de nacionalidad española, temible delincuente que fue arrestado en el hotel Juárez de Veracruz.

Los Errantes

Durruti y Ascaso, tras el asalto, se refugiaron en el hotel Regis. Allí durante algunos días leyeron con sorpresa la prensa capitalina y siguieron azorados la información sobre los múltiples arrestos que se iban produciendo. Encubiertos por la falsa personalidad de un par de peruanos de apellido Mendoza, dueños de minas, no fueron molestados. El atraco había resultado un fracaso relativo, pero lo que dificultaba futuros planes es que no encontraban en el medio mexicano un grupo de apoyo. La acción de los anarquistas mexicanos estaba volcada en el trabajo sindical y la acción directa de masas y resultaba difícil organizar un grupo de anarquistas expropiadores, volviéndose muy peligroso actuar por cuenta propia sin tener un grupo de apoyo nacional. Por eso, a fines de mayo, Los Errantes decidieron continuar su viaje por América.

Algo así como la versión del cronista policial de «El Demócrata»

Manuel López San Tirso, conocido como
el Gorra Prieta
o
el Gallego Grande
, de cuarenta y nueve años, fue reconocido por el jovencito que lo vio salir de las oficinas de La Carolina con las bolsas de dinero.

«—¡Fíjate bien! —gritó San Tirso montando en cólera. »—Sí, señor, usted era».

Con esta dramática escena culminaba exitosamente la primera detención realizada en firme por la policía. Mientras tanto, en Pachuca, cayó Francisco Rojas, probablemente uno de los chóferes del asalto, y al fin, sí, digo bien, al fin, tras una pista falsa que lo había conducido a Teziutlán, el señor Mazcorro vio colmados sus anhelos y puso las manos sobre Mario Fernández Frank, Nicolás Elosague
el Kewpie
, Antonio el cubano y Luis Sansan, que fueron detenidos en Nautla, Veracruz, y que fueron conducidos al D. F. por cincuenta dragones a caballo.

Epílogo

Los cuatro españoles continuaron su periplo expropiador tras vender el coche que habían utilizado en el asalto y pasaron por Chile, donde robaron otro banco, y la Argentina antes de volver a Europa a reencontrarse con su proyecto revolucionario.

Los inocentes maleantes detenidos sufrieron penas variadas de prisión y uno de ellos, Mario Fernández Frank, quien a juicio de sus aprehensores se encontraba «notablemente enloquecido», se suicidó en la cárcel. El señor Mazcorro fue ascendido. La escuela racionalista de la CGT sobrevivió durante un par de años.

El regreso del último magonero

El viejo miró hacia el suelo como queriendo confirmar que tenía los pies sobre territorio mexicano, y luego dirigió la vista hacia atrás, a los dos agentes norteamericanos que lo habían traído esposado desde Fort Leavenworth y que ahora volvían a internarse en Estados Unidos de Norteamérica. Había ganado una guerra. Suspiró y sonrió. Fue una pequeña guerra, personal, terca. Una mínima satisfacción dentro de la enorme derrota.

En la cabeza, compuso su primer manifiesto en territorio mexicano: Manifiesto a los trabajadores del mundo dos puntos y aparte Soy el felón presidiario de Leavenworth punto y seguido Soy el insoportable coma el trastornador del orden puntos suspensivos Vengo deportado para no volver jamás Interrogación (porque ahora las máquinas de escribir tendrían interrogación de apertura, ¿o no la tendrían?) Y qué se cierra interrogación Eso también me honra ante vosotros punto Admiraciones ¡A la lucha hermanos! Vengo dispuesto a ayudaros en la continuación de la obra interrumpida...

Porque de eso se trataba, de reanudar, de volver a la guerra social. Ese pensamiento lo había salvado de morir de tristeza cuando asesinaron a Ricardo. Ese pensamiento lo había mantenido en pie.

El viejo (¿es un viejo este hombre que ha cumplido hace un par de meses tan sólo cincuenta y nueve años?) sabe que tiene que abandonar las antiguas historias. No son malas historias, por cierto, pero hay que abandonarlas, dejarlas reposar en las noches de sueños de gloria y pesadillas. «Sería lamentable gastar la poca vida que me sobra en contemplaciones y lamentaciones», se dice.

Yo tampoco voy a volver sobre esas viejas historias para contarlas, ya lo hizo en su día James D. Cockroft y lo hará pronto mi amigo Jacinto Barrera. El viejo y yo estamos hoy, setenta años después, aquí, reunidos sobre los papeles, para contar una historia que empieza cuando a un hombre de cincuenta y nueve años, desdentado, mermado por la enfermedad («salgo hecho un harapo humano; enfermo, viejo y ya sin dientes»), dos agentes policiales gringos le quitan las esposas y lo dejan en la línea fronteriza. La historia empieza cuando Librado Rivera regresa a México tras dieciocho años de exilio, de los cuales ha pasado once y medio en las cárceles norteamericanas; cuando Librado regresa a su país a vivir su última gran aventura, a darle forma y contenido a la alucinante saga de la que será protagonista en los próximos nueve años.

Por tanto, esta historia se inicia a fines de octubre de 1923, cuando el último magonero cruza la frontera. Aunque quizá haya que retroceder brevemente, cinco años quizá, para ofrecer un resumen apretadísimo de los orígenes de su detención y de la guerra privada y pública que ha permitido que Librado esté hoy pisando tierra mexicana.

En agosto de 1918, Librado Rivera y Ricardo Flores Magón fueron sentenciados a quince años de prisión por delitos de prensa en Estados Unidos. Su «Manifiesto a los trabajadores del mundo» fue pretexto para que en medio de una tremenda oleada represiva, que afectó a toda la izquierda radical norteamericana, los mexicanos fueran detenidos y el periódico
Regeneración
clausurado. Su detención marginaba muy oportunamente al ala más radical de la izquierda revolucionaria mexicana. Cuatro años más tarde, derrotado Pancho Villa, asesinado Emiliano Zapata, triunfantes los sectores moderados, la revolución en proceso de institucionalización, los congresos de los estados se hicieron eco de las demandas obreras y presionaron al gobierno de Estados Unidos para que liberara a los magonistas presos. En abril de 1922, la legislatura yucateca hizo su solicitud a las autoridades norteamericanas y en los siguientes meses se pronunciaron en el mismo sentido los congresos de San Luis Potosí, Durango, Sonora, Coahuila, Querétaro, Hidalgo, Aguascalientes y México. A la iniciativa oficial se sumaron miles de cartas de organizaciones sindicales, acompañadas frecuentemente por movilizaciones, paros y manifestaciones ante los consulados norteamericanos en México. La presión no fue suficiente. Presos estaban y por ahora presos se quedarían. ¿Sólo presos? El 16 de noviembre de 1922 muere Ricardo Flores Magón en circunstancias muy extrañas. El médico de la prisión extiende un certificado atribuyendo la muerte a una angina de pecho. Librado Rivera es obligado a comunicar la noticia al exterior sin expresar sus dudas. Que ha muerto a causa de la falta de atención médica es evidente, pero ¿ha habido algo más? En la cárcel circulan rumores de que fue estrangulado por un celador. Días después, un preso mexicano mata al supuesto asesino. Todo queda entre sombras. A Librado se le impide no sólo investigar, también informar al exterior («lamento no poder mencionarte nada que se refiera a nuestro común hermano, no tengo la libertad para hacerlo»).

Durante un par de meses, el viejo cae en una tremenda depresión y postración nerviosa en su celda, de la que sólo lo sacan las noticias sobre la recepción que se da en México al cuerpo de Ricardo: «Esas manifestaciones de cariño por parte de nuestros compañeros los esclavos del salario me hacen mucho alivio y tranquilidad a la mente».

Después de todo, la muerte no es el anonimato, la soledad final. Los «otros», que han sido sólo imágenes en los últimos días del magonismo, existen. Son obreros, campesinos, comunidades agrarias, sindicatos, banderas rojas y negras en las estaciones del tren, gritos de «Viva Tierra y Libertad», rumor de multitudes.

Librado Rivera se estremece sacudido por el grito o por el silencio de los grupos de trabajadores que velan el cuerpo de Ricardo al otro lado de la frontera. El último magonero vibra con el homenaje y se apresta para el próximo combate que se dará cuando cruce el río Bravo.

En abril de 1923 la Cámara de Diputados de San Luis Potosí aprueba una pensión de cinco pesos diarios para Librado Rivera mientras se encuentre en prisión; él la rechaza: «No quiero nada del Estado», dice. Ese mismo mes, reafirmando su anarquismo, escribe: «Se me exige obedecer a la ley, ¿y qué ley está hecha para ayudar al pobre? Todas las leyes están hechas para proteger al rico, y la más inicua de todas es la ley que considera como sagrado el derecho de propiedad privada, base de todas las desigualdades sociales y de todas las injusticias […] Si esa ley no existiera, las dificultades se arreglarían fácil y satisfactoriamente en bien de todos [...] Mis sentimientos y mi amor a la humanidad están muy por encima de toda ley».

Las movilizaciones en México, la muerte de Ricardo, el carácter de «precursores de la revolución» (de «esa» revolución, que hoy es poder) con el que el gobierno quiere institucionalizar a los magonistas para sacarlos de la lucha diaria y colocarlos en los libros de historia, permite que se cree un frente amplísimo por la libertad de Rivera. Desde los anarcosindicalistas de la CGT y los sindicalistas ferroviarios, hasta la dirección corrupta de los sindicatos oficiales de la CROM, desde los ex magonistas que integran el ala izquierda del gobierno como Díaz Soto y Gama o Villarreal, hasta el propio presidente Obregón o el ex presidente De la Huerta, se movilizan en mayor o menor a grado y presionan a los norteamericanos.

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